Fundación Humanismo y Democracia

Los parlamentarios demócratas cristianos que pertenecíamos a UCD creamos la Fundación Humanismo y Democracia en el año 1977. Con el tiempo, cuando UCD dejó de ser coalición y se constituyó en partido, se incorporaron militantes de otras tendencias del centrismo y se convirtió en la fundación de toda la Unión de Centro Democrático. El partido la patrocinó y gente cercana al presidente Suárez ingresó en su patronato. Eso sí, con el desembarco suarista no pudimos, como queríamos, nombrar presidente de la fundación a Alfonso Osorio, con el que ya se llevaba mal Adolfo. Nosotros queríamos que sustituyera a Geminiano Carrascal, el veterano político cedista y viejo amigo que fue la primera cabeza visible de esta entidad.

Organizamos muchos seminarios y conferencias y teníamos una relación íntima con la Fundación Konrad Adenauer, que además nos ayudaba desde el punto de vista económico, con independencia de que, como todas las fundaciones de esta clase, fuera financiada sobre todo por el propio partido matriz: la nuestra por UCD, la Pablo Iglesias por el PSOE.

Después de intentar convencer a Adolfo Suárez de que tuviera una actitud más cooperativa con las distintas corrientes, porque ya estaba demasiado aislado en La Moncloa, queríamos que dentro de UCD se nos permitiera constituir un grupo democristiano con una cierta independencia, o siquiera autonomía, que nos dejara singularizarnos en el seno del partido. Pero eso no le gustaba a Suárez y se produjo cierta tensión.

En aquellos momentos yo estaba profundamente preocupado. Un día de diciembre de 1980 tuve una conversación con el presidente, quizás la más intensa y profunda que he mantenido nunca con él. Fue a tumba abierta, en un despacho del Congreso. Después de darle muchas vueltas al asunto le dije que la situación de tensión con los militares, en la sociedad y en la propia UCD hacía conveniente un gobierno de coalición. Su respuesta fue tajante:

—Sí, ese es el mensaje que manda el Partido Socialista a La Zarzuela: un gobierno de coalición presidido por el general Armada.

Era, repito, diciembre de 1980. Me quedé estupefacto. Él siguió:

—Yo jamás daré paso a esa solución. Antes me tendrán que sacar de La Moncloa con los pies por delante.

Le expliqué que yo no estaba proponiendo eso, ni mucho menos. Nada sabía yo entonces de la reunión de Múgica con Armada en Lérida. No me refería a un gobierno presidido por un militar, ni siquiera con militar alguno, sino a un ejecutivo de coalición normal.

En cualquier caso fue una conversación muy sincera. Me preguntó si yo seguía interesado en trabajar por la democracia cristiana. Cuando le respondí que sí me dijo que le gustaba mi franqueza:

—Eres sincero, aunque me has dado muchas patadas.

—Te las habré dado, pero siempre ha sido de frente, sin cometer ninguna traición.

No me sorprendió la marcha de Suárez, que tuvo aquella puesta en escena televisiva tan dramática. Poco antes de anunciar públicamente su renuncia el 29 de enero de 1981, Alzaga, Íñigo Cavero y otros miembros del grupo democristiano integrado en UCD fuimos convocados a La Moncloa por el presidente Suárez, quien nos comunicó que había decidido abandonar la presidencia del Gobierno. Contó que notaba que no tenía nuestra confianza, ni la del partido en general, y que lo mejor era que dejase sitio a otra persona, que bien podría ser Leopoldo Calvo-Sotelo. Intervine para decirle que Calvo-Sotelo era estupendo, pero no me parecía bien la manera de elegirlo. Lo suyo, comenté, era hacer una reunión suficientemente representativa del partido en la que fuera elegido el sucesor. Pese a ello, se mantuvo en sus trece, alegando que confiaba plenamente en Leopoldo. En la reunión de la Ejecutiva del partido lo presentó con igual argumento, a pesar de que Antonio Fontán y otros dijeron lo mismo que yo: que Calvo-Sotelo era muy válido, pero no era esa la forma de elegirlo. Lo cierto, en fin, es que sabíamos que Adolfo Suárez se iba y que algunos de los que fuimos críticos con la forma de designarlo nos mantuvimos a su lado, pese a todo, hasta el final.

La España que soñé
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