Capítulo 15

Al alba Gwyndoc llegó a los límites de la región boscosa y, tras cruzar la cima de una colina, vio un valle ancho y rocoso. Al otro lado del cauce seco avistó una larga columna de hombres y ganado que avanzaban lentamente entre las grandes rocas, dirigiéndose a la cresta de la colina. Aun desde esa distancia sus ojos, aguzados por la ansiedad, distinguieron la forma del tótem que llevaba el líder —un oso abrazando a un guerrero— y supo que era Mathwich. Forzó la vista para ver si Ygerne y Bryn estaban en la columna y pudo distinguir a varias personas, bien abrigadas y cabalgando en ponis, pero no pudo comprobar si su esposa y su hijo estaban allí.

Ya sin mirar temeroso a sus espaldas, bajó por la cuesta pedregosa, a veces tropezando entre las piedras sueltas, a veces cayendo, pero sin reparar en sus magulladuras, siempre corriendo, el corazón latiendo salvajemente en su pecho, el cabello desmelenado en los ojos.

A medio camino casi tropezó con el cuerpo de un guerrero, uno de los hombres más viejos de Mathwich, un hombre cadavérico con un brazo izquierdo marchito. Gwyndoc lo conocía como buen comensal y gran bebedor de hidromiel, un hombre que retaba a cualquiera en su ebriedad, aunque no podía sostener un escudo y debía atacar y defenderse con el único brazo sano. Gwyndoc se detuvo un instante, y vio que había sufrido graves heridas la noche anterior y había aguantado hasta llegar allí. Lo habían dejado para el lobo o el águila, como convenía a un guerrero caído en batalla, en vez de incinerarlo en la pira, como habrían hecho si hubiera muerto en su cama.

Gwyndoc se detuvo para darle las gracias y siguió corriendo. Una hora después de avistarlos estaba de nuevo entre los hombres de Mathwich, abrazando a su hijo dormido y alabando a los dioses por proteger a Ygerne, cuyo alivio al verle no era inferior al suyo.

Sólo Mathwich parecía un poco huraño. No se apeó, sino que permaneció montado en su poni salvaje y miró a Gwyndoc con cara de pocos amigos.

—Hemos pagado un alto precio por ti, Nutria —dijo—. Será mejor que ese hijo tuyo sea buen rey, de lo contrario pensaremos que hemos pagado demasiado.

Gwyndoc miró los graves semblantes que lo rodeaban y supo que todos se sentían como Mathwich. Al principio su orgullo se interpuso, y luego miró a Ygerne y el niño y supo que Mathwich exponía cabalmente su punto de vista. Gwyndoc se arrodilló ante el poni salvaje, desenvainó la espada e hizo el movimiento ritual del suicidio. Miró a Mathwich y dijo:

—Que esto y mucho más me acontezca si la Nutria no recompensa a sus amigos cien veces...

No hubo ningún gesto amistoso en aquellas caras polvorientas. Gwyndoc se levantó y ofreció su espada al jefe.

—Si esto no te complace, abáteme ya, Mathwich, y sigue tu camino con mi bendición.

Entonces Mathwich se apeó del poni, se arrodilló ante Gwyndoc y le cogió las manos, y todos los guerreros gritaron y golpearon sus escudos de cuero de buey con las espadas. Ygerne se adelantó, ya sin temor en el rostro, y se arrodilló también ante Gwyndoc, con el niño en brazos. Los guerreros gritaron el nombre de Gwyndoc y el de Bryn, a todo pulmón, y las criaturas salvajes de las rocas se acurrucaron en sus escondrijos, intrigadas de que los hombres sonaran tan poderosos y tan felices a la vez.

Ofrecieron un poni a Gwyndoc, y él y Mathwich cabalgaron a la cabeza de la columna, con Ygerne a poca distancia en una litera. Mientras andaban, Mathwich le dijo a Gwyndoc que hasta el momento en que pudieran regresar al país de los siluros, les convendría encontrar a Madoc de los ordovices y ponerse en sus manos. Madoc era un gran caudillo y se había casado con una prima lejana de Mathwich, y así sentiría el vínculo de sangre, aun contra Caradoc de los belgas.

—Pero no te fíes de mi prima —dijo—. Es bella, si te agradan las pelirrojas, pero es ambiciosa. Madoc no significa nada para ella como hombre, pero el reino sí. Y si tú, Nutria, fueras a arrojar una sombra más grande sobre la tierra, ella bien podría olvidarse de Madoc. —Se echó a reír al ver la cara de alarma de Gwyndoc—. Se necesitaría más que Ygerne para disuadirla. O el niño. Ella también sabe engendrar hijos varones. ¡Su edad se puede contar con cuatro manos, con un año o dos de sobra, pero ya le ha dado a Madoc tres hijos varones! ¡Y también querrá una parte para cada uno de ellos!

—No me lo habías contado antes —dijo Gwyndoc.

—Entonces no parecía necesario —respondió Mathwich—. Ahora yo mismo siento la necesidad de una mujer, y así acude a mi mente.

Los dos hombres callaron un rato; cuando la columna se detuvo para desayunar, Mathwich escogió a una silura joven y la llevó consigo cuesta arriba, hacia las rocas grandes y cavernas pequeñas de la ladera.

Por la tarde, cabalgando junto a Gwyndoc, dijo:

—Esa prima mía no es tan mala, quizá; pero una vez mutiló a un halcón mío con un punzón, y nunca la he perdonado del todo.

No dijo más, pero Gwyndoc pensó en ella con frecuencia, hasta que se le fue de la mente, bajo la tensión de la preparación de las tiendas, la cacería y la pesca.

En la noche del tercer día, aún rumbo hacia el norte, un explorador regresó rojo de emoción, llevándose el dedo a los labios, y les dijo que más allá del siguiente risco había hombres acampados alrededor de un gran fuego. Gwyndoc y Mathwich cogieron sus arcos y avanzaron a rastras para ver quiénes eran esos hombres, y desde la cima del risco descubrieron que el fuego era lo que había sido una granja. Un humo negro se elevaba aún desde el establo, y caracoleaba en la brisa nocturna con el grueso aroma de la carne quemada. Abajo, veinte o treinta hombres comían y bebían displicentemente a la luz de las llamas, con las armas apiladas en pirámides, a la manera romana.

Gwyndoc quiso poner una flecha en el arco, pero Mathwich le contuvo el brazo.

—Necesitamos todos los caballos —dijo—. Éstos serán fáciles de obtener.

Fue demasiado optimista. Una hora después descubrió que el súbito descenso desde el risco le había costado cinco jinetes y tres caballos, atravesados por lanzas largas romanas que no estaban tan lejos de los lanceros como parecía desde arriba. Y a cambio tenían doce prisioneros. Los demás habían huido o yacían entre las vigas humeantes de la granja.

Los doce eran una mezcla variopinta. Germanos, escitas, italianos, incluso africanos. Todos vestían los jubones de cuero y las botas de los peones auxiliares de las legiones. Era difícil entenderlos, y Mathwich estuvo a punto de ceder a los requerimientos de sus hombres y acribillarlos a flechazos. Luego, inesperadamente, el moreno africano comenzó a hablarles en galo. Hacía quince años que estaba apostado en las costas meridionales junto al Mar Medio, pero con el alboroto había olvidado su lengua. Hasta que vio que Giyf, el arquero más diestro y más sanguinario de Mathwich, colocaba una flecha incendiaria en su arco.

Así se enteraron de la historia. Esos hombres eran desertores de las legiones; no porque tuvieran miedo, enfatizaron, sino porque no les permitían tomar suficiente botín ahora que la invasión parecía consolidarse. Qué va, comentaron con enfado, Aulo Plaucio incluso había decretado que debían respetar a los dioses celtas y dejar los templos en paz. Y en cuanto a tocar a una mujer casada... ¡Todos sabían lo que había pasado con el pobre Gennio! Evocaron entre risas a un camarada escita, un sujeto fornido de instinto taurino, que había sacado a una joven de la escuela, y demasiado tarde descubrió que era la hija menor de un consejero de Dubra. Sacudieron la cabeza al recordarlo colgado frente a las puertas de la ciudad, con tres jabalinas en el vientre.

—Así es —dijeron—, durante tres días. Y no dejó de quejarse hasta el anochecer del segundo. ¡Tenía el fisico de un buey!

Los trinobantes no se escandalizaron. Había algo en esa anécdota que los atraía. Ofrecieron a los romanos la copa de hidromiel, y Mathwich los incorporó a la partida, pues ahora actuaba como lugarteniente de Gwyndoc y tomaba las decisiones militares.

Ygerne no estaba segura de que esto fuera prudente, sobre todo cuando apartó los ojos del cuenco y vio que dos germanos la miraban y se codeaban. Más tarde le contó esto a Gwyndoc, y él los buscó a ambos y derribó al más alto. Le encajó el asta de la lanza en la boca y le partió muchos dientes. Después de eso los recién llegados ni siquiera alzaban la vista cuando pasaba Ygerne; y a la mañana siguiente Mathwich los obligó a prestar el juramento de sangre y jurar fidelidad eterna a Gwyndoc, su esposa y su hijo.

El sexto día la partida llegó nuevamente a un territorio boscoso, y Mathwich advirtió a los exploradores que se mantuvieran alerta, pues estaban en el reino de Madoc; y Madoc era un hombre quisquilloso que parecía tener la costumbre de matar a los visitantes inesperados y hacer preguntas después.

Más tarde, cuando estaban sentados en un ancho círculo alrededor del fuego, con los cuencos en la mano, un cuerno sonó imprevistamente a sus espaldas y un hombre alto, vestido con el tartán de Madoc y medio cubierto con las pieles de lobo de un heraldo, irrumpió en la lumbre y caminó hacia el fuego.

Guardó silencio un rato mientras todos lo miraban, luego se giró y echó un vistazo a todo el círculo. Todos repararon en su aplomo, su arrogancia y la nobleza del semblante, y todos callaron, incluso los romanos.

—Soy el perro de Madoc y vengo de su parte —dijo el heraldo en voz baja, con una confianza que parecía desprecio—. Hablo para los oídos de un tal Mathwich, sea quien fuere entre vosotros. —Hizo una pausa y clavó los ojos en el romano más menudo, un escita de hábitos repulsivos que en ese momento roía un hueso y escupía los tendones.

Mathwich hizo una mueca.

—Le arrancaré una oreja por eso —le susurró a Gwyndoc, pero Gwyndoc lo silenció.

—Madoc te da la bienvenida —continuó el heraldo, interpelando al escita, que no entendía y siguió royendo el hueso de lo más campante—, si vienes en paz. Te ofrece un tránsito veloz si vienes en son de guerra. No esperéis coger vuestras armas, pues las colinas circundantes están llenas de mercenarios de Madoc, y ansían practicar, pues aún no han tenido el placer que creo que la mayoría de vosotros ha tenido últimamente, el de toparse con Roma en el campo de batalla.

Un murmullo recorrió el círculo de trinobantes. Pero Mathwich alzó la mano y se puso en pie a la luz del fuego, con aire irritable pero con voz serena.

—Camaradas —dijo—, no dejéis que estas palabras os encolericen. Es el mensaje habitual de Madoc, mi primo. Es un guerrero de humor incisivo, y sus bromas están destinadas a divertirnos, no a consternarnos.

El heraldo se volvió lentamente hacia él e irguió la cabeza con orgullo. Mathwich se inclinó levemente, como si se dirigiera a un niño.

—Continúa, maestro heraldo, y sigue hablándonos de los humores de tu amo.

El heraldo sonrió y se hincó de rodillas ante Mathwich.

—Mi señor —dijo para que todos le oyeran—, y primo de mi señor mayor, vengo en paz. Pide a tu gente que me siga y los conduciré a salvo donde el rey.

Mathwich arrojó su brazalete más pobre a los pies del heraldo y esperó hasta que el hombre se lo puso de mala gana.

—Gwyndoc, mi señor —dijo después—, ¿es vuestro deseo que aceptemos la hospitalidad de mi primo?

Gwyndoc sonrió, asintió y arrojó un viejo anillo de cobre que nunca le había gustado.