IX
Habían perdido, no por completo, la noción exacta del calendario. No hubo ninguno que hubiera sido capaz de mantener la ordenada y constante costumbre de ir tachando porción a porción las rectilíneas casillas en un lugar cuadriculado con los días, las semanas y los meses. C. P. lo había llevado a cabo durante los primeros días y de vez en cuando trataba de poner en orden aquel galimatías de días tachados y sin tachar, y entonces lograba recomponer un poco el orden del calendario y más o menos se veía capaz de aproximar la fecha en la que se encontraban: cinco o seis o siete, viernes, sábado o domingo, tal vez de marzo, y, eso sí, de 1976. Las referencias estacionales tampoco les servían como una ayuda demasiado estimable, pues la climatología de aquel lugar no dejaba las cosas claras, ni podían aún haber sistematizado cuándo acaecía la época de lluvias torrenciales, cuándo arreciaban los vientos más feroces, en qué días invadían con mayor densidad y frecuencia las nieblas aquella jungla o cuándo el calor resultaba más sofocante. La sistematización de las estaciones era imposible, en primer lugar, por la estabilidad y monotonía del clima, pero también porque todavía no había transcurrido el ciclo completo de un año cabal. Además, los libros de notas se habían ido desbaratando y no tenían ningún instrumento de escritura. Habían esculpido el calendario en un enorme tronco al que habían arrancado la corteza, en uno de esos árboles desconocidos para ellos. La primavera tropical debería estar rondándolos. No obstante, fuera del orden calendárico y meteorológico al que estaban acostumbrados, la isla estaba sometida a sus propios ciclos, más o menos adscritos al clima ecuatorial. Mantenía un nivel de humedad en ocasiones inhumano; había semanas, incluso meses, que permanecía invadida de una espesa niebla. No era la niebla fría de Europa, sino una especie de vapor templado en el que eran apreciables millones, billones, infinitas gotas suspendidas en el aire. La temperatura nunca bajaba de los dieciocho grados, y lo normal era la franja que iba de los veinticuatro a los treinta y dos. Por temporadas, las intensas lluvias torrenciales, con fuertes aparatos eléctricos, solían destruir alguno de los tinglados que se veían obligados a levantar para su supervivencia De las tiendas de campaña, tan solo les quedaban algunos paños de lona y algunas barras de aluminio con cuyos despojos creaban zonas bajo cubierto para guardarse del sol, de la lluvia o simplemente de la noche. Su último y mejor descubrimiento había sido una cueva en la primera hilera de montañas, a pies de un río de aguas rápidas y en ocasiones espumosas. Tal encuentro les hizo trasladarse hasta allí, con el cada vez más escaso utillaje que todavía conservaban. Ningún comercio alrededor donde poder comprar bolígrafos, zapatos camisas o calzoncillos, un cepillo de dientes y tubo de pasta dentífrica; se encontraba fuera de su alcance cualquier absurdo y en apariencia nimio objeto con los que la más básica administración de lo civilizado nos tiene acostumbrados; la nebulosa barrera que separa al ser humano de su estado primitivo quedó prácticamente evaporada. Y esa sensación habría resultado desesperante si no fuera porque sus capacidades adaptativas iban desarrollándose con rapidez e inusitada naturalidad. En un primer momento, durante las primeras semanas e incluso meses, la necesidad de la supervivencia los mantuvo unidos.
Bobby conservaba de las últimas fiebres padecidas una extraña desorbitación de sus ojos. Todos y cada uno de los tres habían ido padeciendo diferentes o idénticos procesos mórbidos, que ellos solo podían diagnosticar por aproximación a lo que conocían. Esto parece malaria, decían; esto es como una gripe pero bestial. Indigestiones, vómitos, cefaleas, vértigos, inflamaciones, diarreas… Y fiebres, siempre las malditas fiebres, que habían llevado a Bobby hasta el colapso. Cualquier descripción de cada una de las enfermedades que iban padeciendo constituía nada más una lejana aproximación intuitiva de lo que en realidad les sucedía. Apenas contaban ya con medicamentos, porque habían ido administrándoselos a lo largo de sucesivos estados de postración de una manera más bien arbitraria, sin una diagnosis o prescripción mínimamente razonables, hasta desperdiciar cada uno de los botes herméticos que habían llevado hasta la isla. La búsqueda de alimento fue de las primeras cosas que debieron aprender a hacer. La suerte los había acompañado casi siempre en esta recolección de nutrientes, y había una peculiar característica en la zoología de la isla que los favorecía para sus provisiones cotidianas de proteínas; los animales que encontraban no huían de ellos, de modo que ni siquiera podía decirse que tuvieran que cazar. Se acercaban a sus presas con la misma parsimonia con la que se acerca el amo para acariciar a su dócil mascota, las agarraban con sus dos manos y las llevaban hasta las proximidades del campamento, que ahora no era más que una cueva y unos cuantos restos de fogatas y desperdicios a la entrada. Su objeto más preciado era un mechero, el último que les quedaba con gas, que atesoraban encerrado en un frasco de acero provisto con cierre hermético. En prevención de que algún día esa milagrosa pervivencia de la civilización les pudiera fallar, Gregorio, C. P. y Bobby trataban de aprender a extraer fuego de la fricción circular de un palo redondo contra un leño seco. Eso era una cosa absurda que habían visto o leído en alguna película o revista, pero cuyo único resultado era una extenuación muscular de la parte baja del antebrazo. También habían estado practicando mediante el golpeo de dos piedras, bajo las cuales situaban una especie de algodón que era segregado por unos arbustos de hojas verde claro y flores de vivos colores y que ardía como la yesca, o una serie de pajas secas sobre ramitas un poco más gruesas. Hasta el momento no habían conseguido mecanizar ningún sistema de producción ígnea, y solo cuando los rayos del sol sacudían con fuerza lograban hacer fuego fácilmente con la ayuda inestimable de un tosco fragmento de vidrio que conservaban en el mismo tarro hermético que el mechero, con idéntico celo. Entonces, lo único que debían hacer era colocar ese vidrio sobre el algodón blanco, o sobre hierbas secas, y la combustión resultaba inmediata a poco que buscaran el ángulo de incidencia idóneo del rayo solar, siempre y cuando la niebla no tamizara el sol con su espesor pegajoso y cetrino. En cuanto a los envenenamientos a los que podían haberse expuesto, solo la ingestión de unas plantas con aspecto de liliáceas y bulbos ácidos habían provocado en Gregorio graves males de salud, que lo dejaron vomitando atrabilis y defecando una especie de meconio pestilente durante tres días. Para evitar la intoxicación de los tres al unísono, habían determinado, cuando encontraban alguna planta de apariencia comestible, que uno solo de ellos la probara en un principio; una vez hubieran comprobado su inocuidad y un sabor al menos aceptable, entonces procedían a considerarla como parte de su dieta. Esta especie de ruleta rusa nutritiva se hacía rotatoriamente. Las plantas que se convertían en su despensa habitual recibían los nombres más extravagantes y casi siempre eran denominadas con obvias comparaciones y nombres miméticos de los vegetales que ellos conocían: pico de pájaro (una especie de lechuga cuyas hojas terminaban en unos afilados pinchos), tomatillos marrones, calabacines de miel, ortigas gigantes, cocos verdes. Entre los animales, había un tipo de liebre que, aunque podía correr mucho, solía dejarse agarrar con facilidad si se encontraba en reposo; era lo que más comían, junto con unas aves que ellos motejaban con el nombre de pájaros abeja.
La niebla se había disipado. Frente a la cueva, el firmamento estaba invadido de estrellas. Parecía como si un pintor hubiera salpicado el lienzo oscuro de la noche con millones de motas plateadas de diferentes brillos y tamaños. Todo aquel espectáculo supuestamente maravilloso del firmamento quedó disminuido a medida que las llamas iban creciendo. Los tres en torno a la hoguera, esperaban que la carne trinchada en un palo fuera poco a poco asándose. La luz de la hoguera ilumina sus rostros. C. P. se queda pasmado, embebecido en sus pensamientos mientras observa con detenimiento de entomólogo los rasgos del rostro de sus compañeros enrojecidos por la luz del fuego, parece algo demoníaco, parecen las caras de una pesadilla, un aquelarre, apenas los reconozco; los ojos de Bobby, oh, pobre Bobby, parecen desorbitados, ha pasado tanto miedo, terror, horror como el mío, en las largas noches hasta creer que los sonidos irreconocibles, los aullidos, las estridencias, formaban parte de uno, del interior de nuestra cabeza; cuántos terrores he pasado yo mismo, y ahora podría cruzar esta isla a media noche, a oscuras, sin un arma con que defenderme, porque el miedo se ha transformado en esta tensión, esta vibración extraña de nuestros cuerpos, como si acecháramos la jungla igual que animales, esa extraña vibración es la que desorbita la mirada de este chico; esas melenas, su barba lampiña y larga, si regresáramos a nuestras casas no nos reconocerían, y tal vez el peor sea yo, o Gregorio, con esa piel casi negra, como cuero, estamos curtidos, maldito Gregorio, estamos curtidos, somos más fuertes que las bestias, este pájaro que nos vamos a comer, qué demonios será, liba las flores y sabe dulce, es un pájaro bellísimo y nos lo comemos porque se deja capturar como un imbécil, «pájaro abeja», «pájaro mariposa», da pena, da tristeza comerlo, a la mierda la pena, la tristeza, qué sentimientos tan enfermizos, tan estériles aquí, tan inconcebibles, pero no el odio, este es el sentimiento que me inspira cada vez más Gregorio, y no tendría por qué, supongo, no sé si él lo siente hacia mí, no creo, no lo sé, beberé un poco, estas tazas de aluminio que nunca lavamos, esa agua acumulada en el bidón dentro de la cueva, ¿a quién le toca renovar su agua?, creo que a mí, y lo tengo que hacer porque no quiero volver a padecer infecciones, ni a vomitar, perdí las tripas la última vez, eché lo que yo mismo ignoraba que tenía dentro de mi cuerpo, fue horrible y repugnante, y Gregorio me ayudó, como yo le ayudo a él, y por supuesto a Bobby, nos ayudamos, pero a Gregorio, maldito piloto, cada vez me ignora más, no hablamos nunca, este silencio, este ir tragándonos las palabras, nos estamos deshumanizando, yo no sé cuándo pronuncié mis tres últimas palabras seguidas, intermediadas con algún nexo, tal vez perdamos la capacidad de articulación, de sintaxis, es una posibilidad, y supongo que es a Gregorio a quien le debo agradecer esto, porque solo decimos «pásame eso, haz aquello, el agua, la carne, la caza, el río, la noche…», su mirada en verdad no ha cambiado tanto desde que subió en el coche aquel, y me había parecido tan agradable, tan cálido su saludo, me parecía un tipo duro y lo es, pero yo también y por qué no me dirige la palabra, por qué solo habla a Bobby, por qué me ignora este maldito imbécil, no tengo derecho a pensar así de él pero es lo que me sale, lo que aflora a mis pensamientos desde hace tiempo, otra vez los aullidos lejanos, otra vez aquí comiendo con las manos, desgajando con los dientes la carne de los animales, comiendo con fruición la carne sin sal, somos hombres a punto de locura, a punto de locura y podríamos cambiar la actitud pero todo parece tan abocado al silencio, si hubiera alguna hembra, alguna mujer aquí, alguien con quien intercambiar nuestros genes, tal vez podríamos fundar una civilización pequeña y edénica, por qué no… nuestra condición de hombres está intacta, de hombres evolucionados, modernos, somos hombres complejos, ahí resida tal vez el problema, por eso quizá surge el odio dentro de nosotros, o dentro de mí, porque ignoro lo que ellos piensan aunque creo saberlo puedo equivocarme, la cooperación todavía funciona, nos cubrimos las espaldas, nos damos lo indispensable, nos curamos las heridas, nos damos agua cuando estamos enfermos, pero si no hablamos acabaremos… no sé, supongo que nos acostumbraremos a no hablar, a transmitir solo lo sustancial, Bobby, esa curva de su nariz, sus labios, inspira compasión y cariño, pero mira Gregorio, hay algo en él que me empieza a molestar, esa superioridad física, su capacidad para no lamentarse por nada y aparentar inmutabilidad, incluso ahora que no puede fumar porque no tiene cigarrillos ha descubierto esa maldita hierba que inhala incesantemente, que aspira y mastica y come y echa al agua caliente, esa planta en todas sus formas de administración y le proporciona esa paz mórbida, esa paz mayor que la que pueda ofrecer cualquier cigarro o cualquier medicina, quizá por eso me está dejando de hablar, pero Bobby también la toma, yo no, a mí no me gusta, mi mente después no está clara, me ofusca y parezco perder mi identidad, no sé quién soy, demasiado olvido, prefiero estar un poco más atento, no quiero ser yo quien pierda la vida aquí por algún descuido, y tal vez me equivoque, porque después de todo qué sentido tiene… yo ya no soy quien era, mi identidad ya está perdida de hecho, no me reconocerían en mi casa pero tampoco me reconocería Margarita, Margarita, Margarita, a veces olvido su nombre o se me nubla o no sé, no sé cómo es, su cara se me desdibuja en esta memoria subvertida, este cerebro que va adaptándose a este medio, a esta isla que no nos ha hecho ningún mal en verdad, nos da sustento, hay comida, si hubiera una mujer podríamos fundar una civilización un poblado una aldea algo con sentido porque el lugar no es malo en sí mismo es Gregorio el único imbécil que no habla que se mantiene firme sin la palabra sin el discurso articulado con su planta de la paz con su Bobby una noche él y otra yo o tres él y una yo o los dos en la misma noche porque compartimos la única realidad sensual de esta jungla y no hay intercambio genético porque no hay una mujer con la que poder construir algo orientado hacia alguna parte, hacia un punto de coincidencia con la civilización, hacia la fundación de un poblamiento… Nunca había odiado antes, ni siquiera a Franco o a sus secuaces o a quienes limitan la libertad de los hombres, pero quién sabe si Margarita habrá encontrado ya un novio porque ha pasado tanto tiempo, tal vez mi amigo Pablo que tan bien me hablaba siempre de ella, no me despedí de él, y Margarita le habrá explicado que me fui a alguna parte, que mis padres dicen que a Londres pero he desaparecido, seguro que Margarita tiene un novio nuevo, alguien que la haga más caso ahora que yo qué imbécil soy, más caso que yo, cómo puedo hacer caso a nadie yo ahora ¿dónde estoy? Y en ocasiones me acuerdo de mis padres y de mi hermana, mi querida hermanita, y qué coño pintamos aquí nosotros, esto es absurdo, no tiene ningún sentido, no es una película de náufragos no hay apenas aventuras ni misterios, hay supervivencia y días que pasan uno tras otro y este odio que va creciendo dentro de mí hacia Gregorio, esos ojos verdes, ahora están rojos, son como los ojos del diablo, pero él no ha hecho nada para demostrar su maldad, el diablo puede actuar así, es el demonio, me puede causar algún mal terrible, sí, es diabólico, tal vez todo esto… maldita superstición se apodera de mí, nosotros no somos aventureros ni pertenecemos a una novela tonta, ni tenemos importancia, estamos aislados en esta isla, qué estúpido, aislados isla aislados isla y si al menos la petrolera se hubiera enterado de que había petróleo habría mostrado más interés por llegar aquí y nos habrían rescatado, siquiera como efecto secundario o colateral de su acción puramente interesada, y si no fuera por el desahogo de Bobby, aquel estúpido beso bajo la primera tormenta no significó nada en absoluto, no sé aún por qué lo hice, por qué cedí, y es que Bobby también tiene esa personalidad suya y consigue lo que quiere y no parece estar peor que nosotros, sobrevive y no se preocupa por nada, toma también esa planta y le sienta tan bien como a Gregorio, yo pensé que era el más débil, siempre me preocupo por desvelar quién de nosotros es más fuerte o quién es más débil maldita rivalidad por la fuerza y el poder, el miedo miedo miedo no quiero tener más miedo es la causa de todo lo malo generado por el hombre, y eso los une y los diferencia de mí y ellos tal vez sean auténticos amantes, Bobby no hace otra cosa que concederme un favor, un favor de amigo, otro servicio más que nos prestamos entre las muchas labores de cooperación mutua, de ayuda para la supervivencia, me besó en el suelo de la jungla y no entendí por qué, pensé que debería contárselo a Margarita como un suceso de locura transitoria, que se lo tendría que contar a la semana siguiente, y han pasado tantos meses, o Dios mío, y Dios, Dios dios dios es otra cosa que no pinta nada aquí ahora, porque dónde está, dónde o para qué, si no hay más que seres desvalidos, más o menos afortunados en el reparto de herramientas para subsistir, y todo empezó porque Bobby se pasaba de una tienda a otra y ahora pasa de un camastro a otro, no tenemos intimidad, pero dormimos tranquilos, o no, nuestro sueño está interrumpido, se rompe cada noche, pero descansamos, nos levantamos y corremos a la jungla y apenas exploramos, deberíamos explorar, la leve luz es la que nos despierta, pero el día que lo hicimos fracasamos, explorar, porque precisamente Bobby metió su pie en aquella grieta y se retorció el pie y se hizo un esguince y tuvimos que traerlo a cuestas entre Gregorio y yo, pero aquella otra parte de la isla… Gregorio ha dado algún paso más, ha ido alguna vez más allá de la tercera línea de montañas, él es quien ha encontrado huesos en la otra cueva, quien explora a pesar de todo un poco más que nosotros, pero no lo odio por eso, no sufro envidia, o sí, no lo sé… ninguno es antropólogo, así que no sabemos de qué es ese cráneo, si es de un niño, o de un mono, puede ser que haya vida humana en la isla, por qué no, tengo que proponer salir una vez más a explorar el resto de este lugar, cruzar las montañas hacia la otra costa, tal vez allí está nuestra salvación y deberíamos ir pronto, mañana tal vez, ninguno tenemos problemas ahora, no hay nadie enfermo, no hay heridas ni golpes ni torceduras, somos hombres con cultura, deberíamos hacer algo productivo con todo esto que nos está sucediendo, somos hombres cultos, hemos estudiado ciencias, hemos estudiado la evolución del hombre, biología, sabríamos construir casas, todo es extraño aquí, en Serolf, la isla maldita, nos ha encerrado y me conduce al odio, algo que nunca había sentido antes, o no de la misma manera, este odio directo, incausado, inexpresivo, por qué no me habla nada, tal vez algún día tendremos que exterminarnos el uno al otro, matarnos, aniquilarnos y quedar uno solo con Bobby, qué idea tan absurda, para qué, un idilio en el Edén, porque la isla es un paraíso, un paraíso de hojas, troncos, pescado, playas, la cueva resulta al fin un lugar confortable, podemos dormir, estamos bien alimentados, no hace frío, podemos vivir casi desnudos, esto podría ser un paraíso, sí, el lugar donde ubicar la Edad de Oro, si no fuera por las nieblas de siempre, son raros los días sin la niebla, a veces quisiera elevarme por encima de ella y ver el cielo azul, aquí no hay animales terribles, excepto aquella rata, por qué no veríamos nunca más ninguna otra, tal vez habitan al otro lado, y hay que explorar esa otra parte de la isla, esa culebra que reptó por mi cuerpo una noche, la aplasté, la machaqué contra la roca picuda de la cueva, pero no me había atacado, ni siquiera las serpientes son peligrosas aquí, en esta isla todo parece benigno, no se si será su arrogancia, su desprecio, o su falta de aprecio, ya lo dice el refrán, no hay mayor desprecio que el no mostrar aprecio, qué imbécil, los refranes, sí, tal vez sea eso lo que me ofende de él, pero aún así habremos de entendernos, porque yo quiero explorar más allá de la tercera fila de montañas, desde donde contemplamos aquel elefante enano, Dios mío, otra vez dios, qué era aquel animal, pensamos que sería un elefante bebé, pero luego aparecieran otros dos, otro adulto y una cría, y esta no levantaría más de lo que levanta del suelo un perro mediano, así que nos quedó claro que se trataba de elefantes enanos, cómo es posible que vivan aquí elefantes del tamaño de un ciervo, esta isla, esta isla alberga algo más maravilloso que el petróleo, todos aquellos animales, aquel murciélago manso como una paloma, el pájaro abeja, las liebres enormes y dóciles, las culebras inofensivas, la rata gigante, en el colmo de las cosas raras aquellos paquidermos en miniatura, qué demonios es todo esto, todo aquí es o enano o gigante, anómalo en la talla y la conducta, cómo es posible que nos esté pasando, por qué estamos aquí, al otro lado todo promete ser aún más inhóspito, aislado, misterioso, extraño, más aún, oscuro, porque vivimos en la parte más accesible, quizá tuvimos suerte al llegar por esta parte de la isla, si es que estar aquí puede suponer de algún modo un tipo de buena suerte, desde luego que no, desde luego que no sé por qué estamos aquí ni quiénes somos exactamente, necesitamos retomar la comunicación, volver a trazar de alguna forma planes nuevos y aunque pisamos con botas rotas y arregladas con lianas atadas y trozos de piel debemos intentar cruzar al otro lado, allí podemos salvarnos, salvarnos de qué, no hay nada de lo que podamos decir que nos queremos salvar, no hay ninguna amenaza, sino el día a día, las enfermedades que padecemos, nos debilitan o nos hacen más fuertes, no sabemos, sabemos que seguimos adelante, nuestra dieta no es mala, esta isla no es tan mala, no hemos seguido bajando de peso, aunque estamos tan flacos, seguimos estables, somos calaveras estables, nuestra piel se hace fuerte, nuestros miembros se robustecen, somos fibra —C. P. se pellizcó el brazo—, corremos, pisamos semidescalzos, saltamos, hacemos ejercicio, subimos a los árboles, caminamos hacia las playas, regresamos, volvemos a ir, dormimos bajo la jungla, pescamos, pasamos el frío de la noche, menos mal que la isla no es gélida, estaríamos muertos seguramente, incluso tenemos tiempo muerto demasiado tiempo muerto en el que no nos comunicamos, no hablamos, aquí fuera de la civilización dónde queda el argumento de Bertrand Russell de que el ocio produce cultura, por qué aquí no existe la conversación, por qué un día decidimos que ya no teníamos nada que narrarnos, supongo que porque en realidad no hay nada, por eso usamos un lenguaje que sirve solo de herramienta básica, para dar órdenes, para hacer cosas, para traer cosas, para fabricar cosas, para pedir cosas, un lenguaje de las cosas, casi sin verbos, solo imperativos, y Gregorio menos que nadie, si yo pudiera conservar mis cuadernos y anotar lo que nos está pasando, pero no sé si todo esto algún día lo leería alguien, qué más da que haya sido deshecho por la lluvia o extraviado en algún rincón la mayor parte de nuestro material, porque con seguridad moriremos aquí y nadie vendrá nunca, qué isla es esta, dónde estaremos, si al menos pudiera consignar algo de todo esto de forma racional y civilizada, si pudiéramos convertir todo esto en un perfecto reportaje de alguna famosa revista como National Geographic o Nature que es más científica pero necesitaríamos imágenes y la cámara solo debe tener una o dos fotos más en el carrete, y no sé por qué estoy reservando ese espacio, después de hacer aquella foto lejana que quién sabe cómo quedará al ser revelada, aquella imagen de los elefantes enanos, en el valle, caminando distraídos, lejanos, sin que siquiera hayan notado tal vez nuestra presencia, pero para qué quiero guardar ese espacio pequeño que queda libre en la cámara, trataré de tomar fotos de lo próximo que vea y que más me impresione, pero no sé para qué, no sé si habrá algo más alucinante que este conjunto de sinsentido, también podríamos grabar el sonido, sobre todo de las noches, los aullidos, los insectos o el silencio, hay noches de niebla en que el silencio nos vuelve hacia dentro, nos trastorna, casi más que las estridencias del mediodía cuando antes de una tormenta se acumulan todos aquellos pitidos del calor sofocante, todos aquellos chillidos, el atronador sonido que antecede a cada tormenta y luego la tormenta, escondernos, huir, gritos de monos, sonidos y aullidos inenarrables, irreproducibles, olores en la lejanía, olores a podrido, a mojado, a algo semejante a la canela, a sexo putrefacto, a cosas indefinibles, si alguien pudiera venir a rescatarnos y qué sería de mí, no sé si podría volver a España o aprovecharía para ir a otro lugar, tal vez a Francia, o a Estados Unidos, o a otro lugar, a no ser nunca más el mismo después de esta experiencia, tras esta locura, donde estoy aprendiendo a odiar tanto y tan infundadamente, no estamos abocados a la muerte lenta de la desnutrición, tenemos comida, el agua ya no nos enferma, podemos comer, beber, incluso follar, quién pudiera sobar unas buenas tetas, y vivir, subsistir, si tuviéramos mujeres podríamos fundar un paraíso nuevo, algo indecible, primigenio, después de tanto sufrimiento, de tanta puta fiebre, de tanto vómito, de tantos terrores nocturnos, del frío, del calor, del insomnio, de las heridas mal curadas o brutalmente infectadas, el calor y la humedad, esa sensación de tener una segunda piel hecha de vaho caliente, de cera sucia, esa sensación de mierda que ya se ha adherido eternamente a nuestra piel y ahora nos protege, nuestras pequeñas conversaciones organizativas menudas conversaciones de tres vocablos deberíamos hacer algo… deberíamos hacer algo…
—Coge.
Le interrumpió Gregorio mientras le extendía un trozo de pájaro abeja chamuscado.
C. P. lo agarró sin quitar sus ojos de los ojos enrojecidos de Gregorio. Su odio era cada vez más patente, su comunicación parecía estar definitivamente truncada.
… la isla parece inocente, no se ha mostrado especialmente agresiva con nosotros, ha llenado de algún modo el espacio arrasado de nuestros corazones solitarios, no sé bien quién soy, me cuesta reconocerme cuando veo mi imagen en el río, el delgado hombre salvaje, pero sé que soy un hombre que ha perdido y vuelto a recuperar su medio natural, sin perder por ello toda mi entidad, qué entidad, rara entidad de hombre moderno.
En vez de decir «no quiero más», levantarse y meterse en la cueva, Gregorio extrajo directamente un pellizco de hierba del olvido de una pequeña bolsita de cuero que colgaba de su cuello y se lo introdujo debajo de sus labios, como se introduce el tabaco de mascar, sin decir nada se levantó y desapareció entre la oscuridad de la gruta, su casa, la casa de todos. Ni siquiera lo miraron. Bobby roía todavía los últimos huesos de aquella carne de ave dulzona. C. P. se había quedado mirando hacia el fuego, cada vez más débil, y seguía ensimismado en sus pensamientos, tratando de dilucidar el misterio o la estulticia del azar que los había conducido a una situación tan absurda, solo concebible en una película o una historia de ficción. Era evidente que tanto Bobby como Gregorio perdían la noción de la realidad ayudados por la hierba, pero incluso C. P., quien desde que la había probado nunca más había vuelto a consumirla, se sentía invadido aquella noche por una extraña sensación de cuelgue. Le parecía que su conciencia erraba entre el sueño y la vigilia, se sumía en ese estado semionírico de los mementos previos al sueño. El siguiente en levantarse fue Bobby, que al menos dijo «adiós» y desapareció también entre la oscuridad de la cueva. A C. P. le entraron ganas de mear. Para sus menesteres evacuatorios se había establecido una ley tácita de alejarse al menos hasta la primera línea de árboles. Si alguno descubría una hez próxima a la gruta podía protestar airadamente, arguyendo que eso era una guarrada y que debían alejarse más para hacerlo. De momento, mantenían ciertos filtros de la civilización, pero que además debían de provenir de algún instinto de preservación: el mantener limpio de inmundicias el entorno de la cueva y el no acumular en exceso los restos de comida o las excrecencias de sus organismos cumplía con una saludable función que prevenía contra posibles infecciones por focos de contaminación.
Con el miembro fláccido entre sus dedos, mientras disparaba un chorro cálido de pis contra la corteza de un árbol, giró su cabeza y miró hacia arriba tratando de divisar en el cielo algún indicio de luna. La noche estaba despejada, la niebla que, como un vapor templado, se había levantado durante la tarde, poco a poco se había ido disipando hasta dejar el aire desnudo de humedad. La luz de las estrellas era tan vívida que parecía iluminar los bordes de la jungla, pero era una ilusión, pensó C. P., pues ni siquiera podía ver el reflejo de su orina. Al bajar de nuevo la mirada sintió la presencia de algo vivo junto a él, detrás de él, pegado a él, algo exhalando su aliento en la parte baja de su espalda. Un terror invadió de nuevo su mente, más fuerte incluso que aquellos pánicos que había padecido durante largas noches, aquellos espontáneos rituales iniciáticos, aquellas fronteras del alma que la naturaleza le había obligado a traspasar durante los primeros meses en la isla. Pero la sensación de terror esta vez había sido semejante a un sobresalto, un susto sobrehumano, y le hizo sentir que el largo pelo de su cabellera se erizaba por dentro. No había sido producto de la imaginación aquel aliento, que persistía detrás de él. Los dedos desatinados, azogado por el nerviosismo, levantó lo más aprisa que pudo sus raídos pantalones, los ató con la liana y volvió de nuevo la cabeza, aterrorizado, sumido en una somatización espantosa que lo invadía desde la boca del estómago hasta el cráneo. No podían ser sus compañeros, pensó. Pero los llamó: «¡Bobby! ¡Gregorio!». Nadie respondió. Ninguno de ellos, seguramente dormidos ya, podría escucharlo desde el interior de la cueva. Horrorizado, descubrió a escasos centímetros de su cuerpo a un pequeño ser del tamaño de un niño de seis o siete años. Le pareció un simio, demasiado erguido, demasiado lampiño e incluso demasiado humano; pero no era tampoco un hombre, alguna especie de monstruo semihumano tal vez. Apenas podía distinguirlo, por mucho que sus pupilas se dilataban exorbitantemente hasta dejar el iris convertido en una delgada línea circular. Se agachó un poco, mientras apretaba los puños. De pronto descubrió los ojos de la criatura cerca de él, a escasos centímetros, y su rostro. Era un ser… sin duda antropomórfico… tenía los ojos algo saltones, una frente estrecha y echada hacia atrás, el pelo largo e hirsuto. C. P. gritó.
Un grito histérico, desde las entrañas de su pánico. Y la presencia comenzó a correr en dirección opuesta, giró a escasos metros en dirección oeste y se dirigió peñas abajo, escapando de él, asustada. En milésimas de segundo, la tensión adrenalínica se redujo drásticamente en el organismo de C. P., desatenazando sus músculos como globos que se deshinchan; y en ese instante examinó su reacción y pensó que no debería haber sentido tanto miedo, un pavor tan desaforado; pero su estado de ánimo se encontraba todavía al borde del paroxismo y persistían los síntomas de la somatización. Aunque hubiera notado ese enervamiento repentino, su cuerpo se hallaba en perfecta predisposición para el ataque, la defensa o la huida. Si se hubiera podido mirar en un espejo, habría comprobado que su tez estaba blanca, sus labios lívidos y tensos y sus ojos hundidos en unas cuencas amoratadas, inyectadas en sangre, la viva imagen de la estupefacción y el miedo absoluto. Un temor orgánico y cerval. En la tenebrosa oscuridad de la jungla trató de adivinar la silueta de aquel ente que escapaba hacia ningún lugar. Apenas pudo descubrir que se trataba de un ser con algo menos de un metro aproximado de altura, que corría con una agilidad simiesca, pero más como un hombre que como un mono, ya se tratara de gorila, orangután o lo que fuera que pudiera habitar en esa isla. Se esfumó tan rápido que no pudo hacer nada; pero un impulso descabellado lo impelió hacia las sombras, detrás de aquella cosa, corriendo sin resuello, sin pensar, olvidado de su temor primigenio, en búsqueda del misterio, de la muerte, del demonio, de cualquier horror que pudiera significar aquella presencia. Corrió entre los árboles llegó a la zona del despeñadero, corrió entre rocas, entre matorrales, cruzó las aguas de un pequeño arroyo que saltaba en el vacío hacia el cañón del río, abajo. Corrió, corrió, corrió en pos del misterioso ser, espoleado por una suerte de locura Se perdió en la oscuridad de los valles.