3
—¿Quién le digo que quiere verla? —preguntó la tornera.
—Dígale que un viajero que llegó anteayer de Zaragoza y al que le gustaría comunicar con ella un asunto familiar de la mayor urgencia.
La tornera asintió en silencio.
—Si vuestra merced es tan amable de aguardar aquí.
Los pasos de la tornera resonaron por las losas de la portería y se perdieron en claustros y pasillos. Afuera, un viento frío soplaba rabioso en los pétreos paredones, mordía los hierros, helaba el musgo de los tejados. Don Baltasar se sentó a esperar, preguntándose qué hacía Lucrecia encerrada para siempre en aquel convento tan perseguido por viejas y enconadas murmuraciones. ¿Mirarse muy adentro del alma? ¿Olvidarse de quién había sido en el mundo?
Sonaron de nuevo los pasos, esta vez en sentido contrario. La tornera abrió una puertecilla y le rogó que pasara. Luego cerró la puerta con doble llave y en silencio guio a don Baltasar hasta el locutorio. Lucrecia lo esperaba sentada, frente a la trama sombría de la reja.
—¡Vos! —sonrió entre curiosa y sorprendida.
—Doña Lucrecia…
—Ahora soy sor Lucrecia.
La toca adherida a la frente, ocultaba sus hermosos cabellos de antaño, densos, rizados y copiosos, pero incluso así, ojerosa, pálida, sin afeites, sin ningún vestido que resaltase su carnalidad, a don Baltasar le pareció la mujer más hermosa que había conocido. Los ojos como dos almendras pulidas, clásicas, la boca delicada, exquisita.
—La hermana me ha dicho que venís de Zaragoza —dijo con una voz tenue y lejana, rompiendo súbitamente el encantamiento.
—Así es.
Hizo sentar a don Baltasar en un sillón que había al pie de la reja, y en seguida preguntó por los asuntos de la guerra y de la Corte.
—Decidme, ¿cómo está el rey?
—Algo más alentado con la toma de Balaguer.
—¿Y el príncipe?
—Deseando salir a campaña con su padre.
—Dicen que la reina nuestra señora está enferma.
—Está en cama, cierto. Se rumorea que con grandes calenturas.
—Dios la guarde en salud y fuerzas, pues en verdad que el rey la necesita. Y vos, decidme, ¿de dónde salís? ¿Qué cosa habéis hecho en estos años?
Él no podía con los recuerdos, y por eso, después de un cortés y sonámbulo repaso a su vida, le contó qué le había traído a Madrid.
Ella sonrió, no pudo evitarlo.
—Sois siempre el mismo. La aventura, los misterios… ¿Y ya no escribís?
—No, ya no.
Don Baltasar sintió una tristeza de crepúsculo en el alma. Todo se alejaba. Los días de estudiante en Salamanca, cuando era uno más entre los galanes y las doncellas que Lucrecia, juvenil y deslumbrante, recibía en el estrado. La tarde en que, afectado, sonriente, se burló del modo que tenía de recitar versos el hijo del corregidor. «Por Baco si no recitáis con gritos de aguador», recordó haberle dicho, provocando la risa de casi todos y la palidez de Lucrecia, que, maravillosamente bella y un tanto atolondrada, pidió a los músicos que tocaran una danza para poner fin a la humillación de uno de sus galanes más ricos y lisonjeros. El día, años después, en que la vio en la Corte, acompañada de su tío abuelo en el palacio de la condesa de Peña Andrada, y aquel en que sorprendió a una de sus criadas llevando uno de sus finos pañuelos a Fabrique, su hermano. El pañuelo tenía unas gotas de sangre vertida, y en esto, presea muy estimada por los galanes de la Corte, obtuvo don Baltasar una clara muestra de aquel amor que hizo que ya nevara siempre en su corazón… Sí, ahora todo era lejano, y resultaba curioso que lo que en él había sido deseo o dolor se estuviera transformado en piedad. Y aún más curioso que la memoria transfigurase en belleza aquellos remotos sufrimientos y desesperaciones. Todo mentía, incluso la memoria.
—He leído las sentencias y conozco parte de los testimonios que se dieron al Santo Tribunal en 1628 —dijo, intentando huir del pasado y concentrarse en el motivo de su visita—. Sé cuánto hubo de personal en la delación y que se mandó revisar el proceso años después y se hizo calificar de nuevo los hechos por los más famosos teólogos de la Corte. Pero no acabo bien de comprender por qué. Algo se me escapa. Vos estabais ya aquí cuando se dieron estos pasos para restituir a las hermanas en su buen nombre, crédito y opinión. ¿Recordáis algo?
—Han pasado más de siete años, Baltasar —dijo divertida—. Es mucho tiempo.
—¿No hay ningún detalle, nada de lo que os acordéis? ¿Venía el protonotario?
—Siempre, claro. Él venía a diario, pues esa era su costumbre. La casa, por otra parte, estaba reformándose, y don Jerónimo entraba en la clausura, hablaba con la abadesa del gobierno y la administración del convento y supervisaba el rumbo de las obras muy concienzudamente.
—¿Y venía alguien más? ¿Alguien ajeno a la vida normal del convento?
Ella pensó. Cerró los ojos y él cambió la vista.
—No, nadie. Mejor dicho: sí. Hernando de Salazar. El padre Salazar estuvo aquí y habló algunas veces con la priora.
—Aguardad un momento. ¿Hernando de Salazar, el jesuita, el que fuera confesor del conde-duque de Olivares?
—No conozco a otro padre Salazar.
—¿Y decís que habló con la priora?
Ella dudó un momento.
—Con Benedicta Teresa, sí —dijo, y añadió—: A veces, le acompañaba el padre Ripalda y ambos conversaban muy serios con el protonotario.
Don Baltasar se quedó pensativo.
—Habladme de Benedicta Teresa —dijo al fin, con voz neutra.
Ella respiró ante aquella petición.
—¿Qué os puedo decir?
Don Baltasar esperó un poco, lo necesario para que ella compusiera en su mente un retrato de la priora Benedicta Teresa, doña Teresa en el siglo.
—Vive para esta casa y para Dios Nuestro Señor —declaró por fin—. Es de complexión enfermiza, tan quebradiza como el cristal, y carácter tierno y comprensivo, más propensa a los afectos que al rigor, y a la caridad que al misticismo. Las hermanas la respetan mucho, pues tienen gran experiencia de su generosidad, prudencia y humildad, y sobre todo de su devoción a la Regla de San Benito. La buscan para todo y todo lo hace bien.
Calló y volvió a cerrar los ojos. Don Baltasar quedó expectante. Se alargaba en demasía el silencio de Lucrecia.
—Lucrecia, ¿os habéis indispuesto? —preguntó, solícito.
Ella le miró sobresaltada y luego, hablando lentamente, insegura, respondió:
—Pensaba con tristeza en todos esos rumores que vuelven a correr por Madrid… Veréis, no comprendo cómo alguien como nuestra priora… Que Dios me perdone, pero no entiendo por qué ha de padecer tanto.
Don Baltasar la miró con fijeza. Ya no había diversión en sus ojos; el brillo del principio se había vuelto opaco.
—¿Alguna vez la habéis oído hablar de su proceso o quejarse de las personas que la arrastraron a las cárceles secretas de Toledo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Tampoco ahora? ¿Ni un comentario? ¿Ninguna palabra? ¿Nada acerca del protonotario?
—Sin duda sufre, mas quién no lo haría. Todos esos rumores… Se ve que el recuerdo la persigue, que aun de noche ronda su cabeza.
De nuevo calló.
—No os imagináis lo que han significado estos días sin saber qué era lo que en verdad ocurría con el protonotario. La tarde que se conoció la noticia la casa se alborotó mucho y ella estuvo muy ensimismada, como ida —sus palabras sonaban ahora quedas, un susurro que tocaba el silencio con manos de lluvia—. Y la noche contaron las hermanas que la pasó en vela, contemplando a la luz de los cirios el Cristo Crucificado que Diego de Velázquez pintó para nuestra sacristía. Al día siguiente cayó enferma, con mucha calentura. Vino el doctor, pero ningún remedio la aliviaba. Parecía a punto de quebrarse. Mas hace unos días dio en levantar cabeza, comenzó a comer de mejor grado, la calentura huyó y no fueron precisas más purgas ni sangrías.
—¿Creéis que aceptaría hablar conmigo?
Ella negó con la cabeza. Parecía nerviosa, se frotaba las manos, sus ojos siempre apacibles temblaban ansiosos.
—Es hora de rezo y tengo que dejaros —dijo de pronto, y miró hacia las interioridades silenciosas del convento.
Baltasar se alzó del sillón dando un suspiro y levantó la mano en señal de adiós.
—¿Prometéis escribirme unas letras si oís o recordáis algo?
Ella asintió, y antes de retirarse, pegó el rostro a la reja murmurando en voz confidencial.
—Estoy muy preocupada, Baltasar. Tengo un presentimiento.
—¿Qué presentimiento?
—Algo malo —dijo—. La prisión del protonotario es demasiado desusada para que no salga de ella algo malo, ¿verdad?
Salió del convento y supo que iba herido. Avanzó por la recta de San Roque dejando atrás la calle del Pez, pero no veía las casas ni a los hombres que el viento obligaba a cubrirse con su embozo o a las mujeres que se defendían con el manto. Pensaba en ella, bellísima, lejana como siempre. Pensaba en sus ojos asustados, de perfección clásica, en su voz, una voz que ya no tenía aquel antiguo acento que reflejaba en su cascabeleo una incontenible alegría de vivir. Pensaba en las visitas a San Plácido del padre Salazar, jesuita secreto y sibilino, y en aquellos conciliábulos con el protonotario y la priora. «Todo parece dar la razón al vulgo en una cosa», se decía. Y pensó: «Fueran las acusaciones de herejía contra el prior y las monjas verdad o calumnia, el protonotario movilizó, en socorro de su antigua novia, la influencia del poderoso conde-duque de Olivares». Y de tan fuera del mundo como caminaba, abismado en el sinfín de preguntas que todavía requerían respuesta, no se dio cuenta de que un hombre alto, sucio hasta la criminalidad, de pupilas crueles, nariz corva y barbas zarrapastrosas y descoloridas, seguía sus pasos desde que había dejado atrás el convento.
Sueña. Está soñando…
—¡Cuán pensativo ha venido hoy vuestra merced! ¿Sufre de melancolía, querido don Jerónimo?
Él no quiere contestar.
—¡Ah! No. Será el disgusto aquel por andar don Gaspar malhumorado con las intrigas de los Consejos.
—Esas heridas cierran pronto —replica él—. No son sino rasguños. Otra es la que ahora va abriéndose y haciéndome morir.
—¿Morir?
Sus ojos buscan el rayo de luna que se adentra oblicuamente por el ventano.
—Acuérdome ahora de cuando me asomaba de noche a mi ventana, allá lejos, antes de fundar este convento. Todo Madrid dormía. Yo pensaba entonces que nada ni nadie me separaría jamás de vuestro lado, y mis pupilas, fijas en la altura, querían adivinar lo que sabían y aún saben de nosotros las estrellas… ¡Yo os adoraba, Teresa!
Ella lo mira con los labios entreabiertos, atenta, intentando captar el lejano rumor que brilla en su mirada.
—Es hermoso no resignarse a olvidar —dice al cabo de unos instantes.
Sí, piensa él. Es hermoso… Los bailes. Las danzas. Se acuerda de todas: la pavana, la alemana, el pie del gibao, la gallarda. La blanca, perfecta mano de ella entre sus dedos. La suave onda de la vihuela… El pasado. ¡Cómo le gustaría abandonarse al flujo de los recuerdos que corre entre los dos! Pero las palabras del conde-duque de Olivares baten otra vez su cabeza con fuerza: «¿En verdad que no está enterado vuestra merced de lo que sucede en San Plácido? ¿Tiene idea vuestra merced de qué especie de cosas vienen practicándose bajo la dirección de ese prior?».
Súbitamente los amables recuerdos huyen lejos, como en estampida. De pronto se ha quedado a solas con la voz del conde-duque, y siente el ascenso vertical de la cólera por las tripas y el pecho, en la garganta, en la boca.
—Decidme que no habéis recibido caricias de fray Francisco —sus ojos son dos brasas ardiendo—, que no lo habéis bañado y visto sin ropa ni habéis tomado alimentos masticados de su boca. Decidme que no consentisteis a la avidez de vuestro prior y confesor en la creencia de que acceder a tal cosa no constituye pecado.
Ahora nota que doña Teresa hace esfuerzos por parecerle serena. Está demacrada. Tiembla.
—Fray Alonso odia al padre Francisco —dice por fin en voz baja—. Todos le odian.
—¿No lo negáis entonces?
Ella levanta el rostro en actitud desafiante. Sus ojos están arrasados en lágrimas.
—Todo era fruto y expresión de afecto y de confianza paternal. Sin malicia ni deseo impuro.
—¡Sois una necia!
—Soy esposa del Señor, don Jerónimo. Y mi amado Padre es un hombre sabio y santo.
Le despierta un ruido de cerrojos. La puerta se abre con un estridente chirrido.
—¡Aprisa, levantaos!
… El sueño se retira dejándole un dolor en el entrecejo y el eco de las últimas palabras de Teresa: «Padezcamos y padezca su honra, que Él es Señor de todo poder y volverá por ella, sin que la maldad pueda prevalecer».
Canturreando, el carcelero le quita los grillos. Después de un mes viviendo en la húmeda penumbra de la celda, don Jerónimo de Villanueva está muy envejecido. La aureola del poder extinguida. El rostro macilento, arañado por el frío, un frío que dejaría helados a los mismos lobos.
—Pronto, seguidme.
—¿A dónde vamos?
—Vais a comparecer ante el Tribunal.
Mientras se aleja de los sótanos, sus pasos resuenan como los repiques de una campana, lúgubres, pesados. La luz aumenta a medida que suben los empinados escalones y hiere sus ojos, acostumbrados a la oscuridad de la celda.
—Aguardad aquí —dice el carcelero.
—¿Qué sucede?
Se pasa la mano por la cara. Abre a duras penas los ojos y ve ante sí a dos esbirros del Santo Oficio y una puerta de nogal labrado.
—Adelante el reo —dice una voz.
Alguien le empuja hacia el interior de una sala con largos cortinones rojos y después le conduce del brazo y le sienta en una silla. Entonces advierte al Tribunal. El juez inquisidor en el centro de una larga mesa, pulcramente ensotanado, la mirada áspera, la piel traslúcida, el rostro alargado, con barbas finas, glacialmente cortadas. A su derecha, largo, cenceño, con aire de cuervo, está el secretario, que también viste negra y sencilla ropa talar. Y a la izquierda, bermejo y gordinflón, envuelto en una severa loba negra, el escribano.
Don Jerónimo pregunta cuál es su situación, y no se la dicen. Pregunta por qué está allí, y tampoco.
—No siga vuestra merced —dice el juez—. No está aquí para hacer preguntas sino para responderlas y confesar los pecados de vuestra merced.
Hubiera deseado quedarse mudo, sin agregar una sola palabra, mirándoles fieramente desde lo alto de su orgullo. Pero cuando, muy cortésmente, a pesar de su voz grave y solemne, el secretario le pide que diga la verdad, que nada esconda ni guarde, que confíe en la clemencia del Santo Tribunal, toda su soberbia se deshace y siente cómo le invade un malestar en la boca del estómago, que, muy pronto, reconoce como miedo: una especie de peso que se anuda confusamente vísceras abajo y se hace cuerpo con el cuerpo, un tumor subterráneo que despierta súbitamente y le clava los dientes.
Las primeras preguntas son breves y sencillas: apellidos, edad, nombre de su padre y de su madre, el de sus abuelos y bisabuelos, vivienda actual y lugar de origen.
A petición del escribano, don Jerónimo pasa después a contar su vida, sumariamente, hasta el instante en que la fatalidad se apoderó de él y le puso en manos del Santo Tribunal que ahora le aherroja. El juez le formula de vez en cuando alguna pregunta o se limita a exhortarle a que hable. Y él habla y habla, mientras el escribano lo anota todo: el Colegio Imperial de los jesuitas, la secretaría de Aragón, la amistad de su padre con don Luis Valle de la Cerda, las fiestas y diversiones en ambas casas, su compromiso con Teresa, el favor de Olivares y el comienzo de su exitosa carrera en la Administración, el ímpetu fundador y reformador de Teresa…
Llegado a este punto, inquiere el juez:
—¿Es cierto que la fundación del convento de la Encarnación fue por anuncio de un demonio que estaba en una criada de la condesa de Nieva?
—No y cien veces no. Es falso.
—¿Recordáis si doña Teresa y su tía doña Ana María de Loaysa visitaban la casa de la condesa de Nieva?
—Sí, lo recuerdo.
—¿No conoció allí doña Teresa a una criada de nombre Josefa Magdalena que se decía endemoniada?
—Pudo ser.
—¿Y no le habló nunca doña Teresa de la tal criada, ni de los dichos que hacía en presencia de fray Alonso de León y fray Francisco García Calderón?
—No, jamás.
—¿Frecuentaba vuestra merced la casa de los Valle de la Cerda?
—A menudo, estaba prometido con doña Teresa.
—¿Vivía allí doña Ana María de Loaysa?
—Allí vivía, sí.
—¿Es cierto que dicha Ana María Loaysa sufría de largos y profundos éxtasis en los que perdía por completo sentidos y memoria, asegurando, una vez salida de ellos, haber mantenido tratos y coloquio con Jesucristo Nuestro Señor?
—Es cierto.
—¿Y es verdad que, estando arrobada, tuvo grandes revelaciones de cómo se había de fundar dicho convento, y que con ellas persuadía a vuestra merced a que diese su hacienda para ponerlo en pie?
—No creo que oír beatas vaya contra el dogma. Más de media España lo hace, señoría.
—¿Recuerda vuestra merced si durante alguno de aquellos largos éxtasis en que caía muy a menudo, doña Ana María de Loaysa se echó a los pies de fray Francisco García de Calderón y le llamó varón de Dios en cuya mano disponía el Señor grandes cosas para bien de su iglesia?
—Tal vez, sí. No lo recuerdo.
—¿Había amistad entre vuestra merced y el padre fray Francisco?
—Amistad, no. Le conocía. Conversábamos de vez en cuando. Yo le tenía por hombre sabio y docto en cosas de religión.
—¿Nunca le mencionó el padre fray Francisco los dichos de la joven criada endemoniada?
—Nunca.
—Una carta que se halló entre los papeles del padre dice lo contrario. Allí Josefa Magdalena pide a fray Francisco que exhorte a vuestra merced a fundar un monasterio de monjas en la Corte obediente a la Regla de San Benito.
El juez se vuelve al secretario y anuncia que se dará lectura a la carta:
«Di a Don Jerónimo que no sea tan rebelde en su voluntad y en hacer lo que ha de hacer. Di que ahora no ve qué cosa maravillosa es esto y cómo ha de obedecer. Mas en el Juicio de Dios lo habrá de comprender cuando, por no obedecer, sea entregado a nuestras manos y sufra los tormentos del Infierno».
Don Jerónimo desvía los ojos del secretario y dice:
—No sé cuándo ni quién escribió tal cosa.
—¿No le dio fray Francisco nunca este papel?
—Jamás.
—¿Recuerda vuestra merced haber coincidido con fray Francisco en casa de doña Teresa?
—Sí. Ahí le conocí.
—Y siendo así, ¿es posible que vuestra merced no recuerde ninguna mención a la criada endemoniada de la condesa?
—Como he dicho, nunca oí hablar de la tal criada.
—Sin embargo, en su confesión de 1629, Benedicta Teresa, doña Teresa en el mundo, dice que fray Francisco hablaba a todos de la dicha criada.
El juez anunció implacable que se daría lectura al libro de testificados en donde se referían los hechos:
«… Y que el demonio que poseía a Josefa Magdalena decía grandes cosas y anunciaba el porvenir lo sabían cuantos religiosos y personas entraban en la casa de la condesa de Nieva, y lo sabía un hermano de la condesa, obispo, y el padre fray Francisco lo contaba estando yo en casa de mi madre delante de todos, y nadie lo tuvo por pecado, sino que todos se admiraban o decían era la cosa más maravillosa que se había visto…».
—¿Qué dice vuestra merced ahora?
—No recuerdo tal —replica.
—No recuerda… —musita el juez—. ¿Y recuerda vuestra merced si fray Francisco le pidió que aceptase como novicia a María Anastasia?
—Sí. A ella y a otras dos hijas de confesión que tenía en Madrid.
—¿Acaso quiere hacer creer a este Tribunal que desconocía que María Anastasia era el nombre conventual que tomó la tal Josefa Magdalena?
De pronto se abre una pausa y el escribano levanta los ojos por primera vez.
—Señor, me siento cansado por el ayuno y por el esfuerzo. Y por ello suplico a este ilustre Tribunal que me deje descansar y que me den de comer, y también vestido de invierno y una manta para la cama.
El juez mira al secretario y hace un gesto despectivo con la mano. Los esbirros avanzan entonces unos pasos y le conducen de nuevo a la oscura celda.
—¿Si me acuerdo? —dijo el padre Salazar con un largo bostezo que distorsionó cómicamente su cara y sus palabras.
Una débil luz de atardecer se insinuaba en la salita por entre las ventanas. La estancia, reposada, solemne, estaba puesta lujosamente y hablaba de la existencia aseglarada y nada austera de aquel jesuita escurridizo y secreto que durante años había sido confesor y consejero del conde-duque de Olivares. Había una enorme mesa taraceada en oro lacado y una gran chimenea de piedra. El suelo, de mármol negro, estaba cubierto con alfombras moriscas de las Alpujarras y las paredes lucían tapices flamencos con las aventuras de Eneas.
—¿Cómo habría de olvidarlo?
Sentado en un sillón de cadera guarnecido en cuero rojo, don Baltasar observaba a su anfitrión, intrigado, y daba sorbitos a la jícara de chocolate humeante que un criado le había alcanzado antes de alegrar el fuego de la chimenea y retirarse con paso sigiloso.
Tenía entonces el padre Salazar sesenta y siete años, y era pequeño y huesudo, de blanco cabello, rostro curtido, y unas manos largas y muy blancas, como de esqueleto.
—Yo estaba en el Consejo de la Suprema Inquisición en el año treinta y ocho, y atendiendo la revisión de aquel proceso eché de ver el daño que pueden hacer los consejos de beatas y los escritos milagreros en las almas de corta experiencia y estudio.
No era el padre Salazar, efectivamente, alguien que se dejara engañar por aureolas de santidad o visiones y éxtasis en lo tocante a frailes y monjas milagreras, y a pesar de su fama de teólogo y predicador, tampoco parecía uno de aquellos elocuentes religiosos que tanto hacían brillar la oratoria sagrada en la España del siglo XVII. De hecho, a no ser por la sotana que vestía, de raja de Florencia, el paño más fino y delicado que venía de Italia, nadie le hubiera tomado por un hombre en activo comercio con el mundo del espíritu, pues bastaba conversar con él una vez para comprender que representaba a la raza de los mundanos en la Compañía de Jesús y que tanto, o acaso más que los asuntos de Dios, le importaban las cosas del siglo.
«Vive en una casa seglar, esquina a la plazuela de la Villa, con una hermana suya casada —le había informado don Nicolás a don Baltasar—, y se dice que tiene siete mil ducados de pensión anual. Los propios jesuitas no le miran bien. Muchos consideran que el vigor y la pompa de sus maneras cortesanas armonizan mal con el espíritu de la Compañía. El pueblo de los mentideros no le quiere tampoco, pues de todos es sabido que fue él quien inventó el artificio de usar el papel sellado y a buen precio para los documentos públicos y oficiales».
—¿Vuestra Paternidad recuerda por qué se mandaron revisar los autos y calificar de nuevo las proposiciones? —preguntó don Baltasar, con la jícara entre las manos, buscando sus ojos astutos, difíciles.
El padre Salazar enderezó el rostro y don Baltasar supo que estaba preguntándose si de veras era tan loco o tan estúpido como para ocuparse de un tema tan oscuro y lejano cuando los azotes del hambre y la guerra devastaban el país.
—Me acuerdo, sí —asintió por fin—. Personas de corazón generoso hicieron ver al inquisidor general la injusticia que se había cometido con las pobres monjas. Y al revisar el proceso, se demostró hasta qué punto el Tribunal se había equivocado, arrastrado de su celo contra los alumbrados. Doña Teresa, débil, enfermiza y aislada del mundo, se había dejado envolver por un juez rectilíneo y severo en exceso, movido a su vez por un avieso denunciante. Y como ella, el resto de religiosas.
—Así que el juez jamás persiguió la verdad.
El padre Salazar bebió un sorbo del chocolate, soplando.
—Para declarar la verdad no solo basta poseerla —se expresó no sin cierta rigidez—, sino estar en disposición de decirla. Y un inquisidor malintencionado e inteligente puede crear tan graves inconvenientes a la expresión de aquella como la más rigurosa de las torturas. Así ocurrió en el proceso de San Plácido, ejemplo singular de lo falible de la justicia humana aun en los tribunales más santos y calificados.
Hizo una pausa, evocador, mientras don Baltasar intentaba ordenar sus propias ideas, y después de apurar hasta el final el chocolate de la jícara, añadió:
—Doña Teresa hubiera confesado cualquier cosa, si así se lo hubieran pedido. Se quebró. Todas, aterrorizadas, se quebraron. Todas dijeron lo que quería el juez Diego Serrano. Y como este quería su condena, condenadas fueron como sospechosas de herejía de alumbrados. ¿Se imagina vuestra merced cuánto debieron sufrir las infelices cuando fueron sacadas de sus celdas y enviadas a las cárceles secretas de Toledo? Ajenas a la causa del viaje, rodeadas de los familiares del Santo Tribunal, en las lentas galeras que tardan casi tres días en llegar de Madrid a Toledo. Turbada la mente por los vapores de la posesión diabólica, muchas creerían, sin duda, que eran los propios demonios disfrazados de inquisidores los que las transportaban por los caminos de Castilla.
Don Baltasar asintió, con las cejas arrugadas, e intentó ordenar el rompecabezas de datos contradictorios en que se estaba convirtiendo aquella sórdida historia.
El padre Salazar lo miraba, inquisitivo, con una desconfianza que de pronto no se molestó en ocultar.
—Aunque os parezca irreverencia, señor Alcázar —dijo con inflexión un tanto irónica, y formuló la pregunta inevitable—: ¿Qué interés puede tener vuestra merced en eso?
—Me gustan los misterios —respondió—. Siempre me han gustado. No puedo resistirme a hurgar en los secretos, es algo superior a mí. Y los comentarios en torno a la prisión del protonotario han despertado mi curiosidad sobre San Plácido.
—Pero no hay tal misterio —sonrió el padre Salazar, y pareció de pronto una máscara antigua con mil arrugas en el curtido rostro—. Las monjas eran inocentes de herejía —insistió, despacio, con voz en la que se insinuaban singulares advertencias.
—¿Tampoco fingieron estar endemoniadas?
—¿Con qué objeto?
—¿Vanidad? ¿Orgullo? ¿Afán de notoriedad?
La mano larga y fina del padre Salazar pareció querer borrar lo que acababa de sugerir su interlocutor.
—Vivimos en un reino de ilusiones —le atajó, conciso, sin el menor circunloquio—, un reino que se balancea entre la fe auténtica y la más disparatada superstición. Doña Teresa y sus hermanas fueron ilusas al pensarse endemoniadas, pues se creyeron, con infinita sinceridad, poseídas por una legión demonios. Pero la ilusión no es pecado.
Se miraron unos instantes en silencio.
—Créame, hijo mío —continuó por fin el anciano jesuita—. En San Plácido no hubo ni alumbrados ni demonios. O mejor dicho: el único demonio que hubo fue el prior. Un lobo con piel de cordero. Él, solo él, tuvo la culpa de lo sucedido. Él fue, sin ninguna duda, el creador y animador de todas las maravillas que creyeron las monjas, algunas de ellas apenas unas niñas. Figuraos que tan solo dos días después de que la más débil de todas cayera enferma y el doctor atribuyese sus bravuras y desmayos al demonio, el muy sinvergüenza les decía: «Chiquillas, mirad que todas tenéis este mal, humillaos y rendíos al Señor y mirad para qué os tiene escogidas».
Se detuvo, brevemente.
—Un lobo, sí —repitió—. Fingía tener pensamientos de reforma de la Iglesia y de que él y sus chiquillas habían de convertir al mundo, a lo cual llamaba segunda redención y complemento de la primera. Apoyado en los demonios, había convencido a sus hijas de confesión de que llegaría a ser cardenal y papa, y de que los príncipes cristianos lo seguirían en la conquista de Jerusalén. No está probado que entablara con ninguna de las religiosas relaciones graves. Y tampoco quedó claro el cargo de alumbrado. Pero de las declaraciones del proceso se desprende que hacía a todas ellas preguntas y proposiciones calenturientas, como una vez en que en pleno confesionario discurría con doña Teresa sobre temas que él llamaba de filosofía natural, y que eran al tenor de este: «¿Por qué una mujer desnuda siente menos turbación delante de un hombre que delante de una mujer?». La confusión que sembró con estos y otros coloquios podéis imaginarla.
Don Baltasar se dio un instante para pensar. ¿Eran las monjas tan sencillas e inocentes como aseguraba el padre Salazar? ¿Y doña Teresa? ¿No la habían acusado algunas de sus compañeras de convento de fingir un ayuno de treinta días para revestirse de un falso aroma de santidad y de inventarse visiones y profecías con el objeto de ganarse el favor del conde-duque de Olivares?
—¿Qué pudo impulsar al juez Diego Serrano a perseguir a doña Teresa en el modo en que lo hizo? —preguntó por fin.
El padre Salazar sonrió misteriosamente, como si su interlocutor acabase de poner el dedo en la llaga.
—La verdad, en ese punto, solo Dios la sabe, pues el inquisidor Diego Serrano hace ya años que entregó su alma al Señor. Por mi parte —hizo un gesto evasivo—, solo puedo aseguraros que la conducta de doña Teresa después de la condena fue ejemplar. Aceptó el castigo con enorme humildad y solo por mandato de sus superiores escribió el patético memorial que removió la conciencia del inquisidor general fray Antonio Sotomayor y motivó la revisión de la sentencia.
El padre Salazar había callado y no parecía decidido a hablar más. Así pues, don Baltasar se decidió a lanzar la pregunta que le quemaba en los labios:
—¿Y el protonotario? ¿No movió ninguna influencia para restituir a las monjas en su buen nombre? El vulgo lo dijo, y también que el rey y el conde-duque premiaron fastuosamente a los que defendieron a las religiosas benitas.
Se llevó el padre Salazar el puño a la boca para ahogar una tosecita.
—El vulgo… Todo resulta más que curioso si se mira a través de los ojos del vulgo. Yo mismo, ¿qué soy para el vulgo? Un arbitrista más pícaro que el mismo demonio. ¡El gran tributador del reino! Un judaizante, no hay duda, pues aconsejé el arbitrio de acudir al poder financiero de los conversos portugueses. Recuerdo que por Carnavales, no hace mucho tiempo, salió al Prado una máscara vestida con ropa talar y unos pasos detrás otra disfrazada de diablo con este letrero:
Voy corriendo por la posta
tras el padre Salazar,
y juro a Dios y a esta Cruz
que no le puedo alcanzar.
La risa del padre Salazar fue auténtica e inesperada. Su cuerpo pequeño y enjuto pareció de pronto un pergamino listo para salir volando por la ventana más próxima, empujado por los hipidos que lo sacudían.
—No, no… Para matar el tiempo el vulgo abulta las noticias igual que respira, y repite los rumores más escandalosos y las coplas más soeces y crueles. Y cuando tratan de personajes poderosos, la mayor parte de esos rumores y esas sátiras son pura ficción, producto casi siempre del resentimiento y de la intriga. Aquí, mi querido amigo, todo rumor es política.
Don Baltasar asintió en silencio.
—En cuanto a Olivares… qué puedo decir que no sepa ya —el padre Salazar suspiró, como para expulsar un gran cansancio, y evocó las escenas sacrílegas que la chusma literaria había hecho correr por todo Madrid—. Ningún gobernante de nuestra época ha sido tan cordialmente odiado por voceros y copleros como lo ha sido Su Excelencia. Desgraciadamente, mentir y soltar procacidades sobre el papel es más fácil que gobernar. Siempre ha sido así. Pregúntesele si no a don Francisco de Quevedo, a cuya mano obedecen muchas de las exageraciones que aún se cuentan del conde-duque y su relación con San Plácido.
Don Baltasar vio que el padre había llegado a un grado de confidencia como para poderle preguntar por la prisión del protonotario, y se decidió:
—Y decidme, padre, ¿qué piensa de la prisión del protonotario?
El anciano jesuita se encogió de hombros y miró al gigante que tenía enfrente, con aquella feroz cicatriz que le partía la frente en dos. Y con una voz quieta y suave, en la que se mezclaban el espanto y la nostalgia, susurró:
—Yo creo que un día se aclarará lo que sucede con el pobre don Jerónimo. Más no hoy, no estando Arce y Reynoso donde está. Y lamentaría mucho que un comentario mío sirviera para enturbiar la imagen de un tan grande hombre. Los tiempos se han vuelto confusos. La política arde a fuego demasiado rápido. Créame, señor don Baltasar, que no hay quien sepa dónde va la corriente de las cosas, ni de dónde viene: tan rebalsado va todo.
—Una última cosa —insistió don Baltasar—. Me agradaría mucho conocer el texto del memorial que doña Teresa dirigió al inquisidor general.
El padre Salazar lo miró con gesto aburrido, como si aquella insistencia le pareciera desatinada.
—Me temo que en eso tampoco puedo ayudaros —dijo al tiempo que se ponía de pie—. Pruebe con la abadesa del convento, quizá guarde una copia allí.
Era avanzada la noche cuando don Baltasar salió a la plazuela de la Villa. Oculto en la sombra de un portal, un hombre de pupilas crueles, embozado en capa y sombrero, miraba hacia el ángulo de calle iluminado por la antorcha que el lacayo del padre Salazar sostenía en la puerta.
—No me diréis que vais a ir solo hasta vuestra residencia. Tenemos silla de manos y uno de mis criados puede acompañaros como escolta.
Rio don Baltasar.
—De ninguna manera. Déjeme Vuestra Paternidad ir solo, se lo ruego.
Había llovido y cesado de llover. La luna resbalaba sobre los sombríos tejados de las casas. El cielo hervía de estrellas. Don Baltasar ajustó la espada en el costado derecho, la ancha daga en el izquierdo, y con su decidido paso enfiló Platería sin hacer caso de las advertencias del padre Salazar sobre los peligros de las noches madrileñas. Lo que se preguntaba, mientras avanzaba por las calles mudas y solitarias, era cómo habría hecho doña Teresa para defenderse sin la ayuda de sus poderosos amigos. Desconfiaba de la sinceridad del padre Salazar y quería saber lo que sin duda le había escamoteado durante su conversación. Pero también sentía el impulso de leer el memorial de la priora, sus palabras lejos de las lúgubres prisiones del Santo Oficio. Sus propias palabras, se repitió calle abajo y viento en popa hacia el caserón de la Cuesta de la Vega.
De pronto, un bulto humano le rozó y pasó. Algo después vio llegar una ronda. Un corchete venía por delante meneando hacia uno y otro lado el humoso y enrejado farol.
Escuchó más tarde una voz.
—¡Señor! ¡Mi señor!
Era Pablillos, uno de los criados de don Nicolás.
Refirió que, un momento antes, un hombre embozado se había detenido frente a la casa, y que al tiempo de que don Nicolás, muy amoscado, se decidía a enviarle en su busca con aquella noticia, había aparecido un nuevo embozado.
—¿Siguen ahí?
—No. Don Nicolás hizo alumbrar toda la casa y nos ordenó salir con antorchas a la puerta. Tanto movimiento pareció espantarlos. No obstante, quería poneros sobre aviso.