PRÓLOGO
30 d. C.
La voz ronca y hostil del agregado militar vibró en la gran sala de madera techada de paja.
—¡Por Júpiter y su perro de siete cabezas, yo os puedo mostrar una magia superior!
Ebrio de hidromiel nativo, se encaminó, tambaleándose en medio del humo de turba, a la fogata de leños del centro del salón; agitaba los brazos, trazando arcos rutilantes a la luz del fuego con los brazaletes de plata de sus muñecas. Era un hombre bajo, casi tan ancho como alto, de cuello taurino, zambo de tanto cabalgar, atezado como un africano, con pelo rizado negro y brillantes ojos hispanos, un ex centurión que había empezado como soldado raso. Las cintas de color que colgaban de los hombros de su armadura proclamaban que había combatido en la India, Escitia y Germania.
—¡Maldición, he visto a un escita tuerto que podría mostrar un par de cosas a vuestros hechiceros! ¡Estos trucos sólo engañan a desgraciados que viven en la niebla, se pintarrajean la cara de azul y comen ovejas! ¡Por Júpiter, no surtirían efecto en Roma! ¡Allá nos gusta el verdadero entretenimiento, os digo!
Rió estruendosa y estúpidamente mientras se contoneaba junto al fuego. Su sombra enana y grotesca saltaba y cabriolaba en las pesadas colgaduras de piel de las paredes, y por un momento hubo un silencio glacial en el salón.
Los jefes de las tribus, imponentes con sus largos mantos de tartán y sus gorgueras de oro, súbitamente dejaron de hablar, reír y beber. Miraron con asombro al huésped romano, sonriendo con leve ironía. Dos esclavos, que yacían engrillados con cadenas de hierro junto a la pared, dejaron el arpa y la flauta y escucharon, boquiabiertos de asombro, pues venían de una lejana tribu occidental que no tenía contacto con Roma y no entendían su idioma; aun así, por la súbita tensión que prevalecía entre sus conquistadores belgas, supieron que ocurría algo extraño y quizá peligroso. Presumieron que el extranjero negro iba a hacer algo inusitado. Incluso los preciados caballos de guerra, en un extremo del salón, dejaron de patear la paja que les llegaba hasta las rodillas y se quedaron quietos, olisqueando el aire espeso; y los tres grandes perros ovejeros de pelo lanudo que dormitaban en una posición privilegiada cerca del fuego volvieron las cabezas blancas hacia el hombre que había osado gritar en presencia del rey.
—Silencio, Lépido —gritó otra voz desde las largas mesas—. Recuerda que eres un huésped en Britania. Recuerda que estás a la mesa del rey. ¡Regresa aquí y siéntate!
Era el embajador en Camulodun, Arminio Agricola, un viejo germano que en sus tiempos había machacado más molleras romanas que nadie, hasta que lo nombraron ciudadano del Imperio. Era un hombre moderado, el guerrero transformado en diplomático, y procuraba no provocar a las tribus entre las que ejercía sus funciones. No podía darse el lujo de contrariar a las tribus justo cuando se comportaban dócilmente, adoptaban costumbres romanas y pagaban su tributo sin quejas. En definitiva, Roma no tenía auténtico derecho a los tributos, ni motivos para mantener un embajador entre los catuvelaunos, salvo que, después de César, el Senado había considerado aconsejable no renunciar al frágil predominio moral del Imperio sobre esos britanos del sureste. ¡Y ese idiota, Lépido, se permitía embriagarse con el vino nativo y actuar como un zopenco bárbaro! ¡Qué se podía esperar cuando designaban agregado militar a un hispano! Los hispanos ni siquiera eran aptos para ser ciudadanos. Eran demasiado obcecados, demasiado impulsivos. Había mucho del africano en ellos. Se necesitaban más germanos o más galos. Ellos podían conservar la cabeza entre esos britanos. Sabían beber. Sabían más sobre los dioses britanos. Los dioses britanos, pensó Arminio, eran muy similares a los dioses germanos. Un par de nombres aquí y allá, pero los sacrificios eran los mismos, y las diferencias no contaban. Pero un hispano se burlaba de la magia britana, y así ofendía a los dioses. Arminio echó una mirada a la larga sala y vio que el sumo druida, Bydd, hermano del rey, se levantaba de la mesa y salía, mascullando y gesticulando. Le vio patear a un esclavo al pasar. Mala señal. Uno podía reírse de los druidas y su camisa blanca, de esas salvajes guirnaldas de muérdago que les colgaban de las orejas, pero no podía despreciar su poder.
Arminio miró la mesa. Los jefes estaban inquietos, y sus miradas eran cada vez más hostiles. Los britanos eran un pueblo extraño e impredecible, nunca el mismo dos minutos consecutivos. Arminio se levantó, arrebujándose en su manto de tartán, como si fuera una toga.
—Siéntate, Lépido. Es una orden —comenzó, pero una mano tosca y pintada de añil cogió el brazo del embajador y lo obligó a sentarse.
—¡Que el oficial hable! ¡Si lo hace feliz, que se divierta! Sin duda también nos divertirá a nosotros.
Había un sarcasmo amenazador en la voz, y Arminio pensó en el respeto debido a Roma. Se volvió abruptamente hacia el hombre que le había hablado. Era alto y pelirrojo, y su rostro pintado de azul resultaba aún más siniestro por la vieja estocada que le había partido la nariz y le abría ambas mejillas casi hasta las orejas.
—Pero traerá descrédito al Imperio, amigo mío —comentó Arminio ampulosamente.
El hombre de la nariz partida pataleó, escupió en el piso, bebió un ruidoso sorbo de su cuerno de bordes de plata.
—¡Al infierno con el Imperio! ¡Al infierno con Roma! —masculló.
Se volvió hacia Arminio, atusándose airadamente los largos bigotes, recordando sus heridas. De pronto tosió y se deslizó del asiento hasta desplomarse bajo la mesa, ya dormido.
Lépido comenzó a gritar de nuevo, volviéndose de un lado al otro, irritado por las caras burlonas que le revelaba el resplandor del fuego.
—¡Venga, dadme una espada! ¡Yo os mostraré magia!
Varias manos bajaron a los cinturones y el acero relució a la luz de las antorchas.
—¡Dadme una espada! Tú, el de las plumas de águila en el cabello, ¿dónde está tu espada? —dijo Lépido, interpelando a un alto jefe montañés de tez oscura, que se levantó de la mesa, inclinó la cabeza hacia el extremo de la sala, giró y escupió en el fuego. Se hizo silencio mientras se echaba la larga capa sobre los hombros y salía de la sala.
Por primera vez, el rey habló. Cunobelin, rey de los catuvelaunos belgas, cuyo dominio se extendía desde Bélgica hasta la frontera galesa; un hombre enorme cuya nariz semejaba un pico de halcón; su barba roja colgaba en dos grandes mechas desde la barbilla; su capa de tartán lanudo estaba decorada con un sinfín de pequeñas bellotas de plata, de modo que cada movimiento era acompañado por relámpagos de luz blanca; sus grandes brazos estaban ceñidos de la muñeca al codo con brazaletes de coral y ámbar; su voz profunda y vibrante llenaba el gran salón, imponiendo silencio a la confusa masa de hombres y animales que se apiñaban bajo su techo. Cuando habló, pareció que el fuego dejaba de crepitar y las vacas negras que estaban afuera dejaban de mugir.
—Que los esclavos toquen "Los toros rojos de Cader" —dijo—, o bien dad al romano una espada y dejad que se entretenga.
Una criada susurró algo a los dos esclavos, que se encogían en las sombras mientras el rey hablaba, pero sacudieron el pelo enmarañado, los ojos desorbitados de temor. Un joven cortesano se inclinó ante el rey.
—Los esclavos no conocen esa música, señor —dijo.
El ánimo del rey cambió en un santiamén.
—Entonces, por Dios, que el soldado tenga su espada. Y procurad que sea larga. Veo que necesita apoyo.
Lépido oyó las palabras del rey y lo saludó con arrogancia. Estaba demasiado oscuro para ver la cara del rey, pero el romano intuyó que Cunobelin se mofaba de él.
—¡Alteza!—gritó Arminio, poniéndose nuevamente de pie. Pero antes de que pudiera continuar, unas manos le aferraron los hombros y lo obligaron a sentarse. Un britano deslizó una espada por el suelo hacia el romano, y los comensales se dispusieron a presenciar la diversión.
Le entregaron una espada larga, casi tan larga como el romano mismo, una delgada espada morisca con funda dorada, trocada por pieles de oveja y estaño a un mercenario galo que debía haber servido en una campaña africana. Lépido cogió el arma y examinó el filo. Curvó la delgada hoja una y otra vez entre sus fuertes dedos, luego en un arco sobre la cabeza. Parecía muy satisfecho con su juguete. Se alejó del fuego, apoyó el pie con firmeza en los juncos del suelo, hizo que el brillante acero silbara en círculos de plata alrededor de sus hombros. Por unos instantes nada se oyó en la sala salvo el siseo de la espada y el crepitar de los leños en el fuego. La charla era apenas un murmullo, y los britanos miraban a ese hombre robusto con interés, pues era sin duda un espadachín. Aun los mercenarios, guerreros rudos e indisciplinados que portaban una espada o jabalina para el jefe que pudiera ofrecer la mejor paga y botín, que se recostaban contra las paredes forradas de piel, bebían hasta hartarse o jugaban al amor con las criadas, aun ellos interrumpieron sus juegos para observar al romano.
Lépido se apoyó en la espada, una fascinante silueta encorvada con su gran capa y su loriga de acero. Miró en torno, sabiendo que todos los ojos estaban fijos en él, evaluando su destreza, preguntándose qué haría a continuación.
—¡Arrojadme una manzana! —pidió a las mesas.
Un joven britano, menos ebrio u orgulloso que el resto, rió y le arrojó una manzana. Lépido observó la fruta mientras giraba a través del humo. La espada larga brincó y la manzana cayó a los pies del romano, en dos mitades.
Hubo un murmullo de aprobación, aunque ésta no era la magia que todos esperaban. Cualquier guerrero hábil podía hacer lo mismo sin atribuir su destreza a los espíritus. El joven britano que había arrojado la manzana se volvió hacia la cabecera de la mesa y se tocó la frente con el dorso de la mano para saludar la sombría figura del rey. Dio un ágil brinco sobre la mesa y se acercó al romano.
—Préstame la espada —dijo. Se puso frente al fuego, de espaldas a los espectadores—. Glyn, amigo mío, arrójame una manzana tal como yo se la arrojé al romano.
Una vez más arrojaron una manzana y, cuando llegó al medio de la sala, el joven giró y corrió hacia ella. La espada larga se movió tan rápidamente que los ojos de los espectadores apenas pudieron seguirla. Un tajo al costado y otro hacia abajo, y la manzana cayó cortada en cuatro.
Estallaron gritos y las copas de cuerno chocaron contra las mesas macizas. El joven saludó a Lépido con una reverencia grave y socarrona y le devolvió el arma.
—Tu turno otra vez —dijo burlonamente. El romano frunció el ceño, con un destello en los ojos. Hizo una reverencia tan insultante como la de su rival y, aproximándose de una zancada a la mesa más cercana, hundió la mano en una fuente y cogió un puñado de aceitunas redondas y rechonchas. A la luz del fuego seleccionó siete de las más grandes y arrojó las otras a los perros dormidos.
—Ahora, amigos míos —dijo—, quiero que miréis atentamente, pues esto no es el juego de niños al que estáis acostumbrados. Ésta es la verdadera magia.
Mientras Lépido arrojaba las aceitunas al aire, el joven britano se echó a reír. El romano se quedó tieso, fulminándolo con la mirada, mientras las aceitunas caían en el piso cubierto de paja. Lépido se quedó tieso, clavando los ojos en su joven rival. Los comensales se sacudían de risa y golpeaban sus cuernos contra los platos. ¡Conque el romano era un tonto, en definitiva! ¡Al principio parecía que resultaría ser un espadachín! ¡Un auténtico bufón! ¡El modo en que miraba las aceitunas mientras caían a sus pies! Sólo Arminio permanecía serio y distante.
—Lépido —vociferó—, siéntate de inmediato. Es una orden.
El romano se volvió hacia el embajador con el rostro oscuro de furia. Bajo la luz fluctuante de las antorchas, no se distinguía si encaraba a su superior con un gesto de desdén. Luego, con un movimiento abrupto, se volvió hacia el joven britano.
—Ten la bondad de seguir el consejo del embajador y siéntate, amigo —dijo sin inmutarse—. Tu turno volverá en un momento. No tardaré mucho en finalizar el juego.
El joven se irritó y metió la mano dentro de la capa, pero una voz de las mesas lo contuvo y se sentó a esperar en una pila de pieles junto al fuego. Una vez más el robusto y bajo soldado escogió siete aceitunas, y una vez más las arrojó al aire, esta vez con aparente negligencia. Ladeó la cabeza mientras observaba el movimiento, luego su espada saltó de nuevo, volando de aquí para allá como un colibrí de plata. Y cuando los aturdidos britanos pudieron ver de nuevo, las aceitunas yacían esparcidas alrededor del fuego, cada una cortada en dos.
Esta vez no hubo gritos, sólo un estupefacto silencio en la sala. Cunobelin habló de nuevo, y aun su voz orgullosa demostraba asombro.
—Ven aquí, Lépido —dijo—. Esa maestría merece una recompensa apropiada.
El rey se quitó un brazalete de coral y lo ofreció, pero Lépido no se movió.
—Gracias, rey Cimbelino —dijo gravemente, mirando por encima de la cabeza del rey—, pero soy un soldado romano y mi única recompensa consiste en servir a Roma.
Sus ojos brillantes miraron al rey con arrogancia, y curvaba los gruesos labios casi con desdén. Arminio se levantó y se acercó al rey.
—Perdonadlo, alteza —dijo, al borde de las lágrimas—, pero la bebida no le ha sentado bien.
Por un instante pareció que el trueno estallaría y el rayo fulminaría a ese soldado impertinente. Cuando la tensión llegó al máximo, un viejo apergaminado, vestido con harapos de color, entró en el círculo de luz y se puso a canturrear con voz aguda y nasal, meciéndose de un lado a otro, cerrando los ojos con fuerza, entrelazando las manos delgadas sobre la cabeza.
Un murmullo corrió de mesa en mesa.
—¡Roddhu! ¡Es Roddhu en persona que ha vuelto!
Los hombres se codeaban, dejaban de beber.
—¡Dijeron que había muerto!
—Mi hermano vio que una espada le atravesaba la garganta.
—Silencio, éste ha muerto muchas veces. Siempre regresa.
Y todos los hombres miraron pasmados la pequeña figura gemebunda.
Al principio el humo que brotaba del fuego lo ocultaba por completo. Luego las llamas se pusieron azules, amarillas, verdes, y Roddhu parecía estar de pie en medio de ellas. Y mientras se mecía y cantaba, todos los hombres creyeron ver un gran lobo que atravesaba el salón, aullando, y salía por la puerta. Luego una jauría de sabuesos que lo seguía, ladrando. Por un momento el aire se llenó de polvo y paja. Luego los hombres vieron que la puerta aún estaba cerrada y que el fuego ardía claramente de nuevo. Nadie se atrevió a hablar por un rato.
Detrás del fuego, Lépido salió de las sombras y tocó el hombro de la criatura harapienta.
—Hombrecillo, eres ingenioso, muy ingenioso. Pero, ¿puedes hacer esto?
Tomó dos cuchillos afilados de una mesa, los arrojó al aire, los atajó y los balanceó sobre la uña del pulgar de cada mano. Bajo la juguetona luz del fuego, parecían dos extremidades sólidas, pues se erguían sobre las manos del romano en absoluto equilibrio. Y mientras los hombres del salón silbaban para aprobar su hazaña, Lépido arrojó los cuchillos sobre su cabeza, a corta distancia, y se inclinó hacia el rey. Todos los ojos del salón siguieron el trazo brillante de las hojas, hasta que desaparecieron a un metro por encima del romano, y ningún cuchillo cayó al suelo.
El vejete sonrió y cabeceó, mirando a Lépido con un destello en los ojos.
—Sí —dijo con su voz aniñada—. Has aprendido algo. Un poco, quizá. Y habrías sido buen discípulo si te hubiera conocido antes de que aprendieras el orgullo. Pero ahora es demasiado tarde.
El viejo se volvió para marcharse, pero Lépido se abalanzó sobre él como un tigre.
—Quédate, carcamal —rugió—. Juguemos juntos, para que pueda mostrar a tu gente algunos trucos de gitano. Te juro que no has visto nada igual.
El viejo se paró en seco y volvió la cara hacia la luz. Los guerreros de las mesas jadearon de asombro. Era el rostro de un simio, no el hombre que habían visto salmodiando junto al fuego. La voz también había cambiado; era una voz profunda que decía palabras que no entendían. Y vieron que el romano alzaba la espada larga para atacar al brujo, y vieron que la vieja criatura brincaba hacia atrás con sorprendente agilidad, obligando a Lépido a detenerse para conservar el equilibrio. Luego vieron que Roddhu había cogido una rama de sauce del suelo y la blandía como una espada, y que cada vez que el romano lanzaba un tajo, esa frágil varilla desviaba la hoja brillante como si no existiera. Y súbitamente vieron que Roddhu rozaba el hombro del romano con la vara, y silbaron de asombro, pues el romano se paró en seco en medio de una embestida y se quedó tieso, como un hombre congelado o una estatua.
Roddhu arrojó la vara al fuego, y cuando la vara dejó de serpentear para deshacerse en cenizas, Lépido se movió de nuevo, como un hombre que acabara de despertar. Al principio parecía desconcertado, luego ofendido, y los asombrados espectadores vieron que se sacudía como un perro que sale del agua, y hundía la espada hasta la empuñadura en el crujiente saco de harapos que era Roddhu.
Ante este acto traicionero, un tumulto estalló en las mesas, y la mitad de los hombres del salón se pusieron en pie, desenvainando espadas centelleantes, encolerizados con el romano. Pero antes de que pudieran alejarse de los bancos vieron que el viejo, erguido y atravesado por la espada, pasaba las manos ante el rostro del romano. Extraños tañidos poblaron el aire, y un olor a carne quemada brotó del fuego. La espada larga cayó ruidosamente al suelo cubierto de paja, sin una pizca de sangre en la hoja. Roddhu estaba quieto, sonriendo de nuevo con su rostro viejo, esperando y frotándose las manos mientras miraba a Lépido. Y donde había estado el romano, ahora había un andrajoso esqueleto cubierto con una armadura oxidada. Un fuerte hedor a podredumbre impregnó el salón, y sólo quedó una pila de fino polvo. Un brazalete de metal cayó tintineando al piso y rodó en la oscuridad, y una súbita ráfaga de aire hizo ondear las antorchas, barrió las paredes y agitó las colgaduras de piel de oveja, provocándoles a todos un extraño escalofrío. Y cuando volvieron a mirar, ni siquiera quedaba la pila de polvo, y a Roddhu no se lo veía por ninguna parte.
Fuera aulló un lobo, y los hombres del salón oyeron que las vacas negras gritaban de miedo.
—¡Por Júpiter —exclamó Arminio con voz histérica y temerosa—, lo habéis matado! ¡Lo habéis matado! ¡El Senado se enterará de esto, os lo aseguro! ¡Roma se enterará de esto!