22
Para no dar señales de vanidad, Crisanta reprimió su legítimo orgullo por la curación del marqués, y en vez de ensancharse con los cumplidos y las zalemas, atribuyó el milagro a los ruegos de la familia y a la propia fe del enfermo.
—Vuesa señoría se salvó porque tuvo humildad y nunca dejó de creer —dijo a don Manuel—. La fe es el mejor ungüento para nuestros males, porque si la hay de veras, así tengamos un pie en la tumba, viene a sanarnos Dios, que es el mejor cirujano.
La familia quedó encantada con su modestia, en especial el marqués, que se había aferrado a la vida al palpar sus pechos de ninfa, y ahora, en la tibia lasitud de la convalecencia, confundió el regusto del placer con un deseo de elevación espiritual. Crisanta lo inmunizaba con el talismán de su belleza y necesitaba tenerla al pie de su lecho, o los vapores malignos de la enfermedad volverían a invadirlo.
—Te quiero a mi lado, hijita, todavía no estoy sano del todo y tu auxilio me hace mucha falta.
—Descuide, señor —Crisanta sonrió complacida—, si usarcé lo manda, vendré a verlo todos los días.
Esta vez los regalos fueron espléndidos: una camándula de oro con sortija, dos broqueles de diamantes con incrustaciones de granate y una cruz de plata recubierta de cornalinas. Cuando la marquesa extrajo las joyas de su alhajero, como si sacara dulces de una alacena, Crisanta se encandiló con ese cofre maravilloso, donde las piedras preciosas competían en abundancia con las estrellas del firmamento. Una vez más rechazó los obsequios con aire digno, pero aceptó a regañadientes que Nicolasa los recibiera con la excusa de socorrer a los huérfanos de su barrio.
De vuelta en casa, contempló las alhajas a la luz de una vela y soñó que las llevaba puestas en un baile de gala, al que entraba del brazo de Tlacotzin, vestido como caballero español, con jubón de terciopelo y gorguera. Si por un pequeño servicio había obtenido esas joyas de ensueño, ¡cuánto no ganaría como beata de cabecera de don Manuel! Ahí estaba, por fin, su anhelada oportunidad de hacer fortuna. Con un poco de talento y otro poco de malicia, en pocos meses se largaría con su amante a La Habana, quizá con suficiente caudal para comprar una casa a la orilla del mar.
Como la crema de la sociedad novohispana daba por muerto al marqués, su curación causó enorme revuelo, agrandado por el pasmo reverencial con que doña Pura divulgó la milagrosa intervención de Crisanta. So pretexto de dar plácemes al convaleciente, los amigos de la familia acudieron a conocerla en tropel, y aunque Crisanta no hizo nada para conmoverlos, salvo caminar de rodillas en círculos rezando el salmo Miserere, les causó una excelente impresión por su llaneza y su carácter humilde. Desde entonces, Nicolasa tomó la sabia providencia de no acompañarla más a casa de los marqueses, pues la gente de calidad que ahora rodeaba a su pupila podía haberla visto en los tablados de la capital, y no quería despertar suspicacias. Crisanta dependía en gran medida de la vieja para desenvolverse en público y tuvo que echar mano de toda su astucia para enfrentarse sola a una clientela más desconfiada y exigente, que la atosigaba con preguntas comprometedoras: ¿Tienes visiones? ¿Has levitado? ¿Es cierto que vomitas sangre al masticar la hostia? Para dejar bien sentada su fama de discreta y evitarse problemas con la gente de sotana, negó con tozudez haber tenido arrobos y otros favores del cielo. Por supuesto, nadie le creyó, pues cualquier buen cristiano sabía que los santos jamás reconocen sus dones para no pecar de soberbia.
Cuando aún no cumplía una semana de hacer ejercicios piadosos en presencia de la familia y sus invitados, don Manuel volvió a padecer de estangurria y no pudo orinar en toda la noche. Crisanta lo encontró por la mañana hecho una piltrafa, con derrames en los ojos y el cuerpo salpicado de ronchas. Tendida en el suelo con un crucifijo en los brazos, pronunció el conjuro de santa Eduviges contra la micción dolorosa y una hora después, el anciano, sugestionado por su fe, lanzó un poderoso chorro en el orinal. Temeroso de otra recaída nocturna, don Manuel ordenó que se aderezara una alcoba del palacio para hospedar a Crisanta por tiempo indefinido, pues quería tenerla cerca, por si acaso el demonio le volvía a tapar el caño de la orina.
Crisanta hubiera preferido seguir durmiendo en su casa, para tener la libertad de hacer visitas a Tlacotzin, pero no pudo oponerse al capricho del marqués y pasó a formar parte de la familia. El cuarto que le asignaron, decorado con tapices de Flandes, tenía una cama de forma ovoide con cuatro cabeceras esculpidas y estofadas, un tocador de palo de Campeche con jarrones de Talavera rebosantes de rosas, ventanas con partestrados de doble hoja y un biombo Coromandel con motivos pastoriles. Era la alcoba que siempre soñó y, sin embargo, con profundo pesar, rogó a doña Pura que retirara el tocador, cambiara los tapices por un crucifijo de pino y la mullida cama por un tablón cubierto de sábanas negras, similar al de su falsa celda monacal.
Solo conservó las rosas, mas no para alegrarse la vista con ellas, como creía doña Pura, sino para dormir encima de los espinosos tallos. Al advertir que las sábanas amanecían tintas en sangre, la marquesa contrajo la manía de espiarla por la noche, para intentar sorprenderla durante sus arrobos. Entraba con mucho sigilo a su cuarto creyéndola dormida, y Crisanta, que se había pinchado con las espinas adrede para despertar su interés, la sorprendía cada noche con los arrebatos mejor ensayados de su repertorio, en los que Cristo le dictaba con voz gemebunda sus padecimientos en el Viacrucis, san Antonio resistía en el desierto las tentaciones de Lucifer o la Virgen María se rasgaba las vestiduras al recibir el santo sudario. Doña Pura no podía guardar un secreto, y en el tono solemne de las grandes revelaciones anunció a todas sus amistades que por las noches, el Señor favorecía a Crisanta con visiones y raptos vocales.
Los primeros en presenciar sus arrobos fueron los condes de Prado Alegre, don Justo y doña Gertrudis, propietarios de las minas de oro más ricas de Guanajuato, que acababan de perder a su hijo mayor, Camilo, fallecido a los 24 años de una caída de caballo, cuando lazaba reses bravas en su rancho. Bravucón y mujeriego, el difunto no había sido precisamente un dechado de virtud, y como había muerto sin confesión, sus padres temían que hubiese merecido el castigo eterno, a pesar de haber mandado oficiar incontables misas por el descanso de su alma. Pasada la medianoche, doña Pura los introdujo en la alcoba de Crisanta, que ya conocía la tragedia de los condes por haberla oído contar en las charlas de sobremesa y los esperaba de rodillas en el tablón, las palmas de las manos levantadas al cielo, con una aureola rojiza en el cabello, efecto de ilusionismo que había logrado con un brasero oculto detrás de la cabecera. Hablaba consigo misma en un idioma incomprensible, que los visitantes no atinaron a discernir si era griego o hebreo.
—De día solo habla castellano —les informó en secreto doña Pura—. Pero en sus raptos domina todas las lenguas, como los apóstoles tocados por el fuego de Pentecostés.
Los condes la escucharon en actitud reverente, temerosos de cortar el monólogo con sus toses nerviosas. Cuando sintió que su glosolalia empezaba a fatigarlos, Crisanta se demudó y tuvo un ataque de convulsiones, como si un espíritu atormentado luchara por poseerla. Pasado el sacudimiento quedó acostada boca arriba, con el gesto contrito de un ánima en pena.
—Padres míos —sollozó con voz varonil—, cuánto habéis sufrido por mi grandísima culpa.
Don Justo y doña Gertrudis se abrazaron con estupor.
—¿Eres tú, Camilo?
—Lo fui en el siglo, ahora solo soy un alma arrepentida que busca el perdón de Dios.
—¿Te has salvado, hijo? ¿Dónde estás?
Por complacer a sus clientes, Crisanta quiso darles una esperanza:
—Estoy en el Purgatorio, pagando mis horribles pecados. Pero gracias a vuestra ayuda tengo la esperanza de salvarme.
—¿Sufres mucho? —le preguntó su padre.
—Soy una llaga viva. Pero más sufrieron las mujeres que burlé y los hijos que dejé regados por el mundo. Amparadlos a todos, para que Dios me perdone.
—Los estamos criando como si fueran nuestros —dijo doña Gertrudis— y les hemos dicho que su padre fue un hombre bueno.
—No lo fui —gimoteó el fantasma de Camilo—, pero en este páramo de sombras he aprendido a odiar la soberbia.
—Siempre le dije a tu madre que no debía mimarte tanto —reprochó el conde.
—Fuiste tú quien lo malacostumbró desde niño a la vida muelle y relajada —se defendió Gertrudis.
—No riñáis por mi causa, nadie más que yo tiene la culpa de haber ofendido al Señor. Ahora tengo que volver a mis penosos trabajos, ya vienen los celadores con sus trinches para llevarme al pozo de los tormentos. Adiós padres, seguid rezando por este vil gusano, que algún día os alcanzará en la gloria.
Reconfortados por la certeza de que Camilo no ardía en el infierno, al día siguiente los condes enviaron a Crisanta un medallón de oro macizo con la imagen del Agnus Dei. Ante doña Pura se fingió sorprendida por el regalo, pues no recordaba haberle hecho ninguna merced a los condes, y la marquesa la puso al tanto del arrobo que había tenido la noche anterior.
—¿Pero yo hice eso? ¿Lo jura vuesamerced?
—Dios te colmó de dones, hijita —la abrazó doña Pura—, pero el mayor de todos es tu candor.
A pesar de todas las evidencias, Crisanta rehusó admitir que hubiese invocado el alma de Camilo y sin embargo, no se hizo del rogar cuando la marquesa le propuso enviar a Nicolasa el valioso obsequio, que pesaba más de una libra. En la misma caja donde metió el medallón, Crisanta envió a su cómplice un billete para Tlacotzin, donde le explicaba su situación y se disculpaba por no poder visitarlo: Ten paciencia y pronto saldremos de pobres. Los marqueses me han adoptado como hija y mientras viva aquí no debo cometer ningún desliz. Más tarde habrá tiempo de sobra para el amor.
Los condes de Prado Alegre pregonaron por toda la ciudad la revelación de la beata y los ricos de la ciudad, interesados por la suerte de sus difuntos, cayeron como langostas en casa de los marqueses, que antes solo recibían visitas una vez por semana, y ahora se vieron obligados a abrir su salón los martes y jueves. Ávida de roce social, Crisanta hubiera querido participar en esas tertulias, pero se quedaba bordando en un rincón del estrado, sin cruzar palabra con nadie, y una tarde, cuando cierta dama quiso darle consejos de costura para hacerse bonitos vestidos, le respondió con enfado:
—Mientras coso, me figuro que el lienzo es el cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo, y la aguja, los clavos metidos en sus manos y pies.
El objeto inconfesado de todos los visitantes era ver a Crisanta en éxtasis místico, pero doña Pura no quería que se convirtiera en una atracción de feria y solo concedió a un grupo de íntimos el privilegio de verla arrobada. Los siguientes elegidos para entrar a su alcoba de noche fueron los duques de Miravalle, dueños del estanco del tabaco y de una hacienda ganadera en Atlacomulco. Hallaron a Crisanta tullida de la cintura para arriba, absorta en gozosa contemplación, y doña Pura, que le había tomado confianza, se sintió autorizada a preguntarle qué estaba viendo:
—Hay un ángel junto a mí, del lado izquierdo —dijo, y los condes voltearon en esa dirección, donde un soplo de viento movía las cortinas.
—¿Cómo es? —inquirió la marquesa.
—Pequeño y hermoso, con el rostro cundido de rubor y tiene en las manos un dardo de oro, con la punta de fuego. Se acerca a mí blandiendo el arma y siento que me abraso.
Crisanta se contorsionó en la cama de madera, entre jadeos y quejidos, como si la sometieran a una deleitosa tortura.
—¿Qué te ha hecho?
—Me ha metido el dardo hasta las entrañas y al sacarlo parece que me lleva toda consigo y quedo toda desvanecida de amor a Dios.
Era una visión tomada de la vida de santa Teresa, pero Crisanta no se conformó con arder metafóricamente y remató la escena con un golpe teatral:
—Tengo un ardor en el pecho, como si me hubieran marcado con hierro candente. ¡Ay de mí, cómo duele!
Compadecida por su intenso dolor, doña Pura le alzó el cuello del sayal y descubrió que tenía una quemadura arriba de los senos.
—Dios de mi vida, es verdad —llamó a los invitados para mostrarles la huella del dardo divino.
Era una quemadura leve que la propia Crisanta se había hecho media hora antes, con unas gotas de cera fundida. Pero las visitas creyeron que la señal era una prueba irrefutable de santidad, y como la marquesa les había descrito con tintes sombríos el mísero cubil donde había encontrado a la joven beata, se compadecieron tanto de su pobreza que al día siguiente le enviaron un cabestrillo de diamantes con firuletes de oro. La joya fue a parar a manos de Nicolasa, que comía ansias por empeñar el botín, pero Crisanta se lo prohibió, pues temía ser descubierta si hacía mal uso de sus regalos.
—Paciencia —le advirtió a la vieja—, no quieras matar tan pronto a la gallina de los huevos de oro, que esto apenas comienza.
Respaldada y admirada por las principales familias del reino, en pocas semanas Crisanta se volvió una celebridad, con cientos de fieles que oían boquiabiertos el relato de sus transportes. No prodigaba las apariciones en público, pero cuando salía con la marquesa a hacer obras de caridad daba espectáculos memorables, como el día en que visitaron el hospital de San José de los Naturales y besó las llagas purulentas de un viejo, en presencia de cuatro frailes hipólitos que se arrojaron al verla. Necesitaba refrendar en todo momento su beatitud, porque a pesar de haber conquistado a los marqueses y a todo aquel que presenciaba sus raptos, dentro de la casa tenía una poderosa enemiga, doña Leonor, que si bien la había colmado de parabienes por la curación de su padre, poco después comenzó a tratarla con frío desdén. Al advertir su hostilidad, sospechó que la señorita le tenía celos filiales por haber acaparado el cariño de su padre. Trató de hacerse a un lado para no interferir en su trato filial, pero doña Leonor no le agradeció sus intentos por limar asperezas, y en las tertulias, cuando doña Pura describía sus arrebatos a las visitas, hacía mohines groseros, como si estuviera cansada de oír embustes. Comprendió quién la había predispuesto en su contra al poco tiempo de notar su desabrimiento, cuando bajó a la cocina por el desayuno del marqués —que solo aceptaba la comida cuando ella se la daba en la boca— y en la escalera se topó con fray Juan de Cárcamo, que venía entrando al palacio en compañía de Leonor.
—Ella es Crisanta, la beata de quien le hablé —dijo Leonor, y cruzó una mirada cómplice con el fraile.
—Mucho gusto. —Crisanta se apresuró a besar la mano del dominico.
—Tu cara me parece conocida —la escudriñó Cárcamo—. ¿Nos hemos visto antes?
—No lo creo, padre —mintió Crisanta, con un hilo de sudor helado—. Siempre voy a misa a la parroquia de mi barrio, en San Pablo.
—Me huelgo de que hayas ayudado a sanar al marqués —Cárcamo sonrió a la fuerza—, pero es mi deber aconsejarte humildad y modestia. Toda la ciudad se hace lenguas de tus visiones, y por la débil naturaleza de tu sexo corres el riesgo de envanecerte.
—Odio la fama y jamás la he buscado, padre —se defendió Crisanta—. Yo solo quiero padecer desprecios y humillaciones para ser una digna esposa de Cristo.
—Me alegro, hijita, pero ten cuidado con el orgullo —le advirtió Cárcamo—. Las visionarias como tú son el blanco predilecto de Satanás.
El consejo de Cárcamo encerraba una amenaza velada y desde entonces se mantuvo alerta contra cualquier insidia del fraile, que podía hacerle mucho daño aprovechando su valimiento con doña Leonor. Como Cárcamo solo la había visto representar el auto sacramental tres años antes, con el rostro pintarrajeado, difícilmente podría reconocerla con su nueva personalidad. Pero sabía muy bien con qué clase de alimaña estaba tratando, pues Tlacotzin le había referido con pelos y señales sus corruptelas en el convento de Amecameca y aún estaba dolida por la prohibición de la temporada teatral en Puebla, que había cortado abruptamente su carrera de comedianta.
Para adelantarse a los movimientos del enemigo, en la siguiente visita de Cárcamo, Crisanta se ocultó detrás de las cortinas del estrado para escuchar su conversación con Leonor. Durante largos minutos, la señorita lamentó con amargura la indiferencia de un galán esquivo que se carteaba con ella. El tema de sus cuitas amorosas parecía fastidiar al fraile, que a la menor oportunidad cambiaba de tema, como un toro renuente a seguir la muleta del matador.
—Hija mía, perdona que te haga una amable reconvención: No es prudente ni cristiano que pierdas el tiempo en hablar de tus amoríos, cuando en tu propio hogar se ofende diariamente a la religión.
—¿Quién la ofende?
—Esa beata milagrera, que ha embrujado a tu padre. Pensé que podrías hacer algo para sacarla de esta casa, pero veo con tristeza que no has atendido mis súplicas.
—Lo he intentado, pero es imposible —se disculpó Leonor—. Mi padre la adora y mi madre está chiflada con sus arrobamientos.
—Abobamientos les llamaría yo —refunfuñó Cárcamo—. Esas ilusas creen que pueden alcanzar la santidad sin conocer siquiera los rudimentos de la Patrística. La Iglesia corre grave peligro cuando el vulgo manosea las cosas sagradas. Los flacos de intelecto no pueden practicar la oración mental, menos aún hablarse con Cristo.
—Bien lo sé, padre, y he tratado de prevenir a mi familia, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver.
—Están criando un cuervo que les sacará los ojos. A tiro de arcabuz se nota que esa beata es una embaucadora.
—Procuraré ponerla en la calle, pero no le arriendo la ganancia. Mis padres la tienen en un altar… Y volviendo al asunto de mi enamorado, quisiera saber por qué se acobarda en mi presencia si es tan audaz con la pluma.
—Perdona, pero tengo que retirarme. —Cárcamo la detuvo en seco—. Debo asistir a una reunión importante en la universidad y no quiero llegar con retraso.
Cuando Leonor acompañó a Cárcamo escaleras abajo, Crisanta salió de su escondite con los nervios crispados y tardó varias noches en recuperar la serenidad para fraguar un plan defensivo. Su primer paso fue buscar un acercamiento con el jesuita Pedraza, un sacerdote de suaves maneras que, a diferencia de Cárcamo, le profesaba una paternal simpatía y jamás había intrigado a sus espaldas para quitarla de en medio. Gentil y comedido, Pedraza la admitió como hija de confesión. Quizá fuera amable con ella por interés, pues doña Pura le había confiado que Pedraza y Cárcamo seguían disputándose la herencia de don Manuel y, al parecer, el jesuita deseaba tenerla de su lado en esa batalla. Una mañana, cuando Pedraza terminó de confesar a doña Pura, Crisanta le refirió en privado el desabrimiento que había percibido en la señorita Leonor, y señaló a fray Juan de Cárcamo como principal instigador de su mala voluntad, sin confesarle que los había escuchado a hurtadillas.
—Se han confabulado en mi contra, padre, quieren levantarme falsos y temo que puedan desacreditarme con los marqueses.
—Cárcamo tampoco me quiere a mí, pero no te preocupes, hija: entre los dos podemos aplastar al bicho —la tranquilizó Pedraza—. Yo sabré defenderte, si tú me prometes hacer cuanto yo te diga para mellar las armas del enemigo.
—Haré lo que ordene vuesamerced —y Crisanta le besó la mano con una sonrisa fraterna.
El pacto entre los dos quedó sellado esa misma tarde, cuando la marquesa, tras haber sostenido una discusión a puerta cerrada con su hija Leonor, bajó a tomar la merienda con algunos invitados y preguntó al jesuita si a juicio suyo, los favores místicos podían ser concedidos a la gente iletrada.
—Por supuesto —aseguró el jesuita—. Los simples son puros de corazón y naturalmente inclinados a la caridad, que es el principal atributo de las almas contemplativas. Por eso Cristo habla por su boca, los ilumina para ver las cosas futuras, y se les muestra de cuerpo presente con todo el resplandor de su gloria.
—Gracias, padre, con eso me basta para taparle la boca a ciertas incrédulas —doña Pura dirigió una mirada retadora a su hija, que se tragó la rabia con un gesto de impotencia.
Con la autoridad eclesiástica a su favor, Crisanta se sintió más segura para sacudir al mundo con arrebatos de mayor impacto. Una noche, cuando los marqueses entraron a verla en compañía del oidor Juan Sánchez de Peralta y su señora esposa, la encontraron con dos heridas sangrantes en las muñecas, y al levantar las sábanas negras, vieron otras heridas idénticas en sus pies, con dos hilillos de sangre que bajaban hasta el suelo:
—Son los estigmas de Nuestro Señor Jesucristo —se persignó doña Pura—. Y mi hija se atreve a decir que Crisanta es una charlatana.
Por si fuera poco, debajo de la tetilla izquierda, Crisanta se había abierto con una afilada navaja de rasurar la herida de lanza que los centuriones asestaron al Señor cuando había expirado en la cruz. El oidor y su esposa se apresuraron a secarle la sangre con sus pañuelos, y pudieron constatar que las heridas de pies y manos tenían el tamaño justo de un clavo. Para detener la hemorragia llamaron a un flebotomiano que le cauterizó y vendó las heridas. Durante la curación, Crisanta solo profirió suspiros de enamorada, como si las heridas del señor fueran caricias para su espíritu. Cuando volvió en acuerdo vio las vendas en sus muñecas y dijo con aflicción:
—¿Por qué me habéis sanado?
—Te estabas desangrando, hija —le informó doña Pura.
—Eso hubiera querido, expirar dulcemente en brazos de mi Amado.
—¿No te dolió?
—¿Dolor? Quisiera que todo mi cuerpo y alma se despedazaran para mostrar el gozo que siento al padecer con Cristo —dijo—. Fue un deleite grandísimo y suave, como si estuviera en el techo de todo lo creado.
Doña Pura mandó traer a Simón de Betanzos, el pintor más renombrado del reino, para que hiciera un retrato de Crisanta con los estigmas al descubierto, la cabeza nimbada por un halo de luz y un corazón flechado en medio de su pecho. Mientras posaba para el pintor en largas y fatigosas sesiones, se enteró de que su antigua clientela estaba revendiendo a 30 pesos los retazos de tela manchados con tintura roja que Nicolasa les había repartido cuando era una beata del arrabal, pues ahora tenían gran demanda entre las familias acaudaladas. Crisanta aceptó de buen grado ese negocio parasitario, pues no tenía inconveniente en que otros pobres se ganaran la vida a sus expensas. Al contrario: le daba gusto ayudarlos en la noble tarea de esquilmar a los ricos. Con el mismo fin, el jesuita Pedraza cocinaba mientras tanto un negocio más lucrativo. En alianza con doña Pura, comenzó a tejer una telaraña para que el marqués revocara su testamento y después de muerto cediera el asiento del pulque a la Compañía de Jesús. Entre dos fuegos, don Manuel no sabía qué partido tomar. Por un lado, la marquesa no cesaba de recordarle que había favorecido a los dominicos en un momento de ofuscación y ahora, con la mente lúcida, debía reparar ese lamentable error. Por el otro, doña Leonor lo instaba a honrar su palabra, no solo por respeto a la orden dominica, sino al mismo Dios, que jamás le perdonaría el haberse retractado de una obra pía tan necesaria para contrarrestar los efectos nocivos del pulque. Atribulado, el marqués pidió consejo a Crisanta, que ya estaba aleccionada por el padre Pedraza y se fingió cohibida por la gravedad del asunto:
—Vuesa Señoría me abruma con su confianza. Una pobre turulata como yo, que solo se ocupa de adorar a Dios, no tiene luces para darle consejo en un asunto tan delicado. Pero ya que me pregunta mi parecer, le hablaré con franqueza: La donación del capital reunido con el asiento del pulque lo acredita como un varón misericordioso, y no creo que deba dar marcha atrás en esa magna obra de caridad, que le abrirá de par en par las puertas del cielo. Pero a fe mía, la regla monástica que vuesamerced eligió como heredera de su legado dista mucho de merecerlo, por la preeminencia que en ella goza fray Juan de Cárcamo, un administrador venal, enfermo de ambición y codicia, que ha cometido malversaciones y peculados con los dineros de su orden.
—Pero mi hija dice que fray Juan es un santo —se sorprendió el marqués.
—Debe estar mal informada, pues le aseguro que es un truhán, y Dios no me dejará mentir.
A continuación, Crisanta refirió todo lo que Tlacotzin le había contado sobre los malos manejos de Cárcamo en el convento de Amecameca: el fraude cometido con los fondos reunidos para construir la torre de la iglesia, el sucio comercio con las ofrendas de los fieles, su desidia para administrarles los sacramentos y la explotación de los indios de la doctrina para enviar regalos al provincial.
—Todo esto lo sé de primera mano —concluyó— pues me lo contó un primo mío que fue su pilguanejo. Odio las intrigas y nunca he deseado el mal de mi prójimo, pero creo que vuesamerced cometería un grandísimo yerro si dejara el asiento del pulque en manos de semejante rufián.
—¿Y entonces, a quién me aconsejas donarlo?
—A la Compañía de Jesús. Con los jesuitas, vuesamerced tendrá la seguridad de que su fortuna será destinada a socorrer a los menesterosos. En esa orden hay gente de probada honestidad, como el padre Pedraza, cuyas prendas morales y humanas no necesito alabar, pues las conoce de sobra.
Sin titubeos, como si la palabra de Crisanta fuera un mandato divino, al día siguiente el marqués mandó llamar al escribano para hacer la rectificación de su testamento. Pedraza estalló de júbilo al enterarse de la noticia y en señal de gratitud por el favor recibido, en la tertulia del jueves propuso a Crisanta delante de las visitas que narrara sus visiones místicas en un libro, para edificación y enseñanza de los fieles, pues quería tener el honor de prologarlo. Todos los nobles congregados en el salón aprobaron con entusiasmo la idea. Contra su costumbre de rechazar los halagos, Crisanta aceptó sin hacerse del rogar, olvidando por un momento la obligación de fingirse humilde. El beleño del poder la mareaba con su efecto narcótico, y traicionada por su alma de actriz, sucumbió a la tentación de agradecer los aplausos.