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Terminada la ceremonia iniciática, Tlacotzin recibió la orden de someterse a un ritual purificatorio con duración de cuarenta días, similar al de los viejos guerreros que se ofrecían como voluntarios para morir en la piedra de los sacrificios, pues el ñor Chema temía que se acobardara si no lo adoctrinaba con suficiente esmero. Cuando el nuevo miembro de la hermandad juntaba sus pertenencias para mudarse al cerro del Chiquihuite, recibió de manos de Nicolasa el mensaje donde Crisanta le anunciaba su forzada reclusión en casa de los marqueses y se disculpaba por no poder verlo mientras viviera con ellos. Le respondió con tiernas lamentaciones, como lo mandaba la cortesía amorosa, pero en su fuero interno se sintió aliviado, pues gracias a ese golpe de suerte, quedó en libertad de servir a Coatlicue sin ataduras. En el triunfo social de Crisanta vio la mano providente de la diosa, que le hacía favores por adelantado, como si quisiera comprometerlo a ejecutar su mandato, o a perder la vida en el intento. Ahora menos que nunca podía defraudar a la señora con falda de serpientes, pues si la madre de los dioses colmaba de ventura a sus servidores, también podía despedazar a sus enemigos.
En el cerro del Chiquihuite, el ñor Chema le tenía dispuesta una cueva acogedora, con un blando colchón de plumas, una mesa de cuero rojo con flores de cempasúchil y pinturas rupestres de aves y fieras realizadas por los mejores tlacuilos de la hermandad.
—Puedes encontrar la muerte en tu misión —le advirtió de entrada—, y por eso quiero agasajarte estos días, mientras llega la hora de mostrar tu valor.
Una doncella con ojos de almendra, la misma que había molido los hongos en la invocación a Coatlicue, le puso un sartal de flores en el cuello y lo llevó de la mano a la mesa, cubierta con un mantel de algodón ricamente bordado, donde comió un delicioso conejo en pipián, acompañado con tortillas azules y una jarra de tepache fresco. Hubiera podido tomar a la muchacha como amante, pues ella estaba más que dispuesta, pero resistió la tentación por fidelidad a su querida Citlali.
Durante el periodo de entrenamiento siguió al pie de la letra la rutina dictada por la hermandad. Al filo de la madrugada, uno de los conjurados venía a despertarlo con una antorcha encendida, le entregaba un sahumerio con brasas ardientes y subían juntos a la punta del cerro para incensar los cuatro puntos cardinales del Anáhuac. Terminado el ofrecimiento del fuego, bajaba con otro instructor a cortar troncos en las laderas del monte para adquirir destreza en el manejo del hacha de pedernal. Después del almuerzo, en compañía de todos los conjurados, escuchaba la prédica diaria del ñor Chema, que leía en voz alta los códices en tinta negra y roja, en los que Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, por boca de los antiguos sabios, habían presagiado la victoria final de los mexicanos sobre los conquistadores y la reconstrucción de los centros ceremoniales aztecas. Por la tarde visitaba el taller de cerámica, donde los alfareros de la hermandad fabricaban efigies decapitadas de frailes y soldados españoles a caballo, con una raya roja en el sitio del corazón. Los lunes por la mañana —le explicaron— el jefe del taller entregaba las estatuillas a un grupo de arrieros que las llevaban a la capital ocultas en sus carretas, para enterrarlas de noche en los edificios más representativos de la tiranía: el Palacio de los Virreyes, el Palacio del Arzobispado, la Casa de Moneda, el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo. Se trataba de erosionar el poder español desde sus cimientos, pues el ñor Chema tenía la firme convicción de que las fuerzas telúricas serían sus principales aliadas en la guerra secreta contra el invasor.
Por la noche, en un anfiteatro cavado en las rocas del cerro, Tlacotzin asistía como invitado de honor a los recitales de flor y canto, donde los viejos encargados de preservar la memoria colectiva, sentados en hemiciclo, entonaban cantares de tiempos anteriores a la conquista. Al oírlos lamentar la fugacidad de la vida y el incierto destino de los muertos que bajaban a la región sin puertas ni ventanas, de donde nadie volvía, Tlacotzin sentía escalofríos, pero aparentaba una fortaleza de espíritu sin fisuras, para no inquietar a los miembros de la hermandad. Experto en la medición del tiempo, el ñor Chema dedicó más de una semana a calcular en sus calendarios, según el movimiento de las estrellas, cuál era el día más propicio para la entrada en acción de Tlacotzin. Terminada la difícil medición, lo mandó llamar a su cueva. Tenía en el hombro a su inseparable tecolote y fumaba un acayetl de tabaco con liquidámbar que saturaba el aire de un aroma embriagador. Paternal y enérgico a la vez, le advirtió que no arrojase niños dioses a la laguna en los días considerados nefastos para los nacidos en el año 1 Conejo: el 3, 7, 10, 11 y 12 de cada mes, pues daría al traste con el encargo. El temblor de sus labios dejaba traslucir la esperanza vehemente que cifraba en esa misión.
—Ya es tiempo de que vayas a cumplir tu deber sagrado —aleccionó a Tlacotzin—. Mañana mismo te pondrás en marcha a la capital y volverás a tu antigua choza de la Candelaria muy quitado de la pena. Saluda a tus amigos pateros y diles que fuiste a tu pueblo a enterrar a un pariente, para que no vayan a maliciar nada. Por la noche irás a la ermita de Tlacopan, donde tiene su santuario la virgen de los Remedios, la patrona de los gachupines. Ella socorrió a Cortés en la toma de Tenochtitlan y cuando los mexicanos acometían con más empuje a los invasores, les echó fierra en los ojos desde el altar del Templo Mayor. Por haber cegado a nuestros guerreros, Coatlicue eligió a su hijo como primera víctima. Más tarde sabrás por mis emisarios cuáles vírgenes deben sufrir el mismo castigo. Y recuerda: si caes en manos de la justicia, te cortarás la lengua en el acto, para no delatar a ninguno de tus hermanos.
Como el ñor Chema no dijo nada sobre las dificultades prácticas de la misión, Tlacotzin las tuvo que resolver solo. Al día siguiente, con los tres pesos que le dieron para sus gastos, alquiló una mula en una caballeriza del rumbo de la Merced y vestido con ropas de mestizo, para despistar a posibles testigos, tomó la calzada de Tacuba a trote lento. En el morral llevaba oculta su herramienta sacrificial, un hacha de obsidiana muy filosa, que pensaba usar en defensa propia si alguien intentaba detenerlo. Llegó a la ermita como a las cuatro de la tarde, cuando solo quedaban algunos fieles orando en los reclinatorios, la mayoría españoles de aspecto próspero, pero también algunos indios, lo que le ayudó a pasar inadvertido. El santuario cerraba a las seis de la tarde, y mientras fingía estar concentrado en sus oraciones, Tlacotzin no perdía de vista al sacristán que iba y venía del altar al camarín situado en un ángulo de la ermita, guardando facistoles, cálices y otros objetos de la liturgia. Por su experiencia como acólito en Amecameca, sabía que antes de cerrar los templos, los sacristanes nunca se tomaban la molestia de hacer una revisión concienzuda para ver si quedaban fieles adentro, pues el sacrilegio inspiraba un terror sagrado incluso a los rufianes de corazón más duro, y la Iglesia, confiada en la autoridad que ejercía sobre el pueblo, se había acostumbrado a dejar sus tesoros desguarnecidos.
Cuando la tarde empezó a pardear, Tlacotzin aprovechó una salida del sacristán para esconderse dentro del confesionario, encaramado en la silla del confesor. Debía permanecer inmóvil hasta el cierre de la ermita, aunque se le entumieran las piernas de tanto estar en cuclillas. Por la celosía vio salir uno por uno a todos los fieles, la respiración contenida cada vez que el sacristán pasaba por delante de su escondite. Cuando todos se marcharon, el sacristán sacó las flores marchitas de los jarrones, despabiló los cirios, y tras haber recogido el plato de las limosnas, cerró el portón lateral y le puso la tranca. Por si las dudas, Tlacotzin esperó más de diez minutos sin bajarse del banquillo. Cuando se creyó seguro, echó un vistazo a diestra y siniestra por la cortinilla del confesionario: gracias a Coatlicue, no quedaba un alma en el templo. Más confiado, caminó con paso firme y seguro en dirección al sagrario, atiborrado con ojos, cabezas y piernas de plata y oro que los fieles habían ofrendado en acción de gracias por la curación de sus males. Parecía un firmamento tachonado de astros, y Tlacotzin pensó cuánto mejor sería repartir esas riquezas a los pobres de la Candelaria.
Pero las instrucciones del ñor Chema eran muy claras: por ningún motivo debía tocar los exvotos, pues se trataba de ejecutar una venganza divina, no de saquear los altares. En el centro del retablo, la virgen de madera estofada sostenía en brazos al niño Jesús, vestido con un ropón de seda y encaje. Enternecido por el arrebol de sus mejillas, Tlacotzin estuvo a punto de flaquear, pero el recuerdo del artero ataque a los defensores de Tenochtitlan reavivó su deseo de complacer a Coatlicue: la maldita gachupina no merecía piedad. Por los vitrales del santuario aun entraba una franja de luz crepuscular que iluminaba el tabernáculo de plata. Debía actuar de prisa para aprovechar ese resplandor, pues encender una linterna al anochecer sería muy riesgoso. Diestro en el manejo del hacha por la experiencia adquirida en el Chiquihuite, de cuatro certeros tajos arrancó al niño de las virginales faldas maternas. Asustado de su propia osadía, se escondió debajo del altar con el niño en brazos, creyéndose perdido cada vez que oía los crujidos de la madera o el choque del viento con los vitrales. De seguro, el sacristán había escuchado el ruido de los hachazos y no tardaría en llegar con cuatro alguaciles. Diez minutos de espera apaciguaron paulatinamente su taquicardia. Cuando recobró la serenidad, convencido de que nadie vendría a prenderlo, se puso de pie para estirar las piernas, que tenía entumidas. Examinó las facciones del Niño Dios antes de guardarlo en el morral y creyó percibir en sus labios un rictus de angustia. Dispénsame, niño, se disculpó en voz baja, pero quién te manda ser hijo de esa malora.
Aún le faltaba lo más difícil: salir de una iglesia cerrada con triple candado. Pero Tlacotzin había previsto ese inconveniente y ya tenía planeada su escapatoria. Por una escalera en espiral ascendió la pequeña torre de la ermita, y llegado al campanario sacó un mecate de su morral para amarrarlo en una de las pilastras. Ya era de noche, pero la gente del pueblo aún no se había recogido en sus casas y esperó más de dos horas recostado en el campanario, hasta que las calles quedaron desiertas. Entonces se descolgó con el mecate atado a la cintura, apoyando los pies en los nichos y en las volutas de la fachada. Al tocar tierra, acezante y medroso, corrió en busca de su mula, que había dejado amarrada en un árbol cercano. Más que los alguaciles de la justicia, ahora su temor eran los ladrones. Si una banda de forajidos le salía al paso y lo despojaba del Niño Dios, ¿cómo podría explicárselo a la hermandad? Por fortuna, los pocos jinetes que se cruzaron con él en la calzada de Tacuba solo se quitaron el sombrero para saludarlo, intimidados quizá por sus ropas de mestizo, pues los ladrones nocturnos solían ser ladinos vestidos a la española. Entró a la ciudad cuando faltaba poco para el toque de maitines. En su choza de la Candelaria se quitó la ceñida camisa de faldas largas y las botas de tacón alto, que le habían sacado ampollas, pues quería cumplir la segunda parte de su misión con huaraches y tilma, en señal de respeto a Coatlicue.
Ya era casi la medianoche y la laguna estaba desierta, pero infinidad de gente vivía en la ribera y Tlacotzin tuvo que remar con mucho sigilo para no llamar la atención. Guiado por el resplandor de la media luna, que dejaba una estela de plata sobre el espejo de agua, enfiló la canoa hacia el remolino de Pantitlán. Una parte del lago, la más abundante en peces, estaba confiscada por los dueños de los realengos, cuyos centinelas patrullaban las aguas con linternas. Tlacotzin sabía por dónde rondaban y dio un largo rodeo para eludir su vigilancia. Como a ratos las nubes ocultaban la luna, la quilla de su canoa se deslizaba despacio entre la vegetación lacustre, y por remar a ciegas tuvo que dar un brusco viraje para no quedarse atascado en una maraña de tules.
Cuando logró apartarse de la orilla, lejos ya de los centinelas, pudo remar con más rapidez, porque la vegetación era menos tupida. En las inmediaciones de Pantitlán empezó a sentir la fuerza del remolino y hundió la pértiga en el limo para evitar que la corriente lo arrastrara. Llegado al punto donde estaba sumergida la Coatlicue de piedra, encendió una tea que llevaba en la canoa y la acercó a la superficie del agua. Al fondo, difuminada por las ondas, alcanzó a ver la mole de la diosa con las dos serpientes enroscadas en la cabeza. Madrecita nuestra, reina de México, malditos sean los canallas que osaron echarte aquí. Había tomado la providencia de atar una piedra de buen tamaño al cuerpo del Niño Dios, para evitar que flotara en el agua, y comprobó que los nudos de la soga estuvieran bien apretados. Satisfecho con su nudo, encendió copal en un brasero y cantó en cuclillas el himno religioso que había aprendido de memoria en el retiro espiritual del Chiquihuite:
—Señora del palacio de las aguas, la que está en su encierro de turquesas, soy tu fiel hijo Tlacotzin y he venido con humilde corazón a cumplir mi solemne promesa. Los vengadores de la raza, los que formamos el círculo de las cuatro cañas, te ofrecemos en sacrificio al hijo de María, para saciarte con su sangre tierna. Tú que reinas en el país de las blancas juncias, donde el agua de jade se tiende, acepta el tributo de tus mejores hijos y líbranos del yugo que nos oprime.
Arrojó en las aguas al niño Jesús, que hizo burbujas al hundirse, como si fuera una criatura de carne y hueso. ¿Se estaba ahogando de verdad, como había presagiado la Mujer Blanca? Por un segundo, Tlacotzin abrigó el temor de haber cometido una atrocidad. Para darse valor dedicó el sacrificio a su padre, el bravo Axotécatl, que sin duda lo veía con orgullo desde los reinos del sol. ¿Me perdonas, padre mío, verdad que has olvidado la lluvia de piedras? Disipado el sentimiento de culpa, recobró el aplomo y la paz de conciencia, como si hubiera lavado su corazón en aguas hirvientes. Pronunciaba las últimas oraciones para despedirse de la diosa cuando escuchó el graznido de un tecolote salido de las tinieblas que vino a posarse en su hombro.
Apenas fue descubierta la amputación del niño en el santuario de Tacuba, las campanas de todas las iglesias tocaron a rebato. A partir del mediodía circuló por toda la ciudad una hoja volante que daba cuenta del desastrado suceso, nunca visto desde la llegada de los españoles al Nuevo Mundo. El arzobispo Sagade mandó colocar en los templos crespones negros y desde el púlpito de la catedral exigió mano dura contra los profanadores. Lo más espantable del sacrilegio, dijo, era la saña con que el Niño Dios fue arrancado y el extraño desinterés de los ladrones por los objetos preciosos del santuario. Semanas atrás, en una visita a la ermita de Tacuba, la esposa del virrey, doña María Isabel, marquesa de Leyva, había obsequiado a la virgen de los Remedios un valioso collar de perlas, que los ladrones ni siquiera tocaron. Se trataba, pues, de una maligna conjura para socavar la fe católica, perpetrada quizá por herejes acaudalados, pues saltaba a la vista que no los movía el afán de lucro. ¿Quiénes eran esos impíos? ¿Dónde se ocultaba el monstruo que había golpeado con un hacha a la Madre de Cristo?
Para no despertar sospechas, al día siguiente Tlacotzin acudió a la iglesia de la Candelaria cuando el sacerdote congregó a la comunidad, y al oír su sermón sacó en claro que la Iglesia buscaba culpables en todas partes, menos entre la indiada, pues un siglo de mansedumbre había convencido a los españoles de que ningún natural se podía alzar contra ellos. Mejor para él: así podría seguir actuando en la sombra, mientras la justicia daba palos de ciego. La consternación general cobró visos de catástrofe cuando los custodios de la virgen despojada aseguraron haberla visto llorar en su tabernáculo. Cientos de fieles acudieron de rodillas al santuario de Tacuba para rezar el oficio parvo alrededor de un moisés vacío alumbrado con veladoras y salieron a las calles largas filas de penitentes con las espaldas molidas a latigazos, que pregonaban a gritos el fin del mundo. En pie de guerra, la Inquisición mandó pegar en las calles un edicto donde se exhortaba a las gentes de bien a delatar a cualquier sospechoso, so pena de excomunión mayor si alguien protegiese a los culpables.
Mientras esperaba nuevas instrucciones del ñor Chema, Tlacotzin volvió a sus tareas habituales en el tianguis de la Plaza del Volador. Una mañana, cuando regresaba de vender su mercancía, Nicolasa fue a dejarle un recado de Crisanta, que ya no soportaba los rigores de la beatitud y había decidido tomarse una pequeña licencia, para verlo al día siguiente en el bosque de Chapultepec, junto a las tapias del manantial. Con dos meses de abstinencia, Tlacotzin ya veía súcubos en sueños y empezaba a temer una recaída en las erecciones incontrolables. Urgido de un desahogo, llegó al bosque media hora antes de la cita, con huaraches nuevos y la tilma recién planchada. Al ver acercarse a la seductora Citlali, que llevaba los labios pintados con carmín y se había puesto un alegre vestido de mangas cortas, con una orquídea en el pelo suelto, resintió con mayor fuerza los efectos de la larga separación. Corrió a sus brazos como un perro en celo, pero Crisanta lo apartó con la piel crispada:
—Espera —le dijo—. Aquí pueden vemos los aguadores.
No había un alma en el manantial, ni paseantes en el bosque, pues era martes y la gente de la ciudad solo visitaba Chapultepec los domingos. Pero Crisanta tenía un miedo cerval a ser descubierta, porque su celebridad iba en aumento y ahora se vendían por doquier estampitas con su retrato. Entregó a Tlacotzin una cesta de mimbre con las viandas para el almuerzo y tomados de la mano se internaron en las arboledas. Fue una larga caminata a campo traviesa, pues Crisanta no se dio por satisfecha hasta encontrar un paraje guarnecido por dos rocas enormes, donde estaban a salvo de cualquier fisgón. Entonces se arrojó encima de Tlacotzin y casi le desgarró la tilma en su prisa por poseerlo. Cuanto más grandes eran los riesgos que corría al verlo, más le picaba la comezón de romper todas las prohibiciones. El atrevimiento la estimuló para soltar las amarras del cuerpo y, ante su furor de potranca salvaje, Tlacotzin se sintió alzado en vilo por un torbellino. Se amaron dos veces con un corto entreacto para tomar aliento, y la segunda vez, olvidada de todas sus precauciones, Crisanta lanzó un gemido de agonía que hizo volar despavoridos a los gorriones de la enramada. Como era costumbre, después del placer le dieron ganas de fumar, y Tlacotzin, galante, sacó un eslabón y una pajuela para encenderle el cigarro.
—Gracias, mi amor. —Crisanta exhaló el humo con placidez—. No sabes cuánto he sufrido en esa casa, teniendo que fingir día y noche para sostener mi comedia.
—A estas alturas ya debes haber juntado mucho dinero, ¿no?
—En joyas y regalos debo tener cinco mil pesos, pero quiero un poco más, para no pasar apuros en La Habana.
—Ojalá sepas retirarte a tiempo. —Tlacotzin acarició los pelillos rubios de su muslo, parecidos a los jilotes de las mazorcas tiernas.
—Todavía puedo medrar mucho con mi fama —se justificó Crisanta—, y sería tonto retirarme ahora, cuando la buena sociedad está rendida a mis pies.
—No vayas a dejar que te metan a un convento, por lo que más quieras.
—Yo sabré zafarme a tiempo, no te preocupes. Cuando haya duplicado mi caudal haré mutis por la puerta del fondo, y laus deo: los marqueses no volverán a saber de mí.
—Me preocupa que alguien te reconozca y descubra tu juego.
—Pierde cuidado, todos me quieren y me respetan. Pero dime, ¿qué has hecho todo este tiempo?
—Lo de siempre —mintió Tlacotzin—: cazar por las mañanas en la laguna, vender mis patos en el tianguis. Trabajo como macehual, pero sin ti no me hallo, Citlali.
—No te habrás metido con ninguna chancluda de tu barrio, ¿verdad?
—Ni lo mande Dios. Yo no puedo querer a ninguna después de tenerte a ti.
Como premio a su fidelidad, Crisanta sacó de la canastilla un trozo de queso fresco, una tira de longaniza asada con tortillas calientes y una botella de vino catalán que había sustraído a hurtadillas de la cocina de los marqueses. Mientras almorzaban contó a Tlacotzin su reencuentro con Cárcamo, las intrigas del fraile para enemistarla con los marqueses y el golpe que le había propinado en complicidad con el jesuita Pedraza al arrebatarle el asiento del pulque, un golpe tan duro, que desde entonces no se paraba en casa de los marqueses. Tlacotzin saboreó la venganza tanto como las viandas, pues supuso que a partir de entonces, Cárcamo perdería poder dentro de su orden. Comieron con voracidad, brindaron por los hijos que tendrían en Cuba y al terminar el almuerzo, Crisanta desvió la conversación hacia el escándalo de moda:
—¿Ya supiste lo que le hicieron a la virgen de los Remedios?
—Todo México habla de eso —dijo Tlacotzin, impasible—. ¿Cómo no habría de enterarme?
—¡Qué gente más desalmada! Espero que detengan pronto al maldito profanador y lo maten a palos.
—Debe estar muy bien escondido —comentó Tlacotzin, lacónico.
—Lo que no entiendo es para qué se robó al niño. Aquí hay algo de brujería, estoy segura.
—Tal vez —concedió Tlacotzin—, pero los buenos brujos son muy difíciles de encontrar.
Su respuesta tenía un dejo de burla y Crisanta lo percibió.
—Parece que te alegra ese horrible sacrilegio.
—Ya te dije que en Amecameca perdí la fe en la religión y en los curas —explicó Tlacotzin—. Para mí todos son iguales a Cárcamo.
—¿Y qué? ¿También odias al Niño Dios? —Se indignó Crisanta—. ¿No sientes compasión por él?
Hasta entonces, Tlacotzin había ocultado a Crisanta que al decepcionarse del cristianismo, se había convertido a la religión de su padre, pues temía que la diferencia de credos fuera un motivo de discordia, pero su repudio le dolió demasiado para seguir callando.
—¿Y tú no compadeces a los dioses mexicanos que los españoles hicieron pedazos? —respondió con las vísceras.
Crisanta enmudeció de perplejidad. Había descubierto una recámara desconocida en la conciencia del hombre que amaba y no daba crédito a sus oídos.
—Esos ídolos diabólicos se alimentaban de sangre humana —respondió horrorizada—. El cristianismo sacó a los indios de las tinieblas.
—Y los hundió en la esclavitud a punta de latigazos.
—Hablas como un hereje. Gracias a la palabra de Dios, ahora los indios pueden salvarse.
—No te entiendo, Citlali. Todos los días te burlas de tu religión, pero haces un gran mitote cuando se roban a un Niño Dios.
—Hicieron algo peor, lo arrancaron del regazo materno a punta de hachazos —sollozó Crisanta—. Si estás de acuerdo con esa monstruosidad, no quiero volver a verte.
Por el tono dolido de Crisanta, Tlacotzin comprendió que su amenaza iba en serio y un vientecillo gélido le recorrió el espinazo. Tal vez había llevado la confrontación demasiado lejos, pues la amaba por encima de cualquier disputa religiosa.
—Perdóname, espejo mío —Tlacotzin la tomó por los hombros—, tú eres mi dueña, el sol que me calienta. No quise lastimarte, ni soy un hereje. Compadezco a ese Niño Dios y siento mucho lo que le pasó.
—¿Me lo juras?
Tlacotzin besó la señal de la cruz.
—Pero dime la verdad. ¿Crees en los ídolos? —Lo acorraló Crisanta.
Por su natural propensión a la sinceridad, Tlacotzin estuvo a punto de confesarle todo, pero la mirada acusadora de Crisanta lo obligó a negar con la cabeza. Ella quería una palinodia más formal y le pidió que rezaran juntos un Ave María. Con tal de apaciguarla, Tlacotzin accedió, si bien rezó en voz muy queda, con la pueril esperanza de pasar inadvertido a los oídos de Coatlicue. Quedaron de volver a reunirse en alguna huerta solitaria cuando Crisanta pudiera salir de su encierro y al darle el beso del adiós, Tlacotzin se quedó con un regusto amargo en la boca.
Esa tarde, mientras preparaba sus aparejos de cazador, la mala conciencia le revolvió la barriga. Era un hombre sin honor, había abjurado de su fe como un cobarde, y al hacerlo, había lanzado un gargajo a la memoria de Axotécatl. En esas condiciones, el sacrificio de los niños dioses solo podía reportarle desgracias, pues Coatlicue rechazaría con indignación las ofrendas de un renegado. No sería el único en padecer la ira de la Mujer Blanca: también los miembros de la hermandad, a menos de que se infligiera un duro escarmiento. De rodillas ante su altar doméstico, se traspasó la lengua con una espina de maguey y en una jícara recogió el borbotón de sangre para ofrecerla como tributo:
—Perdóname, señora, por haberle rezado a tu enemiga con esta boca perjura, que solo debe abrirse para adorarte.
Repitió la sangría veinte veces, con dolor menguante, como si la lengua hinchada fuera un apéndice ajeno a su cuerpo. Debilitado por la fuerte hemorragia, una membrana viscosa le nubló la visión, y al irse de bruces derramó la jícara en el suelo. El remolino de Pantitlán lo arrastró hacia el fondo de la laguna, donde Coatlicue le tendió los brazos, como invitándolo a redimirse. Anclada en la muerte, y a la vez palpitante de vida, jadeaba como una parturienta a pesar de tener un cráneo incrustado en el vientre. Al estrecharla descubrió que las coyunturas de su cuerpo eran hocicos de víbora, teñidos de sangre por el reciente almuerzo del Niño Dios. Trató de nadar hacia arriba para escapar de la trampa, pero el remolino lo atrajo hacia el fondo y al sumirse en la matriz de piedra, triturado por los colmillos filiales, creyó escuchar la mordaz respuesta de su plegaria:
—Quebrado junco, mujercita débil, si quieres mi perdón, entrégame la vida de tu Citlali.