VII. Madrid, junio de 1815

El marqués de Armillas había mejorado en los últimos días. Ya incluso podía caminar sin ayuda.

—¿Sabéis una cosa, querida amiga? Vuestras historias hubieran servido al imposible salvamento del rey Carlos mejor que todas las pócimas de polvo de víbora del mundo…

Afuera había caído la oscuridad y apenas si eran las cuatro de la tarde. En la biblioteca del palacio de la Cuesta de la Vega hacía un calor ahogante, como en todo Madrid. María Teresa Ruiz de Urbina, condesa viuda de Montemayor, evocó las palabras del marqués y sonrió al pensar en el moroso deleite con que, tarde tras tarde, había escuchado el relato que ella le leía mientras lentamente florecía la noche.

—Pero contestadme a una hablilla que rodeó a Mariana de Neoburgo durante su estancia en Bayona y que yo oí, cierta vez, en París.

Y a continuación, invicto en su combate con la tristeza, que asediaba las memorias de Diego Ruiz de Urbina por todas partes, el marqués le preguntó si era cierto o no lo que durante mucho tiempo se dijo en Madrid y en Versalles: si en Bayona la esposa del último Austria tuvo amores con un cierto caballero Larreteguy, si sería cierto que se casó con él en secreto y le dio dos hijos. Y sin aguardar una respuesta, frívolo y jovial, añadió:

—¿Habéis pensado alguna vez en lo que sucedería si las joyas de las reinas pudiesen hablar?

La condesa recordaba haberle apostillado dulcemente:

—Sois incorregible.

El marqués sonrió.

—Pues, sí, esa es la fantasía que se me ha ocurrido esta mañana. Y me ha dado profundo gusto, os lo aseguro. Aunque de quien de verdad me gustaría adivinarlo todo es de vos, querida amiga.

Todas estas cosas recordaba la condesa en la biblioteca de su palacio en la Cuesta de la Vega cuando notó que la puerta giraba sobre sí misma produciendo un halo de luz. Bajo el dintel apareció un candelabro y tras el candelabro sostenido con el brazo extendido Mariana, la criada, acompañada de una joven de aspecto frágil, vestida de oscuro de un modo muy recatado. La condesa iba a preguntarle a Mariana quién era la muchacha, cuando reparó en sus ojos, azules, bovinos y profundos.

—Déjanos a solas —indicó la condesa.

Mariana hizo una rápida reverencia y se retiró después de haber abandonado el candelabro sobre la mesa.

—Isabel —susurró—. ¿Eres tú, verdad?

Por un momento, la condesa perdió el aplomo y se quedó atónita. ¿Sería posible? Los recuerdos llegaron de golpe. Los dos jóvenes reaparecieron frente a ella. Su hijo, Gaspar. El amigo, Sebastián Zuazo. Ambos compartían el amor por las pugnas dialécticas, un encendido espíritu crítico y liberal, muy probablemente azuzado por el poeta Manuel José Quintana, y una vocación calavera que los llevaba de los gritos zafios y las tumultuosas batallas del teatro a las tabernas de peor fama de Madrid. «Todos los días venían los dos a mi despacho», recordó la condesa que le había confesado Quintana en Cádiz, durante el asedio francés. «Allí, en unión de seis o siete personas de los mismos gustos y opiniones conversábamos con libertad de toda clase de asuntos. De literatura especialmente, pero también de política».

«Uña y carne», se dijo la condesa. «Uña y carne», repitió. Y vio a Sebastián. El rostro aguileño, la nariz corva, los ojos azules y profundos. «Condesa, le presento a mi hermana». A la condesa de pronto le vino a la memoria la imagen de Isabel Zuazo en los días que precedieron al motín de Aranjuez. Los hombros todavía suaves de sus quince años emergían como almendras tiernas del vestido verde. Por toda alhaja, un crucifijo de pedrería. «Es un honor estar en su fiesta, excelencia». Sí, se acordaba de Isabel. Morena, soñadora, casi una niña aún. El salón estaba iluminado aquel día por racimos de cristal de Murano en los que ardían velas. Las joyas espejeaban en los cuellos de las señoras y las medallas en los pechos orondos de los militares que aceptaban los entremeses que servía una tropa de disciplinados lacayos. La condesa contemplaba todo muy satisfecha, con el abanico recibido de Inglaterra abierto sobre los senos casi desnudos. Hacía muchos días que preparaba la fiesta y sabía que había dispuesto las cosas de manera que la velada funcionara como un ingenio perfectamente lubricado: los entremeses en el salón de la primera planta, la cena en el jardín, sobre las mesas con manteles de lino, la representación teatral en un pequeño coliseo que había ordenado levantar bajo los árboles. Una noche benigna, tibia, inundada de perfumes…

—Pasa, no te quedes ahí —dijo saliendo de la ensoñación.

Pero le costó convencer a Isabel para que entrara en la biblioteca, y una vez dentro se negó a sentarse. Dijo que solo quería hablar con la condesa un instante y que se disculpaba por no haber venido antes.

—Suelo pasar la mayor parte del tiempo con las clarisas, donde pienso profesar.

«También ella ha cambiado mucho», pensó la condesa. Tendría veinticuatro años, pero parecía una mujer con más de cuarenta a cuestas. De su belleza habían quedado solamente los grandes ojos bovinos, en los que la blancura y el azul se repartían nítidamente. Todo el resto era como si lo hubieran metido en el agua durante demasiadas horas y después removido con ceniza y batido contra las piedras como se hacía con las ropas en el río.

—Tengo esta carta para vuestra excelencia —musitó Isabel, como una niña que se impone a sí misma un deber penoso—. Es de Gaspar.

Después de aquel esfuerzo, volvió a quedarse muda y casi jadeante, contemplando ensimismada las baldosas del suelo.

—¿De Gaspar?

Por la mente de la condesa pasó el recuerdo de una pesadilla: su hijo encerrado en una cuadra lóbrega, indefenso ante los fusiles que le estaban esperando. Pero fueron las palabras que su hijo le escribía desde Francia las que hicieron que un frío mortal se deslizase lentamente hasta el rincón más oculto de su alma.

Es menester que se lo diga, pero le prohíbo que cuente a nadie lo que voy a confesarle. Ni la misma Isabel debe saberlo. Ella me ama, y ya está bastante aturdida por el sufrimiento.

Madre, le prevengo que parto esta noche a París para ofrecerle a Napoleón bien poco, pero a fin de cuentas todo cuanto puedo ofrecerle, la ayuda de mi débil brazo. Él quiso darnos una España moderna, sin Inquisición. Quiso limpiarnos del desprecio que nos tienen hasta los más esclavos y más viles entre los habitantes de Europa. Y yo, hijo de aquella imagen de España arrastrada en el fango por Fernando VII, iré a morir o vencer con ese hombre señalado por el destino.

—Está en París, ¿no es cierto? —preguntó Isabel con voz sorda, sin levantar la vista.

—Necesita dinero —mintió la condesa.

—Él ama a ese monstruo.

El Ogro… La condesa volvió a recordar como en sueños. El motín de Aranjuez, el mariscal Murat entrando en Madrid, la salida de la familia real, las cargas de la Puerta del Sol y del parque de Monteleón, los fusilamientos de los descampados de la Moncloa… ¡Qué lejos quedaban ahora aquellos días! ¡Cuántas cosas se habían derrumbado entonces! A la memoria de la condesa acudieron imágenes nítidas y al mismo tiempo extrañas, inverosímiles y llenas de una melancolía para la que no se encontraba nunca preparada. Porque el mundo frívolo, ingenioso y cortés que había precedido a las campañas de Napoleón, aquel leve paraíso donde ella se había protegido de cualquier sentimiento verdadero, aquel universo de salones literarios y veladas teatrales fue arrastrado de pronto por una torrentera de sangre que no parecía tener fin. «¿No hay otra manera de escribir la historia, con tinta y no con sangre?», le había preguntado en una ocasión al poeta Quintana. Pero lo peor, recordó la condesa, fue que la guerra llena de odio y resentimiento que sobrevino tras la caída de Carlos IV y la invasión de los franceses contaminó también a los dos amigos. Gaspar no soportaba la vileza en que habían caído los Borbones, y había puesto sus admiraciones y esperanzas en Napoleón, y a pesar de la matanza del 2 de mayo y del vil comportamiento de Murat, le concedía crédito. Sebastián abogaba por la resistencia frente a los franceses, alentado por la sorprendente victoria de Bailén. Ambos eran orgullosos, bravos, un punto alocados, pero sobre todo temibles cada vez que se enzarzaban en pugnas dialécticas que tenían que ver con las intrigas de Bayona y el acatamiento al rey intruso.

La condesa pensó en la carta: «Ella me ama, y ya está bastante aturdida por el sufrimiento». Pero este pensamiento le ocupó solo unos segundos, pues otra vez retornó a su memoria el recuerdo de los dos amigos. «¿Por ventura tienes una patria?», preguntó aquella última vez Sebastián. «¿Patria?», replicó Gaspar desafiante, muy gallardo: «No existe patria donde no hay progreso ni libertad». Sebastián envolvió a su amigo en una mirada irónica: «Pero ¿qué especie de libertad es esa que consiste en invadir un país, avasallar su fe y secuestrar a sus reyes?». Y Gaspar: «Salieron de Madrid por su voluntad». «Di mejor que lo hicieron obligados por las tropas que han incendiado Europa… Y por otra parte —razonaba Sebastián con fogosidad— ¿no piensas que han hablado suficiente los sentimientos del pueblo? ¿No ves que tus compatriotas prefieren morir antes que ser esclavos de un tirano que los ha engañado y escarnecido? Lo que diría Grecia al ateniense que con igual razón a la tuya se disculpase de seguir a Jerjes, esto es lo que España y el más débil de los españoles te responderá eternamente». En el silencio llegaba temblando la réplica de Gaspar. «Ese Jerjes, como tú alegremente lo llamas, nos ha dado en Bayona una Constitución». Y Sebastián: «Pero jamás en nombre del rey Fernando ni del pueblo español». «En nombre de la razón sagrada de los hombres». «Sus soldados desmienten las promesas que hace». «¿Cómo ha de ser cuando se le combate?». «A otro con ese cuento. Selim I, que degolló en el Nilo a treinta mil guerreros circasianos convertidos a su fe, es más atroz pero mucho menos despreciable…».

La herida seguía sangrando en el pecho de la condesa, la decepción por la actitud de su hijo anonadándola. ¿Fue aquella tarde? La memoria le devolvió el rostro del abate Zayas: «Condesa, lo van a matar». La luna, redonda como una moneda, brillaba escoltada por un manto de estrellas y plateaba los árboles del jardín. «El pueblo es algunas veces sublime, no puede negarse. Tiene horas de heroísmo. Pero fuera de esas ocasiones, es bajo, soez, envidioso, cruel y vengativo. ¿Entiende lo que le digo, condesa? Los gritos de la calle piden la muerte de los amigos de Napoleón. Y es lo que está pasando». «Pero Gaspar no ha jurado al intruso. Apenas sale del palacio. ¿Quién ha podido…?». No le hizo falta terminar la frase. La mirada agria del otro, llena de reproches, hizo presa en ella. «Sebastián», se dijo. «Ha sido…».

¿Qué había ocurrido después? Gaspar salió de Madrid a hurtadillas, se reunió con los jurados en Bayona y unió su suerte a la del rey intruso.

… Los griegos esclavos tienen cien veces más libertad en Constantinopla que nosotros en Madrid. Este, madre, será el estado de España mientras no echemos a los Borbones…

Esas fueron sus palabras de despedida, escritas en un billete que ella encontró en sus aposentos.

También Sebastián tuvo que abandonar Madrid. Sucedió después de que Napoleón cruzara los Pirineos al frente de la Grande Armée y en Somosierra hiciera morder el polvo al ejército patriota del general San Juan. Fue a nutrir entonces una de las muchas partidas de guerrilleros que recorrían los pueblos, campos y sierras de España y más tarde combatió en Arapiles. Había muerto en el campo de batalla, arrastrado por su caballo herido y atravesado por los lanceros franceses que se echaron sobre él en cuanto cayó de la montura.

—Se lo suplico, señora.

La voz de Isabel arrancó a la condesa del pasado.

—Necesito saber la verdad…

La emoción no la dejaba expresarse con claridad. Terminó la frase tartamudeando, mientras se retorcía las manos y su cuerpo oscilaba a un lado y a otro, como si estuviera a punto de perder el equilibrio por la zozobra que la dominaba.

—Señora…

La condesa hizo que se sentara a su lado y trató de calmarla, asegurándole que no había ningún peligro de los que ella creía ver.

—Pero, pero… —sollozaba Isabel abandonando sus manos entre las de la condesa. Manos ásperas y sin cuidar, con las uñas rotas, que debían hacer en el convento, por espíritu de penitencia, trabajos pesados y desagradables—. Dicen que va a atizar nuevos incendios, a preparar nuevas matanzas… Y Gaspar, él…

Pero no acabó la frase. De pronto, se levantó, pronunció unas palabras de disculpa en un murmullo inaudible y salió corriendo.