5
Mariana de Neoburgo, Portocarrero, Benavente, el padre Matilla… Todos ellos me parecen ahora personajes de un sueño, los personajes de un sueño lejano que apenas si puedo recordar, que solo alcanzo a recordar en las cartas de Juan Guillermo. Elisa, no. Ella es real. Pronuncio su nombre y torno a verla en aquel estrado.
¡Qué a punto estaba yo para amarla! ¡Qué rápido obedecí a Cupido! Dos o tres semanas después de mi primera visita a la casa de don Mercurio Cataño, recordé que entre los libros que fray Beltrán de Zárate utilizaba para mis lecciones de primeras letras en El Callao había un ejemplar de las poesías de Garcilaso de la Vega, y que en una de ellas figuraba una pastora llamada Elisa. Busqué el libro en la biblioteca de mi tío, lo hallé y entré en la lectura de la «Égloga Primera» como si descubriera un mundo.
¡Qué extraño sortilegio es el amor! ¡Qué grande es su fuerza! ¡Qué imprevisibles son sus efectos! En el Perú realizar una lectura como esa hubiera significado para mí cumplir con un deber, una tarea de las muchas que fray Beltrán me imponía, algo tan seco y árido como sus explicaciones de la Summa Theologiae. Y ahora, merced a Elisa, merced al hechizo de un nombre y una sonrisa, todo se transformaba, cobrando otra dimensión y trascendencia.
He leído mucho desde entonces, mucho, pero jamás leí como aquella tarde. Los versos de Garcilaso me levantaban, me transportaban en su majestuoso olear. Y Elisa, mi Elisa, aparecía y desaparecía entre ellos, mientras el triste lamento de Nemoroso conmovía la mansedumbre del verde y cristalino Tajo. Ni un instante vi a la Elisa de la «Égloga» con ropas de pastora. No. Elisa seguía siendo mi Elisa, la preciosa mujercita vestida de azul, la damita que me había sonreído en el estrado, y el llanto de Nemoroso resonaba en los campos y arboledas de Toledo, pero se prolongaba hacia este palacio, bajo cuyo techo artesonado escurría del agua sus cabellos la ninfa Nise. ¡Cuánto gocé y sufrí esa tarde! Los versos me resbalaban sobre la lengua. Los paladeaba. Los repetía:
En la hermosa tela se veían
entretejidas las silvestres diosas
salir de la espesura, y que venían
todas a la ribera presurosas,
en el semblante tristes, y traían
cestillos blancos de purpúreas rosas,
las cuales esparciendo, derramaban
sobre una ninfa muerta que lloraban.
Así estaba yo, dos o tres semanas después de haber conocido a Elisa, con Garcilaso de la Vega a mi lado. Mi sangre bullía. Y la nación naufragaba bajo la marea de intrigas que cubría la Corte.