Capítulo 2
34 d. C. - 38 d. C.
Así avanzó el año, entre la cosecha y la recolección de frutos, hasta que llegó el invierno, y luego llegó otro solsticio de verano bajo las grandes piedras, y otro, y otro, como siempre había sido y, según entendían esos niños que crecían rápidamente, como siempre debía ser. Los años comenzaban con la floración del roble, y terminaban con la caída de sus hojas. Las hojas siempre brotaban y siempre caían, y las grandes piedras de los llanos siempre estaban allí, intemporales e insondables, cercando el terreno sagrado que nadie podía hollar salvo los sacerdotes. Cada año los druidas escogían a un joven pelirrojo de una de las tribus para que representara el papel del Dios Sol, y, una vez que asumía el carácter y los atributos del Radiante, le daban total libertad para hacer lo que quisiera: tomar mujeres, armas o caballos a su antojo, hasta la mañana del solsticio de verano, en que debía devolver al Sol el espíritu que había tomado en préstamo.
Un año el joven escogido para este honor escapó cuando se aproximaba el día del solsticio. Los miembros de las tribus quedaron profundamente pasmados, sobre todo los pelirrojos, y organizaron cacerías humanas con perros en el territorio meridional. Se permitió que Caradoc y Gwyndoc se sumaran a la cacería, y su partida tuvo la buena suerte de hallar al Dios Sol errante. Los guerreros lo bajaron de un gran roble una mañana húmeda, y los dientes le castañeteaban de frío y terror. Apenas pudo comer durante una hora, hasta que lo abrigaron con sus capas. Aun entonces, su estómago no retenía nada largo tiempo. Cuando pudo hablar, les contó que en la semana en que había estado libre había vivido en los bosques, bebiendo el rocío y comiendo caracoles y bayas y liebres jóvenes que no podían correr mucho. Tenía miedo de encender un fuego, dijo, así que había comido las criaturas crudas. Se había partido un diente tratando de abrir una nuez. Lo afeaba y le había causado mucho dolor. Algunos pensaban que se lo merecía, pero cabecearon comprensivamente. Los niños sintieron repulsión de hallar al Dios Sol tan débil.
Otro año una pequeña partida de sajones llegó en sus barcos largos al muelle de la ciudad y desembarcó a plena luz del día, desenvainando las espadas. Eran hombres muy altos y delgados, con cabello claro y rostro estúpido. Se habían embriagado tanto con el vino griego que habían robado de un buque mercante que no sabían lo que hacían. Cunobelin se rió al enterarse y ordenó a la guardia que los dejara en paz. Envió a un esclavo sajón para que los condujera al palacio, donde los agasajó y los embriagó aún más. Durante la cena zamarreaban las mesas con su alboroto, aunque ningún celta entendía una palabra de lo que decían.
Todos disfrutaron esa noche, sobre todo Morag, que empezaba a desarrollar un torvo sentido del humor, parecido al de su tío el rey. Los sajones se tendieron en la paja como bestias, se arrebujaron en sus capas y pasaron la noche alrededor del fuego.
Por la mañana todos habían muerto por el vino envenenado que habían bebido, salvo el jefe, que había permanecido sentado junto al rey y habría notado si las criadas le deslizaban algo en la copa.
El jefe era aún más alto que sus hombres, y llevaba el cabello en dos largas trenzas, una a cada lado de la cabeza. Se quejó de que se sentía muy mal cuando los guardias lo arrastraron fuera, así que el rey le prolongó la vida hasta el atardecer, cuando el tiempo sería más cálido. En la corte corría el rumor de que habían enviado a una joven germana a las mazmorras después de la comida del mediodía, pero nadie lo sabía con certeza. Lo amarraron a un poste a las puertas de la ciudad y lo acribillaron a flechazos mientras caía el sol. Luego clavaron la cabeza en una pica, con sus tontas trenzas amarillas, encima del palacio del rey. Los muchachos estuvieron presentes en la ejecución y se llenaron de odio por los piratas sajones cuando el largo cuerpo del jefe se aflojó entre sus ligaduras.
Muchos meses después el rey supo que no se trataba de una expedición bélica sino de una misión comercial que se dirigía al norte de Britania y se había desviado. Habían bebido demasiado vino robado y sólo habían desembarcado en Camulodun para preguntar dónde estaban.
Esos errores eran frecuentes entre los pueblos que no tenían un idioma común, y eran tema de diversión cuando se alargaban las noches de invierno y la gente de la tribu se apiñaba alrededor de la fogata de turba, resguardada del viento, contando sus largas historias para pasar las horas.
También estaba esa anécdota de los cuatro reyes pictos, personajes eminentes en su propia tierra, que llegaron para pactar una alianza con los belgas. Tuvieron la desgracia de ser asaltados en territorio icenio y se quedaron sin un céntimo y desnudos en los brezales. Hasta ahí habría sido aceptable, pero se internaron en los bosques buscando refugio y allí los encontró una partida de caza belga que se había desviado de su camino persiguiendo un venado y los tomó por salvajes. Cunobelin creyó, o fingió, que eran salvajes sin idioma y los puso en el bestiario real, con los leopardos que Roma le enviaba en ocasiones. Sólo un rey salió vivo de la jaula al final del día. Cuando lo sentaron en un poni y lo soltaron, se puso a gritar tanto que un guardia tuvo que pegarle en la cabeza, por misericordia.
Pero estos episodios no eran comunes. Las actividades habituales eran la cosecha del trigo en las terrazas de las laderas, la siembra con el gran arado de ruedas y cuatro bueyes, la fiesta anual de la cosecha, la pesca de la trucha con lanzas, y la cacería, a veces en sitios tan distantes como Anderida Silva, en la comarca de los ingeniosos y artísticos cantíos.
Los niños poco a poco maduraron y pudieron ingresar en las sociedades secretas, según en cuál de los trece meses lunares hubieran nacido: Caradoc, los Tejones; Reged, los Búhos; Gwyndoc, las Nutrias; Morag y Beddyr, los Lobos.
No veían mucho a Adminio, pues él vivía una existencia apartada en la corte de su madre, en Dubra; durante casi tres años había estudiado religión y filosofia en Dreux, en la Galia. Había escrito una carta a su tío, diciendo que los druidas eran gente maravillosa y que en poco tiempo su colegio superaría el de Mona. También estudiaba derecho y política, decía, y tenía un preceptor romano llamado Estrabio que leía los clásicos con él. También decía que había presenciado un sacrificio en Camac, en Armórica, junto con otros estudiantes. Pensaba que las piedras eran más bonitas que las de casa, aunque más pequeñas.
En una posdata admitía que dudaba cada vez más de los sistemas religiosos y políticos de los britanos. Ansiaba realizar un viaje a Roma con su preceptor romano antes de finalizar su estancia en la Galia.
Cuando el escriba de la corte leyó esta carta al Consejo, la mayoría de los miembros se encolerizaron, especialmente por la posdata. Pero Cunobelin soltó una tonante carcajada y dijo que el joven sabría preservar la unidad britana mucho mejor que cualquiera de ellos, a pesar de sus cabezas canas y su larga barba. Esto sólo causó más irritación. Durante tres días después de la recepción de la carta, la corte fue un hervidero de furia e inquietud. Arrojaron animales muertos y desechos por las ventanas de la casa de Dubra, y encontraron vacas muertas en sus pesebres. Luego el incidente se olvidó. Se celebró la ceremonia de iniciación de los nuevos druidas, una mala cosecha obligó a los sacerdotes a exigir un sacrificio de primogénitos, y entre una cosa y otra todos se olvidaron del joven Adminio. Caradoc ciertamente se olvidaba de él cuando pensaba en las cacerías o las fiestas.
En una hondonada de la linde del bosque, donde los helechales eran tupidos y los lagartos brincaban como relámpagos verdes, los cuatro jóvenes reposaban en el calor de la tarde estival. Los altos príncipes, Caradoc y su hermano Reged, estaban apoyados sobre los codos, mascando briznas de hierba, y a poca distancia sus primos, Morag y Beddyr, los observaban atentamente, sin atreverse a hablar a menos que les dirigieran la palabra.
El leonado Caradoc y su hermano de melena flamígera contrastaban tanto con Morag y Beddyr, con su cabello y sus ojos negros, y su tez morena, que no sólo habría costado adivinar que pertenecían a la misma familia, sino a la misma raza. Pero el rey Cunobelin era su tío carnal, y tenían sangre tan pura y noble como cualquiera en el reino belga, aunque a veces se inflamaba un poco más rápidamente de lo que cabía esperar en jóvenes de una familia real. El tío Cunobelin a menudo los reprendía por esta cuestión.
—Muchachos —decía—, de nada serviría permitir que os nombraran reyes. Al cabo de una quincena habríais perdido los estribos catorce veces... y si usarais el hacha en cada ocasión, al cabo de un mes no os quedarían súbditos.
Pero esa tarde soñolienta de sol y aire fresco, los hermanos estaban mansos como corderos, ansiosos por agradar a sus parientes más encumbrados, de recordar el papel de guardaespaldas que se habían impuesto.
Súbitamente Caradoc bostezó y arrojó un terrón a Morag. El muchacho lo vio venir pero se negó a eludirlo. El terrón le pegó con fuerza en un lado de la cabeza, pero Morag sonrió e inclinó la cabeza como pidiendo al primo que le arrojara otro. Y Caradoc lo habría hecho, pero el terrón más próximo estaba fuera de su alcance y no tenía ganas estirarse. Le sonrió a Morag.
—Morag —le dijo—, no deberías permitir que Beddyr te arroje terrones a la cabeza. Es indigno. Puedes golpearlo por ello.
Morag miró al príncipe con desconcierto, pero pronto entendió la idea, se volvió bruscamente y golpeó a su hermano en el pecho. Beddyr sonrió sin inmutarse.
—¿No piensas devolver el golpe? —preguntó Caradoc.
Beddyr miró amablemente a su hermano, estiró la mano y encontró una vara. Golpeó a Morag con tanta fuerza en los hombros que la vara se partió, luego le cogió la mano y la sostuvo, medio avergonzado.
—¿A qué juegas, Caradoc? —preguntó Reged con enfado—. Actúas como un bufón, no como un príncipe. Siempre estás provocando a estos dos. Me tienes harto. Iré a buscar ranas en el bosque. —Se levantó despacio y se internó en la arboleda.
—Espera —gritó su hermano—. Estoy harto de estos dos salvajes. Te acompañaré.
Pero antes de que pudiera levantarse, Reged corrió hacia una parte .oscura del bosque y se ocultó.
—No quiero compañía —dijo—. Quiero estar a solas.
Caradoc se recostó entre los helechos y volvió a bostezar. Comenzó a arrojar guijarros a una mariquita que trataba de cruzar un tramo de tierra desnuda ante sus pies. Morag se levantó.
—¿Quieres que mate a la mariquita, Caradoc? —preguntó.
El príncipe lo miró con desprecio.
—No, gracias, Morag —respondió—. Puedo matar sin tu ayuda. Me repugnas... siempre quieres hacer algo por mí. Yo puedo hacerlo todo por mi cuenta. Así que cállate.
A Morag empezó a temblarle el labio, y cuando Beddyr le tendió la mano, golpeó el hombro de su hermano.
—Morag —dijo Caradoc—, lo he pensado mejor. Mata la mariquita. Me complacería.
El labio del muchacho dejó de temblar. Se puso en pie de un brinco y pisó con fuerza el tramo de tierra desnuda.
—Bien —dijo Caradoc—. Eres un buen esclavo. —Morag asintió y se arrodilló para besar la sandalia de su primo. Regresó a su lugar y le dijo a Beddyr que fuera a besar la sandalia de Caradoc. Luego todos se recostaron a la sombra.
El príncipe bostezó de nuevo.
—Estoy aburrido —dijo—. Morag, ¿quieres luchar conmigo? Hace días que no lucho.
El joven de cabello negro sonrió y comenzó a quitarse la túnica.
—Cuida la ropa del príncipe —le dijo a Beddyr, y luego, semidesnudo, se dirigió por la hierba hacia una pequeña hondonada donde había una superficie pareja para luchar. Tras arrojarse polvo en el cuerpo moreno y húmedo, empezaron a luchar, pero era evidente que Morag ansiaba que Caradoc ganara siempre. No aprovechaba los descuidos del príncipe, y aun cuando tenía a su oponente en su poder dejaba que Caradoc se incorporase y lo arrojara al suelo.
—Maldición —jadeó el príncipe—, esto no es lucha. Ni siquiera te esfuerzas. No es divertido para mí.
Morag se limitó a sonreír estúpidamente, e hizo lo mismo que antes.
—Ven, Beddyr —llamó Caradoc—. Tu hermano no sirve. No me divierte. Luchar con él es como luchar con un muerto.
Beddyr se quitó la túnica, y Morag fue a cuidar la ropa. Pero no sirvió de nada. Igual que Morag, él procuraba no tumbar a su primo, y Caradoc se enfureció cada vez más.
—¿Creéis que estoy hecho de cera? —gritó al fin.
Ambos fingieron reírse, como si fuera una broma, y él se abalanzó sobre ellos y los pateó con fuerza por todas partes. Mientras él pateaba, ambos se quedaron quietos, hasta que se le pasó el berrinche.
Al final, cansado y avergonzado, Caradoc volvió a sentarse. Habría podido llorar de humillación, cuando de pronto todos oyeron una nueva voz en el bosque, la voz de un joven cantando alegremente:
El bosque está lleno de ojos brillantes,
el bosque está lleno de pies sigilosos,
el bosque está lleno de pequeños gritos...
¡No vayas al bosque de noche!
Conocí a un hombre con ojos de vidrio, un dedo que caracoleaba como un gusano cabello rojo como hojas caídas, y un bastón que siseaba como una serpiente en verano...
El príncipe escuchó esa canción improvisada un instante.
—Gwyndoc, Gwyndoc —le gritó al bosque—, estamos aquí. ¡Ven a alegrarnos!
Los primos se miraron, y miraron al príncipe, y ambos pusieron mala cara.
Tras un susurro de maleza y helecho seco, apareció Gwyndoc, un joven alto y rubio, tan semejante a Caradoc que parecía su hermano. Vestía una gruesa chaqueta de piel de oveja sobre sus pantalones de tartán y llevaba una vara sobre el hombro, de la cual colgaban un par de faisanes. Se acercó a Caradoc y le palmeó el hombro.
—Hola, joven príncipe —dijo, medio en broma—. ¿Aquí tienes tu corte?
Caradoc le pidió que se sentara junto a él en el helechal, y Morag miró con el ceño fruncido a su hermano y dio la espalda a los dos amigos.
—Gwyndoc —dijo Caradoc al cabo de un rato—. Estoy aburrido del sol y de estos dos necios. ¿Quieres luchar conmigo? No logro que Morag y Beddyr me satisfagan.
Gwyndoc sonrió.
—Estoy un poco cansado, pequeño tejón —dijo—, pero lo intentaré si lo deseas.
Se quitó la chaqueta de piel de oveja y empezó a flexionar los músculos de los brazos. Caradoc caminó hasta el centro del círculo de lucha y se quedó esperando, riéndose de su amigo. Cuando Gwyndoc pasó junto a Morag, el joven de pelo negro habló, en voz alta pero como si se dirigiera a su hermano.
—Gwyndoc perderá. Sabe que perderá.
Beddyr no pareció oír esas palabras, y Gwyndoc fingió dar un puntapié a Morag a modo de respuesta, mientras seguía su camino.
Los dos amigos se enfrentaron y al fin se enzarzaron, forcejeando hasta que el sudor les cubrió la frente. Súbitamente Gwyndoc se giró, cogió al príncipe por la pierna y lo arrojó de espaldas en la hierba. Antes de que Caradoc pudiera levantarse, su joven amigo se abalanzó sobre él y lo sujetó con firmeza. Caradoc lo miró con una sonrisa.
—Esta vez ganas, Gwyndoc —dijo—. Pero la próxima será diferente.
Gwyndoc ayudó al príncipe a levantarse, y se enzarzaron una vez más. Esta vez, mientras forcejeaban, Gwyndoc susurró:
—Te mostraré una llave que me enseñó el médico griego de mi padre.
Caradoc cabeceó.
—No tendrás la oportunidad —replicó riendo. Pero antes de que dejara de sonreír, Gwyndoc lo había tumbado de nuevo, hundiéndole la cara en una mata de helechos, alzándole el brazo detrás de la espalda.
Cuando Gwyndoc se incorporó para ayudar al príncipe a ponerse en pie, Morag y Beddyr se le abalanzaron, dándole frenéticos puñetazos y puntapiés. Desprevenido, Gwyndoc cayó al costado y rodó mientras los hermanos lo atacaban de nuevo.
—¡Basta, tontos! —gritó Caradoc, pero no parecían oírle. Luego el príncipe gritó—: ¡Cuidado, Beddyr tiene un cuchillo!
Gwyndoc se levantó, escabullándose como un hurón. Sorprendió a Morag desprevenido y le dio una fuerte patada bajo el corazón, haciéndolo caer con un gruñido, al tiempo que se volvía hacia Beddyr y le sujetaba el brazo.
—Guarda el cuchillo, Beddyr —jadeó—. Esto ya ha pasado de broma.
Beddyr, con los ojos en blanco y respirando entrecortadamente, trató de morder la mano de su rival. Gwyndoc lo sostuvo con firmeza y miró a Caradoc, pidiendo consejo. El joven príncipe lo miró con dureza.
—Mátalo, Gwyndoc, se lo merece.
Beddyr oyó las palabras del príncipe. Al instante dejó de forcejear, perdiendo el ánimo, y sus ojos en blanco recobraron el brillo, llenándose de lágrimas. ¡Caradoc le había dicho a Gwyndoc que lo matara! El príncipe ya no lo apreciaba, ya no tenía fe en su lealtad, y sólo quería librarse de él, como uno se libraría de un halcón díscolo o un perro que molestara al rebaño. Beddyr agachó la cabeza para ocultar su aflicción. Gwyndoc aflojó su muñeca tensa. Como precaución, extrajo suavemente el cuchillo de caza de la mano del joven.
—Déjame tenerlo un rato, Beddyr —murmuró—. Me gusta la talla del asta. Es germano, ¿verdad?
Beddyr lo miró entre avergonzado y airado, y asintió.
Se volvió en silencio y corrió hacia el enfurruñado Morag, que se frotaba el estómago sentado entre las altas hierbas. Pero cuando Beddyr se arrodilló junto a su hermano, Morag susurró airadamente:
—¿Por qué no lo mataste? ¡Necio! Arrojó a Caradoc al suelo.
Se incorporó penosamente y se alejó desdeñosamente de Beddyr. Al cabo Beddyr lo siguió a la carrera, tratando de explicarse y agitando las manos. Morag lo apartó de un empellón un par de veces, fingiendo ignorarlo, pero Beddyr lo siguió a distancia, como un perro apaleado, tratando de congraciarse.
Caradoc encaró a su amigo con gesto adusto.
—Son mis primos —dijo—, pero a veces desearía que los sacrificaran en la gran piedra, y que yo personalmente oficiara. —Sonrió ante la expresión de espanto de Gwyndoc—. Sí, sé que soy demasiado temperamental, pero son necios. La clase de necios que cualquier día nos traerán problemas a todos. —Caradoc rodeó los hombros de Gwyndoc con el brazo—. ¿Y dónde estarías tú si yo no hubiera estado aquí para detenerlos, amigo mío?
Por un instante Gwyndoc se irritó.
—Este juguete para niños me pudo raspar un poco —dijo, arrojando el cuchillo al aire y cogiéndolo por la empuñadura—, pero pronto habría enviado a Beddyr junto a su hermano.
El príncipe rió irónicamente.
—Eso crees —dijo—. Pero si yo no hubiera estado aquí, habrían atacado más súbitamente. Podría hacer que te mataran cuando quisiera. ¿Qué piensas de eso, listillo?
Gwyndoc se zafó de él airadamente.
—Que pelearé contra ambos cuando quieras. Ahora mismo pude haberlos lastimado, salvo por tu presencia y por el hecho de que te aman. Llámalos y luchemos para demostrar quién te ama más. ¡Llámalos!
Mientras Gwyndoc hablaba, Caradoc se puso serio. Parecía a punto de tomar literalmente las palabras de Gwyndoc. Al fin se distendió y sonrió, y le dio a su amigo una fuerte palmada en la espalda.
—Gwyndoc, eres mi queridísimo amigo. No riñamos, pues.
Gwyndoc se apartó, sin soltar el cuchillo. Oyeron un crujido en la maleza seca y apareció Reged, cubriendo algo con las manos.
—Niños —dijo con petulancia—, parad esa riña y mirad lo que he hallado.
Los dos amigos se volvieron hacia él.
—Cuidado, Reged —rió Caradoc—, o los dos te colgaremos en los árboles de los talones, ¿verdad, Gwyndoc?
Gwyndoc sonrió con embarazo, y los dos jóvenes se encorvaron para inspeccionar el hallazgo de Reged. Era un topo, muy joven y medio muerto de miedo y asfixia en las manos calientes de Reged.
—Un espíritu familiar, amigos míos —dijo Reged—. Se puede entrenar a esta bestezuela para obedecer órdenes. Cavaría un túnel bajo el suelo de la choza de nuestros enemigos y nos traería mensajes sobre sus intenciones. Este animal es amigo de reyes y príncipes. Esta criatura es especialmente buena. Mirad, en su lomo está el signo del sol, en blanco.
Los dos amigos miraron atentamente al topo que forcejeaba. Gwyndoc silbó.
—Por Casivelauno, Reged, tienes razón. La marca es claramente visible.
Reged sonrió paternalmente.
—Sí, habitualmente tengo razón, sobre todo en cuanto a presagios y cosas semejantes. Ya soy más que medio druida. Caradoc no tiene el ojo interior que tengo yo. Por eso le fue tan mal cuando nuestro padre lo envió a Mona para hacer su primer curso. —Miró a su hermano con aire provocador. Caradoc le pegó en las manos, y el topo cayó en los helechos y gruesos musgos y se perdió de vista con una celeridad que sorprendió a los tres muchachos. Por un instante la cara de Reged se enturbió, y pareció que olvidaría su temperamento moderado y golpearía a su risueño hermano. En cambio, recobró la dignidad y se volvió hacia el sendero que conducía a la ciudad—. Vamos a casa, o correremos peligro de olvidar quiénes somos.
Echó a andar con aire displicente. Los dos muchachos lo siguieron despacio, riendo entre dientes, avergonzados. Gwyndoc se le acercó y le puso el par de faisanes en las manos.
—Una ofrenda, Reged —dijo—. Dos aves por tu topo.
Reged miró altivamente las plumas arrugadas.
—Gracias, Gwyndoc, pero no puedo aceptar tus aves. Son tuyas, tal como el topo era mío. —Clavó los ojos en su hermano, que desvió la vista, intimidado por la mirada de Reged, murmurando entre dientes.
Pero Gwyndoc no aceptaba el rechazo. Se alejó de Reged para que el otro no pudiera ponerle las aves en las manos.
—Es una ofrenda —repitió—. Si quieres, puedes considerarlas un sacrificio.
Reged se aplacó.
—Eso es diferente —dijo con aire excesivamente pomposo para su edad—. Como príncipe, no puedo rechazar un sacrificio. Gracias, amigo.
No volvió a mencionar las aves, sino que las llevó con descuido, meciéndolas contra su pierna al caminar.
Al salir del valle boscoso al claro, los tres hallaron a Beddyr sentado a solas a la vera del camino. El semblante duro y joven estaba empapado de lágrimas. Nadie le habló, y él echó a andar detrás de sus amigos, siguiéndolos a distancia. Gwyndoc aprovechó la oportunidad para dar media vuelta y devolverle el cuchillo de caza, pero pronto Beddyr arrojó el cuchillo a la espesura y se limpió la mano en la túnica.
Al cabo de un tiempo se puso el sol, y llegaron a la vista de las chozas. Pero no vieron a Morag en el sendero, ni durante el resto del día.