Capítulo 9

Caradoc necesitó una hora más para reflexionar sobre lo que acababa de ocurrir. Gwynedd escuchaba pacientemente mientras él hablaba una y otra vez de la batalla, del arco iris y de la carga, de Bobyn, de los caballos de Catuval enredados en sus propias entrañas, de los belgas muertos o perseguidos por doquier por jinetes vociferantes. Pero no osaba pronunciar el nombre de Reged. Cada vez que llegaba al final del relato, se le quebraba la voz y callaba, pues volvía a oír la voz de ese cuervo siniestro. Gwynedd le asía las manos y asentía, como si entendiera cómo era ver a un hermano con el cuello erizado de flechas emplumadas y las manos alzadas hacia los dioses.

Gwyndoc permanecía mudo junto al rey, cabizbajo, avergonzado y apabullado. Apenas oía a Ygerne mientras ella le repetía con entusiasmo que eran jóvenes, que todo lo perdido podía recobrarse, que la vida no finalizaba con una derrota.

Al fin los dos hombres se miraron y se estrecharon la mano, tratando de sonreír. Bebieron una copa de vino y se obligaron a comer algo.

—Ygerne tiene razón —dijo Caradoc—. Volveremos a combatirlos. Recobraremos lo que hemos perdido. ¡Que los dioses me destruyan a mí y a los míos si un día no llego hasta Roma para encarar al tal Claudio!

En el patio, reunió a los señores que aún le eran leales y ordenó que olvidaran la derrota.

—¡Sólo será una derrota si la aceptamos como tal! Es mi deseo que no la aceptemos. A partir de este momento, hasta que nos cobremos venganza, que este día sea olvidado por todos vosotros.

Mientras decía estas palabras, el rostro de Reged creció ante sus ojos, y se apartó de sus seguidores para iniciar los preparativos para la próxima maniobra.

Tras hacer preparativos para la seguridad de sus familiares y allegados, dejando un cuerpo de guerreros selectos que los protegería en el viaje a Caerwent, la partida real inició su larga fuga hacia el oeste.

/Caradoc montaba el corcel negro Gallyn, un magnífico animal con arnés rojo incrustado con grandes piedras de coral. Detrás de él llevaba el caballo blanco Mapi. Gwyndoc, a su derecha, cavilaba tristemente sobre Ygerne y el niño que ella llevaba en el vientre. No se sentía bien al abandonarla, pero sabía que ese día su única lealtad era hacia su señor y en secreto le enorgullecía que ella estuviera en el séquito de la reina, siguiéndolos. Morag y Beddyr cabalgaban torvamente a pocos pasos, con los otros señores, a la cabeza de los hombres armados.

Cuando la partida atravesó las puertas abiertas de la ciudad, la sensación de depresión y angustia aún los agobiaba y nadie hablaba. El lugar estaba desierto, pues todos los que deseaban marcharse ya se habían ido al enterarse de la derrota. Los demás, los que no temían a los romanos, e incluso les profesaban simpatía —y había muchos de ellos, sobre todo comerciantes de cueros y ganado—, callaban tras las puertas atrancadas, esperando su momento.

Encima de las puertas aguardaba una silueta blanca. Era Bydd, el druida. No había partido con los demás hacia la isla de Mona. Caradoc frenó su caballo.

—Ven con nosotros, tío —le dijo al anciano—. Te llevaremos al oeste. La vanguardia enemiga llegará aquí antes de que caiga el sol.

El anciano sacudió la cabeza cana y sonrió.

—No, mi rey —dijo—. En esta ciudad está mi altar, y debo quedarme para impedir que lo profanen. Mas no temáis por mí, pues tengo ese poder que transformará algunos ojos romanos en piedra antes de que yo haya terminado. ¡Adiós, y que los dioses os acompañen!

El druida saludó con la mano, y la partida real reanudó la marcha.

Fuera de la ciudad, donde la carretera se angostaba y serpenteaba cuesta arriba, un mendigo, quizá un ex soldado, a juzgar por su brazo mutilado, escupió cuando se acercaban y les dio la espalda. Morag enarcó las cejas, giró sobre la silla, esperó a que la distancia fuera adecuada y le clavó una flecha entre los omóplatos. Los hombres armados que lo seguían cabecearon, admirando su puntería, pero nadie habló, y mientras los caballos subían la cuesta y se aproximaban a la campiña ondulante y abierta, el ánimo del grupo se elevó y pareció haber esperanzas para el futuro. Beddyr se puso a tararear una canción festiva acerca de dos pulgas que se retiraban e invertían en un perro, y pronto todos se habían sumado y cantaban o reían a carcajadas. Cuando llegó su turno, aun Caradoc el rey participó del espíritu festivo y cantó una estrofa de su invención.

Pero este ánimo era fugaz. Al llegar a la cima, vieron, a un cuarto de milla, a un hombre que cabalgaba frenéticamente en un caballo blanco, con el cabello y la capa ondeando al viento. Su yelmo con cuernos y su armadura relucían al sol, y blandía una espada, pero al parecer sin mayor entusiasmo. Detrás de él, dispersándose en una chusma desordenada entre los arbustos, corría media docena de infantes que agitaban lanzas y espadas. Uno se detuvo para apuntar con su arco al fugitivo, pero su flecha cayó muy lejos del blanco.

—¿Qué pensáis de eso? —preguntó Caradoc, frenando el caballo.

Desde la altura, los catuvelaunos miraron al jinete y sus perseguidores.

—Por el atuendo, ese hombre parece un jefe —dijo Gwyndoc—. A esta distancia es imposible ver el tartán, pero yo diría que se retira de la batalla, como nosotros, y que esa morralla lo ha atacado. Son los hombres que arrebatan trofeos a los que mueren honrosamente en combate... bandas de pictos y a veces sajones que avanzan tierra adentro.

Mientras observaban, el jinete se alejó de sus enemigos y, volviéndose en la silla, los saludó burlonamente. En ese instante, un grupo más numeroso salió de una arboleda y lo rodeó. Los observadores vieron que se defendía con la espada, pero los atacantes lo cercaron. Uno aporreó la cabeza del caballo blanco, y otro, tomando al señor de una pierna, lo arrancó de la silla. Los dos grupos cerraron filas como terriers atacando a una rata.

—Señor, bajemos para salvar al caballo —urgió Morag, acercándose al rey.

Caradoc sonrió adustamente y se encogió de hombros.

—Demasiado tarde, la bestia ha muerto. Pero si te das prisa, podrías salvar al jinete.

Vieron que el señor se había incorporado y se defendía fieramente de la turba. El arquero, a riesgo de herir a uno de sus compañeros, apuntó y soltó la flecha. El caballero cayó, contorsionándose, y se inició la riña por sus armas y sus ropas.

Morag giró y regresó a su puesto.

—No merecía una muerte mejor —dijo—. No era un auténtico guerrero. No me arriesgaría por uno de su calaña. Pero montaba un buen caballo.

La partida real enfiló hacia la cuesta descendente y se internó en el valle, lanza en ristre. Los salteadores debían de haberlos visto contra el horizonte, pues habían desaparecido cuando ellos llegaron a la planicie. Habían despojado al caballo y al jinete de todo lo que pudiera ser valioso. Cuando pasaron ante el cadáver caído, Gwyndoc jadeó y tiró del brazo de Caradoc.

—¿Veis quién era?

—Sí, Adminio. ¡Los romanos no han conservado largo tiempo a su perro, entonces! Él debía de huir de ellos, tal como nosotros.

Los señores inclinaron la cabeza un instante sobre el cuerpo descoyuntado. Morag y su hermano se divirtieron un poco en la retaguardia, enjugándose lágrimas burlonas con la manga.

La partida reanudó la marcha, dirigiéndose al oeste y alejándose del terreno abierto, con rumbo al boscoso interior. A veces veían a lo lejos la polvareda que levantaban grandes carretas y los jinetes que las escoltaban; y a veces aparecían viajeros solitarios, galopando como el viento, pero siempre eludiendo cautamente al grupo armado mientras enfilaban hacia el oeste. Una vez alcanzaron a un grupo de soldados que arrastraban los pies por la carretera de pedernal, muchos de ellos llevando escudos romanos o cascos romanos abollados. Se hicieron a un lado del sendero cuando se acercaron los jinetes, y miraron hoscamente adelante cuando el rey pasó, sin decir una palabra de saludo, tambaleándose como hombres en medio de un sueño cruel, espeluznante y angustioso.

Antes del anochecer los jinetes llegaron a las tierras altas. Todos los hombres se bamboleaban de fatiga, ansiosos por descansar, y los caballos andaban con lenta indiferencia, sin que el látigo ni la espuela sirvieran para azuzarlos.

—Éste era el territorio de tu padre —le dijo el rey a Gwyndoc—, la morada de los trinobantes. ¿No recuerdas ninguna aldea?

Gwyndoc no recordaba esa campiña, por mucho que se esforzara. Había cazado en sus inmediaciones en su juventud, pero en general había pasado el tiempo al sur del gran río, entre las fecundas granjas de los cantios. Caradoc se volvió en la silla.

—¿Algún señor recuerda una aldea en estos andurriales? —preguntó a sus seguidores.

—Sí, mi señor —respondió jovialmente un joven que llevaba la cabeza vendada con un paño grueso pero cuya voz aún era animosa—. Hay una aldea allende esta colina. La comida sólo es apropiada para los cuervos, pero las muchachas, ah, las muchachas... —Y sopló un beso con la punta de sus dedos lastimados. Hasta Caradoc respondió con una risotada, y continuaron la marcha.

Pero cuando llegaron a la cima, no había aldea. En el pequeño valle sólo había desolados montículos de cenizas ardientes. No se oían vacas ni ovejas. Los aldeanos habían tomado todo lo que podían al huir para ponerse a salvo de los invasores.

Parecía que esa ruina humeante estaba desierta, pero cuando la partida atravesó el asentamiento un anciano con túnica de jefe se levantó de una pila de argamasa caída y se les acercó, alzando la mano derecha para saludar.

—No podemos ofreceros hospitalidad, caballeros —dijo—. Habéis llegado demasiado tarde. Toda mi gente está visitando parientes en Hibernia, creo. Se fueron tan rápidamente que comprendí que debían ir muy lejos, y deben llegar allí antes del anochecer... —Festejó su propia broma con una mueca torva y le sonrió a Caradoc.

—¿Sabes con quién hablas, viejo? —dijo severamente Gwyndoc—. ¿Sabes quiénes somos los que hemos venido a tu aldea?

El anciano se encogió de hombros y sonrió de nuevo.

—Joven señor —dijo—, sería un carcamal si no reconociera al joven Caradoc. Hace veinticuatro años que es mi sobrino. En cuanto a ti, supongo que eres un cimbrio de Germania, por el tartán. ¿Qué otra cosa puedes ser?

Gwyndoc se ofuscó tanto que Caradoc le dio un codazo en las costillas, y Beddyr se sacudió en la silla al ver que se burlaban de un jefe.

—Sí, tío —dijo Caradoc—, eso somos ahora, germanos o escitas, cualquier cosa menos belgas... y romanos. Pero si aquí no hay nada para nosotros, sigamos viaje. Acompáñanos. Uno de los hombres puede darte su caballo. Vamos al oeste para sublevar de nuevo a las tribus. Acompáñanos y ayúdanos a infundir nuevo ánimo a los clanes.

El anciano meneó la cabeza.

—No, Caradoc, no me agrada el oeste. Allí llueve demasiado, y me cuentan que los siluros sólo comen ranas y tienen costumbres repugnantes. No, me construiré una cómoda pocilga aquí entre las ruinas, y tendré la aldea preparada cuando vuelvas a pasar por aquí.

Caradoc discutió con su tío, diciéndole que no sería fácil conseguir comida y que los invasores con el tiempo lo encontrarían y lo esclavizarían. Pero el anciano no se dejó disuadir, y al final tuvieron que dejarlo.

Cuando despuntó la luna, llegaron a la boscosa región de las colinas y, agotados por la larga cabalgata, acamparon en un claro, construyendo refugios con ramas caídas y helechos para guarecerse de los vientos nocturnos. Gwyndoc tardó en conciliar el sueño. La dura tierra y la creciente niebla lo molestaban, y no podía dejar de pensar en Ygerne. Se preguntaba si ella estaría a salvo, y si había hecho bien en abandonarla para seguir al rey. Oyó que el helecho crujía de cuando en cuando y supo que algunos de los demás también estaban despiertos. Se preocuparían como él, por su propia vida, su gente y sus posesiones. Recordando de noche a sus muertos o heridos, y la frenética desbandada, se preguntarían si esto era el final de todo, a pesar de los cantos y del entusiasmo con que habían partido.

Chasquearon ramas en lo profundo del bosque. Gwyndoc oyó el grito de una zorra, y un búho ululó sobre su cabeza en la negrura del espeso follaje. Más tarde, cuando la luna brilló plenamente sobre el camino donde yacían, vio que Morag estaba apoyado en un codo y le clavaba los ojos, como un lobo demasiado cansado para coger a su presa.

Gwyndoc cerró los ojos y procuró olvidar la batalla y los cuerpos amontonados y la larga y triste cabalgata que los aguardaba, un viaje sin destino; trató de creer que sólo dormía en el bosque para divertirse y que a pocas millas, en el valle, todo estaba como siempre: sol e hidromiel, cacerías, el fuerte reino de Cunobelin y, sobre todo, Ygerne. Ygerne, la alta muchacha de ojos azules y risa espontánea que lo lavaba con agua tibia cuando él llegaba sudoroso después de cazar un venado con Caradoc, que insistía en que llevara su grueso jubón de piel de oveja cuando tenía que ir a las reuniones del Consejo en invierno...

Pero no sirvió de nada. Ese mundo había terminado. Los romanos habían puesto fin a esa vida de campos y bosques, de cacería despreocupada, de beber y hacer el amor. Eran más fuertes que nadie en el mundo, incluso que los druidas, pensó Gwyndoc. Musitó una apresurada y frenética plegaria para absolverse de la blasfemia, pues le pareció que algo respiraba en el roble encima de él.

Miró a Caradoc, que estaba tendido a su lado, cubierto por la ancha y verde capa de montar, salvo la cabeza.

—Rey —susurró al fin, sin esperar que le oyera—, en mi corazón soy un traidor al estar aquí con vos. Ojalá estuviera a cien leguas de este lugar.

Para su sorpresa, Caradoc abrió los ojos y le dirigió una mirada larga y comprensiva.

—¿Por qué dices eso, Gwyndoc? —susurró el rey.

Gwyndoc se obligó a hablar.

—Porque mi esposa Ygerne está encinta y quizá me necesite.

Caradoc sonrió.

—Entiendo lo que sientes, amigo —susurró—. Ese mismo pensamiento me desvela, pues mi esposa Gwynedd carga con el mismo peso.

Gwyndoc sintió que la mano de Caradoc le aferraba la muñeca, un gesto que describía el vínculo que los unía con más elocuencia que las palabras. Gwyndoc se sentía demasiado abrumado para hablar: quería hacer una danza de la muerte, agitando la espada en el camino bañado por la luna contra demonios enormes como peñascos. Quería cantar una canción que nadie hubiera oído desde que el mundo había iniciado su viaje por el espacio. Súbitamente volvía a ser un celta y un poeta, sabiendo que la muerte era sólo otra etapa de la vida, viendo que las flores coloridas eran sólo otro paso hacia las cenizas y la decadencia, y todas bellas y preciosas. Pero su rey le aferraba la muñeca, y las lágrimas surcaron el rostro de Gwyndoc porque no podía decir nada ni hacer nada. Caradoc suspiró con ronca ansiedad bajo el claro de luna.

—Ninguna barrera nos separa, Gwyndoc, somos uno en mente y espíritu, más unidos que hermanos de sangre. Incluso más unidos de lo que yo estaba con el querido Reged y el gallardo Catuval. Sabes tanto como yo, pues, que la gloria de este mundo es cosa indigna. Aquí estamos ahora, intercambiando confidencias, porque ayer el romano asustó a los nuestros con el tufo de sus criaturas africanas. Corrieron como chiquillos para huir del ruido y de esas extrañas visiones. Y como nosotros somos señores, hombres adultos y conquistadores de los dioses, sus monarcas, debemos ir a buscarlos y obligarlos a regresar para destruir a esos payasos italianos.

Mientras el rey hablaba, Gwyndoc olvidó que los romanos eran el pueblo más fuerte del mundo, olvidó el embate de las implacables falanges y los gritos de dolor de Reged.

—Sí, señor, sí. ¡Somos gobernantes! ¡Los destruiremos! —susurró.

—Amigo mío —dijo Caradoc con voz más suave—, conozco tus sufrimientos. Ambos aguardamos a nuestros primogénitos, que tendrán cabello como el trigo y ojos como el cielo, y cazarán con nosotros y lucharán con nosotros, y vivirán para engendrar otros hijos como ellos cuando nos hayamos ido. Conozco tu dolor por dejar a Ygerne, pues Gwynedd también es bella y afectuosa. Pero debemos hacer estas cosas, luchar y cabalgar, sufrir hambre y padecer, en aras de ellas. No es que yo desee mi corona por encima de todas las cosas, o tú tus tierras. Esas cosas son meros oropeles. Deseamos otro día de orgullo y paz, en que podamos cabalgar a salvo con nuestros hijos y gobernar al pueblo ignorante como dioses.

Calló, y Gwyndoc sólo pudo cabecear. Al fin ambos se durmieron, el rey aún aferrando la mano de su amigo.

Y Morag, que presenció esto como un perro azotado, y carecía de hijos que lo siguieran, lloró hasta que la primera luz larga brilló entre los árboles, y se tironeó del cabello hasta arrancárselo.

Esa mañana los caballerizos se levantaron en cuanto las aves empezaron a cantar, fregando y bruñendo armaduras, limpiando arneses y abrevando caballos. Uno de estos hombres, buscando leña para encender una fogata, hundió las manos por accidente en un nido de culebras y murió poco después, contorsionándose en la hierba, rodeado por sus camaradas. Consideraron que esto era una advertencia de los dioses del bosque, que no deseaban su presencia. Cuando comenzaron a gritar que los señores los conducían al peligro en vez de salvarlos, Beddyr, que no había dormido bien a causa de su hermano, cogió la funda de su espada para aporrearlos. Sus gritos despertaron al resto de la partida, y Beddyr pasó el resto de la mañana enfurruñado por las cosas que Caradoc le dijo acerca de la disciplina en el campamento y la necesidad de eficiencia en todas las cosas. Al fin hicieron los preparativos, cazaron un corzo en el bosque y lo asaron en un gran fuego, y luego los jinetes montaron y reanudaron la marcha, esta vez con el sol a la izquierda, manteniéndose dentro del bosque para estar guarecidos.

Tras una hora de cabalgata, el caballo del rey pisó por casualidad una liebre que estaba sentada tranquilamente, y los guerreros temieron que fuera otro presagio, pues los dioses les prohibían matar a esa criatura. Pero Caradoc se quitó un brazalete y lo ciñó al pescuezo del animal muerto como ofrenda. Así que pensaron que quizá les fuera bien, pese a todo. Cogieron la carretera icenia que conducía a las colinas y se dirigieron al suroeste. Al caer el sol dieron un amplio rodeo para eludir Verulum, que ya estaría abarrotada de tropas romanas. Fue una suerte que lo hicieran, pues pronta se cruzaron con un grupo de refugiados de esa ciudad ocultos en el bosque, cuyo líder informó al rey que Aulo Plació en persona estaba allí con lo más selecto de su caballería. Todo el día habían buscado casa por casa para hallar a cualquiera que hubiera participado en la gran batalla. Encontraron a una docena de jóvenes de sangre noble escondidos en tabernas o graneros, y los mataron a latigazos en la plaza del mercado. Caradoc permitió que algunos refugiados que tenían caballos y aspecto vigoroso se sumaran a la partida real, tras celebrar un sacrificio en el que juraron servirle hasta la última gota de sangre.

Más tarde la partida se cruzó con una caravana de carretas que se dirigían al oeste desde Londinium, que refirieron la misma historia: aunque la ciudad se había rendido sin oponer mayor resistencia, había algunos elementos fieles al rey belga, y los ejecutaban o los enviaban a la Galia como esclavos. Parecía que al cabo de dos intentos frustrados de ocupar Britania, los romanos estaban decididos a no permitir que nada arruinara esta oportunidad de una conquista completa.

Un apergaminado y viejo guerrero casi lloró al hablar con el rey.

—El César dice que nos prohibirá llevar tartán o pintura de guerra, so pena de crucifixión lenta —dijo—. Pero tendrá que criar ovejas que no den lana y plantas que no den añil para detenernos. ¡No somos galos!

El rey apoyó las manos en los hombros del anciano, lo besó y le pidió que cabalgara con ellos. El anciano se hincó de rodillas en el terreno pantanoso y lloró, y juró que nunca se volvería a lavar la cara en el lugar que habían tocado los labios del rey. Toda la partida, excepto Caradoc y Morag, se rió de esto. Pero para el rey era un símbolo de esperanza en el espíritu renacido de sus tribus, y en el nuevo reino que crearía alguna vez.

Al anochecer, esta partida cada vez más numerosa salió del bosque y se internó en una senda para ovejas que los condujo al río Tamesa. Los barqueros habían huido, pero no hubo dificultad en persuadir a los recios ponis de combate de internarse en el agua. En el lado meridional del río se cruzaron con un destacamento belga que venía desde el oeste para combatir pero había llegado demasiado tarde. Se alegraron de poder ser útiles a su nuevo jefe y condujeron a los jinetes hasta un valle oculto que conocían, donde los aldeanos les dieron la bienvenida, ofreciéndoles muchachas y vino e incluso ganado para llevarse cuando partieran. Durante la cena, en el salón techado de paja, el jefe de la aldea, un poco abrumado por la situación y el espeso hidromiel, pidió voluntarios para acompañar a Caradoc.

A la mañana siguiente, al hacer el recuento, se descubrió que todos los hombres de la aldea se habían presentado como voluntarios, pero como esto era contraproducente en la práctica, el rey aceptó llevar consigo sólo a aquéllos que tuvieran entre veinte y treinta años, ya hubieran combatido en tres batallas y fueran solteros. Aun así, cuando la partida se internó en territorio de los bibrocos, se descubrió que un voluntario que se había empecinado en cubrirse la cabeza con la manta tenía por lo menos sesenta años y, según su risueña confesión, por lo menos tres esposas en varias regiones de la comarca. Caradoc, que estaba de pésimo talante, amenazó con hacerle arrancar los dientes por su engaño, pero al final fue disuadido por el buen humor de este pillastre, y lo dejó cabalgar con los caballerizos a condición de que modificara sus costumbres y no se llevara otra muchacha a la cama. El viejo rufián no los molestó mucho tiempo, sin embargo, pues más tarde se quejó de que un criado había intentado envenenarlo poniéndole dedaleras en el caldo, y en la primera oportunidad se rezagó y se perdió entre los árboles. Nadie regresó para buscarlo, y en una hora se olvidaron de él.

Después de eso pasaron dos días cabalgando, comiendo carne fresca cocinada en fogatas abiertas, bebiendo agua de los arroyos, y durmiendo envueltos en mantas bajo algún peñasco, o en los helechales, o en un hueco al abrigo del viento, y levantándose con el trino de las aves, o el sol brillante o, con más frecuencia, bajo la intensa lluvia de la mañana.

Al fin, cuando hasta Morag ansiaba una cama mullida para dormir, avistaron el gran templo de piedra, el único símbolo sólido e inmutable de sus vidas, y se detuvieron mientras Caradoc continuaba a solas para hacer el sacrificio que le había prometido a Reged tiempo atrás. Nadie observó al rey durante sus devociones, sino que todos permanecieron en una hondonada de la llanura ondulante. Cortaron los odres y Gwyndoc supervisó la distribución del espeso vino galo. Se permitió que cada hombre bebiera medio yelmo, y los que tenían cabeza grande tuvieron que soportar muchas bromas ese día.

Al fin el rey regresó, y sus amigos notaron que había llorado. Llegó a pie, con el magnífico arnés rojo de Gallyn en el hombro, y la sangre brillante del corcel le manchaba las manos y los brazos.

Los caballerizos ensillaron al caballo blanco, y la partida continuó hacia su primer lugar de descanso, Sorbiodun. Cuando atravesaron las puertas de piedra, los grandes gongs de bronce rugían, y de todas las casas llegaba el gemido de las mujeres.