10

Solo cuando calló la voz de las campanas clamando desde las iglesias de Madrid, concluyeron las misas ofrecidas por el alma de don Juan. Entonces comprendió la Villa y Corte que el gobernador de los Países Bajos, el héroe de Lepanto, el elegido de Dios, había pasado a mejor vida, y hallado, al fin, la calma que tanto había deseado en sus últimos años. Tras el martirio ocasionado por la fiebre de los pantanos, las sangrías de los médicos, las infinitas pesadillas relacionadas con la muerte de Escobedo y la sospecha de que Su Majestad lo había abandonado a su suerte, finalmente descansaría en El Escorial, junto al emperador, su padre.

—El rey —comentó don Félix Rodríguez de Tejada en casa de don Alonso— ha ordenado que traigan el cuerpo desde Flandes para llevarlo hasta San Lorenzo. Y no contento con esto, ha mandado poner su retrato entre los personajes heroicos de la Casa de Austria, que por su orden se pusieron tiempo ha en la Casa Real del bosque de El Pardo. Sánchez Coello se encargará de la pintura.

La noticia de la muerte de don Juan había corrido desde Namur a lomos de veloces correos y había llegado a la Corte atajando conciencias y caminos, ganando ciudades y aldeas que sacaban de los arcones velos, tocas negras y toda suerte de vestidos de luto.

—Honras después de muerto, ¿a quién consuelan? —dijo con un gesto de indignación el capitán Girón—. Más le hubiera holgado a don Juan el dinero que en vida tanto demandó sin éxito a Su Majestad.

Protestó don Félix.

—El imperio del rey no se reduce a Flandes.

—Solo diré que por esta falta de auxilio y no por otra causa don Juan ha dejado los Países Bajos en peor estado que nunca.

—Su Majestad sabe lo que quiere para sus reinos, y nosotros, sus vasallos, no hemos de pedir cuentas.

El capitán Girón se removió inquieto en el sillón.

—Mal está lo que puede evitarse —dijo con iracundia llameante—. Y es justo decir que cuando don Juan pedía doblones se le enviaban palabras. Por no hablar de lo que ya no se puede callar sobre la muerte de Escobedo. Todo Madrid se hace lenguas de ello. Los pasquines corren de mano en mano señalando a los inductores del crimen. ¡Buscad al asesino en el palacio de Éboli! ¡Viva don Antonio, el rey de los asesinos! Siete meses ha desde el crimen. Siete meses sabiendo de quién vino el golpe definitivo. Y Su Majestad, entre tanto, ¿qué hace…? Ya que no respondéis, os lo diré: sigue despachando los asuntos con Pérez como si tal cosa.

Don Alonso preguntó:

—¿Se sabe algo nuevo hoy?

Arias Girón negó en silencio, moviendo la cabeza. Después, mesándose las barbas rizosas y plateadas, volvió a don Juan y suspiró:

—Triste final. Morir de unas fiebres tras tomar parte en tan gloriosas jornadas.

—No sé si es mejor así, querido capitán —musitó don Alonso.

Y añadió:

—Don Juan se hacía insoportable al rey. No mostraba el menor freno y quería siempre obrar a su antojo. Por lo que advierto, temo que, si aún viviera, hubiera tenido Su Majestad que romper con él.

Haciendo a la inversa el camino que recorrían los tesoros destinados a realzar la sombría majestad del palacio en construcción, don Ramiro Ruiz de Urbina avistó la sierra a cuyos pies se hallaban las obras aún sin terminar. El edificio, altivo y patético en su misma sobriedad, era una mole de piedra más en el paisaje que don Ramiro miró con emoción.

—Señor —dijo el criado a su espalda, encaramado en una yegua barrigona—. Esto es El Escorial.

Don Ramiro enarcó el cuerpo y con autoridad lacónica ordenó:

—Apresurémonos, el rey aguarda.

Y así puso al galope su caballo, seguido por el criado, alborotado e inquieto. Sobre sus cabezas las nubes grises marchaban rápidamente llevadas por un viento seco, pacífico y sostenido.

El rey no tardó en concederle audiencia. Hacía días que Su Majestad deseaba asomarse a los papeles que don Juan de Austria había dejado al morir y que don Ramiro había recogido meticulosamente siguiendo la voluntad del héroe de Lepanto. «Todo esto», le había comentado don Juan días antes de morir, «llevádselo vos al rey. Él dará la orden en cualquier caso, pues siempre lo quiere leer todo. Pero yo deseo que seáis vos y no otro quien se los entregue».

Anunciado por el mayordomo, don Ramiro respiró al entrar en el regio gabinete un tufo de ungüentos medicinales. Felipe estaba sentado en una silla frailuna, con una pierna extendida sobre un taburete y el codo apoyado en una tosca mesa de roble. Anotaba sin cesar, con su propia mano, pilas enormes de documentos. De pie, a su izquierda, Bartolomé Santoyo, su ayuda de cámara, tomaba los folios y espolvoreaba de arenilla la reciente escritura.

—Santoyo —dijo a su ayuda de cámara en un susurro— dejadnos a solas.

El ayuda de cámara se inclinó profundamente y desapareció.

Felipe no precisaba del aparato de los tronos para electrizar a todo aquel que tenía el extraño privilegio de verle en persona. Ramiro lo comprobó en cuanto entró en la sencilla celda que servía a Su Majestad de despacho. «Yo nunca he tenido miedo en la vida», le confesó después a Juana. «Hasta que me cayó encima esa mirada. Era como si escarbara la conciencia».

Primero le preguntó el rey por los últimos días de su hermano y después de que Ramiro le hubiera descrito la enfermedad, la tristeza y el cansancio que habían puesto punto final al glorioso destino de don Juan, le oyó decir:

—Decidme, Urbina, ¿qué asuntos trató mi amado hermano con los Guisa?

Sorprendido, don Ramiro intentó ser conciso.

—Flandes, Majestad… La guerra con los herejes. La unión de los católicos de España y Francia para la empresa de Inglaterra.

La cabeza del rey se movió y los ojos de plúmbeo azul, fijos, sin brillo y sin humor, buscaron los suyos.

—¿Por qué no se informó de tales conversaciones a mi embajador en París?

Preguntó con suavidad, sin quitarle de encima la mirada. Su rostro, muy pálido, parecía de yeso humedecido.

—Don Juan pensaba que cuanta menos gente tuviera conocimiento de ellas, mejor. Hasta el día de su muerte, no dejó de escribir a Pérez contándole punto por punto lo hablado con el duque de Guisa y su hermano, el cardenal de Lorena. De modo que presumía a Su Majestad al tanto. Majestad, no sé qué calumnias corren por Madrid, pero puedo jurar por lo más sagrado…

Las venillas de las sienes del rey ganaron relieve.

—Pudo faltarle a don Juan templanza —añadió— pero jamás lealtad.

El rey lo detuvo con un ceño y sus labios volvieron a moverse.

—Pérez… —musitó al cabo de unos instantes.

Pero esta vez nadie, ni acercando el oído a su rostro, hubiera podido distinguir una sola palabra.

Siguió un breve silencio. Y como don Ramiro vacilaba, Felipe dijo con rostro impasible, como si las palabras salieran contra su voluntad de su boca fría y violácea:

—Podéis retiraros.

Estaba en su alcoba y veía deslizarse los rayos de sol por el suelo hasta que finalmente se escapaban por las ventanas. Había un libro abierto en el atril, pero Juana no lo miraba.

Hacia el atardecer, resonaron cascos de caballos en el patio. Un criado anunció la llegada de don Ramiro Ruiz de Urbina. En el peldaño más alto de la escalera, ella le esperó en señal de bienvenida. No le veía aún, solo escuchaba la voz de su padre:

—¡Ramiro, querido Ramiro! Sed bienvenido…

Hundió las uñas en las palmas de sus manos, intentado en vano controlar los temblores que la invadían.

—¿Traéis noticias de mi nieto Rodrigo…? —proseguía don Alonso. Su voz sonaba emocionada—. Seis meses hace que nos escribió contándonos el traslado de su Tercio a Flandes. Y después nada, ni una miserable carta… ¿Se comportó bien en la batalla…? Por Dios, que me alegra oír eso…

Más tarde, ya a solas con él en su aposento, ella le susurraría: «Me da vergüenza decíroslo. Mi vientre es como una brasa».

Pero eso ocurrió más tarde, cuando la mansión había iniciado ya su curso nocturno, y la voz de ambos, cada murmullo, cada caricia, cada jadeo, se desvanecía en las sombras que la luna dibujaba en el aposento. Porque antes don Alonso leyó en voz alta la carta de Rodrigo, quien hablaba del sol invisible de Flandes y de la luz sucia, gris, entre la que se movían los campesinos. Y después, sin moverse lo más mínimo, padre e hija oyeron a Ramiro contar los últimos meses de don Juan.

—Los oídos de Madrid estaban sordos. Ningún socorro se nos envió después de la batalla de Gembloux para rematar nuestra suerte, y en agosto los rebeldes nos derrotaron en Rijnements. Don Juan solo pudo ya mantenerse a la defensiva.

Cada palabra de don Juan, cada frase, salía de la memoria de Ramiro como las notas de un reloj musical holandés. El peso de los recuerdos tiraba de las cuerdas y hacía girar el mecanismo. La lluvia, el barro, el olor a humedad y a moho de la tierra, la primera noche pasada en el campamento, situado en las inmediaciones de Namur, en mitad de una zona pantanosa.

—Fiebre. La fiebre cayó sobre nosotros como un enemigo inesperado. La muerte empezó a hacer su cosecha. Muchos enfermos sanaban, mas apenas podían sostener la pica sobre los hombros, como si llevaran una carga de quintales. Los días eran cada vez más cortos, el sol pobre. Un domingo despertó con dolor de cabeza. De pronto, se sintió incapaz de hacer nada. La voz le fallaba. El cuerpo no le respondía. Tuvimos que tenderlo en una estrecha y alta cama de hierro. El doctor ordenó sangrías. Farnesio me miró preocupado. Pedimos que avisaran a un boticario. Le preparó unos polvos y los echó en tres vasos. Yo tomé uno. El boticario bebió otro. Después de lo de Escobedo, no confiábamos en nadie. Don Juan bebió el suyo.

Abreviad la historia, quiso decir ella. No puedo soportarlo, Ramiro, estuvo a punto de exclamar. Pero sabía que don Alonso quería oírlo todo. Así pues, permaneció en silencio.

—La fiebre desapareció por unos días —proseguía Ramiro con tono pausado y doliente—. Pero después regresó como una piedra de afilar, un acero al rojo vivo, un cuchillo aguzado en las entrañas. Farnesio fue a caballo a Bruselas para buscar un médico de más fama. Aguardábamos a los doctores de España, cuya llegada nos había anunciado un correo del rey. Don Juan volvía a estar demasiado débil para tenerse en pie. Su rostro asemejaba el de un espectro. Los ojos abiertos y hundidos desaparecían en las cuencas, y a la luz de las antorchas, solo se veían en su lugar dos grandes huecos que daban a un vacío amargo y sin sosiego. Una tarde que dictaba al escribiente una carta para Su Majestad, me dijo: «¿De quién es la sombra que salta por la pared?». Y gritó su nombre: «¡Escobedo!». Fue entonces cuando le dije que no descansaría hasta saber de dónde le había venido la muerte, que no me detendría hasta que se castigara el crimen con el rigor que merecía.

Don Alonso miró alarmado a su sobrino.

—A la mañana siguiente, dio la orden de que se le trasladase a la pequeña fortaleza que había ordenado construir en las inmediaciones del campamento. Lo alojamos en una casucha, única cosa que había dado tiempo a terminar dentro de las murallas y que servía de armería. Todo allí olía a invierno y a miseria. El hollín de la estufa manchaba la pared y el techo. La humedad se filtraba por las vigas y tejas, y podía cortarse con cualquiera de las dagas o espadas que estaban por todas partes, junto a los arcabuces. Don Juan llevaba ya una semana con la fiebre y nos decía a Octavio y a mí: «Creedme, el final de todo esto es la muerte».

Ramiro hizo una pausa. Su rostro reflejaba las largas noches insomnes, el cansancio de los caminos, la tensión de la entrevista con el rey.

—Dos días antes, escribió a Su Majestad. Después oyó misa y llamó a Farnesio. Ante sus capitanes y consejeros, le entregó el bastoncillo de gobernador. «Consérvalo, Alejandro… Mientras Felipe no disponga otra cosa, debes llevarlo tú». El confesor preguntó entonces si deseaba hacer testamento. Él sonrió. «Ya no poseo nada, Padre. Y si algo poseyera, pertenece a mi señor y a mi rey». Exhaló el último suspiro tres días después, entre temblores y delirios.

Ramiro hizo un silencio, por si don Alonso quería preguntar alguna cosa. Como este callaba, pensativo, comentó.

—En cuanto a la muerte de Escobedo, don Juan estaba persuadido de que su secretario había pagado no solo por posibles faltas personales, sino también por las suyas.

El fuego de la chimenea iba perdiendo fuerza, el rescoldo daba una luz tibia y anaranjada. Juana se acercó a su padre y susurró:

—Es tarde ya. Voy a dar orden a los criados para que preparen una habitación para Ramiro.

Don Alonso, sin dejar de contemplar el fuego de la chimenea, dijo:

—Sí… Sí…

—Voy, pues.

Ramiro observó a Juana con una chispa de nostalgia y deseo en la mirada. Más tarde, él habría de susurrarle: «Noche y día he soñado con vos. Vuestros labios, vuestros senos redondos y pálidos, la piel, el olor a selva negra de vuestro sexo, a helechos…». Pero en aquel momento se limitó a musitar, como un sonámbulo:

—Os agradezco vuestra acogida y hospitalidad.

Tenía Ramiro la promesa hecha a don Juan clavada en lo más sensible de su conciencia, y necesitaba saber. Tan pronto como Juana desapareció tras la puerta, preguntó:

—Decidme, querido tío, ¿creéis que Pérez ordenó el crimen? Vuestra carta mencionaba ciertos rumores y en Flandes no se hablaba de otra cosa.

Don Alonso se sirvió un vaso de vino de un botellón veneciano lleno hasta el cuello y le sirvió otro a Ramiro.

—El vulgo de Madrid así lo dice. La boca de los mentideros es terrible, y aun tapándoos los oídos suena en ellos su voz: ¡Pérez, Pérez!, murmuran. El pueblo se ocupa también de la princesa de Éboli… Podría ser verdad. Pero también podría no serlo, a pesar de que se repite insistentemente que Escobedo sorprendió a los dos como si estuvieran solos en el mundo para gozar de las delicias del Paraíso. Y esto bien pudiera haber inducido a ambos a pergeñar el crimen.

—Entonces, ¿pensáis que la mano de los matadores fue inducida y protegida por Pérez y la princesa de Éboli? —inquirió Ramiro expectante.

—Cierto es que ambos parecen implicados en el asunto —razonó don Alonso—, mas no estoy en condiciones de afirmarlo. Por otra parte, la princesa me parece demasiado orgullosa y pagada de su sangre linajuda como para compartir su lecho con el hijo de un clérigo. Y por lo que he podido saber, Escobedo, que no era un espejo de prudencia, jamás dijo una palabra en ese sentido. Otros y más graves pienso que han de ser los motivos de su desgracia.

Don Ramiro estaba intrigado. Se daba cuenta de que las sospechas de don Juan no andaban desencaminadas y que en el crimen de Escobedo había algo más que la insolencia del montañés. Recordó la conversación con el rey en El Escorial, y acertó a preguntar.

—¿A quién podía alegrar su muerte?

Don Alonso fijó la mirada en la copa y se puso a reflexionar en silencio. Al cabo de un rato, dijo:

—Bien sabéis, sobrino, que no puedo resistirme a los secretos. Es algo superior a mí. Pero este asunto de Escobedo me parece un tema muy arriesgado para fisgonear públicamente en él.

Ramiro descubrió una velada advertencia en la actitud paternal de su tío.

—¿Qué os preocupa?

—Vos, sobrino. Esa promesa que hicisteis a don Juan en su lecho de muerte… Madrid, querido sobrino, es una ciudad harto peligrosa. Desde que comenzó el año se dice haber sucedido más de cien muertes en las calles sin que a ninguna se haya hecho justicia.

—¿Queréis decir…?

—La Corte está llena de iras y enojos, escándalos y traiciones, Ramiro. Nunca antes la guerra de partidos había sido tan enconada y violenta. Ahora Antonio Pérez es la cabeza visible de los ebolistas y, como podéis imaginar, sus enemigos han echado mano de los rumores que corren por todas partes para descargarle un golpe definitivo. Mas si va en decir verdad, esto no es lo más alarmante. Lo que me espanta es la impasibilidad tétrica y sospechosa del rey, que permite que secretarios y consejeros se degüellen en el Alcázar mientras Flandes arde por todos los costados, Inglaterra ayuda más que nunca a los herejes, Francia amenaza con una guerra, el turco acecha las posesiones africanas y la cuestión de Portugal espera una decisión pronta.

Ramiro miraba incrédulo a don Alonso. Aquel hombre inteligente y superior, aquel fino diplomático, tan curioso y seguro de sí mismo, se había convertido de pronto en un anciano angustiado y melancólico, casi indefenso.

—Esto es lo más terrible, sobrino. Temo que esta pugna de partidos oculte cosas más graves que el rey no desea airear.

—¿Pensáis que Su Majestad puede estar implicado…?

Don Alonso interrumpió a su sobrino:

—Cavilo que quien ordenó este crimen ha imaginado un remedio peor que la enfermedad.

Calló un momento.

—Id con cuidado, Ramiro. Os conozco. Y sé que sois un hombre de honor. Solo os ruego que, en esto de Escobedo, andéis con tiento.