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La misma noche de la detención, el párroco de la Candelaria, mandado llamar por el comisario Cárcamo, reconoció al Niño Dios arrancado a la virgen de su templo, y al día siguiente, a primera hora, mandó repicar las campanas para anunciar el feliz hallazgo. Según la ley, Cárcamo hubiera debido poner a Tlacotzin a disposición de los jueces seglares, pues el Santo Oficio, por una antigua cédula real, tenía prohibido conocer causas de indios, a quienes la corona consideraba menores de edad y, por lo tanto, incapaces de herejías dolosas. Pero la sola idea de entregar a su presa, para que otros se ufanaran de haber resuelto el caso, le revolvió las vísceras. No, señor, nadie le quitaría el mérito de haber prendido al criminal más odiado de la Nueva España. ¿O acaso no tenía las manos deshechas a picotazos por haber rescatado al niño Jesús de las garras del búho, esa encarnación alada de Lucifer? Recurrió, pues, al sencillo expediente de presentar al reo como mestizo, y aunque Tlacotzin, desde su primera deposición, declaró en náhuatl ser indio puro por parte de madre y padre, no pudo comprobarlo con su fe de bautizo, que había extraviado cuando huyó de Amecameca. Para dar mayores visos de legalidad a la trapisonda, Cárcamo lo registró en la prisión con su nombre cristiano: Diego de San Pedro, y usó las ropas de ladino halladas en su choza como prueba flagrante de impureza racial.
La noticia del arresto corrió como reguero de pólvora entre todos los estamentos sociales. Desde muy temprano, una multitud se congregó en la plaza de Santo Domingo, frente al palacio de la Inquisición, para exigir a gritos la cabeza del satánico mutilador de vírgenes. Fue preciso colocar una guardia de lanceros en la puerta de las cárceles secretas para repeler a la muchedumbre que amenazaba con derribarla. Adentro, Cárcamo representaba con gran celo apostólico su comedia de mártir. Una vez presentada la denuncia formal ante el fiscal Villalba, rechazó con gentileza las atenciones del médico de la cárcel, don Rafael de Gudiño, quien insistía en vendarle las manos, pues quería ver al Inquisidor Mayor con las llagas al descubierto. Desde el saludo, sus heridas de Ecce Homo causaron viva impresión en Ortega, que lo abrazó como si volviera de una cruzada.
—Sentaos por favor, hermano.
—Gracias padre, prefiero estar de pie —se excusó Cárcamo, cada vez más adolorido del trasero por su infección purulenta, que ahora lo obligaba a llevar una especie de pañal para no manchar las sillas de sangre.
El Inquisidor Mayor aprobó con una sonrisa afable sus severas penitencias y Cárcamo le hizo entrega solemne del niño acéfalo. Afligido por la decapitación de la efigie, Ortega pidió explicaciones, y Cárcamo, en tono compungido y humilde, le narró las circunstancias del milagroso hallazgo, donde sin duda había intervenido la providencia divina, dijo, pues antes de llegar a la choza, no imaginaba ni por asomo que el amante de la beata embaucadora fuera el cobarde ladrón de los niños dioses.
—Vuestra hazaña me colma de gozo —dijo Ortega, acariciando con ternura el ropón del niño—, y a nombre del Tribunal, os felicito por el valor que habéis mostrado en el prendimiento de ese monstruo.
—No tengo ningún mérito, padre —se sonrojó Cárcamo con intenso placer—. Solo cumplí mi juramento de ofrendar la vida por la fe.
A pregunta expresa de Ortega, que ya había leído la declaración del reo, traducida al español, y temía una reclamación del Provisorato por procesar a un indio que al parecer no sabía castellano, Cárcamo aseguró que su antiguo pilguanejo lo hablaba como el mismo Garcilaso, y expuso con elocuentes razones sus motivos para atraer el caso a la Inquisición:
—Si el tribunal ordinario juzga al indio por separado, el proceso de Crisanta quedará trunco, y necesitamos tenerlos juntos en las cárceles secretas para arrancarles la verdad sobre el horrible sacrilegio que a todas luces perpetraron de consuno. Porque de eso no me cabe duda: librado a su propio arbitrio, un indio rústico como Diego jamás habría podido concebir y ejecutar un atentado tan protervo. Se necesita una perfidia extremada para concebir tamaña abominación, ¿y quién mejor dotada para el mal que su barragana, una catedrática de la blasfemia, pervertidora contumaz de la santidad y, por lo mismo, sospechosa de tratos con el demonio?
—Encuentro muy fundadas vuestras razones para inferir la complicidad de la beata Crisanta —admitió Ortega—. Pero aunque la perversa mozuela lo haya inducido a mancillar nuestros altares, no podemos olvidarnos de la gente embozada que gobernaba las voluntades de entrambos.
—¿Tenéis otro culpable? —Se sorprendió Cárcamo.
—A toda la judería, ¿os parece poco?
—Permítame un amistoso disenso —se atrevió a respingar Cárcamo—: creo que mi hallazgo desmiente las anteriores acusaciones y demuestra a las claras quién es el autor de los robos sacrílegos.
—Vuesamerced ha encontrado al autor material y a su presunta instigadora —puntualizó Ortega—, mas eso no significa que los procesos en curso carezcan de fundamento. Recuerde que somos el máximo tribunal de la monarquía, y nuestra dignidad nos obliga a fulminar sentencias inapelables.
—Pero errar es humano, y en este caso…
—Nada de peros, comisario Cárcamo. —Ortega le recordó su posición de subalterno con las mandíbulas tensas—. Hemos prendido a más de veinte familias judías bajo el cargo de haber ordenado el cercenamiento de los niños dioses, con el fin de humillarlos en sus sinagogas. ¿Quiere que ahora nos retractemos en público, tras haberles confiscado todos sus bienes?
Cárcamo entendió por fin hacia dónde iba el alegato del Inquisidor Mayor: el Tribunal no podía retirar las acusaciones contra las familias judías, estuvieran o no involucradas en el caso, pues ello lo obligaría a devolver los bienes incautados. Aunque apenas llevaba cinco meses en el Santo Oficio, ya sabía que buena parte de las fortunas confiscadas se quedaba en manos de Ortega y de sus dos principales adláteres: los fiscales Villalba y Lizárraga. Desde antes de ser nombrado comisario le había sorprendido que varones tan doctos y graves lucieran mucetas y sombreros forrados con caireles y borlas de seda. Los lujos en el vestir no era sino un pálido reflejo de las riquezas que ocultaban en sus palacetes, que al decir de las malas lenguas, estaban repletos de arcones con alhajas, doblones de oro, porcelanas y sedas de China arrebatadas a los reos. Era un secreto a voces que Ortega y sus cómplices no registraban en los libros del Tribunal ni la décima parte de los bienes incautados, incluyendo fincas y haciendas. Por eso, una institución que debía ser próspera carecía de fondos para pagar los sueldos de los archivistas, y las actas de los procesos, desparramadas en el piso de los juzgados, se amontonaban en completo desorden, esperando en vano que un empleado comedido cosiera los expedientes con hilo y aguja.
—Comprendo muy bien vuestro santo celo en preservar la reputación intachable del Tribunal —reculó Cárcamo en tono conciliador—, y os prometo esforzarme por vincular los procesos de Crisanta y Tlacotzin con la conspiración judaizante. Pero me temo que no será fácil hacerlos confesar esas ligas secretas, pues a juzgar por sus antecedentes, ninguno de los dos ha tenido tratos con la comunidad hebrea.
—Eso está por verse, comisario. —Narváez aflojó sus facciones, complacido—. Tengo plena confianza en vuesamerced y confío en que hallará el modo de arrancarle la verdad a esos esbirros del judaísmo. Por eso, y en reconocimiento a sus señalados servicios, he resuelto comisionarlo para hacer el inventario de los bienes de la charlatana. Según parece, recibió una fortuna en obsequios, y su confiscación puede sernos de gran ayuda para solventar las costas del proceso.
—Haré un recuento minucioso de todos sus bienes —Cárcamo agradeció el honor con una reverencia— para contribuir al sostén del Tribunal y a la defensa de la cristiandad.
Persuadido de que Ortega, en el lenguaje sesgado y eufemístico de los valores entendidos, le daba licencia para despacharse a su sabor con los bienes de Crisanta, esa misma tarde irrumpió con dos corchetes y un escribano en la vivienda de Nicolasa, donde presumía que la vetusta cómica guardaba el botín de su pupila. A una orden suya, los corchetes descerrajaron la puerta con un mazo de acero. La estancia solo contenía muebles rústicos y apolillados, pero en el cuartucho de cortinas negras donde Crisanta se arrobaba frente a su modesta clientela, encontraron dos baúles de cuero atiborrados de alhajas y objetos preciosos. Aunque la montaña de oro y pedrería le produjo vértigo, Cárcamo contó el botín con una mueca de repugnancia, para dejar bien claro ante los presentes su profundo desprecio por las riquezas mundanas.
—Un apretador de oro con 45 diamantes —dictó al escribano, que tomaba nota en un banquillo—; una cadena de oro con 28 rubíes engastados, y pendiente de ella, una medalla del Sagrado Corazón; una sarta de perlas de seis libras, una piedra bezoar grande guarnecida de oro, un rosario de corales con misterios de topacios…, ¡Dios de mi vida, cuánto partido le sacó esta infeliz a sus pantomimas!
Solo entregó al Santo Oficio la quinta parte de lo incautado y escondió el resto en una de las bodegas vacías de la orden dominica, previa componenda con el tinterillo, que se hizo de la vista gorda a cambio de un delfín de oro con esmeraldas. De vuelta en su celda, tomó una indispensable medida de higiene: cambiar el paño de algodón que le cubría las ingles, sucio de sangre y pus, por otro limpio, para no manchar las sábanas durante el sueño. Ni el sangrado del recto ni la molestia de tener que dormir de lado le impidieron ufanarse de sus victorias. Ningún cargo de conciencia las empañaba, pues a diferencia del Inquisidor Mayor, él no se había apropiado los bienes del Tribunal movido por el interés. Los altos fines que perseguía justificaban esa pequeña exacción, pues solo deseaba el bien de su orden. Se acercaban las elecciones del nuevo provincial y con el monto de lo incautado buscaría evitar que la regla de Santo Domingo cayera en las garras de la patulea criolla, como había ocurrido ya en la orden de San Agustín, para desgracia de la Iglesia y congoja de los buenos cristianos. Solo él podía frustrar los planes de esa gente mezquina, roñosa, maleada de nacimiento, que trasudaba rencor contra la grandeza de España. Aunque, a decir verdad, los criollos no eran la única piedra en su camino. En primer término, debía congraciarse con el visitador de la orden, a quien reservaría los mejores obsequios, para tenerlo de su lado en caso de una disputa legal. Después se ganaría a los priores de provincia, casi todos peninsulares y por lo tanto, sus aliados naturales en la disputa por el control de la orden. En apariencia estaba con ellos a partir de un piñón, mas no podía olvidarlos en el reparto de dádivas y prebendas, pues aunque la mayoría aparentaba tenerle gran estima, quizá el día de la elección le volvieran la espalda si sus oponentes los recompensaban con más largueza.
En cuanto a su fama pública, le sobraban motivos para estar de plácemes, pues con el arresto de Tlacotzin y el milagroso hallazgo del Niño Dios quedaba mejor apuntalada que nunca. Esas hazañas taparían la boca de todos los murmuradores que lo habían tachado de solicitante y libertino por el demencial ataque de doña Leonor. ¡Patrañas odiosas! Pese a las aclaraciones posteriores, y a la reclusión de la lunática en el Hospital del Divino Salvador, los filosos dientes de la calumnia no habían cesado de morderlo. Pero después de haber atrapado al sicario de las vírgenes, una hazaña digna de inscribirse en mármoles y bronces, nadie osaría acusarlo de andar burlando doncellas. La multitud congregada en la plaza de Santo Domingo, que alternaba los mueras a la pareja sacrílega con los vítores a su persona, se encargaría de linchar a quien osara levantarle falsos. Si actuaba con la debida modestia y cerraba los oídos a los halagos cortesanos, tenía el obispado en la bolsa. Nada de caer en las trampas de la vanagloria, nada de pavonearse en los saraos palaciegos: mientras más secreta fuera su vida, más brillaría su aureola de santidad.
Se veía ya despachando en el Arzobispado, mas un ominoso retortijón de tripas le recordó que tenía un flanco débil. Acuclillado en el bacín que guardaba bajo la cama, pujó con la frente perlada en sudor, como si tuviera un erizo clavado en las entrañas, hasta que al fin pudo evacuar dos míseras bolitas de caca. Se limpió delicadamente con un trapo que le raspó como lija, pues sus postemas abiertas resentían hasta el menor roce. Hostia santísima, con el avance de la infección, la cagada más inocua se había vuelto un calvario. En un viejo libro de medicina, hojeado a hurtadillas en la biblioteca del convento, había leído que las infecciones del tracto rectal se curaban con sanguijuelas aplicadas a las venas del ano. ¿Sería capaz de ponérselas él mismo, con la ayuda del espejo, para evitar la peligrosa colaboración de un extraño? Virgen de la Candelaria —suplicó—, no me pagues con riquezas el rescate de tu Divino Cordero. Si de verdad merezco tu favor, ayúdame a sanar del vergonzoso mal que me aqueja.
***
Desde su primera declaración en la temida Casa de la Esquina Chata, como se conocía al edificio de la cárcel perpetua, Tlacotzin descubrió con escalofríos que también Crisanta estaba presa y el Santo Oficio la quería involucrar en el robo de los niños dioses. Por ignorar lo ocurrido en el templo del Carmen, se creyó responsable de su caída en desgracia y el sentimiento de culpa lo tuvo en vela toda la noche. ¿Por qué no se armó de valor para mandar al carajo a los conjurados del Chiquihuite? ¿Por qué se había convertido en un guiñapo sin voluntad? En la hora más negra del remordimiento pensó en el suicidio, pero en su calabozo, una especie de cueva labrada en la tierra, con paredes húmedas revestidas de piedra, no había una sola argolla de donde colgarse. Afuera, en la plaza iluminada con teas, la multitud le gritaba maldiciones en náhuatl. Raza de esclavos: así de bravos deberían ser con los tiranos. Pero en esa hora de confusión y dolor, ya ni siquiera estaba seguro de haber defendido una causa justa. La huida del tecolote con la cabecita del niño Dios le había dolido como una traición. A pesar de sus poderes mágicos, el nahual del ñor Chema no había hecho nada para librarlo de los corchetes: solo le importó rescatar la ofrenda para el sacrificio. Si los deberes religiosos forjaban hombres con alma de piedra, si los dioses mexicanos, como los cristianos, derramaban por doquier la simiente del odio, prefería volverles la espalda y morir como un descreído.
Al amanecer, un celador con capucha le llevó un tecomate con atole frío, donde nadaban algunos granos de arroz. Lo dejó intacto para ejercer la única libertad a su alcance: matarse de hambre. Estar dispuesto a morir le daba una sensación de seguridad que probablemente no tendría si aún quisiera salvar el pellejo. Nadie puede obligarme a cometer ninguna traición, pensó, pues tengo abierta la puerta para largarme de aquí. Una hora después, cuando empezaba a calentarse las manos con el rayo de sol que se colaba entre los barrotes de la ventana, el celador abrió la reja y le sujetó las manos con grillos para llevarlo por húmedos pasillos de techo abovedado, a través de portones con planchas de hierro, hasta una sala de paredes encaladas, con una gran rueda de madera en el centro. Sentados en bancas de madera, los miembros del Tribunal, con el gran inquisidor en el sitial de honor, estaban listos para presenciar la sesión de tortura, como lo requerían las ordenanzas del Santo Oficio. Por una puerta lateral entró fray Juan de Cárcamo, acompañado del comisario Mireles y dos sayones. El celador picó a Tlacotzin con un chuzo para obligarlo a doblar la cerviz, pero el reo no obedeció.
—Inclínate, bellaco —le encajó la punta del chuzo en los riñones. Sin embargo, Tlacotzin se mantuvo firme.
Cárcamo observó su resistencia con una sonrisa mordaz.
—Ay, Diego, cómo te has maleado en la capital. Tú no eras así cuando me servías la comida en Amecameca, humildito y descalzo. ¿Te sientes protegido por tu nuevo amo, el Príncipe de la Noche? Pues entiéndelo bien: ¡de nada te valdrá su ayuda en los dominios de Cristo! —Y le sorrajó un tremendo fuetazo en la cara.
Cárcamo se apresuró a rociarle agua bendita en el labio sangrante, pues en los casos de posesión satánica —y el de Tlacotzin lo era sin duda, a juicio de la Inquisición—, el interrogatorio debía ir acompañado de un exorcismo.
—¿Quién te pagó por cometer los sacrilegios y quiénes fueron tus cómplices? —Lo jaló brutalmente del pelo.
Encogido de hombros, Tlacotzin fingió no entender el español.
—¡Mala rabia te mate! —Volvió a cruzarle la cara con el fuete—. Después de haberte dictado mil cartas, ¿quieres hacerme creer que no sabes castilla?
Tlacotzin se encogió de hombros con íntima satisfacción. Aunque estuviera de cara contra la pared, tenía en su lengua la mejor arma para irritarlo. Mireles le tradujo la pregunta en náhuatl y solo entonces Tlacotzin se dignó responder:
—Coatlicue onechmamatti in niquimichtequiz in coconech.
—¿Qué dice? —preguntó Cárcamo.
—Dice que robó los niños dioses por encargo de Coatlicue.
—¡Qué Coatlicue ni qué niño muerto! —refunfuñó el dominico—. El muy ladino quiere hacerse pasar por idólatra, para que turnemos el caso al tribunal ordinario. Pero es un hijo del miedo, como todos los de su raza, y ya veremos si no canta en el ansia. ¡Colocad al preso en la rueda!
Los sayones recostaron a Tlacotzin boca arriba sobre la armazón de madera y lo sujetaron de pies y manos, hasta que su cuerpo quedó en posición convexa.
—¡Aplicad el agua!
Uno de los sayones roció una esponja con agua fría sobre la boca y la nariz de Tlacotzin, que por tener arqueada la espalda y estar sujeto a la rueda con gruesas cadenas, no pudo evitar que el agua lo atragantara. Con horrible angustia intentó desprenderse de las cadenas, mientras el chorro de agua se filtraba por su laringe hasta la tráquea y los bronquios. Cuando lo vio morado de asfixia, Cárcamo ordenó al sayón que volviera a ponerlo en posición vertical.
—¿Verdad que ahora sí quieres hablar? —Cárcamo le acarició el mentón con falsa ternura—. Déjate de embustes y confiesa la verdad. Sabemos que tu barragana te azuzó a robar los niños dioses por encargo de los pérfidos hebreos. ¿La obedeciste por amor, no es cierto?
De nuevo Tlacotzin aparentó no haber entendido. Mireles le tradujo al náhuatl la acusación de Cárcamo y después de un hondo respiro contestó entre jadeos:
—Yehutl ahtle quimatia.
—Dice que ella no sabía nada —tradujo Mireles, y la respuesta hizo rabiar a Cárcamo:
—¡Donosa respuesta! Esa bruja te tiene enyerbado. Estás en riesgo de condenarte por ella, ¿y todavía la defiendes? Por Dios, Tlacotzin, piensa con la cabeza y no con los cojones. ¿De verdad crees que la muy zorra espera un hijo tuyo? Pues a fe mía que eres muy ancho de tragaderas. Las pícaras de su calaña huelgan cada noche con un zoquete distinto y a veces ni saben quién las preñó.
En su afán por hacerlo confesar disparates, Cárcamo le había dado una información muy valiosa: ¡Citlali preñada! Y el niño que esperaba solo podía ser suyo, pues él confiaba ciegamente en ella, dijera lo que dijera esa rata de albañal. Como Tlacotzin no dio señales de haber mordido el anzuelo, Cárcamo ordenó que lo volvieran a colocar en la rueda. Esta vez el agua fría le bajó hasta los pulmones y un rictus agónico tiñó sus labios de azul. Parecía a punto de claudicar, pero cuando enderezaron la rueda y el comisario Mireles volvió a exigirle la misma confesión amañada, que por lo visto ya tenían escrita para él, se mantuvo amurallado detrás de un hosco silencio. No diría una sola palabra contra la madre de su hijo, así le costara la vida. Recobrada la fe por la cercanía de la muerte, sintió renacer en su alma la creencia en el Tlalocan, el paraíso de los ahogados, que su padre le había descrito con vivos colores. Bienvenida la muerte por agua, si después de las convulsiones despertaba en ese florido pensil con manantiales de color turquesa, donde las chinampas daban frutos deliciosos en todas las estaciones. El tormento se prolongó hasta el atardecer sin doblegar a Tlacotzin. Estrellado en su tozudez, Cárcamo no pudo sacar nada en claro, y por consejo de Mireles, al oír el toque de vísperas decidió suspender la sesión hasta el día siguiente.
De regreso al pabellón de los reos peligrosos, otro celador encapuchado condujo a Tlacotzin por los mismos galerones, ahora más oscuros y espantables, hasta desembocar en un corredor flanqueado de calabozos, donde las caras famélicas de los reos asomaban entre las rejas. Cuando el celador se detuvo delante del suyo, el más inhóspito, para elegir la llave correcta en el pesado manojo que llevaba atado a la cintura, Tlacotzin echó un vistazo a la mazmorra vecina y el alma se le vino al suelo: ahí estaba, recostada en una banca de piedra, con un gatito pardo sobre las rodillas, su deidad soberana, o más bien, lo que quedaba de ella después del linchamiento público. Pelada a rape, con los labios hinchados y el sayal andrajoso, solo conservaba algunos vestigios de su donaire bajo el antifaz violeta de los cardenales. Cruzaron una mirada breve, intensa, cortante, que de parte suya fue una plegaria, y de parte de Crisanta, un derrame de bilis negra. Ni los tormentos de la rueda, con toda su crueldad, le dolieron tanto como ese latigazo de hielo.
Necesitaba reconciliarse con ella antes de morir, o sentiría que toda su vida fue un absurdo malentendido. Con tal propósito, al amanecer desistió del ayuno y dio el primer bocado al bodrio de la prisión. En las primeras semanas de encierro, su ardiente deseo de implorar perdón a Citlali se topó con obstáculos invencibles, pues la estrecha vigilancia a la que estaban sometidos, con un celador apostado en medio de sus calabozos, impedía cualquier intento de comunicación. Y aun si hubiera podido llamarla a gritos desde la reja, ¿qué le hubiera dicho? Discúlpame, amiga, por mi culpa caíste del cielo al infierno, pero sigues siendo la luz de mis ojos. No, con esas palabras huecas solo se ganaría un odio mayor. Lo que más le pesaba era oírla llorar y gemir por las noches, con sollozos culpables de arrepentida, sin atreverse a murmurar palabras de consuelo, pues más que el espeso muro, los separaba el fantasma de su difunto amor.
Cuando llevaba un mes en la cárcel, Tlacotzin recobró la esperanza de reconciliarse con ella gracias a las indiscreciones de Cárcamo, que en un interrogatorio se fue de la lengua con el comisario Mireles y comentó en tono soez el escándalo de Crisanta el día de la fallida profesión de monja, cuando sufrió un desmayo y el médico descubrió su embarazo. Al comprender que no la habían prendido por su causa, Tlacotzin se sintió libre de culpas y, en consecuencia, más autorizado a quererla. Si ambos eran víctimas del infortunio, tenía el derecho y el deber de acercarse a ella para templar los rigores de la cárcel con la calidez de un afecto honrado. Tras varios días de observar los movimientos de los celadores, renunció a la temeraria idea de hablarle desde la reja, pues aunque algunos guardias nocturnos solían dormitar en sus bancos, temía ser delatado por otros reos si ventilaba intimidades en voz alta. Por esos días, urgido de arrancarle una confesión, Cárcamo discurrió un nuevo arbitrio para ablandarlo: ordenó a los celadores privarlo de alimento, y le advirtió que solo volvería a comer cuando confesara sus crímenes contra la fe, en los términos que él ordenaba.
—Toma —le entregó un tintero de cuerno y unos pliegos de papel—. Si no escribes en castellano la relación de tus crímenes, tendrás que lamer el salitre de las paredes.
Para mayor suplicio, mandó que los suculentos guisos destinados al comedor de los inquisidores —mole de olla, carnero en achiote, pollo a la portuguesa— fueran paseados delante de su calabozo en ollas descubiertas. Ni con las narices tapadas podía sustraerse al delicioso olor, que le provocaba salivaciones caninas. De noche oía el rugido de sus tripas amotinadas y en sueños los opíparos manjares volvían a desfilar por su fantasía, más apetecibles cuanto más lejanos.
Tlacotzin sabía que en última instancia, el dominico se vería obligado a levantarle el castigo, pues jamás obtendría el ansiado testimonio si lo dejaba morir. En vez de redactar su confesión, aprovechó la tinta y el papel para tratar de romper el hielo con Crisanta. Durante el receso en que los celadores salían a almorzar en el patio de los Naranjos, le escribió una tierna carta de amor, regada con líquidas brasas, donde alternó las palabras de consuelo con las finezas de amante. La catarsis y el llanto lo libraron de un pesado lastre, pero al estampar su rúbrica se topó con un formidable escollo: ¿cómo entregar la esquela a Citlali? Cuando pasaba por su calabozo de camino a la cámara de tortura iba siempre acompañado de un celador, y en su presencia no podía estirar el brazo para meter el pliego entre las rejas. Durante varios días se devanó los sesos con impaciencia en busca de algún ardid para hacerle llegar la carta. Ya había perdido la esperanza de lograrlo, cuando observó que el garito con quien Crisanta se había encariñado circulaba libremente por los corredores. Tal vez fuera el gato de algún rico judío, pues los reos acaudalados gozaban de ciertos privilegios, como tener mascotas en sus celdas, por las generosas dádivas que repartían a los sayones. Intentó atraerlo con susurros y chasquidos de lengua, pero el minino, al parecer, tenía prejuicios de aristócrata, pues ni siquiera se dignaba mirarlo.
Para entonces, Cárcamo había constatado ya que Tlacotzin jamás confesaría por hambre, y a regañadientes, ordenó que le volvieran a dar alimento. Fue un golpe de suerte, pues noches después, gracias a los restos de sancocho frito dejados en su escudilla, logró vencer las resistencias del caprichoso animal. Cuando el gato, satisfecho por el banquete, se dejó regalar y acariciar, dobló minuciosamente la carta y se la ató en el cuello con un jirón de manta arrancado de su camisa. Después lo llevó hasta la reja y ahí lo dejó en libertad, con una palmada en el lomo. Como esperaba, el gatito tomó el camino de su querencia y se coló entre las rejas de la celda vecina.