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—Lee despacio, zagal. A los poetas antiguos hay que leerlos despacio. Sus palabras son como los racimos de un emparrado. Para que se esparzan y fluyan felices por tus venas, ha de exprimirlas primero el pensamiento, que gira como la rueda de un molino. Tus ojos son demasiado rápidos, zagal. Piensa en el ritmo de su pluma.

Esa fue la segunda lección de Vargas Orozco sobre los poetas latinos. Y yo no tardé en convencerme de su sabiduría. Cuántas horas pasé aquellos días entre Juvenal, Marcial y Catulo, palpitando con los personajes que corrían por las páginas, bebiendo el zumo de la experiencia ajena, asistiendo a los abrazos de cuerpos extraños, exaltando mis sentidos a través del espectáculo siempre repetido y siempre distinto del amor. Roma se transformaba en sus palabras de un lugar legendario donde habían vivido gentes ilustres y celebérrimas, emperadores, héroes, senadores laureados, en una suma de espacios y perfiles que eran humanidad y vivencias cotidianas.

¡Qué añoranza me aqueja ahora! Aquellas lecturas que prolongaba hasta altas horas de la noche eran fatigosas, pero también estaban cargadas de placeres y me servían después para componer mis cartas a Elisa. Nunca me decidía a ir a la cama. Y a no ser por la sed, que casi siempre me arrancaba del libro, hubiera proseguido muchas veces hasta la mañana.

Así ocurrió aquella noche. La sed metió su patita en medio de los poemas de amor de Catulo, quitando a las quejas del poeta su perfume y ennegreciendo las sombras. Salí, así pues, del libro y de Roma, y me aventuré sin luz alguna por las galerías y pasillos del palacio. Afuera soplaba el viento con la rabia de un jabalí malherido. Bajé la escalera aprisa, pisando con las puntas de los pies, de manera que ni siquiera yo podía oír mis pasos. Abajo todo estaba oscuro. Fui directo a la cocina y, como de costumbre, sumergí el cubito de metal atado a una caña en la tinaja y bebí con avidez el agua.

Y ya me disponía a regresar sobre mis pasos cuando oí el rumor de una conversación como se oye el crujido de las jarcias en alta mar, confundiéndose con las olas, que eran el viento golpeando los postigos del palacio. Recuerdo que se me heló la sangre. ¿Ladrones? ¿Un alma en pena? Pero no… no… Una luz débil se filtraba por una de las puertas de la servidumbre. Se trataba del cuarto de Geraldo. La puerta estaba entreabierta. No estaba seguro de la hora que era, pero seguramente más de las doce e incluso más de la una, tal vez casi las tres. Tenía la sensación de haber notado la contracción de aire, el ligero encresparse de la noche que causaba la campana de la vecina iglesia de Santa María.

Sin que casi me diera cuenta mis pies me llevaron hacia la luz Y mientras lo hacían distinguí las voces de Geraldo y de doña María Eulalia, la camarera de confianza de mi tía. Me quedé un rato junto a la puerta. Hablaban en voz muy baja, casi en secreto, y parecían enfadados:

—Don Pedro es un viejo loco…

—Decid mejor, un noble sátiro.

—Una mala mujer… Una —bajaba la voz— cómica… Y además la trae aquí. Ya no le basta con frecuentar su lecho en ese aposento secreto que ella tiene en la calle de los Francos… Y tú le ayudas…

—Conmigo no te metas, Eulalia. No me busques. Tú y tu señora tenéis vuestras cosas. ¡Dios quiera que el Santo Oficio no meta nunca las narices en ellas! Y yo tengo las mías, que son servir a don Pedro.

Se hizo el silencio. Luego oí otra vez la voz de María Eulalia y al cabo de un rato una súplica bañada en lagrimones.

—¡Pero a esa mujer no puedes traerla aquí! Si se entera doña Catalina, se volverá loca.

Noté entonces que Geraldo había dado por terminada la conversación y que María Eulalia abandonaría el cuarto de un momento a otro. Me alejé, pues, de la puerta y me largué de la cocina, como enjaulado por las frases que acababa de oír. Los aguijones de la curiosidad se me habían hincado en las venas, así que atravesé el gran salón, el espacioso rellano y subí como una liebre la escalera. Arriba, sin dudar, en vez de dirigirme a mi alcoba fui hacia el aposento de mi tío.

En el momento de alargar la mano hacia la falleba se me ocurrió que la puerta podría estar trancada. Nunca antes había entrado en aquel aposento sin anunciarme. Y menos todavía a esas horas. Pero no, no estaba asegurada. Abrí la puerta unos centímetros y con una osadía que aún hoy me sorprende atisbé por la hendidura conteniendo el aliento, como si mi futuro dependiese de lo que fuera a ver, como si mi mirada ya hubiera resultado herida aun antes de haber mirado.

Mi tío no estaba solo. Estaba con él una mujer. Su rostro era lunar, sin gracia, pero su cuerpo opulento, casi celeste de tan blanco, con unas venas sutiles en los pechos, bien modelados, extraordinariamente firmes para alguien que debería frisar los cuarenta años, tenía una belleza alucinante, como si despidiera claridad entre las ascuas del pequeño braserillo de plata y el débil parpadeo de las velas encendidas. Yo no había visto jamás a una mujer así, a una mujer desnuda. A pesar de mis lecturas, a mis catorce años ignoraba el secreto de la carne. Pero aun sin haber conocido mujer alguna hasta entonces, juzgué que ninguna otra sabría dar gusto a un hombre como aquella solo con derramar el aliento de su boca.

Era ella Aurora Salcedo, la actriz, la cómica preferida por la flor de la aristocracia. ¡Ay, si digo que torno a verla ahora tal y como la vi aquella noche no miento! Tibia, incrédula, recuerdo que apartó la mano del sexo lacio de mi tío, y luego le pasó los dedos por el filo de la nariz, por los labios, por las cejas, y con una voz fatigada e imprecisa, como aspirando las palabras, cosa que producía un efecto muy sensual, susurró:

—Quedémonos así un rato, el uno junto al otro, reposando. Tal vez os vuelvan las ganas mientras tanto.

—Es inútil. Lo mejor es que te vistas y te vayas.

—¿No quieres que pasemos la noche juntos?

—¿No te esperan?

—Olvidemos lo pasado, Pedro —oí que decía ella rozándole las mejillas con los labios.

—Vístete y vete de una vez —murmuró mi tío.

—Entonces es verdad lo que dijo el enano. Ya no me quieres. No me deseas. ¿No es cierto?

La mujer se revolvió con pereza entre las sábanas y se puso de pie. Y recuerdo que me pasmó que, desnuda, pudiera caminar, como si una de las diosas de Tiziano que decoraban la cámara de ámbar se pusiera a andar por el palacio. Torno a verla vistiéndose muy despacio, como arrebatando a mis ojos, centímetro a centímetro de piel, el género que mi tío había despreciado. Y oigo otra vez lo que le contestó mi tío, con una mirada que me dio miedo:

—No tardes, Aurora. La noche avanza y quizá sea para tu conde el último placer de amor de este otoño que hace tan poco comenzó.