Crisis matrimonial
Desde mi matrimonio en el lejano 1951 hasta la vorágine de la Transición llevé una vida familiar muy similar a la de tantos otros españoles. Procuraba sacar adelante a los míos y satisfacer a la vez las actividades políticas y religiosas que formaban parte de mi personalidad desde muy joven. Por un lado, el despacho de abogado, el trabajo para los empresarios Hermanos Santos Díez, la labor en la Diputación de Madrid; por otro la democracia cristiana, los propagandistas, el europeísmo. Desde muy pronto las obligaciones familiares fueron importantes, porque poco después de mediada la década de los cincuenta ya habían nacido mis cinco hijos, que eran pequeños cuando fui detenido y desterrado, lo cual, como ya conté, se convirtió en fuente de angustia, aunque finalmente nunca llegamos a pasar estrecheces económicas.
No teníamos grandes agobios, llevábamos un modo de vida normal. Quizás, como tantos padres, ahora lamente no haberme dedicado más a mis hijos, porque llevar la secretaría general de la AECE me ocupaba mucho tiempo, esa es la verdad.
Durante toda la década de los sesenta mi vida personal siguió por los cauces normales, con las alegrías y las penas propias de quien tiene que dar sustento y educación a cinco hijos. Me dedicaba a eso, al trabajo y a la política desde la plataforma de la asociación. No obstante, creo que fui un padre razonablemente bueno y cumplidor.
En medio de toda aquella actividad, que se convirtió en vorágine con la campaña electoral en Palencia, mi primer matrimonio se fue a pique. Fue una ruptura dolorosa pero mitigada por el hecho de que nuestros hijos ya eran mayores y de que supimos superar nuestras diferencias y mantener una muy buena relación basada en el respeto y en la consideración mutua. Me fui del domicilio conyugal, alquilé un piso e inicié una nueva etapa. Al cabo de un tiempo me uní a la otra Luisa de mi vida, María Luisa Cruz Picallo, mi actual esposa. Se puede decir que, cuando la conocí años atrás, el flechazo fue mutuo. Ella tenía dos hijos pequeños. Mantuve, pues, la amistad con mi exmujer y la relación con los hijos, cuyas vidas y carreras he seguido, como es natural.
Al acabar mi carrera política en UCD, es decir, mi militancia en cualquier partido, allá por 1982, mi situación sentimental estaba felizmente encauzada. En 1981 se había aprobado la Ley de Divorcio. Luisa y yo obtuvimos nuestros divorcios respectivos y pudimos al fin casarnos. Lo hicimos en enero de 1986, el mismo mes en que fui designado embajador en El Salvador. La experiencia en ese país fue sumamente enriquecedora para Luisa y para mí y creo que compartirla fortaleció nuestra unión.
El lector se preguntará si aquel cambio en mi vida familiar, la separación y posterior convivencia con otra mujer, provocó alguna reacción contraria en los correligionarios, pues ciertamente era y soy creyente, militante demócrata cristiano y durante mucho tiempo estuve con los propagandistas. Tuve una conversación con el padre Martín Patino, porque me llamó para comentar el «problema». Como no soy un cínico, me aparté un tanto de la vida de los propagandistas, donde mis circunstancias sentimentales no tenían buen encaje. Ciertamente algunos de mis compañeros no lo vieron con buenos ojos y hubo algunos comentarios adversos; pero la mayoría lo asumió con toda naturalidad y amistosa actitud. Por lo demás encontré absoluta comprensión en gentes en principio tan diversas como Fernando Abril y Alfonso Guerra, que me apoyaron explícitamente insistiendo en que mi vida particular nada tenía que ver con la actividad política. Lo agradecí, aunque no dejaba de ser consciente de que para un político de la democracia cristiana de toda la vida podía parecer contradictorio. Quizás todo aquello influyera después, en 1982, para tomar mi decisión de abandonar la militancia partidaria.
Una vez en El País salió la noticia de que Álvarez de Miranda se divorciaba y se casaba con una mujer también divorciada, lo cual me molestó un poco. Hablé con Jesús del Gran Poder, que era como llamábamos en broma a Polanco, para preguntarle por qué consideraba que aquello podía ser una noticia relevante, y me dijo que él se preguntaba lo mismo y que su gente le volvía loco con aquellas salidas de tono. La cosa no tuvo más transcendencia.
En mi estancia como embajador en El Salvador la vida familiar estaba plenamente estabilizada. La prueba es que nos visitaron allí todos nuestros hijos, los cinco míos y los dos de Luisa, José Luis y Juan Manuel. Allí fuimos muy felices, pese a las dificultades. Compartimos el descubrimiento de otro mundo y otras gentes, y el conocimiento de aquella Iglesia de los pobres. Al final no fuimos personas gratas para según qué sector de la sociedad salvadoreña, que nos reprochaba incluso que los negociadores de la guerrilla se hubieran alojado en la residencia del embajador. De esta vivencia me ocuparé con detalle más adelante.
De vuelta a España llevamos una vida familiar apacible, plena y estable, relacionándonos ambos con nuestras respectivas parejas anteriores de una manera civilizada.