II
Residencia psiquiátrica en algún lugar del sur de España, verano de 2008
He decidido narrar en primer lugar el suicidio de mi paciente. Me consta que se trata de una introducción que podría tildarse de morbosa. Si esto fuera una novela de ficción podría incluso pensarse que el inicio con una muerte es porque el autor pretende hacer más atractivo su thriller, que quiere atar al lector con un comienzo de guinda envenenada; pero ni siquiera estas páginas deben considerarse novela (aunque voy a intentar narrar la historia como tal) ni, menos aún, se trata de ningún thriller. El nombre de mi paciente era Camilo, o Pedro, o Camilo Pedro, pues él no mostraba predilección por ninguno de sus dos nombres; sus apellidos también los han podido leer desde las primeras palabras de este libro: Flores Padilla. De todos, era «Pedro» el nombre que mejor le cuadraba: la palabra «pedro» contiene en sí, precisamente, las mismas letras exactas que la palabra «poder», solo que descolocadas. Dudo mucho que él hubiera leído nunca a Nietzsche el siniestro, pero de haberlo hecho no podría negarse su influencia en la especie de delirio de poder que lo fue invadiendo durante su alucinada estancia en la isla.
Yo me llamo Alfredo F. Dorrana. Soy médico psiquiatra, como habrán adivinado desde las primeras páginas, y no quiero dar ningún sesgo de literatura médica a este relato. Si les digo la verdad, ni siquiera querría hacer esta introducción, pero me siento en la obligación de explicar siquiera sucintamente los motivos que me han impulsado a escribir este libro, y las fuentes de las que me he nutrido para hacerlo. Espero se llegue a parecer en algo a una novela. A la postre, el estilo o la calidad literaria deberían ser lo de menos, y es más que probable que, por querer escribir bien, cometa algunos excesos estilísticos que los lectores sabrán perdonarme. Nada de esto importa. Lo más importante es hacerles llegar a ustedes esta serie de hechos tan conmovedores, sorprendentes, terribles y aun diría inverosímiles, pero de enorme trascendencia. Tampoco quise ni querré hacer ningún tipo de denuncia formal; allá cuidados con las autoridades, si ellos quieren tomar nota después de apercibirse de la existencia de un libro como este. Desde que me hice con toda la información que ahora articulo en este texto, desde que una mañana de primavera salí al jardín, hallé a Camilo Pedro colgando del magnolio, llamé a los celadores, lo descendieron y encontré tirado en el suelo un estuche con un cedé en cuya carátula el muerto había escrito: «Mi historia en la isla»; introduje ese cedé en mi ordenador y terminé de leer y ver toda aquella pasmosa y enmarañada, pero muy completa peripecia, que me llevó al menos quince días de intensa y continuada lectura, desde entonces —hace aproximadamente un año— no he hecho otra cosa que soñar con ello, obsesionarme y apenas poder concentrarme en mis pacientes y mi trabajo cotidiano. Por buscar mi liberación y por una deuda contraída con la historia, he decidido verter todos esos datos y contarles punto por punto esta extraña sinfonía del absurdo.
Muy al contrario de lo que sugerían algunos de mis colegas, ignaros en todo lo que concernía a la verdadera historia y psique de mi paciente, igual de ignaros que yo entonces, C. Pedro no perdía el tiempo con el ordenador portátil en su dormitorio; durante los dos últimos años estuvo rellenando muchas páginas, unas cuantas carpetas y archivos en el ordenador, e iba traspasando de un par de viejos cuadernos notas y más notas. Incluso logró trasvasar alguna imagen borrosa de documentos que escaneó en la impresora de mi propia consulta. Luego grabó todos esos documentos en el cedé que encontré junto al magnolio. Mi idea es que aquel hombre había intentado morir con el estuche entre sus manos, pero al enervarse sus fuerzas, el cedé se le cayó y quedó medio enterrado entre la tierra y las hierbas, de donde yo lo rescaté en secreto. Supuse que todo aquello que había escrito debería encontrarse también en su ordenador portátil; pero no sé con exactitud en manos de quién esté toda esa información duplicada. Lo único que sé de forma fidedigna, porque, sin sospechar nada, yo mismo les indiqué dónde encontrar su antigua habitación, incluido el ordenador, es que los hombres de siempre, los de traje gris (y al decir «traje gris» quiero simplemente enunciar que vestían de una forma anodina), con su acento extranjero, muy circunspectos y demasiado autoritarios preguntaron por Camilo Pedro un día después de su suicidio, subieron a su dormitorio y cogieron todas sus pertenencias; preguntaron si había algo más, si en algún rincón del hospital guardaba alguna otra cosa, y una vez que estuvieron seguros de que no se olvidaban ninguno de los objetos que le hubieran podido pertenecer, se marcharon. Por supuesto, no les revelé lo que yo había encontrado en el suelo. C. Pedro había pasado cerca de veintisiete años en esta residencia psiquiátrica, y aquellos hombres u otros parecidos eran los únicos que se habían interesado por el paciente en todo el tiempo que estuvo internado. Su familia (ahora sé bien por qué) nunca parecía haberse inquietado por él. Es un hecho que yo mismo he consignado varias veces en el historial clínico de Camilo Pedro el que cada vez que aquellos hombres lo visitaban, su comportamiento se hacía más retraído. Este efecto duraba unos meses e iba reduciéndose hasta que Camilo Pedro volvía a mostrarse, dentro de su misantropía, un poco más extravertido. Hasta que pareció hartarse, ahora lo sé, de mantener el silencio, y tras una de las últimas visitas de aquellos hombres, C. Pedro me pidió que le trajéramos un ordenador portátil, dijo, para apuntar unas cuantas cosas de mi vida. Aquella frase tan simple fue la más larga que había pronunciado hasta entonces.
Se han consignado en la literatura médica multitud de casos clínicos en los que una persona tiene un accidente, padece un atentado o sufre algún tipo de shock emocional y como consecuencia de ello el sujeto queda privado del habla, de la expresión verbal. Todas las respuestas múltiples del cerebro ante hechos traumáticos lo suficientemente fuertes como para conmocionar al individuo nos generan al analizarlas, ya seamos profesionales de la mente o simplemente observadores mundanos, una suerte de alucinación, a veces incluso llegamos a enunciarlas con la cándida definición de «simpáticas». Sorprendentes, ilógicas. Se cuenta de un famoso caso clínico en el que un trabajador del ferrocarril de Londres en el siglo XIX, tras haberle traspasado la parte frontolateral izquierda del cerebro una barra de hierro expelida por los aires en forma de proyectil a causa de una infausta explosión, conservó intactas todas sus habilidades intelectuales, matemáticas, lingüísticas, memorísticas; pero se volvió un ser antisocial y desprovisto de filtros morales. En este caso hay una motivación física a la que se ha atribuido la relación de causa-efecto: la barra de hierro parece haber traspasado la región cerebral donde se ubica nuestra capacidad moral.
Otro ejemplo es el de un caballero maduro y analfabeto musical, con un abierto desprecio hacia la música clásica, quien, después de un tremebundo accidente de coche, sufrió una profundísima amnesia que le hizo olvidar los hechos más relevantes de su pasado, su trabajo, sus orígenes, su infancia, incluso a su propia esposa —¿amnesia o astucia?, podríamos sospechar—, a la que siguió una conversión musical del todo inopinada. Poco a poco, aquel tipo fue farfullando en su interior melodías para piano que le llegaban de lo más profundo de su mente. Las empezó a transcribir como pudo con un bolígrafo y un cuaderno, a través de signos que de alguna forma recogieran aquellas primeras germinaciones musicales nacidas de una inspiración ex nihilo. Más tarde comenzó sus clases de solfeo y después se compró un piano. No paraba de producir piezas espontáneas que brotaban del piélago de sus neuronas, piezas que cabría juzgar como mínimo de muy refinadas y exquisitas, llegando algunas de ellas a rozar la genialidad. Yo nunca las llegué a escuchar, pero algún musicólogo un tanto alucinado o imbécil ha llegado a decir que este hombre es una reencarnación de Erik Satie; si despojamos tan supersticiosa y acientífica observación de su lado equívoco, lo cierto es que muchos coinciden en el parecido de ambos músicos, tanto en la música como en su apariencia física.
Hay personas que tras la conmoción se vuelven homosexuales, o bondadosas cuando antes habían tenido un comportamiento más bien reprobable y mezquino. El Jano, una revista médica y humanística que atestaba unos cuantos anaqueles en la vieja biblioteca de mi facultad, consignaba el singular ejemplo, a propósito de conversiones de índole moral, de un provecto militar norteamericano, racista y con conocidas simpatías por la ideología nazi. Fuera de servicio, mientras paseaba al pequeño scottish terrier de su mujer por un parque próximo a su casa, ubicada en algún lugar del sureste de los Estados Unidos, el cielo se ensombreció de pronto, él quiso correr a refugiarse en algún lugar cubierto, porque una intensa lluvia acompañada de viento fortísimo comenzó a arreciar sobre su cabeza casi calva. La lluvia y sobre todo el viento se intensificaron hasta niveles catastróficos. El militar, no por serlo, personaje atrabiliario y odiado por media villa, sintió cómo un rayo caía sobre él y lo dejaba tendido en el césped agarrado a Joe, el pequeño scottish terrier, con el rostro lampiño lamido por una recién inaugurada riada de agua que corría por el césped y que iba convirtiendo todo en un lodazal, con la oreja chamuscada y el cerebro vacío por efecto del relámpago. Se vio ascender a los cielos, según narró después, y llegar a lo alto de una nube blanca y densa sobre la que apareció un dios negro y con melenas rastas. Le ofreció una taza de té, porque de pronto el dios negro se había transformado en una señora anciana de origen inglés, que era su misma madre pero se parecía a la profesora de religión de su hija Candy.
—Hijo —le habló—, yo te eduqué muy estrictamente, tu padre te pegó por cada cosa que hacías mal y te llevamos a una escuela militar donde aprendiste a comportarte como un auténtico hombre. Ahora te hemos enviado un rayo para matarte.
Aquel mensaje absurdo, toda aquella especie de sueño de significado inexplicable, fue seguido de un coma de tres meses sobre el que los médicos pronosticaban un desenlace fatal o una pérdida irreversible de su capacidad neuronal. Pero al final el hombre salió de su estado semiexistente y se repuso. Solo recordaba el extracto de su estúpido sueño. La oreja derecha fue reducida a un simple forúnculo de color marrón oscuro. Pero lo más curioso, y aquí está el caso, es que comenzó a transformarse en un personaje cordial y bonachón. Dejó la Armada. Renegó de cualquier pasado político relacionado con la extrema derecha y emprendió una serie de colaboraciones con asociaciones benéficas y filantrópicas. Adoptó un niño negro del colegio de huérfanos y le dio por asegurar que algún día no muy lejano el presidente de los Estados Unidos sería un hombre con sangre negra, y que ese día él se sentiría terminantemente orgulloso de pertenecer al pueblo norteamericano. Todo el mundo daba fe de que aquel individuo no solo había cambiado por dentro, sino que por fuera había experimentado una especie de mutación benéfica (dejado aparte el detalle escabroso de su oreja achicharrada). Aun cuando había ido cediendo casi toda su pilosidad craneal a los desagües y los peines desde que tenía veinticinco años de edad, tras el incidente del rayo le había brotado una hermosa cabellera; todos decían que ahora parecía tres lustros más joven y que sonreía casi de forma constante.
Todos estos son casos de conmociones ante accidentes puntuales, experiencias que en cuestión de milésimas de segundo llevan a la persona hasta la frontera de la muerte y lo someten a dos acontecimientos traumáticos que sin duda deben operar con una relación entre sí de causa-efecto, a saber: el daño físico y el shock emocional. Existen accidentes de orden menos inmediato, donde el individuo se expone a la contemplación involuntaria de escenas en las que terceras personas sufren el daño físico directo, aunque necesariamente debe existir implicación, sobre todo de índole sentimental, entre el sujeto y el contexto en el que se ve envuelto. Es el arquetípico, e incluso diríamos el cinematográfico caso, verbigracia, del niño que contempla la muerte violenta de uno o ambos progenitores, o de uno de sus hermanos. En tales casos, es frecuente como respuesta del cerebro la afasia post-traumática. Y es precisamente esta la respuesta que se operó en el cerebro de Camilo Pedro. Sin embargo, mediante largas sesiones terapéuticas, logré que en más de una ocasión llegase a expresarme conceptos básicos y respuestas lógicas y monosilábicas a preguntas muy complejas; pero nunca expresaba verbalmente nada relacionado con el pasado. De aquellas sesiones colegí que me encontraba ante un paciente cuya afasia post-traumática podría ser de las conocidas como «voluntarias» o de «autoesquivación social». El individuo trata de refugiarse tras la coraza de su silencio, se somete a un retiro hacia el interior de su mente, rehúye la comunicación con sus semejantes. Todo esto en el caso de Camilo Pedro no estaba vinculado, como cabría pensar, a ninguna clase de pánico social; su mutismo sería sin duda más voluntario que traumático —y es una conclusión a la que llego tras largas reflexiones y después de que él se haya muerto y yo haya recabado toda esta información de su legado electrónico—. Algún compañero me había sugerido que muchos de los achaques físicos que padecía nuestro paciente, su especie de bronquitis crónica, los sarpullidos en su piel, ciertas infecciones que recurrentemente había que tratarle con antibióticos, se debían a reacciones psicosomáticas; es decir, otros colegas pensaban, al revés que yo, que el paciente padecía algún trastorno profundo y muy serio de la personalidad que lo estragaba a nivel fisiológico y cuya afasia no era otra cosa que una simple manifestación, la más obvia, de su cuadro clínico. Mis primeras intuiciones iban en otro sentido que las especulaciones de mis colegas, y todo se me ha ido confirmando a la luz de las pruebas. Para mí, detrás de los síntomas neuróticos de mi paciente se escondía una experiencia real, concreta, de muchísima intensidad y —todavía más— de una relativamente larga exposición (no un rayo, ni un disparo, ni una visión horrible pero fugaz). En lo que respecta a su afasia, ahora puedo aseverar, para expresarlo en romance paladino, que a Camilo Pedro no le daba la real gana de hablar y había decidido aliarse con el silencio para protegerse a sí mismo de la extinción, dejarse tiempo para ir hilvanando sus escritos —único acto de resarcimiento y venganza frente a las víctimas y sus verdugos respectivamente— y preparar con sencillez su tránsito hacia la muerte, su salvación final. Todas aquellas secuelas físicas de su organismo encontrarían otra explicación mucho más simple y, al mismo tiempo, mucho más compleja.