Donde habita el recuerdo

El agradecimiento es la memoria del corazón. Quien dijera la frase tiene razón. Recordar, revivir, evocar… nos lleva, siempre, a un reino de nombres propios, a un bosque de sentimientos, a una montaña de afectos. Por ello, en uno de sus mejores poemas, Gil de Biedma volvía al territorio de sus primeros años para describirnos «un pequeño rincón en el mapa de España que me sé de memoria», recurría a su ciudad para recuperar las emociones insinuadas en el paisaje de su niñez. Y de estas se trata ahora cuando para cumplir el ritual fervoroso del capítulo de agradecimientos que corona el final de mi novela rescato mi infancia bilbaína, en la que el sentimiento de España echó sus raíces en el ancho surco del terruño tierno (Juan Ramón Jiménez me presta el verso).

Si la patria es la infancia —Rilke dixit—, la mía la forman el horizonte de la patria anhelada y la música que, bajo la forma de canciones populares, me enseñaron a entonar las baladas de España. Siempre me baila el corazón cuando escucho Negra sombra, Birjiña maite, el Virolay o el coro de repatriados de Gigantes y Cabezudos. Y tuve la fortuna de subirme al último tren de la gran cultura humanista de la Compañía de Jesús y de hacerlo en la Tierra de Campos de páramos de asceta, por donde Juan de Austria, uno de los personajes de mi novela, soñaba futuras hazañas. El paisaje de Castilla podía ser un paisaje desabrido, de caserones decrépitos y agria melancolía, pero estaba vivo, tenía alma.

Me sentí un privilegiado al estudiar en Salamanca, plaza mayor de España, la ciudad plateresca —no se puede ser más hermosa— que guarda el oro del humanismo y hermana a fray Luis de León y Miguel de Unamuno. Allí, de siglo en siglo, me llegó España en su belleza y comprendí que la defensa de la realidad de su existencia se encontraba también ahí, en la creación de los teólogos y poetas, en la laboriosa exactitud de las palabras, en la exquisita brillantez de sus imágenes, en lo adelantado de su pensamiento, en la conmovedora humanidad de su esplendor.

Antes de que la literatura se tendiera sobre el campo ensangrentado de la Guerra Civil; antes de que España fuera nombrada con idéntica pasión por hermanos en lucha, muchos intelectuales comprometidos supieron ver que no bastaba con las reformas sociales y la democracia para consolidar el proyecto de la nación española. Había de crearse algo más, algo que precedía a estos proyectos y los acompañaba necesariamente. Era un patriotismo cultural, inspirador de la cohesión de los ciudadanos y asentado en un patrimonio del que pudieran sentirse orgullosos. A través de la recuperación del tesoro de las manifestaciones literarias y artísticas, los españoles confirmarían la existencia de una personalidad nacional más allá de cualquier esfuerzo político por impugnarla, más allá de toda indolencia cívica para preservarla.

Después de mi primera novela Tu rostro con la marea, vuelvo a la ficción literaria para adentrarme en el corazón humano, pero también para transmitir, una vez más, a mis lectores la razón y el sentimiento de España. Vuelvo al eterno literario. Y lo hago en compañía de mi alumno Eduardo Torrilla Estandia, que desde hace años no me deja solo ni en el mar de la historia, ni en la inmensidad de la literatura. Como estoy en una edad difícil y algunos de mis maestros se fueron, me recreo orgulloso en la sabiduría y el arrojo de mis discípulos, entre los que el polifacético Eduardo, arrancando de su brillante licenciatura en Derecho en Deusto y completándola con otros saberes más, encarna la mejor tradición formativa de la Ratio Studiorum de los jesuitas. Aún no ha podido gozar del suelo estable de ninguna institución docente, pero confío en que su talento y su tesón le permitan llevar a buen puerto su vocación educativa.

Nuestra cultura se edificó sobre el lenguaje, sobre nuestra capacidad para narrar los acontecimientos, para definir los conceptos, para pronunciar nuestros sentimientos. Nuestra cultura se edificó sobre el idioma español, que hoy también festejo con Alguien heló tus labios, el que reverdece todos los días en las bocas de casi seiscientos millones de hablantes, el mismo que iluminó los versos de Dámaso Alonso «hermanos en mi lengua, qué tesoro / nuestra heredad —oh amor, oh poesía— esta lengua que hablamos —oh belleza!»

En el exilio los judíos rezaban: «Si me olvido de ti, Jerusalén, que se seque mi mano derecha y la lengua se me pegue al paladar». En momentos en que España está al borde de un exilio moral, Alguien heló tus labios recuerda cómo nuestros antepasados alzaron una patria común, pronunciada desde todas la ideologías, reconocida desde todas las tradiciones. Una nación en carne viva, una España que no gustaba pero a la que se amaba como territorio de realización de las propias ilusiones. «Vivir es una herida por donde Dios se escapa», dijo el poeta José Luis Hidalgo que buscaba la fe. Para muchos protagonistas de esta novela, su vida ha sido una herida por donde España se derramaba.