Capítulo 16
En la alta sala de banquetes, los grandes fuegos ardían con brillo, y las gruesas ramas de abeto que bordeaban las paredes, ambarinas a la luz de las llamas, arrojaban su denso aroma sobre las dos mesas largas. En la mesa más pequeña de la cabecera, puesta por encima de las otras dos, Gwyndoc estaba sentado a la izquierda de Madoc, y el primo Mathwich a la derecha. El aire estaba lleno de canciones y relatos y apestaba a bebida derramada y al olor de carnes asadas. En un lado del salón los arpistas remoloneaban, tañendo sus instrumentos, tocando melodías nuevas que se les habían ocurrido mientras circulaba el cuenco de hidromiel, acariciando las cuerdas en rasgueos febriles, furtivamente, por temor a que el hombre de al lado oyera las melodías recién acuñadas.
Gwyndoc, un poco achispado, echó otra mirada de soslayo a su nuevo amigo, Madoc, por encima de su cuerno de bebida. Había en él algo que le recordaba a su tío, el viejo Cunobelin, excepto que Madoc no era viejo. Apenas había alcanzado la madurez, pero tenía los mismos rasgos en la cabeza larga y orgullosa, la misma barba roja y hendida, aunque el rojo era delicado y parduzco, a diferencia del rojo sangre del viejo rey. Pero lo que más le llamaba la atención era el hábito de Madoc de echarse las dos trenzas rojas de los hombros a la espalda cuando se acaloraba en una discusión. ¡Era la viva imagen del viejo rey! A Gwyndoc le agradaba este aspecto del rey de los ordovices. Había otras cosas que aún no le convencían: esa mirada artera y esa sonrisa elusiva; el afeminado interés en ropas y perfumes... Gwyndoc no sabía si estas cosas le agradaban en un guerrero, o un camarada. Pero las dejó pasar por el momento y bebió otro profundo sorbo, hallando ese hidromiel con especias sabroso y potente, demasiado sabroso y potente, pues le impedía levantarse, le sujetaba la lengua, y hacía que los remolinos de humo del techo cobraran extrañas formas de toros, osos y lobos...
Al fondo del salón, Ygerne estaba sentada con Gylfa, la esposa de Madoc, una muchacha de rostro pálido de unos dieciocho años, con dos gruesos mechones de pelo rojo que llegaban, aun trenzados, más abajo de la delgada cintura. Sus ojos verdes y su boca, una ancha herida, habían interesado a Gwyndoc desde el momento en que la conoció. Ahora entendía que hubiera matado al halcón de Mathwich con un punzón, y quizá por qué él la odiaba. Había en ella algo muy bello pero muy cruel, una vena de perversidad, de impulsividad, que ni siquiera sus tres hijos habían agotado, ni al parirlos ni al amamantarlos. Gwyndoc la miró desde su sitio, pero sus ojos se cruzaron con los de su esposa y sonrió avergonzado y alzó el cuerno para brindar por Ygerne. Aun desde esa distancia, y a través del humo, notó que ella no se dejaba engañar; fue un alivio para Gwyndoc ver que las dos damas se levantaban y se marchaban poco después para ir a su enramada. Y reparó en la sonrisa gatuna que Gylfa dirigía a su esposa mientras Ygerne se apartaba para ceder el paso a la reina de los ordovices.
Su atención volvió a Madoc y el hidromiel.
—Mis dos primos, Mathwich y Gwyndoc —dijo Madoc—, sois más que bienvenidos. El tiempo ha transcurrido lentamente aquí durante un par de años, y la llegada de tres hijos varones, uno tras otro, nos ha retenido en casa. Con frecuencia he deseado tener visitantes como vosotros. Estos ordovices son gente estúpida... No como nosotros, que tenemos sangre más septentrional en las venas. Sabemos lo que es vivir y luchar. Pero sus pensamientos rara vez se elevan por encima de los pastizales o la siembra del grano...
Gwyndoc dejó pasar la referencia al grano, aunque pensó que Madoc tendría que haber escogido mejor las palabras. Allí había algunos para quienes el dios del grano era más poderoso que Mapon, y en todo caso no era prudente ser tan deslenguado allí donde los dioses podían oír. Pero se contuvo y dijo:
—Sí, Madoc, nadie ama el silbido de la espada más que tú, todos lo saben... y en parte por eso estoy aquí. No presento excusas por Mathwich, pues él habría venido sin mí, como estuvo a punto de hacer.
Madoc lo miró, sonriente, cortés, inquisitivo, enarcando las cejas rojas.
—Sirvo a Caradoc —comenzó Gwyndoc.
Madoc abrió los ojos.
—Pero eso es historia antigua —dijo—. Mathwich me ha contado todo. Me ha dicho que sólo estás aquí para esperar el momento oportuno antes de regresar junto a los belgas como rey. ¡El Tejón no puede vivir para siempre, amigo! Y él no tiene hijos. Ánimo. Esta noche podría enviar a un hombre que te traería su cabeza y sólo pediría tu regio agradecimiento al final del viaje.
Le sonrió a Mathwich, que cabeceó con entusiasmo.
—Yo esperaba —dijo Gwyndoc, tragándose sus primeras palabras— que los ordovices y los belgas se unieran para expulsar a Roma.
La sonrisa de Madoc se hizo menos soportable que nunca.
—Y así será, Gwyndoc —dijo—. Pero guiados por la Nutria, no por el Tejón. La bestia gris y velluda tiene las fauces demasiado flojas para hincar los dientes en su presa... La ágil bestia del agua morderá con colmillos más afilados, ¿eh, Gwyndoc?
—Todavía está mi juramento —objetó Gwyndoc.
—Caradoc ha roto el suyo —interrumpió Mathwich—. Estás absuelto de toda fidelidad.
Gwyndoc, medio ebrio, quería decir eso, pero su lengua era un instrumento inservible.
—Tengo sueños —dijo—. En ellos el Tejón aún se yergue como rey de las bestias...
Los dos empezaron a reírse de él, y notó que cerraba la mano sobre el mango del cuchillo y supo que debía controlarse. También supo que por el momento no podía buscar el apoyo de Madoc en nombre de Caradoc. Recordó los días soleados bajo los manzanos del viejo Cunobelin, cuando él y el joven Tejón, incluso Morag y Beddyr, jugaban juntos, y luchaban y cantaban, sí, incluso se abrazaban en la amistad irreflexiva de la juventud. Con el fuego ardiente en la cara, y el vino tibio en el cuerpo, estaba abrumado por sus emociones y sentía ganas de llorar. Para no hacer el ridículo, se levantó de la mesa y fue a los establos, fingiendo que deseaba hacer sus necesidades.
Al regresar al aire denso del salón, notó que algo había cambiado. Ya no reinaba la ebria jovialidad sino una atmósfera de tensión, y todos estaban alerta e irritables. Se sentó a la mesa, y el heraldo con sus pieles de lobo saltó a la mesa izquierda, con el rostro rojo, y se volvió hacia la mesa alta e interpeló a Madoc.
—Madoc, mi señor —gritó con voz casi implorante y nítida, para que todos pudieran oírle—, ¿debo seguir tolerando a ese escita roedor de huesos? ¿Debo sonreírle mientras él me escupe vísceras en la cara?
—¿El escita es uno de tus hombres? —le preguntó Madoc a Gwyndoc.
—No, un romano —intervino Mathwich, y sonrió detrás de Madoc.
Gwyndoc sintió que la sangre volvía a palpitar en su frente.
—Él me ha prestado juramento, Madoc —dijo—. Ya no es romano. —Pero las palabras se negaban a salir, o quedaban ahogadas por el clamor del heraldo.
—Esta es una buena oportunidad para ver qué clase de hombres son estos romanos —dijo Madoc—. Además, el festín está un poco aburrido. Habitualmente tenemos tres grescas antes de que termine el día, y por lo menos un cadáver para quemar al día siguiente. —Elevó la voz, dirigiéndose al heraldo—. ¿Cuál es tu deseo, amigo?
—Que él defienda sus modales con su espada —respondió el heraldo, quitándose las pieles de lobo y exhibiéndose ante todos, vestido sólo con una falda corta y botas ligeras de piel de ciervo.
Todos los presentes gritaron y dieron vivas y pidieron al escita que se pusiera en pie para mostrarse. Al fin, sonriendo tontamente, y sin entender a qué venía ese alboroto, el menudo y compacto legionario se levantó, la cara enmarcada por su pelo negro y tupido, grasiento y desmelenado; sus gruesos brazos tenían tatuajes azules y rojos, y estaban libres de todo adorno. Su tosca túnica de lino estaba sucia de hidromiel y grasa. Y estaba tan mareado que apenas podía tenerse en pie sin el apoyo de sus nuevos amigos.
Mientras se incorporaba, la sala se estremeció de risa. Madoc se volvió hacia su primo.
—Será una mala pelea —dijo—. El romano está en total inferioridad de condiciones. El heraldo es uno de mis mejores espadachines... Y eso es decir mucho en un país cuyos hombres prefieren la espada antes que otra arma.
Se echó a reír de nuevo, pues el escita, entendiendo lo que se requería de él, había metido el brazo bajo la mesa para sacar su corta jabalina de fresno.
—Quizá tu espadachín no tenga tantas ventajas —dijo Gwyndoc con despecho.
Madoc sonrió.
—El heraldo es un espadachín, y un espadachín está a la altura de cualquier hombre, y sin duda por encima de un romano.
Miró a Gwyndoc con dureza, como esperando que la réplica lo irritara, pero Gwyndoc había aprendido a responder con una sonrisa, sin mostrar sus sentimientos.
—¡Que peleen, Madoc! —empezaron a gritar las mesas—. ¡Veamos luchar al romano!
Madoc, sonriendo como un padre ante sus hijos, asintió y les indicó a ambos que fueran al espacio que había entre las mesas.
El heraldo se adelantó en el silencio y saludó al rey con la espada, y Madoc se inclinó para besarle las mejillas. El escita observó esto con una sonrisa, y clavó la punta de la jabalina en tierra y bailó alrededor de ella pesadamente, disfrutando del aplauso ebrio de los comensales. Pero Gwyndoc notó que el hombre tenía la mirada alerta y no perdía detalle de lo que pasaba.
Los dos fueron al centro de la sala, cerca del gran fuego, e iniciaron sus pases iniciales, poniéndose a prueba, buscando puntos débiles, midiendo la fuerza de los embates. La larga espada de hierro del henil do se aproximaba cada vez más al rostro del escita, a medida que el evaluaba la distancia, y en cada ocasión la tosca lanza de fresno subía y desviaba la hoja brillante... Por un mero centímetro, pero siempre la desviaba, y nunca la dejaba aproximarse más de la cuenta. Y así los dos giraban alrededor del fuego, y el salón guardaba silencio.
—El romano no es tan tonto como parecía —le dijo Madoc a Mathwich.
—Espera, rey —respondió el primo—. El romano está ebrio, y el heraldo está sobrio. Pronto veremos quién es el tonto.
Gwyndoc no dijo nada. Le rogaba en silencio al Padre Nutria por el roma no, aunque no sabía si los dioses del romano dejarían pasar esas plegarias.
Estalló un silbido entre las mesas, y vio que el escita se derrumbaba sobre una copa que había en la paja. Al instante el celta se abalanzó sobre él, atacando con la ferocidad de una culebra, pero el escita se enderezó y alzó la jabalina, apartando la espada. Y cuando hizo retroceder al heraldo, todos los hombres vieron el daño que la espada había causado en ese breve interludio. El escita tenía un tajo en el pecho, y su túnica de lino rasgada mostraba la herida larga y superficial, y el brazo izquierdo colgaba al costado, casi inservible. Pero el hombre aún sonreía, a su manera ebria, como si apenas hubiera sentido el impacto.
Madoc se puso de pie.
—¿Cuál de vosotros se dará por satisfecho?
El heraldo miró por encima del hombro y sacudió la cabeza, y el escita avanzó un paso y lanzó un golpe, bajo la espada inmóvil. Los celtas pro testaron ante este acto traicionero, y el semblante de Madoc se enturbió.
—Él no entiende vuestras palabras —protestó Gwyndoc—. Es un escita, y se olvida del idioma galo cuando está luchando.
Pero Madoc aún miraba al heraldo, que había retrocedido, aferrándose el costado con la mano izquierda. Y vio que el celta sangraba por la boca y la nariz.
—Por todos los dioses —murmuró—, ese lanzazo fue mortífero. Elevo de nuevo la voz—. Suficiente, digo. ¡Que alguien atienda al heraldo! —Pero aun mientras él hablaba, el heraldo se recobró y se acercó al escita, que respiraba entrecortadamente por el cansancio y la pérdida de sangre. Súbitamente el escita soltó la jabalina.
—¡El heraldo lo tiene! ¡Abajo con el romano! —gritaron los celtas. Y entonces vieron que el escita se agachaba, de modo que la espada pasaba sobre su cabeza, y con el mismo movimiento cogía un puñado de rescoldos ardientes. Y cuando el heraldo se disponía a asestar el golpe final, los fragmentos ardientes volaron hacia el rostro del espadachín, que trastabilló, cegado.
—¡Un truco sucio! ¡Un truco romano! —protestaron las mesas, y algunos hombres se levantaron para poner fin al romano. Pero antes de que llegaran a él, la siniestra diversión había concluido. Pues el escita buscaba su lanza a tientas en el suelo cuando el heraldo sacudió la cabeza y se despejó la vista durante el instante necesario. La espada larga giró, y la cabeza del escita se desprendió de los hombros y botó por la mesa hasta donde antes estaban sentados los dos. Alguien la cogió por el cabello largo y grasiento y la arrojó hacia los arpistas. Un anciano la recogió y fingió besar esos labios aún sonrientes.
El cuerpo decapitado del escita se mantuvo un instante en pie y se derrumbó sobre las cenizas. El heraldo lo vio caer, se volvió hacia la alta mesa con rostro arrogante y cayó de bruces en la paja.
Los hombres corrieron para levantarlo, y Madoc se puso de pie, los nudillos blancos sobre la mesa, jadeando como un hombre que ha caído en agua helada.
Cuando lo dieron vuelta, el rostro del heraldo estaba petrificado en esa sonrisa final, y vieron que el lanzazo del escita le había atravesado todas las costillas del lado izquierdo.
Gwyndoc observó al rey y vaciló entre el desprecio y la piedad mientras le veía mover los labios con fiereza. Oyó nítidamente las palabras de Madoc, y de pronto sintió sólo piedad, una extraña y lacrimosa piedad que casi lo impulsó a correr para besar el rostro del muerto. Pues ahora Gwyndoc sabía cuánto debía sufrir el rey.
—Él fue el primer hijo de mi juventud —dijo Madoc—. ¡La primavera de mi juventud, segada por el golpe de un patán de muladar!
Cuando retiraron ambos cuerpos, y el hidromiel circulaba nuevamente entre las mesas, Madoc se volvió hacia Gwyndoc. Aún estaba pálido, pero intentaba sonreír.
—Ahí tienes tu respuesta —dijo—. ¡Perderé a cada hombre de los ordovices para derribar a Roma! ¡Seas tú o el Tejón quien conduzca a los belgas! ¡A partir de esta noche esta lucha también es mía!
Mucho después se llevaron al rey y Mathwich del salón, enfermos de ebriedad. Y Gwyndoc se levantó de la mesa y se dirigió tambaleándose a la enramada con tabiques de cuero que habían preparado para él y su esposa.
Allí encontró a Ygerne despierta, esperando en la cama de paja. Sabía que ella querría preguntarle qué sentía por Gylfa. Y sabía que él se echaría a reír y le haría el amor, y que por la mañana ambos tendrían demasiado sueño para recordar por qué habían reñido.