Capítulo 8

Tal como había planeado el Consejo, los carros se pusieron en línea, de cuatro en fondo, y ascendieron por la ladera. Cada carro, tirado por dos caballos, llevaba a su líder, sus compañeros, un lancero atado a la vara central, y peones colgados de la parte trasera, listos para saltar a la refriega con sus hachas cuando el carro embistiera.

No se dijo una palabra ni se alzó una insignia mientras se efectuaba la lenta maniobra, pero todos miraban el carro real, que precedía a la fila frontal en veinte pasos; detrás ondeaba el estandarte del dragón rojo, que sólo se izaría cuando se iniciara la carga. Y los guerreros vieron que el rey, vestido con capa escarlata y peto dorado, se inclinaba hacia su compañero más próximo y lo abrazaba. Por los cuernos de plata que adornaban el yelmo del guerrero supieron que era Gwyndoc, y todos los miembros de su clan se enorgullecieron de que Caradoc lo favoreciera de ese modo.

Pronto la masa de carros ganó la cima de la colina, y a una señal del rey se detuvo. Las filas de retaguardia, todavía bajo la elevación, no podían ver lo que sucedía en la llanura, pero el carro del rey, situado encima del campo de batalla, dominaba una vista perfecta de la acción. El sol ya estaba alto en el cielo, y por doquier se veía confusión y una enmarañada masa de cuerpos mientras los britanos hostigaban a los atacantes. Sólo se oían alaridos, gritos de guerra, chillidos de hombres y caballos, y el siseo rítmico y salvaje de las espadas que asestaban un mandoble tras otro. Los cuervos ya revoloteaban sobre ese caos ondulante, y en los lindes del campo perros sin dueño se lanzaban feroces tarascones a las flacas costillas mientras se paseaban en impaciente espera.

Gwyndoc, al lado de su señor en el gran carro dorado, miró en torno mientras se acercaban a la cima. Una compañía de cantíos de pelo largo estaba en plena refriega, a los pies de la cohorte que protegía al general romano, Aulo Plació. Eran todos espadachines y asestaban mandobles y estocadas sin ceder un palmo de terreno. Gwyndoc reconoció al jefe por su tartán y trató de gritarle, pidiéndole que no se ensañara con el general romano, pues él, Gwyndoc, también quería un poco de diversión. Pero su voz se perdió en la algarabía. Caradoc lo oyó, sin embargo, y lo miró severamente. Por un tiempo Gwyndoc calló. Apartó los ojos de la mirada del rey y observó atentamente la batalla. Y, mientras observaba, vio algo extraño e imprevisto que lo fascinó como algo surgido de un sueño. La pared de escudos romanos súbitamente se destrabó y se abrió como un portón de acero viviente, dejando expuestas las filas. Al principio Gwyndoc pensó que los legionarios cedían, pero pronto vio el propósito de esa maniobra: los arqueros romanos esperaban para entrar en acción. Estaban desplegados en tres pulcras hileras, como guerreros de juguete, la primera de rodillas, la segunda agazapada sobre la primera, y la tercera erguida y separada de sus camaradas. Cada arquero aguardaba con el arco tenso, una flecha contra la cuerda. Eran un magnífico espectáculo de eficiencia militar, y Gwyndoc jadeó ante su precisión y frialdad. Oyó una orden enérgica, y cada arquero se llevó su flecha de plumas rojas a la oreja y esperó de nuevo, inmóvil como una estatua. Los atacantes se detuvieron un segundo, sorprendidos por este movimiento inesperado y, mientras los dominaba el estupor, se oyó otra orden, más enérgica que la anterior, y las cuerdas de los arcos tañeron al unísono en una siniestra vibración. Aún no había muerto este sonido cuando se repitió, una y otra vez. En el tiempo que un hombre tarda en contar hasta tres, tres andanadas de flechas volaron hacia la masa de atacantes que embestían. Y, bajo la mirada de Gwyndoc, los cantíos se fusionaron y cayeron en un apiñamiento de guiñapos convulsos. La pared de escudos se cerró y los temibles arqueros quedaron ocultos.

Gwyndoc miró el rostro del rey. Estaba pálido y tenso. Caradoc también lo había visto, y retorcía con los dedos el brazalete de oro de su brazo izquierdo. Habló en un susurro tan suave que su amigo no tuvo la certeza de haber oído correctamente.

—Debemos atacar pronto o los infantes perderán el ánimo, y entonces nuestra causa estará perdida —creyó que decía el rey.

A la izquierda los trinobantes trajinaban con sus cuchillos y lanzas largas. Una y otra vez acometían contra la pared de escudos como las encrespadas olas de un mar voraz. Cantando su canción de guerra, una endecha desesperada y melancólica, los altos lanceros abrieron la muralla de escudos mientras los cuchilleros, más bajos y más ágiles, penetraban rápidamente y asestaban puñaladas a diestro y siniestro, en la garganta y los brazos. Mientras Gwyndoc observaba, se lanzaron una vez más contra la muralla inmóvil, y su cantó creció, tornándose despectivamente victorioso, elevándose a un alarido cuando los escuderos cedieron y se replegaron. ¡Los romanos rompían la formación! ¡Al fin caían ante los cuchilleros!

En un desesperado intento de recobrar su precisión, los escuderos trataron de cerrarse como una gran puerta. Vacilaron y cayeron, yaciendo indefensos en el suelo mientras los trinobantes les apuñalaban el rostro y los flancos, aullando como lobos, y adueñándose de cascos y espadas mientras pasaban. Los restos de la defensa romana resistieron gallardamente, retomando la formación mientras sus vecinos perecían, y se desplazaron a un lado para mostrar nuevamente a los arqueros, tan magníficamente ordenados como antes. Pero mientras apuntaban sus largas flechas, fueron embestidos por lanceros aulladores. Esa andanada de flechas nunca se disparó, y Gwyndoc se meció en el carro como un poseso mientras observaba el avance de los tartanes verdes, imbatibles, tan extenuados por la matanza que no aullaban su canción, conservando las fuerzas sólo para cortar y mutilar, ebrios de gloria, en medio del enemigo. Por lo menos trescientos hombres penetraron en esa brecha chirriante, con la victoria en sus corazones desbocados. Luego la muralla de escudos se cerró de nuevo, sólida e impasible como siempre. Por unos segundos Gwyndoc oyó el cántico de los lanceros, y aquí y allá la pared de escudos temblaba y cimbreaba como si la atacaran por detrás. Algunos escudos cayeron, pero luego no hubo más movimiento, y no se vio más a los trinobantes. Era como si nunca hubieran existido.

Gwyndoc tiró alborotadamente del faldellín del rey.

—Ataquemos ahora, señor —dijo—. A la izquierda, donde entraron las lanzas. Ahí debe estar el punto más débil.

Pero los ojos azules de Caradoc escrutaban a derecha e izquierda, lejos del campo de batalla, hacia la colina distante y los bosques. Ni siquiera daba indicios de reconocer la presencia de su amigo.

Entonces Morag comenzó a maldecir, de pie en la vara central del carro, volviendo el rostro oscuro hacia el sol y parloteando, implorando, moviendo los músculos de su tensa garganta dentro de su gorguera de oro.

—¡Vamos ahora, señor de la gran luz! ¡Ataquemos ahora! ¡No pido la victoria, señor, sólo carne para mi espada y la niebla de la sangre en mis ojos! ¡No pido...!

Caradoc se puso rígido y golpeó a Morag en la boca con la parte plana de la vaina de su espada. El primo del rey siguió parloteando, insensible al duro golpe, siempre mirando el sol y murmurando. Un hilillo de sangre bajó de las comisuras de su boca a la barba negra. El rey le pegó de nuevo, esta vez en el cuello, y los aurigas reunidos detrás silbaron de sorpresa al ver el golpe.

Morag se volvió, escupiendo sangre por la boca lastimada. Gritó, casi a la cara del rey:

—¡Atacad! ¡Atacad! ¡Morded con vuestros filosos dientes, pequeño tejón, pues el Dios Sol os concede este permiso!

Palpó con las manos la ancha correa que le sujetaba la cintura a la vara del carro. Se proponía abandonar su puesto para correr hacia el enemigo. Estaba ebrio de combate, y Gwyndoc, contagiado por la histeria de Morag, estuvo a punto de levantarse, y ya desenvainaba la espada para acompañarlo. Entonces Caradoc habló.

—¡Atadlo! —ordenó a los hacheros con voz glacial y cortante—. ¡Es inservible! La magia romana le ha trastornado el seso.

Pero antes de que los hacheros pudieran bajar a Morag de la vara, él abrió un tajo profundo en el hombro de uno y casi le cortó la muñeca a otro. Le sujetaron los brazos y tobillos con cinturones y lo arrojaron, aún gruñendo y aullando como un perro, al suelo del carro, a los pies del rey. Caradoc no se dignó mirarlo. Sólo Beddyr demostró cierta preocupación. Arrojó una capa sobre el rostro de su hermano para cubrirle la cabeza del sol y siguió mirando impasiblemente la batalla.

Luego llegó la señal que habían esperado: dos largos trompetazos del cuerno, uno a la izquierda, más allá del bosque, el otro a la derecha, sobre la cima de la colina lejana. Las pinzas estaban a punto de cerrarse. Y mientras los tristes y brumosos ronquidos pendían en el viento, una llovizna cruzó el campo, y un gran arco iris brilló, radiante y profético.

Caradoc alzó la voz y rió por primera vez.

—¡Un presagio! —gritó para que todos lo oyeran—. ¡En una punta del arco, Reged; en la otra, Catuval! ¡Nuestra es la victoria en este día!

Y mientras hablaba, tocó a Gwyndoc en el hombro, e izaron el estandarte del dragón rojo, que flameó majestuosamente a la luz del sol. Mientras Gwyndoc, el portaestandarte, insertaba la gruesa asta en el orificio del suelo del carro, reparó en los catuvelaunos que los rodeaban, el rostro vuelto hacia el carro real, como perros esperando en silencio la orden de atacar. Todos parecían tan confiados, tan orgullosos, que Gwyndoc quería llorar de felicidad. De pronto el estómago se le aligeró, y quiso bailar. Por primera vez en ese día su mente quedó totalmente libre de Ygerne, libre de sus pertenencias, todas ellas: sus tierras, sus casas, sus ropas, sus armas. Se erguía en el carro del rey como un espíritu desencarnado, toda su identidad concentrada en la longitud de su espada, Rhashidd, sin pensar más en la seguridad ni en la comodidad, en el alimento ni en el abrigo, sin lamentaciones por el pasado ni esperanzas para el futuro. Ebrio de matanza, el joven estaba gloriosamente muerto y vivo al mismo tiempo, una nulidad palpitante aislada de todas las emociones, salvo el ansia de matar.

Por el rabillo del ojo vio que un hombre de su compañía rompía filas y avanzaba a la carrera, riendo y gritando. ¡Bobyn, el idiota, enarbolando su larga espada de madera! La emoción lo había trastornado por completo, y corría por la ancha extensión de terreno pisoteado que separaba los carros de las formaciones romanas.

Mientras se aproximaba a la muralla de escudos, los britanos oyeron la risotada de los romanos. Aun los escuderos habían bajado la muralla para observar a ese extraño y demente britano que no veía el momento de asestarles un golpe. Gwyndoc vio sus dientes blancos reluciendo al sol mientras reían a carcajadas. Le habría gritado a Bobyn, amenazándolo con la muerte, pero se volvió y vio que Caradoc sonreía. Gwyndoc se mordió los nudillos con rabia. Bobyn seguía corriendo. ¡Ya no era el imbécil bamboleante y gemebundo de los muladares sino un guerrero radiante que corría hacia la muerte y la victoria!

Los romanos aún se reían de él, con su muralla de escudos abierta de par en par; se inclinaron hacia delante cuando ese hombre desaforado intentó atacarlos con la espada de madera que le habían dado los chicos de la aldea, y los risueños legionarios lo empujaron jocosamente de aquí para allá.

Gwyndoc gruñó, y lágrimas de vergüenza le humedecieron los ojos.

—¡Mira! —dijo Caradoc, apoyando la mano en el hombro de su amigo, para confortarlo. Un hombre de los bribocos se había quitado la túnica y el peto y corría a brincos, apretando la espada corta entre los dientes, hacia el apiñamiento de hombres que rodeaban a Bobyn.

—Debe ser uno de sus hermanos de morada —dijo el rey—, pues lleva la misma marca azul entre los omóplatos.

Mientras él hablaba, el humor romano cambió súbitamente. Una cosa era complacer a un idiota, otra permitir que el enemigo enviara guerreros peligrosos a las líneas, uno por uno. Un arquero se adelantó y apuntó cuidadosamente, y su flecha atravesó al colérico guerrero cuando estaba a pocos pasos de Bobyn. El hombre corrió un poco más, el cuello perforado por la flecha, la garganta desgarrada, y luego cayó y se quedó tieso. ¡Qué aplomo tenían esos legionarios! Mientras Gwyndoc miraba, el portaestandarte romano bajó de la tarima donde estaba con Aulo Plació, se inclinó irónicamente ante Bobyn y le ofreció el águila dorada. El loco extendió las manos para aceptar el trofeo, y entonces los cuernos volvieron a sonar, más altos y más claros, en una señal final, y el rey alzó la mano para dar la orden de avance. Las largas filas de carros comenzaron a moverse, despacio al principio, todos decorados con pinturas brillantes, algunos con cabezas colgadas de la vara, otros orlados con flores, todos con su pendón multicolor. La muralla de escudos se cerró como controlada por poleas, y nunca se supo el fin de Bobyn. Los carros apretaron el paso, iniciaron un trote, y al fin un galope en una inmensa y majestuosa ola por la larga cuesta que los separaba del ejército expectante.

Gwyndoc llevaba la capa echada hacia atrás para no estorbar al brazo que empuñaba la espada, y el gran yelmo con cuernos de plata sujeto con firmeza a la cabeza rubia. Mientras acometían, notó que el arco iris, con su promesa de victoria, había desaparecido.

En la retaguardia de las cohortes, pero fuertemente protegidos por infantes y jinetes, estaban los grandes mamparos. Los esclavos númidas que los habían cargado durante días ahora estaban en cuclillas, mostrando los grandes dientes blancos mientras aullaban en medio de la algarabía de la batalla, y sus agudas voces africanas daban un extraño contrapunto a la mezcolanza de latín, germano y galo que sonaba por doquier. A cada lado los porteadores negros sólo veían piernas de hombres y cascos de caballos, y ante ellos las piernas de más y más hombres, y luego la gran tarima donde se hallaba el general.

No mencionaban el nombre del general: él era un dios. Apenas osaban pensar en él, y cuando lo hacían inclinaban la cabeza rígidamente, como marionetas. Era posible saber en quién pensaban aunque cerraran los ojos y no dijeran una palabra.

De cuando en cuando reían y señalaban con alborozo cuando los hombres que tenían delante acometían. A veces flechas perdidas caían entre ellos, perforando los mamparos o cimbreando en el duro suelo. Sólo una vez una flecha hirió a uno de los suyos. Le atravesó la nalga mientras se volvía para hacerle una broma a un compañero. Aulló hasta que un legionario le apoyó un pie en las costillas y se la extrajo. Luego sólo se frotó la nalga y se sentó sobre la otra. Pero ese día no hizo más bromas.

Eran niños en el corazón y la mente. No odiaban a nadie, no amaban a nadie, al menos no en esa tierra húmeda, donde el sol era tan lánguido que apenas les lamía la tez oscura. Pero los habían puesto en barcos y los habían llevado a través de la mar y así estaban en Britania. Lo único que tenían que hacer era alzar los mamparos y avanzar cuando se lo ordenara su amo árabe. Él era casi un dios, casi como el general. Sus apariciones ciertamente eran más frecuentes.

—Cuando os ordene avanzar —les había dicho—, os levantáis y marcháis con vuestros mamparos al son del tambor. Descuartizaré con garfios a todos los esclavos que no marchen al son. Pero, en vuestra ansia de complacer, no corráis hacia la tarima del general. —Los esclavos notaron que no inclinaba la cabeza cuando decía «general»—. Debéis pasar al costado. Si algún esclavo llega a cinco pasos de la tarima del general, le haré arrancar los dientes a golpes, le haré cortar las orejas, le haré quemar los ojos con agujas, y le haré quebrar los brazos y las piernas en tres sitios, al instante.

Cuando oyeron estas palabras, los esclavos sonrieron dócilmente y cabecearon para manifestar su asentimiento. Decidieron no embestir la tarima del general, sin importar lo que pasara. La mayoría de ellos había conocido a Abu Yussef el tiempo suficiente para prestar atención a lo que él decía. Y se rieron de nuevo bajo el frío sol britano.

Aún reían cuando los hombres empezaron a dar tumbos sobre ellos, con la cabeza roja o agitando los brazos como espantajos. Reían mientras las jabalinas hendían cráneos o partían costillas, mientras los caballos, las ruedas y las guadañas irrumpían súbitamente en la pálida luz del sol; polvo en las narices, olor a bosta, salpicaduras de sangre espesa y coagulada en caras y bocas, hombres de pelo amarillo viniendo de todas partes, riendo hasta que la sangre les brotaba de la boca, dando mandobles con sus espadas largas hasta que sus manos caían al suelo, empuñando sus lanzas rojas hasta que les rompían las piernas y rodaban bajo las ruedas rechinantes.

Abu Yussef se incorporó y se ajustó la túnica.

—¡Avanzad! —ordenó.

Caradoc vio que la muralla de escudos aumentaba gradualmente de tamaño. Le costaba mantenerse erguido, pues ahora el carro traqueteaba sobre cuerpos humanos. Por un instante rodeó a Gwyndoc con los brazos y le besó ambas mejillas. Ordenó a Beddyr que desatara a su hermano, que se había callado, y se volvió mientras el carro se bamboleaba y saltaba, y les sonrió a sus primos. Apenas tuvo tiempo para prepararse para el choque. Apoyando los pies en los dos huecos, se tensó y lanzó un grito. No palabras, sólo sonidos para convencerse de que era valiente y estaba con vida. Su carro, el primero de todos, chocó contra la muralla de escudos. Como en un sueño nítido, vio a su izquierda el carro de Catuval, que se lanzaba contra el flanco romano como un bello demonio en trance; a la derecha los carros de Reged acometían ordenadamente, y su sonriente hermano tenía la cabeza descubierta y alzaba los brazos al cielo, ciñéndose el cuerpo con las riendas...

Siguió un choque tras otro, con niebla en los ojos y chirridos en el cráneo como si le extrajeran dientes, y Caradoc abrió tajos y vio sangre en su espada y su pecho, giró y regresó, aunque con dificultad, y embistió de nuevo, y de nuevo fue lo mismo, aunque no tan violento. La niebla se despejó.

—¿Dónde están los belgas? —preguntó. Al hablar, vio el carro de Catuval, su carro negro y dorado, centelleando en el suelo, y sus caballos tendidos de flanco, acribillados a lanzazos. Se volvió y gritó—: ¡Reged, Reged! ¿Dónde estás?

Y le pareció que un cuervo bajaba graznando del cielo azul y le gritaba al oído: «¡Mira, rey, mira! Reged está a pocas yardas, aún de pie en su carro. ¡Mas no permanecerá en pie largo tiempo! ¡No puede, porque una flecha le atraviesa la garganta! ¡Mira, Caradoc, te está llamando! ¡Brota sangre de su boca!».

Sollozando en su pesadilla, el rey oyó una voz extraña, una voz que no era romana, que gritaba: «¡Avanzad!». Los altos mamparos se desplazaron y cayeron y un tufo obsceno le invadió la nariz y la boca. Sus caballos resoplaron, chillaron, piafaron y se encabritaron. Volvieron grupas y se alejaron de la lucha; mientras giraban, Caradoc vio de qué huían, y lo que había olido: ¡la «caballería» de Claudio, elefantes y camellos avanzando implacablemente, meciendo la cabeza como idiotas, pisando remilgadamente, irguiendo las caderas como rameras pulgosas! Claudio el emperador atacaba con su caballería y Caradoc, mirando la caótica masa de hombres y caballos, gimoteó y cayó de rodillas en su carro, quebrantado y avergonzado.

Al fin sintió que una mano cogía la suya y osó mirar a Gwyndoc, que yacía a su lado. Ambos se pusieron de pie y vieron que corrían en medio de un ancho caudal de carros, alejándose del campo. Pero nadie conducía esos carros.

Estaban en el camino que conducía a la capital, una carretera abarrotada de hombres y caballos moribundos y carros rotos. Ya no sollozaban, sino que azotaban a los aterrados caballos. ¿Qué había sucedido? ¿Reged estaba muerto? ¿Muerto, con un topo en la mano, hablando de filosofía y de los bárbaros? Caradoc rió entrecortadamente. Y Catuval, con su peto de ébano, usando el tartán de Cunobelin, ¿también estaba muerto? ¿Y los demás? ¿Todos muertos? ¿Por culpa de los romanos y su emperador imbécil con sus elefantes y camellos? No podía ser: la lucha no era así. La lucha era briosa y jovial, y uno siempre regresaba con gloria a casa de sus hermanos y sus tíos, para festejar y cantar y alardear, zamarreado y un poco herido, pero siempre alegre y victorioso...

Al fin entraron en el patio que habían dejado tan poco tiempo atrás. Gwynedd e Ygerne estaban en la puerta, ambas pálidas y llorosas. El rey casi cayó de su carro y apoyó la cabeza en el pecho de su esposa.

—La batalla está perdida —se apresuró a decir Gwynedd—. Ambos han muerto, Reged y Catuval. Debemos hacer lo que dices y partir hacia Caerwent.

Ygerne corrió al carro y cogió la mano trémula de Gwyndoc.

—¡Esposo mío, gracias a Dios que no te han herido! —dijo—. ¡Anímate, amor mío! ¡Aún podemos combatirlos y derrotarlos!