XII
El reino del gigante
La pequeña manada de estegodones pacía tranquila en la ribera. Una de las crías, no más grande que un perro mediano, jugaba con el agua del arroyo, hundía su pequeña trompa en el agua limpia, justo en el remanso originado por una poza donde el estrecho caudal se ensanchaba y formaba, a un lado, un calmado saliente de agua más profunda. De vez en cuando ascendía la trompa en el aire y se echaba el agua en aspersión por encima de su espalda. La espesura vegetal de la jungla ocultaba en su interior, pertrechado y acechante, a un grupo de doradillos, entre los que destacaba en la retaguardia un enorme humano de aspecto salvaje, con larga, enredada y asquerosa melena hasta media espalda, barba intonsa, desordenada y sucia, desnudo, renegrido y los pies hinchados con la planta convertida en una enorme llaga más resistente que cualquier suela de caucho; era C. P., quien también portaba entre sus manos un palo afilado de paiutek. Si seguían reptando, escurriéndose entre la áspera densidad del sotobosque, los diminutos paquidermos del tamaño de un ciervo podrían descubrirlos y emprender la huida.
Primero C. P. le hizo un gesto a Róber, quien luego gesticuló con la punta de su lanza, moviéndola silenciosa en el aire para que, en forma de mandato, dos de ellos dieran un rodeo y poder así emboscar a la manada. Fueron Carnudo y otro macho joven sin nombre aún. Aguardaron en sigilo de este lado de sus presas, mientras los otros daban un rodeo para tomar sus posiciones al lado opuesto de los animales. Algunos miembros más de la manada de elefantes se zambulleron en la poza junto con la cría. Pasado un tiempo los doradillos salieron de su escondite por ambos flancos, las lanzas levantadas. Los estegodones comenzaron a dar vueltas sobre sí mismos, pues no sabían por dónde huir. Salieron primero los del grupo donde se encontraba C. P. y luego los de la línea de enfrente. Los pequeños elefantes se metieron en el agua, alguno tomó la alternativa correcta y se escapó aplastando la maleza por el único hueco que quedaba entre los dos grupos de cazadores y la orilla del arroyo. Se escuchó el barrito desesperado de una hembra, ubicada en posición defensiva junto a su cría. Las lanzas de paiutek llovieron sobre el cuerpo de un viejo macho de estegodón que se había encallado en la zona corriente del caudal. Otros hombrecillos comenzaron a clavar en puntos estratégicos del animal sus palos afilados. Poco a poco, entre gritos de ataque por parte de los doradillos y chillidos estridentes de dolor por parte del animal, entre chapoteos impotentes, fueron reduciéndolo hasta que el elefante se derrumbó sobre el agua. La corriente chocaba contra su piel, una epidermis casi negra y más lisa que la de sus parientes gigantes de los continentes, y pasaba por encima de las patas apoyadas en el fondo del arroyo, como por las piedras de una fuente ornamental. La madre y la cría lograron seguir los pasos urgentes de los otros miembros de la manada y escaparon por la zona ya prensada de la maleza, selva adentro, dejando entre el interior de la jungla una trocha improvisada: la aplastada huella de la salvación. El agua lavaba la sangre del recién cazado. Lo despiezarían allí mismo con mucho trabajo. Debían sacarlo del agua, ponerlo en la orilla, e ir por lajas y hachas de mano hasta el poblado. C. P. contemplaba la escena y daba órdenes de que fueran a las grutas para recoger lo necesario. Aunque él portaba su arma, nunca intervenía ni entraba en el ataque de las presas; prefería permanecer en la retaguardia y preservar así su vida. Se limitaba a dirigir a los doradillos cuando veía que alguno se equivocaba. Marcaba la estrategia. En el arroyo, aguardando los útiles para cortar la pieza, permanecieron dos doradillos. El resto se dirigió al poblado junto con el gigante blanco, el todopoderoso ser que hacía muchas lunas había llegado para subvertir el orden de las cosas. Les había perfeccionado las herramientas. En realidad él no sabía afilar piedras sacando lascas por medio de hábiles golpes de unas contra otras, pero las había atado a palos firmemente, lo que facilitaba mucho su uso. Poco a poco y en grandes porciones de carne y grasa irían conduciendo la pieza hasta el poblado.
C. P. llegó a su gruta y llamó con un gesto a sus mujercillas. Aisa, su hembra principal, se encontraba en cuclillas junto a Craso, otro miembro joven del clan, que le acariciaba la espalda. Su mirada se llenó de ira, gritó. Aisa se irguió como empujada de un potente resorte. Craso bajó sumiso la cabeza y buscó retirarse en dirección contraria; pero el gigante mandó que lo condujeran hasta él. Había osado acariciar a la mujer predilecta en el extraño harén del coloso. Los hombrecillos dorados fueron arremolinándose en torno a la hoguera donde se estaba produciendo la escena. Sabían que la tormenta estaba a punto de estallar, que de nuevo la ley inexorable del gigante se iba a imponer a uno de los miembros de los doradillos.
Dentro del orden del universo, la isla de Serolf pasaba la tarde apacible e inexistente en mitad del océano Índico, hundida entre las brumas que la hacían invisible. Mientras, en un lugar a miles de kilómetros, en otro continente, un grupo de humanos se reunía, embutidos en sus trajes azules, marrones y grises, dentro de una de las infinitas salas del edificio Brip, en la cosmopolita ciudad de Londres, que es como decir la blanca nieve. La convocatoria se hacía por completo al margen del conocimiento de la española Repansa y del profesor Garrido. La crisis del petróleo había ido quedando atrás, así que ya no urgía la búsqueda desesperada del preciado y viscoso mineral negro; se podían establecer relajadas relaciones comerciales con más países y a un ritmo que permitiera tramitar todo con mayor conveniencia. Era un día de mayo esplendoroso, un auténtico día de primavera incluso en Londres y un rayo de sol atravesaba el agua a través del vaso de vidrio y llegaba oblicuo hasta la mesa de caoba, que se iluminaba con un brillo rojizo. Este brillo rojizo fue percibido de manera más o menos inconsciente por sus sentidos y generó cierto optimismo en el maduro ejecutivo, quien, todavía antes de hablar, levantó el vaso y se aclaró parsimoniosamente la voz:
—Si todo va bien, en unos meses podremos organizar una nueva tanda de exploraciones: como principales puntos estratégicos en nuestro plan de expansión y búsqueda de nuevos yacimientos, no solo tenemos América del Sur, África del norte, principalmente Libia, y algunas zonas del África central y del sur en las que tenemos nada más que esperar las negociaciones con sus respectivos gobiernos y donde ya se tienen las fuentes perfectamente localizadas; además de eso no debemos olvidar algunos proyectos abandonados provisionalmente, pero que convendría tomar en consideración para retomarlos, tal y como sucede con las pequeñas islas del Pacífico y del Índico.
—En esto no estamos tan seguros, señor Z —respondió quien había sido durante años el director de la compañía, con su rostro regordete y moreno, poco británico, y su rictus entre agrio e irónico dibujado en sus labios algo gruesos.
El nuevo director, el señor Z, pelirrojo y enteco, con sus ojos azules salpicados de puntitos negros dejó claro que la nueva política de la empresa debía ser más agresiva, y añadió:
—Debemos esmeramos en esa región y será cuestión de tiempo el que reemprendamos nuestra búsqueda, aunque también debemos reconocer que hay zonas más urgentes y avanzadas; queda aún mucho camino por recorrer.
De nuevo agarró el vaso para llevárselo a los labios y beber un trago de agua, y de nuevo el brillo de la madera de caoba le insufló un extraño optimismo que le hacía sentirse un poco el dueño del mundo. Después de todo, ser director de una de las más importantes compañías de petróleos era ser uno de los hombres más importantes de la Tierra. Ellos sabían que compraban voluntades, que organizaban batallitas y ordenaban de algún modo las piezas del tablero. Cada vez que su coche lo dejaba frente a la puerta del Brip Building, cada vez que salía de su lujoso automóvil cuando su chófer le abría la puerta y miraba hacia arriba el imponente edificio de su compañía, se sentía lleno de orgullo y con un papel importante que desempeñar. Aquellos directivos y los de otras corporaciones similares en otros lugares del planeta tenían el mundo entre sus manos; Londres brillaba, el Brip Building brillaba, las expectativas económicas brillaban. Trazaban los planos para clavar sus trompas negras en la tierra. Otros, al mismo tiempo, clavarían las suyas, no menos ávidas, más sutiles, en las ilusiones, en el trabajo y en las cartillas de sus pobladores.
Volvió a golpear con fuerza su rostro hasta hacerle una profunda herida en la sien. La sangre comenzó a brotar como un surtidor latiente de dolor. El resto del grupo que se encontraba en los alrededores de la cueva alfa contemplaba con callado espanto la paliza; pero C. P. interpretaba aquel sentimiento de los hombrecillos dorados como una expresión anodina de desafecto hacia sus propios congéneres. Aquella vez debía demostrar más que nunca su fuerza. Debería de una vez atajar cualquier intento de rebelión o de desobediencia. Si la semana anterior había dejado en estado de semiinconsciencia a Malojo porque creyó ver en él un indicio de rebeldía al no obedecerle cuando le pidió que le alcanzase un pedazo de carne asada, esta vez, a Craso le daría su merecido por haber querido fornicar con Aisa.
—¡Eso sí que no, imbécil! ¡Malditos seres estúpidos y anodinos! Os he dado incluso el nombre, os estoy enseñando secretos que tardaríais milenios en descubrir o que tal vez nunca descubriríais —cuando él hablaba todos se quedaban como embaucados por alguna clase de encanto, como si escucharan el canto de una sirena.
En realidad, había semanas en que no les dirigía la palabra y muchas veces C. P. pensaba que perdería por completo la facultad del habla, puesto que se había descubierto a sí mismo en más de una ocasión bisbiseando en pensamientos aquellos fonemas oclusivos de rudimentaria construcción con los que los pequeños seres se comunicaban.
—Ya sabes: Aisa, Negra, Yacija, Bea y Rami ni tocarlas. Pat, pat, ggg.
Ellas miraban semiacurrucadas a un lado de la escena, y en sus rostros de rasgos orientales, aniñados y simiescos se esculpía una mezcla de espanto y de orgullo. Espanto ante lo que podría convertirse en una lluvia arbitraria de brutales golpes, y orgullo porque todas ellas se sabían las hembras del señor absoluto, el ser más poderoso que habían conocido nunca. Un misterioso poder más allá de la fuerza física protegía a Pet, el humano.
Acompañaba sus palabras con vivas gesticulaciones. Movía las manos en sentido de negación, se pegaba con su mano en la otra para indicar que «no se toca», volvía a amenazar a Craso con el puño como si le fuera a propinar un nuevo revés, y el hombrecillo dorado lo miraba desde abajo, como un niño pequeño. Apenas le llegaba a Pet por encima del ombligo.
—A Aisa no quiero que la mires, ni siquiera —y usó su propio lenguaje—: pat, pat, kipt ggg.
Hacía unos meses que eran capaces de identificarse entre ellos por el nombre con que C. P. les había ido motejando, y al pronunciar el nombre de Aisa, a Craso se le ocurrió mirar hacia ella. Solo ese leve giro de su cuello amedrentado, ligeramente encorvado en posición sumisa y con los brazos todavía tapándose el rostro como única defensa, solo el simple hecho de haber mirado de nuevo a Aisa motivó en C. P. un nuevo brote de ira:
—¡Ven aquí!
Lo agarró del pelo y lo lanzó contra el suelo. De nuevo el grupo observaba atónito y con miradas alienadas cómo el amo, aquel ser llegado de la nada, aquel gigante cargado de vital poder a quien todos conocían como «Pet», con una ferocidad desconocida por ellos, una energía que no habían visto en ninguno de los seres conocidos de la isla, ni siquiera entre los dragoncillos, de nuevo observaban todos cómo el gigante blanquecino se ensañaba con Craso aquella vez. Cuando lo hubo arrojado al suelo comenzó a darle patadas con el talón. Eran como golpes de maza, aquellos talones. Las plantas de sus pies habían ido encalleciéndose; C. P., como los demás, iba completamente desnudo y descalzo. Su miembro viril colgaba en el aire cuatro veces más que el de los hombrecillos de cobre, y esto no sabía si a ellos les impresionaba o no, pero a él le hacía sentirse aún más poderoso. Las patadas del semidiós melenudo y el intento de huida de Craso lo acercaron hasta los restos de la hoguera, cuyas últimas brasas aún blandían un espeso humo que se fundía con la niebla. Craso gritó con una voz aguda y chirriante. C. P. lo tomó como un cordero sacrificial, lo ascendió en el aire agarrado de pies y brazos y lo echó contra el centro de las brasas. Los chillidos se hicieron insoportables. El corro se abrió unos metros, espantado con la posibilidad de que alguno de ellos pudiera sufrir igual castigo. Una piedra cercana del tamaño de la cabeza de Craso yacía próxima a C. P., quien la agarró para mayor demostración de poder y de fuerza y la dejó caer sobre el cráneo del hombrecillo ya casi completamente chamuscado y silencioso. El olor a pelo quemado y carne que se iba carbonizando era inaguantable. La sangre hizo crepitar las brasas y salpicó las piernas de C. P. Disimuló el horror que él mismo se había propiciado y se dio media vuelta. Con gestos muy intensos que indicaban alguna orden a algunos de los miembros de la tribu, al tiempo que movía los brazos y las piernas, pronunció algo semejante a esto: pat, pat, aik, con cuya emisión logró hacer comprender que cogieran a Craso. Luego prosiguió dándoles una serie de órdenes, que cada vez sabía impartir con mayor precisión, pues en los primeros meses casi nunca sabían obedecerle correctamente, e hizo que condujesen el diminuto cadáver hasta la región de los dragones, más allá del lago y las cascadas del norte. No le importaba si en el camino se lo comían. Los actos de antropofagia o canibalismo fuera de su vista no le preocupaban en exceso. Su único interés había sido provocar el miedo absoluto. Después vendría la calma y una sumisión dulcísima de cada uno de los miembros de la tribu. Ni siquiera se atrevían a mirarlo a los ojos. Solo sus mujeres lo hacían. Llamó a dos de ellas, a Aisa y Bea. Luego llamó a cuatro de los hombrecillos macho, sus porteadores, e hizo que lo condujesen en las andas hasta el río. Les había hecho construir con su supervisión en cada uno de los procesos, tras haberles indicado qué ramas cortar, qué maderas utilizar y con qué tipo de lianas hacer las uniones, una especie de camastro a modo de hamaca portátil, un palanquín exótico que parecía sacado del atrezo de una película de Tarzán, donde se hacía conducir de un lugar a otro de la isla como un reyezuelo primitivo. Una vez en el río, las mujercillas diminutas comenzaron a lavarle la sangre de las piernas y a frotar suavemente su cuerpo con las manos. Copular o conseguir que aquellas sumisas esclavas le hiciesen sendas felaciones, lo masturbasen o le provocaran cualquier tipo de placer sexual en presencia de los cuatro pequeños porteadores era algo que no le provocaba ningún escrúpulo a su pudor. Su desafección anímica sobre aquellos seres era completa Era como si estuviera en presencia de cuatro chimpancés. Él sabía que no era así, porque los chimpancés no hacen felaciones —sin que constituya al menos una hipótesis arriesgada o un placer dudoso— ni construyen hamacas, ni saben usar el fuego, ni hacer herramientas de piedra; pero él había rebajado su condición de diminutos, pacíficos y primitivos humanos a simplemente animales serviles. De hecho, cuando quiso mirar hacia ellos, uno se encontraba tumbado y tal vez dormido, y los otros se hallaban recogiendo frutos trepados a un gran árbol, como si la escena entre C. P. y dos de sus mujercillas no les atrajese en absoluto. Tal vez no quisieran tampoco seguir los pasos horrendos de su congénere recién ajusticiado y evitaban por cualquier medio enardecer los celos de su amo.
Entre todas las cuevas de la ladera, la población de los hombrecillos dorados llegaría a albergar una nada desdeñable población de unos trescientos miembros. Era la única comunidad de aquellos seres en toda la isla. C. P. había llegado a un clan de jerarquías compartidas;[4] no encontró ninguna figura que pudiera ejercer los papeles de algo semejante a un rudimentario cacique, ningún macho alfa, no parecía haber una clara predominancia de algún miembro más viejo o más fuerte que el resto. Había pequeñas células de poder y tal vez los hombrecillos habitantes de la cueva que él mismo había denominado «cueva alfa» eran los que tenían más ascendientes sobre el conjunto de la gran tribu de la ladera, y entre los de esta cueva principal era Malojo el único que gozaba de algún grado de poder mayor que el resto. Pero Malojo había sido el primero en comprobar el poder del recién llegado, el brutal castigo infligido por el gigante lampiño lo había convertido en un ser renqueante y asustadizo. En aquellos primeros días en los que el demonio blanco había advenido hasta el valle, todos sintieron curiosidad por acercarse a él, tocarlo, olisquearlo y observarlo como niños inquietos delante de un extraterrestre. Desde el primer día C. P. dejó claro que no había llegado para otra cosa que servirse de ellos, domeñarlos por cualquier método a su alcance, preferiblemente a través de una violencia que parecían desconocer. Hasta el tercer mes los hombrecillos de cobre le parecían demasiado semejantes entre ellos y confundía a unos con otros; algunos se habían distinguido desde el principio, desde las primeras horas habían quedado perfectamente registrados en su memoria fisonómica. Pero no tardó mucho tiempo en percibir con claridad cada uno de los rasgos que diferenciaban a unos y a otros, siendo cada uno de los doradillos un individuo personal y distinto. Decidió ir nombrándolos con motejantes nombres propios o incluso nombres de personas con quienes él les encontraba algún parecido. El único bautizo inspirado de algún modo en un estímulo poético fue el de su primera amante, Aisa, aquella mujercilla dorada que lo había descubierto mientras orinaba contra un árbol y a quien unos días después violó con fiereza en la soledad de la jungla. Si en los primeros meses la mayor parte de los diminutos habitantes de la ladera le parecían semimonstruitos de piel cobriza y grasa, ojos enrojecidos, frente plana, vellosidad mal repartida, peludos unos, otros lampiños, bocas esfinterianas, brazos demasiado largos y, en muchas de las hembras y todos los machos, unos glúteos planos y fibrosos, pasado el tiempo comenzó a contemplarlos con mayor naturalidad; poco a poco su memoria fue perdiendo los contornos de lo que era un humano como él, y aquellos seres diminutos y dorados se le fueron apareciendo con una escala de belleza propia, sin parámetros externos con los que poder compararlos. Encontraba a algunos guapos, a otros feos y a otros neutros de hermosura. Escogió a las hembras más bonitas, las más jóvenes en muchos casos, las puso a vivir en una cueva aparte junto a la que él habitaba en exclusiva, las obligaba a bañarse en el río y a no hacer ningún ejercicio físico brusco de los que los demás miembros estaban obligados a hacer para su supervivencia. Las convirtió en unas privilegiadas, porque observó que sus músculos, sus glúteos, se redondeaban, perdían ese aspecto nervudo e incluso comenzaron a engordar hasta aproximarse a un cuerpo de mujer, aunque diminuta, apetecible y adquirir unos senos de aspecto púber. Si al principio C. P. creyó imposible que alguna de ellas pudiera quedar encinta de él, pues las veía muy lejanas genéticamente, poco a poco fue olvidando sus razones científicas y concibiendo como muy plausible que de alguna manera sus espermatozoides pudieran fecundar una de aquellas pequeñitas mujercillas doradas.
Habían transcurrido alrededor de catorce meses. Aunque C. P. se mostraba todavía cruel, perverso y capaz de las mayores atrocidades con aquellos seres sobre los que ejercía un dominio absoluto y terrorífico, se veía atrapado en ocasiones dentro de callejones morales sin salida. De manera directa o indirecta, la población de doradillos se había reducido al menos en una docena desde que C. P. había comenzado su impune despotismo. Los había matado con sus propias manos, los había herido hasta dejarlos indefensos y luego se habrían muerto, o los habría hecho matar por otros miembros del clan. Una tétrica enseñanza para unos seres que no practicaban la antropofagia si no era con los cadáveres, y que nunca se atacaban entre ellos, ni siquiera parecían pelearse. Eran pacíficos como la mayoría de animales que habitaban aquella inconcebible isla. Con todo aquel mal que iba sembrando en la fértil tierra de las costumbres de los doradillos, ni siquiera la rueda pinchuda del arrepentimiento había hecho nunca su camino rolante desde el estómago hasta las cervicales. Podía haber experimentado en alguna ocasión algo semejante al asco, la repugnancia puramente estomacal, física y defensiva, esa precaución contra el contagio algo exagerada que precede al sistema inmunológico de nuestro organismo y con el que la cultura ha castigado al hombre moderno. Pero la rueda pinchuda, el vértigo ético, la duda moral no habían hecho acto de aparición desde que llegara al valle de los doradillos. Nunca. Para él, aquella pérdida de somatización ética se le había transfigurado en cierta medida como el acceso al auténtico paraíso; el hábitat donde los sentimientos de culpa habían desaparecido y solo lo empujaba un ardor vital de índole irracional. Aunque su sistema de valores se encontraba claramente dañado por las circunstancias y su rara enajenación lo situaba con respecto a aquellos seres en un plano equidistante al del psicópata desalmado en relación con la sociedad humana, aunque él mismo pensaba que su mente se había reducido hasta limitarse a las funciones de un cerebro reptiliano, a pesar de todo ello, el día que pudo contemplar las artes mediante las cuales los hombrecillos dorados lograban mantener estable su población supondría un escueto regreso de sus adormecidos sensores morales. Un auténtico revulsivo. El clan debía mantener el número de miembros estable por algún otro método que los estrictamente naturales; no se podía permitir que su demografía se viera desbordada en un ecosistema sin otras amenazas que las de alguna infección o la muerte por vejez.[5]
La niebla persistía aquella madrugada. Un grupo pequeño y heterogéneo de doradillos emprendió su marcha hacia el interior de la jungla, en dirección norte. Aisa comenzó a zarandear el cuerpo dormido de C. P. para despertarlo. Como siempre, acompañados de gestos muy vivaces y un enorme movimiento de brazos, cuerpo y rostro, le profirió algo semejante a estos fonemas:
—Pat, pat, Pet: aikah, kipt kipt. Pat, pat, aikah…
El gigante se desperezó, estiró sus brazos cerrando los puños por detrás de la cabeza.
—Pat pat, aikah ish —le respondió él, y se irguió sobre sus dos enormes piernas. La doradilla quedó a la altura de sus ingles.
—¡Vamos! —añadió él mientras salía de la cueva por delante de la muchacha.
Aisa le señaló hacia la extraña excursión de doradillos que iban internándose entre la niebla tibia. Delante de todos iba Róber, uno de los más jóvenes y vigorosos machos, y detrás de él una comitiva de cuatro doradillos machos bastante viejos y cinco hembras también ancianas lo acompañaban. Cerraban la retahíla dos jóvenes machos más y una hembra, Rala, en cuyos brazos cargaba a su cría, de unos cinco meses. Entre los mayores, cuya edad exacta era incalculable en aquel entonces para C. P., pero que podrían rondar los treinta y siete años, según había estimado él mismo más adelante, pudo reconocer a Lisa y a Carnudo. Los jóvenes que cerraban la fila eran miembros de las cuevas más altas, la zona donde habitaban los menos privilegiados, donde soplaba más el viento. Mediante bruscas muecas y algunos sonidos y aspavientos de cabeza, Aisa comunicó a su gigante Pet que no dijera nada, que siguiera la comitiva y se mantuviese atrás caminando con ella. Por algún motivo Pet la obedeció. Detrás dejaron algunos doradillos repartidos en sus tareas por los alrededores de las grutas, otros caminaban aquí y allá y algunos permanecían ya desde esas primeras horas del día en cuclillas apostados en los riscos, en esa postura en la que podían permanecer durante horas casi inmóviles, tocándose a sí mismos alguna parte del cuerpo con movimientos catatónicos o rascándose unos a otros. Comenzaron a remontar la última línea de montañas a través de la jungla. Aisa avanzaba detrás de C. P. sin quitarle ojo, como animándolo en su ascenso, casi empujándolo. Si culminaban la ladera oeste a través de los estrechos cañones que dividían dos de aquellas montañas y seguían hacia delante, sin duda se estaban dirigiendo hacia la tierra de los dragones.
—Pat, pat, aik kipt, kiioh[6].
C. P. interpeló a Aisa, para lo cual inclinó con exageración su cabeza casi hasta tocar con ella el hombro. Era el gesto asociado a la interrogación, unido a una extraña mueca con la que desorbitaban la mirada.
La muchacha dorada, desde su reducida altura, lo miró a los ojos cuando él se dio la vuelta para preguntar, y sin articular ningún sonido ni responder nada empujó con fuerza los glúteos de su amo para que siguiera caminando. Pet admitió aquel silencio, la callada por respuesta, y siguió adelante.
Bajo la fila de diminutos y cobrizos caminantes se abría el abismo de los acantilados, en cuyo fondo se podía escuchar lejano, casi imperceptible, el rugido de un río que corría presuroso hacia la costa norte. Por encima, la montaña dejaba asomar su exuberante cabellera verde. Al frente y hacia abajo ya se podía otear un horizonte de tierras más ralas, regada de misteriosas formaciones rocosas, como si un ejército de monstruos verdes, azules y grisáceos hubieran sido petrificados por algún dios impío al intentar escapar en dirección norte, hacia la costa.
Si el miedo más atroz había ido transformándose cada noche en aquella perturbadora amalgama de megalomanía, irracionalidad y temerario egocentrismo de alimaña, C. P. sintió sin embargo cierto temor según se iba aproximando a la costa de los dragones, ese lugar al que muy pocas veces había necesitado acercarse. No se trataba de ningún miedo irracional o inmotivado, pues la región de los dragones no era solo la región donde habitaban esos fríos y despiadados depredadores, sino también donde habitaban otros animales poco apetecibles para convivir con ellos. Era también la región de las ratas gigantes, como aquella a la que Gregorio había disparado en los primeros días de estancia en la isla (qué lejos quedaba aquella época ahora, casi contemplada en la memoria con un sentimiento semejante a la nostalgia), la región de algunos reptiles venenosos, víboras y artrópodos de un tamaño descomunal. Aquella parte de la isla y en particular su flanco sur por donde iba llegando la comitiva, aquella desolada planicie subsumida en la que C. P. siempre pensaba como el infierno del Bosco, permanecía cortada a cuchillo por un larguísimo tajo en las montañas, un corte abrupto, algo semejante al descomunal talud de un cerro testigo, que se convertía en una pared totalmente vertical. Un angosto meandro desembocaba en una agitada cascada por donde salía expulsado el río hacia aquella llanura del diablo, una bahía con forma de pera en la que la isla remataba por su extremo nórdico. A través del desfiladero solo era posible llegar hasta una altura de unos seis metros por encima de la región infernal, aquel averno de muerte silenciosa, arbustos espinosos, rocas afiladas, colmillos y aguijones llenos de ponzoña. Era otro misterio más de aquel lugar. Una isla donde cada ser parecía más pacífico que el otro y donde, en cambio, existía una región cuyo equilibrio ecológico parecía inexplicable. Era necesario pensar que aquellos depredadores debían comerse unos a otros para sobrevivir, que no podían esperar a devorar tan solo los pacíficos herbívoros que habitaban en su propio microsistema. Las presas allí resultaban enormemente escasas. Incluso suponiendo que los depredadores entrasen en la dieta de los depredadores, era difícil explicar la cadena trófica de aquel desolador rincón. Excepto la rata gigante que se había dejado ver hacía años por la parte sur de la isla, aquel reducto norte parecía completamente separado del resto, vallado literalmente por una ladera rocosa vertical, infranqueable.
¿Quién alimentaba a esos reptiles?
Una agitación nerviosa se iba apoderando de la recua de doradillos a medida que caminaba hacia ese punto final y sin continuidad aparente. Al divisar, oler o presentir su presencia, los dragones, hasta entonces dispersos, echados aquí y allá entre rocas y plantas de la llanura, comenzaron a mirar hacia arriba y con movimientos lentos fueron aproximándose con sus zancadas abiertas y torpes, contorneándose agitadamente y chocando unos con otros, ávidos por coger la primera posición bajo el límite vertical del desfiladero por el que habían llegado C. P y sus diminutos súbditos broncíneos. Róber había ido abriendo todo el camino hasta llegar allí, y sin embargo retrocedió unos pasos y dejó pasar delante de él a los más viejos, Lisa y Carnudo, a los otros tres machos ancianos y las cuatro hembras, a ninguno de los cuales C. P. había concedido aún el privilegio del bautizo; Rala, la muchacha joven, que traía entre sus brazos a su cría de escasos meses de vida, también accedió hasta el borde del desfiladero. El resto de la comitiva, los más jóvenes y Aisa se mantenían a cierta distancia, y nuestro representante humano permanecía expectante asomado al pequeño precipicio que conducía hasta el infierno. Los dragones se habían ido congregando como una secta ávida de sangre. El primero en arrojarse fue Carnudo. Una maraña confusa de mandíbulas abiertas, cuerpos verdosos y grisáceos, colas que latigaban el aire con violencia, se echó sobre el cuerpo del viejo doradillo hasta ocultarlo a la vista de los de arriba. Solo se veía un pequeño charco de sangre y los trozos de carne desgarrados entre los dientes afilados de los dragones. De inmediato, Rala arrojó a su bebé por los aires. Algunos reptiles todavía aguardaban con sus cabezas erguidas, y uno de ellos pudo agarrar a la criatura semihumana al vuelo, con unos reflejos de vértigo, inesperados a juzgar por la lentitud que el ejército asesino de dragones había demostrado al caminar. Dos más de los ancianos dieron sus pasos en el vacío para dejarse caer hacia aquella nada engullidora. Luego el resto. Caían en silencio. La muerte era casi siempre silenciosa en esa isla. C. P. no pudo evitar el recuerdo marchito de su amigo Bobby cayendo aquella noche aciaga por el fondo del cañón. Sintió fugaz y pasajera la rueda pinchuda del arrepentimiento tocarle la boca del estómago y la garganta. Luego siguió contemplando atónito y asqueado la caída voluntaria de los doradillos. Era un suicidio nutricio, se desplomaban como sacos llenos de escombro y apenas habían tocado el suelo cuando eran desmembrados sin piedad, se escuchaba el crujido de los huesos entre las potentes mandíbulas de aquellos monstruos, y un hedor ácido y al mismo tiempo dulzón llegaba hasta las narices de C. P. Era un olor que se le subía por las vías respiratorias, pasaba a la boca y se iba adhiriendo a la garganta. La sangre de los hombrecillos dorados era más anaranjada que la suya, y la emanación de sus efluvios le recordó al gigante el sabor de la vulva de Aisa aquella lejana noche en que la poseyó por primera vez. No podía quitarse el sabor de boca. Se acercó al borde del desfiladero por la parte lateral que conducía, más profunda, hacia el río, apartándose de aquel inmundo cebadero, y comenzó a vomitar cada uno de los frutos que había ido comiendo en el camino, el agua que había ingerido y una sustancia verdosa y amarga. Los jóvenes y Aisa ni siquiera se dieron la vuelta para mirarlo, no parecían interpretar aquella reacción como un signo de debilidad. C. P. no dijo ni gesticuló nada, simplemente se dio media vuelta y comenzó a dirigir la silenciosa marcha de regreso. Si alguien osaba adelantarle estaba dispuesto a partirle el cráneo con una piedra, porque quería demostrar una vez más su liderazgo más que indiscutible; lo invadía un odio vindicativo hacia los doradillos, odio ante aquel horror que de ningún modo igualaba sus propios crímenes, simplemente difería en su naturaleza, y le hacía plantearse las atrocidades infligidas por él en el pasado; pero nadie intentó adelantarlo. En realidad, había experimentado un primer impulso, casi un instinto de ir a rescatar de su paso hacia la extinción a aquellos ancianos doradillos; de lanzarse o gritar «¡no hagas eso!» cuando vio lanzar al bebé por el pequeño precipicio, en lo que constituía una práctica abortiva neonatológica en vez de obstétrica. Pero se reprimió de inmediato con un profundo sentimiento de ridículo, estulticia y debilidad. Al fin y al cabo no era asunto suyo el sufrir por el doradillo ajeno, aunque se tratara de un ser inerme, indefenso y sin culpa. Al contrario de lo que él pensaba, haberlo hecho no habría supuesto ninguna demostración de flaqueza ante sus pequeños lacayos. Para ellos, aquello no habría sido más que otra irremediable transgresión en sus costumbres por parte de su brutal amo. Otra imposición obtenida mediante la fuerza y el miedo. C. P., por primera vez desde hacía muchos meses, había tenido pensamientos propios del hombre que una vez creyó ser. Daba una pequeña señal de poseer algo más que un cerebro reptiliano.
Se explicaba ahora cómo se regulaba la población de los doradillos; se explicaba cómo subsistían los reptiles malditos; y se preguntaba si de alguna manera aquellos dragones representaban algún tipo de tótem religioso, si eran, en algún plano consciente, subconsciente, individual o colectivamente, los auténticos dioses de la tribu enana, o constituían un principio de divinidad. Sentía que Aisa podría llegar a explicárselo algún día, pero no le apetecía indagar cuestiones relacionadas con su maltrecha curiosidad científica (esa parte de su cerebro de hombre civilizado), no en ese momento de rebeldía interior, de furia, de cansancio y confusión.
Prometeo hacía girar la varilla de madera de paiutek. Habían transcurrido unas semanas desde la visita suicida a la región de los dragones. Pet había entrado en un periodo de calma aparente. Todo parecía más estable que nunca en el poblado y él se dedicaba la mayor parte del tiempo a poner su mente en blanco con alguna de esas actividades mecánicas o contemplativas que invadían las horas en la isla. Su incorporación entre los hombrecillos se iba naturalizando; dentro de él se estaba rompiendo su sueño de poder. Ahora contemplaba, bajo la luz confusa del anochecer, la energética actividad de Prometeo para fabricar el fuego. Sus muñecas broncíneas, sus antebrazos fibrosos y renegridos se agitan de una manera frenética, esas malditas articulaciones de los doradillos, parecen doblarse en todas las direcciones; pero también nuestros ancestros eran capaces de hacer brotar la brasa primordial girando una ramilla, pensó. Alrededor se congregaban algunos de los miembros de la cueva principal. C. P. se había mandado construir un estrado elevado en el que se sentaba como un absurdo reyezuelo. Aquel estrado se encontraba sobre una estructura de madera dispuesta de andas para poder transportarlo. En la etapa previa al advenimiento del gigante, los doradillos no eran en absoluto constructores de casi nada, apenas piedras talladas y algún útil de madera muy rudimentario, pero nada de artilugios complejos en referencia al levantamiento de estructuras habitables, de casas, chozas o algún tipo de habitación; eran incapaces por sí mismos de formar una techumbre con las hojas de las palmeras de la costa, o de construir algún tipo precario de canoa, por simple que esta pudiera concebirse (y sin embargo, C. P. no se explicaba en qué época y de qué forma habrían llegado aquellos seres allí; si habría sido en alguna embarcación, si habrían evolucionado con su peculiar y diminuta talla debido al aislamiento de aquella mirífica jungla, si lo habrían hecho durante alguna de las glaciaciones o si simplemente se trataba de seres renacidos de alguna mitología, más que de algún tipo de humanos). Al truculento semidiós le había costado un esfuerzo casi inadmisible el que los doradillos fueran capaces de seguir sus instrucciones para erigir algunas construcciones elementales o estructuras con madera. Había llegado a pensar en someterlos a la más lacerante de las presiones para que le construyeran una embarcación de cierto porte en la que poder salir de la isla; pero había sido una idea descompuesta, vacía de realidad y en verdad indeseada en ese estado de hombre psicológicamente perturbado. Pero sí habían alcanzado algunos incipientes logros tecnológicos, algunos avances muy rudimentarios.[7] Para empezar, conocían la forma de producir el fuego, y ya desde antes de la llegada de C. P. arrojaban algunas carnes a las llamas para conseguir un defectuoso y carbonizado punto de asadura. Desde lo alto de su poltrona, flanqueado por dos diminutas mujercillas doradas que apenas llegaban a la altura de sus rodillas, C. P. contemplaba a cierta distancia y sin que nadie se fijara en él cómo Prometeo hacía levantar las llamas, y, con ellas, cómo la luz roja y anaranjada inundaba el grupo de doradillos en derredor suyo. El que fuera doctor en Geología sintió de pronto una punzada en el estómago y al ver el rostro de Prometeo iluminado como en un aquelarre, comenzó a contemplarlo como a un igual: inadvirtió que él, encaramado en su trono chapucero, era el gigante, el omnipotente, el semidiós, y que aquel pequeño ser de frente estrecha, ceja única y labios arrugados, en cuclillas tanto tiempo como solo un simio podría resistirlo, era nada más un ser inferior; porque a C. P. se le pasó por la cabeza pensar que aquel dominio sobre la producción del fuego hacía superior al doradillo. De pronto le pareció que dentro del sistema de valores de ese mundo primitivo, el dominio sobre el fuego era más importante que un excedente de inteligencia, construir pensamientos verbales o tener una polla enorme. En la tribu, solo cuatro o cinco miembros eran capaces de encender lumbre con solvencia. Mañana mismo aprenderé, se dijo nuestro representante humano, no puedo estar en desventaja con Prometeo.
Soy más fuerte y más inteligente que este imbécil —y al pensar en él como un «imbécil» estaba considerándolo como a un igual, en su alma calcinada de empatía brotaban imperceptibles los primeros indicios de identificación con los doradillos—. Las lenguas del fuego se fueron izando por encima de los hombrecillos dorados, cuyos pequeños ojos miraban desorbitados el espectáculo de luz y de calor; también él se había quedado ensimismado mientras contemplaba las llamas retorcerse en el aire, su mente comenzó como otras veces a vacilar, se le cruzaban por ella pensamientos que apenas eran transformados en palabras. «Estoy olvidándome de hablar, hablar, escuchar la legible sintaxis de un humano, de un igual». Estoy aquí —C. P. se tocó la mano izquierda con la derecha, se acarició a sí mismo, comprobó que aún tenía sensibilidad, que todo aquello no era un sueño; bajó su mirada hasta Yacija y Aisa, que eran las mujercillas doradas que lo flanqueaban, y deslumbrado por la luz del fuego apenas pudo divisar entre la penumbra irisada el rostro de Aisa vuelto hacia él, con una mueca semejante a la sonrisa—. Está enamorada, qué cosa tan absurda, enamorada, este animal, estos monos, estos bichos semejantes a mí ¿podrán sentir amor?, ¿qué sentirán entonces?, ¿solo miedo y placer?, ¿acaso no son los únicos sentimientos que yo he experimentado en esta isla? Volvió a mirarla. Ella ahora se había girado hacia las llamas. Algunos de los doradillos ensartaban en palos puntiagudos un tasajo de carne de elefante. Amor. Las palabras bullían en su interior, inconexas; de vez en cuando articulaba frases cabales, incluso le afloraban palabras y expresiones que para reflejar aquella realidad se le antojaban exquisitas, como «desolación del alma», «la ausencia de otra auténtica responsabilidad que la de sobrevivir ha hecho desaparecer la palabra aburrimiento de mi vocabulario», «pasa el tiempo y pasan los días sin darme cuenta».
Los ojos de Prometeo, el pirotécnico, vibraban entre las llamaradas. Apenas su enorme iris dejaba ver la esclerótica, pero el poco blanco que podía descubrirse en sus dos cuencas se había transformado en un rojo intenso. Su piel dorada se encontraba embadurnada por el brillo oleaginoso del sudor, una epidermis de aspecto cromógeno, como si al tocarlo fueras a teñirte de aquel matiz aceitunado y agridulce. Es poderoso, el resto de doradillos lo contemplan, fija su mirada en las llamas que él mismo engendró y así domina su entorno, debo demostrar su verdadera posición, mi verdadera posición; sí, aprenderé a encender el fuego igual que hace él, acabaré con su influjo en mi poblado, mi obra, porque estoy transformando esto en algo mejor, les estoy trayendo una clase de progreso, les haré evolucionar apresurada, inteligentemente y para ello habrá que perpetrar ciertos sacrificios; no puede haber quien sirva de escollo o me haga frente, quien interrumpa esta extraña misión que parece me ha sido encomendada… C. P., Pet, no se sentía con fuerzas aquella noche para poner en orden las cosas, para levantarse, acercase a Prometeo y comenzar a propinarle golpes, a humillarlo y quizá a darle muerte; aquella noche no. Aquella noche se sentía algo abatido, en su interior se debatía una rebelión de orden moral que se negaba a reconocer. Callaría sus impresiones, gozaría de la hoguera, en su fuero interno —incluso su voluntad de poder precisaba de un descanso— se atendría al dominio de la luz de aquellas llamas, se apoyaría en Prometeo sin que nadie lo descubriese, delegaría por unas horas su cetro a quien presidía aquel extraño concilio. El concilio hacia el centro de la nada o hacia el más allá, las miradas de estatua posadas en las llamas, donde todo lo que se encontraba lejos de ellas, lo situado en la oscuridad, fuera de la línea que marcaban sus propias espaldas ya no existía, solo el espacio iluminado de cárdenos relumbres, donde ya no había jungla, ni cuevas, ni mañana, ni ayer, solo el presente encamado, naranja, amarillo, crepitante y raro de aquella hipnótica combustión. La mitad de la noche transcurrió en un estado de ensimismamiento prodigiosamente largo, la mente se terminó vaciando, ni un solo pensamiento borboteaba en su cerebro.
Prometeo por el contrario había recibido cierta información magnética en los gestos y la actitud de aquel gigante blanco y lampiño; un brote de debilidad le había llegado hasta sus sensores primordiales, y tendría muy en cuenta a partir de aquella noche que aquel ser que parecía inmortal y todopoderoso albergaba también fragilidades. Interior, tácita e invisiblemente Prometeo se había rebelado contra Pet.