Capítulo 11 EMBAJADA EN EL SALVADOR

En los primeros años de gobierno de Felipe González, y ya ausente el centro del panorama español, yo mataba el gusanillo de la política acudiendo a diversos foros, reuniones y conferencias, y promoviendo ese tipo de actividades en la Fundación Humanismo y Democracia. Hasta que un día, me imagino que por sugerencia de compañeros socialistas que me conocían, el presidente Felipe González me invitó a la célebre Bodeguilla. Algo extrañado, acudí, y desde luego lo hice con mucho gusto porque le conocía desde hacía largo tiempo y porque una llamada del presidente de tu país siempre es cosa grata. Allí en la Bodeguilla hizo un aparte conmigo y me dijo, más o menos:

—Oye, Fernando, tú que conoces Latinoamérica y Centroamérica, podrías ir de embajador a algún país de allí. ¿Cuál te apetece?

Unos cinco años antes, hacia 1981, cuando yo ya no era presidente del Congreso, Amnistía Internacional me propuso que formara parte de una comisión investigadora en Guatemala, país presidido entonces por el general Lucas. Y allí que fui, con un sindicalista suizo y una funcionaria norteamericana. Pero antes de llegar a Guatemala me había encontrado con Felipe González en Panamá, en el hotel en que ambos nos alojábamos. Y como yo sabía que era buen conocedor de la situación en la zona le pedí que me hablara de Centroamérica y de lo que estaba ocurriendo en aquellos países. Lo hizo con detalle y con su conocida facilidad de exposición.

Ahora, cinco años después, me hacía aquella propuesta inesperada, pero muy atractiva. Inmediatamente le dije que sí quería ir de embajador, sobre todo si era a El Salvador, porque conocía la situación que se estaba viviendo allí a través de mi contacto con la democracia cristiana local y con otros grupos e instituciones. Así quedó la cosa, con su propuesta y mi contestación, hasta que un día, cuando me encontraba en Jávea con mi mujer y su familia, me llamó el amigo Paco Fernández Ordóñez, que era ministro de Asuntos Exteriores. Me comentó que por indicación del presidente tenía que llevar al Consejo de Ministros mi nombramiento como embajador, si es que seguía en la idea de serlo. Le dije que sí. Volvió a preguntarme dónde quería ir y le contesté que pese a ser un país pequeñito me interesaba mucho El Salvador. Yo conocía a José Napoleón Duarte, a cuya toma de posesión como presidente acudí, y con el que además había hablado en alguna visita que hizo a Madrid. El Salvador estaba sumido entonces en un conflicto armado entre la guerrilla y los militares y era un lugar de mucho interés para mí desde la época del apostolado y muerte de monseñor Romero.

El Consejo de Ministros me nombró, pero me pasé unos meses sin tomar posesión porque así me lo pidió el embajador al que iba a relevar, Mariñas. Me dijo que si iba inmediatamente le haría mucho trastorno por cuestiones logísticas. Como la cosa se dilataba el Ministerio de Asuntos Exteriores me dio un toque. Expliqué lo que pasaba y me dispuse a viajar a San Salvador. Cuando llegué allí aún seguía Mariñas, que se disponía a marcharse porque le habían dado otra embajada, la de Santo Domingo. Curiosamente, cuando llegué murió allí el padre de la embajadora, que era mexicano. La gente que llegaba tras conocer la triste noticia me daba el pésame a mí, que ni conocía al fallecido, mientras Mariñas asistía a los actos de despedida.

La España que soñé
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