Capítulo 5
41 a. C. - 43 a. C.
El cuerpo del rey difunto yació en su cámara tres días. Al cabo de ese período, a pesar del arte del embalsamamiento aprendido en Persia, hubo que sepultarlo a causa del calor. Tres días dieron tiempo suficiente para que la mayoría de sus parientes viajaran a la ciudad para ver por última vez al caudillo supremo de los pueblos belgas. Llegaron de la Galia, furtivamente, para evitar las sospechas de los romanos, e incluso de Irlanda, la alta y rubia aristocracia del mundo occidental. Catuval, el joven sobrino favorito del rey, fue el único que no asistió. Estaba en una pestilente aldea belga, en un camastro de tiras de cuero del que no podía levantarse por debilidad, atormentado por una fiebre que había contraído durante una incursión en Germania. Envió su espada favorita y dos lebreles como ofrenda funeraria, y juró por las grandes piedras que no desobedecería la próxima llamada de Britania, aunque tuviera las piernas rotas y su corazón hubiera dejado de latir.
Enterraron a Cunobelin en un pozo redondo en las colinas que dominaban la ciudad. Lo vistieron con su mejor atuendo y armadura, y lo sentaron en su carro chapado de bronce. Pusieron un potro sacrificado debajo de cada rueda; dentro del carro, a los pies del rey, pusieron los lebreles de Catuval y dos cerdos de la granja real; y delante del carro pusieron el corcel negro del rey, con sus jaeces de plata tachonados de granates.
Caradoc y su hermano lloraron amargamente cuando el hacha abatió al viejo y cansado animal. Caradoc cogió el brazo de su hermano.
—Reged —dijo—, juré que si alguna vez perdía una batalla mataría a Gallyn bajo las grandes piedras; pero hice ese juramento impulsado por el calor de la sangre. Ahora sé que sólo seré fiel a esa promesa si me la recuerdas y me obligas a cumplirla. No podría hacerlo solo.
Una vez que los esclavos cubrieron al rey con un gran montículo de tierra, la familia real regresó a la ciudad, caminando descalza sobre la áspera grava y entre las crueles zarzas. Nadie comió ni bebió en casa del rey ese día ni al siguiente, y los nombres de una docena de esclavos desaparecieron de la lista.
Al cabo de un adecuado período de luto por el rey difunto, hubo una doble boda. Caradoc desposó a Gwynedd, y Gwyndoc desposó a Ygerne. Era un día soleado y alegres banderas de color adornaban las calles de la ciudad; en las calles que conducían a la plaza del mercado, los sirvientes de la casa real obsequiaron vino galo de grandes odres para todos los que desearan beber a la salud del rey. Se encendieron fogatas y las celebraciones se prolongaron hasta horas tardías, y cuando anocheció había muchos que no recordaban el camino a casa. En las cocinas del rey se asó un buey entero para los criados y esclavos, y ese día todos los prisioneros recibieron su libertad, salvo un puñado de rehenes y otros reos peligrosos.
En el gran salón la celebración era continua, después de la ceremonia nupcial druida, y las dos parejas, sentadas a la cabecera de la mesa, estaban tan ebrias como sus desaforados huéspedes. Sólo una vez la dulce Gwynedd se permitió cavilar, y su amiga Ygerne se apresuró a llamarle la atención.
—¿Qué pasa, querida? —dijo burlonamente—. ¿Ya te aburre la vida de reina? ¿Temes que lleguen las arrugas y tu cabello esté encaneciendo?
Gwynedd no respondió, sino que sonrió callada y resignadamente. Ygerne, siguiendo su mirada, vio que se posaba en Gwyndoc, y comprendió, pues el joven señor era más majestuoso de lo que correspondía a alguien que no fuera rey. Erguido, apoyando un pie en un banco, lucía sus rutilantes anillos y brazaletes de oro, una capa de tartán orlada de seda que mostraba su forro escarlata, el largo cabello amarillo trenzado con cintillas plateadas, y brindaba una y otra vez con un gran cuerno de marfil, llamando a todos sus amigos por el nombre, a lo largo de la sala.
Ygerne sintió orgullo de pertenecer a ese hombre, aunque lamentaba la envidia de su amiga. Se inclinó para palmear el brazo de Gwynedd, y una lágrima se detuvo en los ojos de la muchacha morena. La lágrima cayó, y una vez más todos estuvieron alegres y bullangueros. Ygerne recordó los maravillosos presentes que le había llevado su madrina, la vieja reina brigante Cartismandua: espejos de oro, con sinuosos arabescos esmaltados en el marco; una lúnula de plata para llevar alrededor del cuello durante los sacrificios, con incrustaciones de perlas y esmeraldas en que las piedras preciosas formaban una rama de muérdago con sus bayas; peines de azabache guarnecidos con ópalos; un pequeño puñal cuyo mango de coral tallado semejaba una delgada piña de helecho y en cuya angosta hoja habían tallado su nombre en caracteres griegos, y muchos otros objetos exquisitos. Ygerne recordó que un día ventoso ella y su partida habían salido al encuentro de la reina para saludarla, tras su largo viaje desde el norte. Esperaban que llegara con su séquito de guerreros y sirvientes, en su famosa litera negra, pero se toparon con una viajera solitaria, en una noche borrascosa, envuelta en pieles a lomos de un lanudo poni nativo, seguida sólo por un viejo harapiento que conducía un carromato de bueyes cargado con fardos y cofres.
—Querida —diría Ygerne más tarde, refiriéndole la historia a Gwynedd—, era increíble. ¡Había recorrido todo ese camino tal como lo describo! ¡Y el anciano ni siquiera podía hablar! Era un idiota que le cuidaba el jardín, en absoluto un guerrero, aún se le veían las briznas de paja en el cabello. Era ridículo.
Pero la vieja reina, sentada a la izquierda de Ygerne, no era ridícula, ni la muchacha se habría atrevido a mofarse de ella en su presencia. La diminuta anciana se encorvaba sobre el plato, comiendo apenas, el ralo cabello blanco cubierto por una mantilla de tartán. Pero sus brillantes ojos de pájaro no dejaban de escrutar a los presentes. No olvidaba un rostro ni se perdía una palabra. Y bebía copa tras copa con los guerreros de la mesa, empinando vino o hidromiel a medida que transcurrían las horas, haciendo tintinear los brazaletes dorados de sus esmirriadas muñecas cada vez que alzaba el brazo.
El discurso nupcial de Caradoc fue breve. Se puso en pie, bamboleándose, y señaló con su largo dedo a sus risueños amigos.
—Señores míos —dijo—, agradecemos vuestra presencia. Esta ocasión nos reúne una sola vez en la vida, pero no es la única ocasión en que beberemos. Claro que no. ¡Dadnos siempre vuestra espada, y siempre os daremos ocasiones para celebrar! Os daremos hijos, y victorias, y muertes... pero no de nuestra gente, esperamos.
Se sentó mientras los cuernos golpeaban las mesas, pero estuvo a punto de errarle a la silla y habría caído en la paja si Gwynedd no lo hubiera sostenido. La miró, abochornado un momento por la expresión melancólica de su esposa, pero Cartismandua acudió en su ayuda. Caradoc notó que ella lo miraba con ojos brillantes a través del humo y la algarabía. Ella le hablaba. Tuvo que repetir las palabras varias veces para que él entendiera.
—Bien dicho, joven —decía—. Ojalá siempre seas tan valiente. Pero ven a mí, ven a Cartismandua, si alguna vez te falla el coraje...
Caradoc cabeceó enfáticamente, sin siquiera enfadarse ante la insinuación de que podía fallarle el coraje, riendo a carcajadas y volcando hidromiel sobre su esposa, sus amigos y él mismo con sonriente abandono.
—Sí, gracias, madre —dijo—. Iré a ti, si alguna vez te necesito.
Codeó a Gwynedd con fuerza, y ella no captó el espíritu del gesto y frunció el ceño y se frotó el brazo; y Caradoc recordó que ella era su esposa y él su señor escogido, y guardó un obstinado silencio hasta que volvió a entrever la sonrisa de Cartismandua.
Llenó su copa y bebió, y ponderó a sus amigos —todos los que respiraban aire, todos los que caminaban sobre dos piernas o cuatro patas, todos los que tenían ojos para ver y oídos para oír— y condenó al tormento eterno a quienes no estaban con él en ese momento.
Mucho más tarde Gwyndoc llevó a su esposa al lecho.
—Caradoc estaba muy ebrio esta noche, ¿verdad? —comentó Ygerne mientras se desvestían.
Su esposo forcejeaba impacientemente con las correas de cuero que le sujetaban los pantalones a la pantorrilla. Calló un instante y miró a su flamante esposa, que estaba de pie junto a la cama; sólo su cabello largo y dorado cubría el bello y esbelto cuerpo. Rompió las ligaduras jovialmente y estiró las manos libres para abrazarla.
—¡Reyes! ¡Reyes! —exclamó—. ¡Ellos nacen ebrios! ¡Ah, Ygerne, gracias a Dios que no somos reyes!
Y fue hacia ella, riendo y tambaleándose.
A la mañana siguiente, mientras los muchos huéspedes gruñían en la paja o se aferraban la dolorida cabeza en los dormitorios, un hombre enlodado y sudado cruzó las puertas de la ciudad en su caballo lanudo y casi cayó a los pies de la guardia del rey cuando se apresuraron a recibirlo. Cuando lograron que hablara, se enteraron de que había galopado a toda velocidad desde la costa, e insistía en ver a Caradoc.
Los soldados discutieron con él, e incluso lo amenazaron levemente, pues no creían que el joven rey tuviera ganas de recibir al mensajero en semejante ocasión. Pero ese jinete de ojos desorbitados no se daba por vencido; volcó el vino que le ofrecieron y empujó a los soldados con tanta determinación que al fin el capitán lo condujo a regañadientes a la cámara de audiencias y pidió a uno de los nobles más despabilados que despertara al rey.
Caradoc apareció enseguida, el cabello desmelenado, los ojos llenos de sueño. Sólo había tenido tiempo para cubrirse el cuerpo con una mantilla, y bostezaba, hasta que el mensajero, arrodillado ante él, barboteó su historia.
Cuando Caradoc entendió cabalmente sus palabras, dejó de bostezar y el sueño abandonó sus ojos. Aun la mantilla se le deslizó del cuerpo al suelo. No le habló al mensajero, sino que giró abruptamente hacia la cámara; se detuvo para interpelar al capitán de la guardia, que había permanecido presente durante la entrevista, esperando con la espada desenvainada.
—Alimenta a este hombre —vociferó— y enciérralo bajo llave. Su historia puede ser falsa. ¡Envíame cinco mensajeros en media hora!
La puerta del rey volvió a cerrarse y Caradoc hurgó a tientas entre las ropas caídas, en busca de su túnica y pantalones, volteando taburetes, tropezando con la cama en su prisa, sin preocuparse por el sueño de su esposa. Ni siquiera notó que Gwynedd estaba totalmente despierta, observándolo en la penumbra con ojos grandes e inquisitivos.
El capitán de la guardia reunió a sus hombres en cuanto mandó buscar a los cinco jinetes.
—Noticias frescas, muchachos —dijo—. Pero que los dioses os ayuden si alguno de vosotros las menciona fuera de estas murallas. ¡Vienen los romanos! —Miró las bocas abiertas y las manos inquietas—. Sí, vienen al fin. Ahora habrá diversión para el uno o para el otro, sin banquetes, me temo, para quienes no sepan usar una espada.
—¿Eso dijo el mensajero, capitán? —preguntó un soldado.
—No, pero es todo lo que os concierne —respondió lacónicamente el capitán—. Él acababa de recibir la noticia de un mercader de cueros que vino de la Galia en una nave rápida. Iba tan rápida que no se molestó en traer cargamento. Dice que la nueva se ha propagado por la Galia como un incendio forestal. Aulo Plació ha reunido la mayor fuerza terrestre y marítima que Roma ha visto en muchos años. Calcula que son unos sesenta mil legionarios y auxiliares, así como galeras de combate y barcazas de aprovisionamiento. ¡Más aún, ya han zarpado!
Uno de los guardias dio media vuelta y se desperezó junto a la puerta abierta.
—Lo creeré cuando lo vea. ¡Ya sabemos que estos galos son exagerados...! ¿Adónde van esos mensajeros con tanta prisa?
El capitán lo encaró.
—¡A tu puesto, perro! ¡Es asunto de Caradoc, no tuyo, convocar al Consejo Belga!
Ygerne y Gwyndoc, que se levantaron mucho más tarde, descansados y felices, desayunaron en su propia habitación. La criada que les llevó la comida estaba extrañamente tensa, pero le prestaron poca atención, aún rebosantes de amor mutuo.
Y una vez que comieron, notaron que el sol se había elevado en el cielo y que fuera todo era lozano, verde e invitante. Gwyndoc tensó los músculos y aspiró profundamente el aire limpio, sintiéndose más vigoroso que nunca, semejante a un dios.
—Hoy olvidémonos de reyes y cortes —dijo—, y caminemos bajo el cielo, lejos de los necios y los muros.
Ygerne rió y aplaudió emocionada, como una niña; y cuando se hubieron vestido, se dirigieron al patio.
Mientras atravesaban las puertas, Gwyndoc notó que el capitán de la guardia lo miraba con aparente interés.
—Hoy estaré fuera de la casa del rey —le informó al hombre—, caminando en la colina con mi esposa. Avísale al rey, si pregunta.
El soldado le clavó los ojos.
—¿El rey no os querrá tener a su lado, señor? —preguntó.
Gwyndoc rió.
—¡Ahora el rey Caradoc tiene esposa... y también yo! Dile eso, si pregunta qué mensaje le dejé.
Y los dos echaron a andar hacia el campo, mientras el soldado sacudía la cabeza con desconcierto.
La mañana transcurrió rápidamente mientras paseaban a la vera de los arroyos, o vadeaban juncales, o comían pan de centeno y bebían dulce hidromiel en una granja cordial. Mucho después del mediodía, los amantes enfilaron nuevamente hacia la ciudad y volvieron a pasar por la aldehuela que habían visto antes, al iniciar la marcha.
Cuando se aproximaron a la aldea, cogidos de la mano, los niños que jugaban en el camino corrieron adentro y los ancianos que parloteaban junto al pozo agacharon la cabeza en silencio. Gwyndoc continuó la marcha, mirando adelante, pero Ygerne estaba triste y pensativa.
—Es una pena, esposo mío, que los pobres nos teman y no traben amistad con nosotros fácilmente. Ahora deseo que todo el mundo sea amigo mío, hoy y siempre.
Gwyndoc sonrió adustamente.
—Es verdad, Ygerne. Nos temen, y nos conviene que sea así, pues nos permite gobernar con mayor facilidad. Yo también los amo, sobre todo a los que pertenecen a mi servidumbre y la vieja servidumbre de mi padre, y sé que no podría usar la espada si alguno de ellos se insolentara, especialmente los más viejos, que recuerdan otros tiempos.
—¿Por qué todos los hombres no pueden ser hermanos, como...? —La muchacha se contuvo.
Gwyndoc la miró con cierta dureza.
—Como los romanos, ibas a decir, ¿verdad?
Ygerne no habló, sino que agachó la cabeza un instante. Entonces, delante, vieron a una anciana sentada junto al camino, canturreando.
—Hagamos que nos hable —dijo Ygerne.
Gwyndoc se encogió de hombros.
—Muy bien, si así lo deseas, pero no creo que tengamos mucha suerte.
Cuando los dos se aproximaron, la anciana se cubrió el rostro con la mantilla y desvió la mirada en silencio.
—Tiene miedo, Gwyndoc —dijo Ygerne, soltando el brazo de su esposo—. Déjame hablar con ella. A mí me temerá menos.
—¡Bah, las mujeres! —rió Gwyndoc—. Simuláis tener miedo de los hombres y buscáis el respaldo mutuo. Luego os pasáis el resto de la velada hablando mal una de otra. Me fiaría más de un gato salvaje que de una mujer.
Ygerne fingió mirarlo con severidad, pero en su corazón se alegraba de que hubiera dicho esas palabras, pues sabía que él la amaba, y que pensaba que era distinta de otras mujeres. Se alejó de él y se acercó a la anciana, y al cabo de un momento se sentó junto a ella en una piedra y le habló en voz baja y tranquilizadora.
Al principio la mujer no se movió. Luego descubrió lentamente el rostro y se volvió, y al fin empezó a hablarle a la bella muchacha que se había sentado junto a ella. Y al cabo de unos instantes, Ygerne miró a su esposo y cabeceó, indicándole que se acercara.
Mientras él se sentaba a los pies de ambas, la anciana lo miró atentamente, al parecer dispuesta a cubrirse el rostro y resignarse de nuevo a la muerte. Pero la sonrisa de Gwyndoc la tranquilizó y ella siguió hablando con lentitud, con pausas frecuentes, los ojos en el suelo, como correspondía al hablar con la nobleza. Les dijo que era muy vieja, que incluso recordaba la llegada del gran César. Al principio se mofaron de ella, y dijeron que era tanto tiempo que ni siquiera los druidas podían recordarlo. Cuando mencionaron a los druidas, ella contuvo el aliento y comenzó a mecerse, negándose a hablar más.
Gwyndoc se impacientó y quiso marcharse, pero la muchacha se quitó un broche y lo puso en la mano de la vieja. Al ver lo que era, la anciana sacudió la cabeza, atemorizada, y trató de devolver el broche. Pero la muchacha le sonrió y cerró los dedos arrugados sobre ese fragmento de oro sinuoso.
—No temas, madre —le dijo—. Somos tus amigos. No pertenecemos a los druidas. Somos marido y mujer y somos jóvenes. Queremos oír historias de los viejos años, nada más. No deseamos dañar ni ser dañados. Háblanos, madre, de los tiempos del gran César.
La mujer miró el broche y suspiró. Inclinó la cabeza ante la muchacha y siguió hablando, mirando las blancas nubes almenadas que se agolpaban en el cielo azul.
—Sucedió cuando yo era niña —dijo—. Me trajeron de Irlanda por el mar occidental porque yo sabía hilar lino. Mi padre me trajo. Él era orfebre y fabricaba petos para un rey británico, Casivelauno, que ordenó la fabricación de esos petos. Era un gran hombre y venía a menudo a nuestra casa. Yo hilaba lino para su esposa y enseñé a sus damas los trucos del huso. Era difícil enseñar a las damas, pues ellas no hablaban irlandés. No podía revelarles todos los secretos, pues yo era sólo una chiquilla, y ellas eran muy estúpidas. Vivíamos en una pequeña casa fuera de la muralla del rey, y en invierno el guardabosques del rey nos traía venado y el encargado de los graneros del rey nos traía grano, y yo recogía madera y turba en el patio del rey para encender el fuego. Éramos muy felices, creo. Yo era muy feliz cuando mi padre era herido en combate, o se caia cuando estaba ebrio después de beber hidromiel en un festín. Entonces yo era ama de la casa y lo cuidaba hasta que se reponía.
Ygerne sonrió y palmeó suavemente el brazo de la anciana.
—Sí, madre, pero háblanos del César. Dinos qué recuerdas de él.
La anciana se meció de nuevo por un rato.
—Estábamos en la aldea cuando vino —dijo—. Sonaron los cuernos, y todos fuimos a la costa a ver qué sucedía. Llegó en grandes barcazas, con pocos soldados. Eran hombres valientes y cantaban cuando saltaron a los bajíos y subieron a la playa. Eran hombres fornidos y apuestos con espadas, y todos se reían de nosotros. No sabíamos qué hacer, porque se reían. Pero dejamos que los perros decidieran.
—¿Los perros? —preguntó Gwyndoc, interesándose por primera vez—. ¿Qué eran esos perros?
La anciana se volvió a pasar la fatigada mano por la frente, tratando de recordar.
—Perros —dijo—, los grandes sabuesos del rey. Eran muchos y tenían ojos rojos. Usaban collares de bronce y podían matar a su gusto. Cuando no había lino, yo iba a cuidar los gansos de la aldea. Y a veces los sabuesos venían y mataban aquí y allá, a su antojo; y ningún hombre los ahuyentaba, aunque los gansos eran sagrados. Una vez me persiguieron hasta un árbol y me arrinconaron allí hasta que salió la luna y los asustó. Eran perros gigantescos. Sólo el guardabosques podía llamarlos. Pero cada año, en la época de la quema de animales, uno de ellos era puesto en una jaula con los demás e incinerado para los dioses.
—Sí, sí —dijo el joven jefe con impaciencia—, pero, ¿qué hicieron cuando llegó César? Cuéntame eso, madre.
La anciana pensó un momento.
—Cuando llegó César, los perros rompieron sus ligaduras y corrieron al mar. Mordieron la garganta de los soldados que nadaban hacia la playa. Algunos se subieron a los barcos. El rey de los perros era Bran, de Irlanda, y él apresó al gran César en sus fauces y lo partió en muchos pedazos.
Mientras hablaba, la anciana cerró los ojos y empezó a balancearse de un lado a otro. Sus palabras subían y bajaban como las suaves olas de las orillas de un lago. Gwyndoc le guiñó el ojo a su esposa y tocó la rodilla de la anciana.
—Continúa, madre —dijo—, tus hijos escuchan tus palabras.
—Entonces Bran llamó a los otros perros y ellos lo siguieron a los barcos, y él era el rey. Los barcos navegaron hacia el oeste y Casivelauno nunca volvió a ver sus sabuesos. Lloró toda la noche. Pero yo lloré muchas noches porque mi padre pereció cuando el primer guerrero bajó a la playa.
—Pero ése no fue el final del gran César, sin duda —intervino Ygerne para tranquilizarla—. Recuerdas más, ¿verdad?
La anciana rompió a llorar.
—Sí —dijo—, me casaron con un herrero, pues decían que yo era demasiado joven para quedarme sola en la casa. Yo todavía estaba triste por mi padre, pero el esposo que me encontraron era amable y era como mi padre en la casa. Cuando estaba herido o ebrio, yo lo cuidaba tal como antes cuidaba de mi padre. Mi vida volvió a ser feliz. Y un día tuve un hijo. Pero otro año mi vida fue triste de nuevo, pues el gran César regresó con muchos hombres y todas las barcazas que había en el mar.
—Pero, madre —dijo Gwyndoc con tono burlón—, dijiste que los perros habían despedazado a César. ¿Cómo pudo regresar?
La anciana le habló con voz paciente e intemporal, como una madre hablando con un chiquillo terco.
—El gran César era un dios —dijo simplemente—. Cuando sus nueve esposas vieron los fragmentos, los envolvieron en lino fino y hojas de moral y las llevaron a Italia, y en las noches de invierno se sentaron a coser los fragmentos con hilos de oro y plata. Al llegar la primavera, el gran César era hombre de nuevo. Y se alzó sobre las pirámides de Egipto y convocó a sus ejércitos y ellos regresaron a nuestras costas.
Gwyndoc asintió comprensivamente, y comenzó a arrojar guijarros distraídamente con el pulgar y el índice a un saltamontes que parecía mirarlos desde el sendero.
—¿Entonces eras feliz o infeliz? —preguntó Ygerne.
—Entonces fui infeliz. Los druidas se llevaron a mi hijo al bosque para que los dioses derrotaran al gran César. Pero no lo derrotaron. Los dioses nos abandonaron y César se quedó en nuestras costas. Al principio mataba, luego fue piadoso y dejó de matar. Luego entregó obsequios y muchos deseaban que se quedara para siempre como nuestro dios. Pero él no me devolvió a mi hijito. Al fin se volvió a marchar y se llevó a mi esposo, porque era buen herrero y amaba a los caballos.
Ahora el relato era menos remoto, y asomaron lágrimas en los ojos de la anciana.
—Lloré muchas noches junto al mar —dijo— y al fin la gente dejó de temerme y se acercó y me cubrió con paja y pieles. Me fui al bosque a vivir con los dioses. Ellos me encontraron pieles para cubrirme y ranas para comer, y me quedé con ellos muchos años, cuidando sus gansos. Muchos conquistadores llegaron y siguieron la marcha hacia el oeste, pero ninguno de ellos me lastimó. Sabían que yo era la doncella de los Radiantes y me hacían reverencias cuando se cruzaban conmigo en el bosque, sobre todo cuando yo les salía al encuentro de noche.
Justo entonces Gwyndoc tuvo la suerte de acertarle al saltamontes con un guijarro. Se rió mientras la criatura se incorporaba trabajosamente sobre sus largas patas, daba un brinco y se perdía en la hierba.
—Vamos —dijo Gwyndoc—. Hemos oído tu historia, madre, y ahora debemos irnos.
Le hizo una seña a Ygerne y los dos se levantaron, tomados de la mano. La anciana inclinó la cabeza. Cuando hubieron dado un par de pasos ella se levantó y los siguió, extendiéndole la mano a Ygerne.
—Tomad de vuelta vuestro regalo, señora —dijo, metiendo el broche en la mano de la joven—. He conocido bastante sufrimiento. No puedo conservar esto, pues un día conocerá tanto dolor y tantas lágrimas que romperían un corazón tan viejo como el mío.
Ygerne aferró el broche, clavando los ojos en la extraña criatura. Al fin se volvió hacia Gwyndoc, y el rostro de él se enturbió. Juntos miraron a esa mujer cuya ropa aleteaba, yendo de un lado a otro del sendero. La anciana extendía y agitaba las manos, emitiendo sonidos.
—¿Qué hace? —preguntó Ygerne.
—Cuida gansos para los dioses —dijo adustamente su esposo.
Mientras rozaban la hierba alta, la adelfilla y el perifollo que bordeaban el sinuoso sendero, la pesadumbre los agobió tanto que ni siquiera intentaron ahuyentarla.
—Es terrible padecer la vejez y el miedo —dijo Gwyndoc—, No poder reír, brincar y luchar.
Ygerne aún meditaba las últimas palabras de la anciana.
—Sí —dijo—, estar llena de presagios y esperar la desdicha y la muerte. Los viejos viven a la sombra del dolor. Oh, Gwyndoc, ojalá nunca tuviera que envejecer.
Su esposo se pellizcó los músculos del brazo, como para demostrarse que todavía era joven y fuerte. Luego abrazó a la muchacha y la estrechó.
—No temas —dijo—. Nunca seremos como esa mujer. Ella está sola, y nosotros siempre estaremos juntos, con valentía suficiente para enfrentarnos a cualquier cosa que nos manden los dioses.
Ygerne rió, mostrando sus dientes blancos y parejos, quizá un poco más tiempo del necesario. Luego subieron la colina que se extendía entre ellos y la ciudad, y pronto llegaron a la sombra de una arboleda, donde se sentaron un rato. Gwyndoc hizo una guirnalda de margaritas, fingiendo enfadarse cuando Ygerne se rió de sus dedos torpes que rompían los delicados tallos cuando los torcía y los dividía; mientras él anudaba la guirnalda con el largo cabello de la muchacha, ella metió la mano dentro de la blusa de Gwyndoc y acarició su duro cuerpo. Luego se hundieron en el musgo y se cubrieron los ojos cuando el sol atravesó la techumbre de hojas.
—Gwyndoc —dijo al fin Ygerne—, dime de nuevo, ¿en qué crees? Ahora estamos casados, y yo también debo creer en tus dioses. Dime en qué creer, amor mío.
Él se puso las manos en la nuca y miró a través del ramaje.
—Es difícil decir en qué creo, Ygerne —dijo con un titubeo—. Creo en los dioses, los dioses buenos, y en Caradoc. Y en mi propia fuerza. Y ahora creo en ti. Creo en el poder que tenemos y en los reinos que podemos construir. Aquí hay tierras para cazar y criar ganado y cultivar grano. Buenas tierras para cabalgar y ríos para pescar. Hay bosques para descansar y para adorar. Hay montañas donde se puede extraer oro rojo. Y un día todo eso será nuestro. Los belgas ya han avanzado tanto como la mar y las montañas lo permiten, y por doquier son victoriosos. Por doquier expulsan a los demás, o los matan y esclavizan. Y un día construirán un gran reino que se extenderá de una costa a otra de esta isla. Y Caradoc gobernará ese reino, y si los dioses todavía están con nosotros, tú y yo nos sentaremos a su diestra para engrandecer ese reino aún más. Creo en eso, Ygerne. ¿Te agrada?
La muchacha se le acercó.
—No te enfades, amor, pero no me agrada. En ello está muy presente la espada; demasiada sangre y demasiadas lágrimas. No quiero pasar mi vida viendo sangre, escuchando historias de aflicción, conociendo el dolor. Hay otras cosas en la vida... Poesía, y finos tejidos, cría de ganado, bordado. Y sobre todo, el arte de vivir juntos, todos nosotros, los rojos, los negros y los dorados... como un solo pueblo.
Gwyndoc frunció los labios.
—¿Cómo es posible? —dijo—. Los belgas son mi pueblo, no los escotos ni los siluros. El cereal que cultivamos es nuestro, la tela que tejen nuestras mujeres es nuestra, la tierra que toma nuestra espada es nuestra. Nuestros padres no vinieron aquí a arar la tierra para los siluros ni a martillear anillos de oro para los pictos. Vinieron porque eran fuertes y podían tomar lo que necesitaban. Ser débil es sufrir; ser fuerte es aceptar las dádivas de los dioses y agradecerles cada año bajo las piedras. Sin duda puedes verlo, Ygerne.
La muchacha sonrió con tristeza.
—Las cosas cambiarán ahora que ha muerto el viejo rey. Él era un hombre sensato. Sabía que Britania sufriría si sus gentes no estaban unidas. Ahora que mandan jóvenes como Caradoc y tú, todo lo bueno se perderá. Reñiréis y alardearéis y os mataréis hasta que la tierra se canse de vosotros y se entregue al próximo invasor.
Gwyndoc la atrajo hacia sí y frotó su rostro áspero contra su mejilla suave. Ella intentó escabullirse, pero él la sujetó con firmeza. Ella logró estirar la cabeza para apresarle la oreja entre los dientes. La mordió con fuerza suficiente para que le doliera apenas, y no la soltó. Gwyndoc notó que no podía provocarla más sin sufrir un castigo, así que aflojó su apretón. Cuando ella también aflojó, él apartó la cabeza y súbitamente la apresó de nuevo, riendo.
—Como ves, los belgas somos demasiado astutos para los romanos. Podéis creer que habéis hincado los dientes en nuestra oreja, pero al final os engañaremos.
Ygerne fingió enfadarse, aunque no se resistió tanto como para que él la soltara.
—Sí, sois como los celtas —protestó—. El engaño es vuestro modo de vivir... y morir.
Su esposo siguió riendo, pues sabía que ella sólo lo azuzaba. Arrimó su cuerpo, apretándola, extendiéndole las manos sobre la hierba blanda. Acercó sus labios a los de ella.
—Di que eres celta —dijo—. Vamos, dilo, o te aplastaré.
Por un instante, Ygerne trató de seguir con su impostura. Le apoyó los labios en la cara.
—Sí, amor mío —murmuró—, soy celta, y me enorgullezco de ello. Siento tanto orgullo de mi sangre como de la tuya, esposo mío. Somos un gran pueblo y nadie nos someterá. —Se echó a reír y apartó a Gwyndoc de un empellón—. Oh, debemos comportarnos. Una ardilla con una expresión rarísima nos mira desde aquel árbol. ¡Parece un druida disfrazado!
Ambos rieron y se incorporaron.
Al cabo de un rato dejaron el bosque y subieron la colina, y mientras caminaban de la mano frente a la ciudad, entre prímulas y tréboles moteados, bajo un cielo azul y diáfano y una brisa fresca y salada que les agitaba el largo cabello, olvidaron el marco tenebroso de sus tiempos, el brutal telón de fondo contra el que todos se movían, alternando la arrogancia con el terror, la desdicha plañidera con la poesía exaltada. Olvidaron los cuerpos que pataleaban bajo las grandes piedras, los hombres cornúpetos cuyos rostros siniestros palpitaban en los bosques oscuros, los lobos de túnica blanca que anualmente se llevaban a los primogénitos o mutilaban el ganado con cuchillos dorados para traer lluvia. Olvidaron las tormentas y las hambrunas, las humeantes entrañas de gallo negro mostrando presagios ante la alta mesa del jefe, la sangre fresca endureciéndose en el umbral de una viuda joven, y los rostros arruinados y demacrados que asomaban de las chozas mientras magníficos señores jóvenes trotaban con la capa ondeante y lanzas brillantes en sus manos enjoyadas.
Pero al final tuvieron que regresar a la tierra, y los últimos sueños se desvanecieron cuando un grupo de jinetes pasó junto a ellos, gritando y agitando espadas, mientras entraban por las puertas de la ciudad. Gwyndoc abrazó a su esposa y se aplastó contra las columnas de piedra para eludir los cascos trepidantes.
—Deben de estar totalmente ebrios —dijo la muchacha, temblando. Gwyndoc no respondió. La arrastró de la mano, a su zaga, hacia la casa del rey, como si ella fuera una ternera o un poni rumbo al mercado. La luz de las antorchas enrojecía las ventanas sin vidrios de la cámara del Consejo, y aun desde el patio se oía el bullicio de voces alborotadas. Gwyndoc apretó el paso, y en la antesala soltó la mano de Ygerne como si hubiera olvidado que ella existía.
Morag y su hermano estaban sentados en un banco junto a la puerta, uno humedeciendo un yelmo con su aliento y frotándolo con la manga, el otro pateando perezosamente la gruesa funda de cuero de su espada con uno u otro pie.
—Hola, primos —saludó Gwyndoc al llegar a la puerta—, ¡Vaya sorpresa! ¿Por qué está reunido el Consejo?
Los hermanos lo miraron con apática hostilidad, y ninguno de los dos habló. Gwyndoc se detuvo un instante, sintiendo la palpitación de la furia en los oídos. Morag inclinó lentamente la cabeza y escupió en el suelo, y Beddyr dejó de patear la espada y la sostuvo en la mano izquierda. A Gwyndoc le temblaron los labios, pero logró reducir su voz a un susurro.
—Primos —dijo—, un día vuestra insolencia me sorprenderá cuando no lleve prisa. Más vale que entonces os guardéis vuestra sonrisa.
Se alejó de ambos, que lo saludaron con un cabeceo irónico, y atravesó la puerta abierta. Ygerne lo esperó en la entrada de la antesala, pero pronto cayó el sol y él no regresó. Morag y Beddyr la miraban de cuando en cuando, sonriendo cruelmente y sin hablar, hasta que ella no soportó más. Fue a buscar a Gwynedd, pues no soportaba que esos bárbaros vieran sus lágrimas y el temor que le inspiraban.
Caradoc estaba un poco furioso por la ausencia de su amigo durante ese día, pero pronto olvidó su fastidio en medio de la discusión general y el bullicio de la reunión. Antes de que el Consejo Belga se retirase esa noche, había condenado a Adminio a muerte, en ausencia, por traición; había enviado las amenazadoras cruces por todas las carreteras de las tierras altas, de Lindum a Mai Dun; había organizado una leva tribal en el sur, y había despachado mensajeros a Bélgica, recordando a Catuval sus lazos de sangre y pidiendo sus ejércitos.
En cuanto a los romanos, que vinieran si les apetecía. Un choque debía producirse tarde o temprano, era inevitable. Les permitirían desembarcar donde escogieran, aunque preferiblemente en los marjales meridionales, al sur del Tamesa, y luego Reged, con los subjefes y sus tribus de los pantanos, los hostigarían día y noche, amedrentándolos para impedir que formaran adecuadamente. Cuando su determinación hubiera cedido, les permitirían avanzar hacia el interior, donde Caradoc usaría todo el poder de sus carros de guerra y los aplastaría antes de que pudieran recobrar el aliento.
La reunión terminó con un histérico chillido de entusiasmo. Reged, que partiría de inmediato para tomar el mando de su tropa, ordenó que llevaran una última copa y el brindis de despedida pronto se transformó en una orgía de ebriedad desenfrenada. Sólo Caradoc y Gwyndoc conservaron la sobriedad suficiente para sujetar a Reged a su silla de montar y despacharlo al sur con un guardia a cada flanco, para impedir que se desplomara.
Luego recorrieron las calles del brazo, riendo con fiera excitación ante las fogatas que ardían por toda la ciudad, saludando a los vocingleros habitantes y apoyando la mano en los hombros de los guerreros que corrían hacia ellos desde las sombras y se arrodillaban para jurar lealtad eterna.
En los muladares, una turba de jóvenes risueños rodeaba a un viejo. Al aproximarse, ambos amigos vieron que era Bobyn el idiota. Bailaba a la luz del fuego, rústico como un gran oso con sus pieles de oveja hediondas y su gorra de piel de nutria. Cantaba ebriamente y agitaba sobre la cabeza una larga espada de madera pintada.
Caradoc tocó el hombro de un joven.
—Oye, niño —dijo—, ¿qué sucede aquí?
El chico no se molestó en volverse, ni reconoció la voz del rey.
—Oh, un poco de diversión —dijo—. ¡Es Bobyn! ¡Le fabricamos una espada y le dijimos que el rey quiere que conduzca un ejército contra los romanos!
El chico codeó a Caradoc y siguió riendo. Por un instante el rey se enfurruñó, luego le sonrió a Gwyndoc y le propinó al niño un golpe en la cabeza que se proponía ser juguetón pero que lo tumbó de bruces.
Cuando Gwyndoc regresó a su habitación, encontró vacía la cama de Ygerne. Ella estaba con Gwynedd. Ya no lloraba, sino que maldecía el día en que se había rebajado a desposar a un hombre de las tribus, mientras la muchacha de ojos oscuros le acariciaba el brazo y cabeceaba pacientemente, sabiendo que ese arranque pasaría antes de la mañana.