VII
El humo del cigarro obligaba a Gregorio a cerrar su ojo izquierdo, a retorcer los labios y a adoptar una mueca ligeramente aviesa. Tenía las dos manos sobre aquel tubo metálico que entre él y Bobby mantenían clavado dentro de la tierra, así que no podía sino mantener el pitillo entre los dientes. De vez en cuando succionaba del aire infecto del tabaco y tragaba el humo, que no volvía a expeler nunca más, como si lo sometiera a cadena perpetua en sus pulmones. Con la pequeña terminal de la máquina sobre sus rodillas, C. P. introducía unos códigos, daba a unas teclas y comprobaba las manecillas de unos cuantos relojes e indicadores.
—¡Repetid la sonda! ¡No es posible! —gritó entusiasmado.
—¿Qué pasa? —preguntó Bobby.
—¡Sacad esa sonda y volvedla a introducir, por favor! ¡Vamos a repetir el gamma ray!
Así lo hicieron. A los siete minutos volvió a exclamar.
—¡Dios! Si este cacharro no miente, estamos encima de un inmenso anticlinal de esquistos; tengo la intuición de que esto está atiborrado de petróleo.
—¡No jodas!
—No parece alegrarte mucho, Gregorio.
—Vamos, Pedro, ¿es que tú estás entusiasmado? Además, no puedes saber eso tan pronto.
—Claro que no. Hemos venido aquí a abrir el camino, a establecer los primeros indicios; y este es uno. Las rocas que hemos ido analizando estos días eran esquistos bituminosos. Hemos tenido esa suerte: el petróleo aflora prácticamente a la superficie. Estoy seguro de que esta isla es una mina enorme.
Bobby los miraba a uno y a otro lado. Gregorio se irguió. Abandonó en la tierra el tubo de metal y se le acercó, después de agarrar su cigarrillo entre los dedos índice y corazón de la mano izquierda. C. P. se dirigió hacia él:
—Dame un cigarro, ¿quieres? Fumo cuando tengo que pensar mucho o cuando quiero celebrar algo.
—Pues por mí no te preocupes; si no quieres celebrar nada no hay problema. Además, supongo que estas pruebas tendrá que repetirlas Bobby para poder refrendar los resultados, ¿no es así?
—Yo no sé qué deciros —se abrió paso en la conversación de los dos españoles el rubio de ojos helados y orígenes escandinavos—: por un lado me alegro. Tiene razón Camilo: hemos venido para esto. Pero por otro lado… No sé…
—Es un hecho, imaginémoslo: hemos encontrado petróleo. Vale. Ahora a tomar por el culo: mañana iremos hasta la cueva, cogeremos el hidroavión y nos piraremos hasta Sumba. Chicos, si algo me alegra es irme de aquí. Quiero mi parte. Quiero que Repansa o su puta madre, o la compañía inglesa, me paguen lo que está firmado en mi contrato, que es una buena pasta. Luego ya veremos qué hacen con todo esto…
Parecía enfadado de verdad.
Unos segundos de silencio siguieron a la arenga de Gregorio. Todo había sucedido a pedir de boca, a pesar de la tormenta, la radio socarrada, el destrozo de la mayor parte de la comida y la inútil maceración de los cigarros.
En seis días, después de haber logrado recuperar su campamento e instalarlo sólida y definitivamente y después de haberse puesto manos a la obra y hallar un resultado positivo en su búsqueda de petróleo, para cuya misión habían sido contratados por la petrolera inglesa en extraño contubernio con Repansa, tan solo en seis días, se encontraban ya deshaciendo y cargando su impedimenta, en el camino de regreso hacia la bahía. Como una cortina de sonidos, los envolvía el jolgorio de algunos animales chillones, pájaros a los que no lograban todavía identificar, alaridos lejanos. Caminaban sumergidos en una enorme cúpula de hojas verdes por las que se filtraba un mosaico luminoso de matices esmeraldas, la catedral de la selva. Gregorio iba delante cortando algunas lianas y matorrales. Un olor denso como a canela podrida y a tierra húmeda los embriagaba. De pronto, algo hizo gritar a C. P.
—¡Cuidado!
Tardaron bastantes segundos en identificar en la lista taxonómica de su memoria el animal que tenían frente a ellos. Un mamífero del tamaño de una nutria se les acercaba presuroso, al tiempo que movía su inmenso rabo de sección redonda. Era lo más parecido a una rata. Una rata gigante.[3]
Sus bigotes tremolaban en el aire de la jungla. Sus patas nerviosas hacían crepitar las hojas y ramillas en el suelo. No parecía temer a los intrusos, hasta el punto de quedarse a unos centímetros de ellos, olfateando con su hocico los pantalones de Gregorio, con una mansa curiosidad de perro domesticado. Aunque la actitud del animal les inspirase cierta confianza inicial y su encuentro los hubiera dejado paralizados por la sorpresa, esperaban que pronto se produjera alguna reacción adversa por parte del monstruoso roedor. Y estaban en lo cierto; sin previo aviso, la rata pegó una dentellada contra las piernas de Gregorio, con la suerte de que todo lo que pudo agarrar con sus afilados dientes del tamaño de una navaja fueron las hebillas de la bota izquierda del piloto.
—¡Hija de puta!
Gregorio sorprendió a todos, sacó de algún sitio del interior de su chaqueta una pistola automática y comenzó a disparar a bocajarro. El animal gritó, chilló como una rata, con lo que confirmaba su parentesco con los conocidos roedores que ellos tenían en su cabeza, pero lo hizo con una potencia ensordecedora, como si se tratase de algún sonar de frecuencia estridente. Fueron apenas dos segundos, porque enseguida enmudeció, se puso con las patas hacia arriba, se revolvió en unas convulsiones que anunciaban su muerte irremediable y se le enervaron todos sus miembros hasta quedar por completo inmóvil. Gregorio le descerrajó todavía tres disparos más. El extraño mamífero se había convertido en un saco peludo y fusiforme cuyo lomo dejaba ver algún escueto orificio donde los pelos permanecían aplastados por una mancha oscura de sangre, tendido sobre el lecho vegetal.
C. P. ignoraba si su cámara todavía funcionaría después del accidente de la tormenta, hacía cinco días. Se había limitado a cargarla con un nuevo carrete. Agarró el pesado macuto que traía colgado en sus hombros y lo descendió hasta el suelo. Abrió uno de los compartimentos laterales y tomó su cámara, la extrajo del estuche rígido de piel marrón y sacó alguna foto del animal muerto.
Tras la aventura de la rata, siguieron su camino hacia la bahía donde habían dejado amarrado en una cueva su hidroavión. La noche se les iba echando encima. Llegaron tan tarde que decidieron montar la tienda de campaña provisional, una vez más, como el primer día, y en el mismo lugar aproximado, a una cierta distancia de la orilla y cerca del borde oscuro de la jungla. Aquella noche era la última que se proponían pasar en aquel lugar. La temperatura era más cálida que ninguna de las otras noches, desde allí afuera podían admirar el firmamento repleto de estrellas, de vez en cuando veladas por alguna nube fugada del denso anillo que rodeaba toda la isla y que la había mantenido oculta, con toda probabilidad, durante años, siglos o quién sabe si milenios, cegada a la capacidad colonizadora del ser humano, hasta la llegada de los satélites y sus cámaras, situadas más allá de la estratosfera.
De nuevo la luz de la lámpara de gas sobre la arena proporcionó, a la puerta de la tienda de campaña, la atmósfera propiciatoria de una conversación entre los tres improvisados aventureros, quienes acompañaban la tertulia con sendos botes de bebidas edulcoradas, los últimos.
—¿No os da algo de pena salir de aquí sin haber explorado más a fondo la isla? —les preguntó a sus compañeros Bobby.
—Apenas habremos recorrido un diez por ciento —apostilló C. P.
Gregorio aventuró un cálculo mucho más realista:
—Ni tampoco un cuatro por ciento. No hemos recorrido casi nada. Es posible que estemos huyendo de este lugar sin haber hecho la parte del trabajo que ellos esperan. Nuestra misión es un fracaso aunque tú pienses que aquí hay petróleo. ¿Qué les llevas?: dos fragmentos de roca ennegrecida, unas bolsitas de plástico con raspaduras y unos cuantos registros eléctricos. Eso es todo. Tal vez en el resto de la isla no exista ninguna bolsa de petróleo, y entonces a la petrolera no le interese la explotación. Creo que esta celeridad con la que hemos hecho todo se debe a que no hemos podido comunicamos con ellos. Esto nos intranquiliza Pero ellos nos habrían pedido más. Cuando lleguemos, nos encontraremos con la desagradable sorpresa de que la compañía no valora nuestro trabajo en la cantidad por la que habíamos firmado el contrato.
Los gestos de Bobby y C. P. denotaban una escucha atenta a las palabras de Gregorio, a quien se le iluminaba con matices anaranjados la cara por el reflejo de la lámpara de gas. De cuando en cuando, entre una frase y otra, exhalaba a voluntad un humo violáceo que terminaba por perderse de vista en el aire estático y caliente, camino a las estrellas.
—Pero me da igual. Creo que prefiero eso a que vengan a esta isla y la destruyan —toda una declaración de principios por parte del piloto.
—¿Piensas que van a destruir esta isla? —preguntó Bobby con cándida ingenuidad, dudando hasta qué grado su compañero podía conocer esa predestinación.
—Pienso que es una posibilidad, si es que el trabajo que habéis hecho está acertado…; bastante precario e inseguro a mi parecer.
—Te lo puedo asegurar —intervino C. P.—. No sé si al otro lado de las montañas habrá petróleo o no, pero de este lado me parece que la isla es una enorme reserva de petróleo. Y Bobby lo ha podido comprobar igual que yo, ¿no es así?
—Creo que sí, Pedro, creo que sí —respondió.
—Yo lo que no hago es plantearme demasiado la cuestión de si estoy a favor o en contra de algo sobre lo que no tengo ninguna influencia.
—Pero les estás haciendo el trabajo.
—Si no soy yo lo hará otro: ¿qué diferencia existe?
—¿Y si todos se opusieran, y si no hubiera ningún geólogo, ningún geofísico, ningún ingeniero, ningún profesional mercenario que estuviera dispuesto a encontrarles petróleo en este o en ningún otro lugar que merezca la pena ser conservado? —continuó discutiendo Bobby de forma civilizada con C. P., manteniendo el eterno titubeo de su rostro.
—Ese es un planteamiento absurdo por desgracia; siempre habrá alguien que acepte; por dinero se pueden aceptar incluso trabajos mucho más sucios que este —remachó el piloto.
—Pues eso es lo que digo, si no lo hago yo lo hace otro y no cambiará nada —C. P. aprovechó para justificarse—. ¿Te parece un trabajo sucio?
Entonces Gregorio prosiguió:
—Imagínate que tienes delante de ti una bola de presos de guerra frente a un paredón, el sargento llama a formar el pelotón de fusilamiento y te señala con el dedo: ¿aceptas ser tú quien apriete el gatillo si puedes dejar que el turno pase al siguiente soldado? ¿Y aceptas porque sencillamente, con ese simple y llano argumento, si no lo haces tú lo hace cualquier otro? ¿No prefieres que sea otro el que cercene la vida de esos hombres?
Bobby no pudo entender aquel supuesto planteamiento lógico. Demasiadas palabras nuevas para él. Así que el piloto se lo tradujo a un inglés macarrónico con la ayuda de C. P.
—¿Qué harías, eh? —volvió a preguntar al doctor geólogo.
Hubo unos segundos de silencio.
—Jamás maltrataría a un hombre, jamás ejercería la violencia sobre un hombre, jamás mataría a un hombre, no sería capaz —respondió—. Pero no me parece un ejemplo en correspondencia.
—No es lo mismo —añadió Bobby—, no es lo mismo.
—No sé por qué razón se arguye siempre a favor de cualquier acción degradante sobre la naturaleza con la justificación de que es en aras del progreso. El progreso. ¿Qué coño es el progreso? ¿Por qué tengo que aceptar que el progreso sea lo que dicen? Si el progreso consiste en esta invasión febril del planeta, en esta degradación del medioambiente, ¿para qué queremos el progreso?
C. P. comenzó su argumentación a favor del progreso:
—Si estás enfermo tomas medicinas o acudes a un hospital para que te curen; llevas una pistola para defenderte, has cosido a balazos de plomo, fabricados en un industria de armas, a un animal extraño, posiblemente una rareza zoológica que no existe en ningún otro punto del planeta; fumas unos cilindros que contienen, junto con un poco de tabaco, toda clase de aditivos insuflados artificialmente en una fábrica de tabaco norteamericana para que cada día seas más adicto a su consumo; tú, Gregorio, tú eres un piloto de avionetas y helicópteros, objetos claramente producto del progreso, la técnica y la tecnología…; vives en una maldita ciudad, conduces tu motocicleta y tu coche; supongo que calentarás tu apartamento con calefacción de gasoil o de carbón. Puedo seguir poniendo decenas de ejemplos, cientos tal vez, que prueban cómo también tú eres un hombre apegado, igual que yo y que Bobby, al progreso. El progreso no es malo. Se puede mejorar la vida de los hombres con el progreso; ¿qué tiene eso de malo, eh?
Gregorio miraba al vacío del mar.
—Tus razonamientos son muy lógicos, Pedro. No podría decirte nada en contra. Sin embargo resultan claramente antropocéntricos. Creo que hay más cosas…
—¿Qué cosas, eh?
Bobby daba la impresión de mantener una opinión completamente intermedia y tan aséptica que lo único que albergaba era una inmensa y paralizante duda.
—Otras cosas. El planeta no es del ser humano, existen otros seres. He matado una rata gigante en defensa propia, estoy respetando mi instinto de supervivencia. Me gustan los artefactos voladores, los aviones, las avionetas, los helicópteros… Me gustan las motos. Me gustan los coches de los años cincuenta. Sí, soy un incoherente. Pero tengo la impresión de que podría prescindir de todo eso, querido amigo. Soy maltusiano, no creo que haya que poblar el universo de humanos hasta que ya no quepa nadie más; y entonces luego qué. Y el petróleo, la industria, la farmacéutica, los bancos… Todo esto se ha convertido en una forma de enriquecimiento brutal para unos cuantos, por eso se trata de potenciar el progreso sin medida, para poder seguir aumentando cada año las ganancias. Los beneficios hasta el infinito no parecen una buena premisa para ningún sistema que quiera sobrevivir demasiado tiempo. Se irán salpicando crisis como la que hemos pasado últimamente, y finalmente acaecerá una enorme y catastrófica crisis, cuando el universo, la injusticia social o la naturaleza digan ¡basta ya! Yo soy un escéptico y un hedonista, Pedro; sobrevivo y me aprovecho de lo que tengo a mi alcance, lo cual no significa que no tenga un pensamiento filosófico que va mucho más allá. Alguien contacta conmigo, me ofrece un dineral para transportar a dos ingenieros, o geólogos, me da igual, desde una isla de Indonesia hasta otra isla más pequeña; no parece una misión muy arriesgada. Sé que es para encontrar petróleo en un futuro y explotar la zona, convirtiéndola en una enorme cicatriz de hormigón, asfalto y metal, un apéndice herido por la civilización y la codicia. Es más, sé que la comunidad internacional no aprobaría la explotación de una isla virgen o casi virgen y que todo este movimiento se está haciendo subrepticiamente, a escondidas, en secreto. Se trata de un trabajo sucio, vosotros lo sabéis mejor que yo. Pero acepto. Acepto con la esperanza de que todo este proyecto se les arruine; acepto porque tengo que sobrevivir y para ello me va a venir muy bien el dinero con que supuestamente nos van a recompensar.
—Entonces eres un…
—¿Incoherente? —propuso lacónico Bobby, quien había seguido el hilo general de ambas argumentaciones, si es que aquellos dialécticos exabruptos de colegial podían llegar a considerarse «argumentaciones» y no simplemente opiniones vulgares, algunas en verdad de una candidez supina.
—Sí, ya lo he dicho: soy un incoherente. Te voy a decir algo, Pedro, no sé si el progreso es bueno o es malo; sé que es modulable, que no se trata de un valor absoluto. Habría que redefinirlo: la contemplación del horizonte, el aire limpio y el agua, por no decir el respeto a los demás seres, deberían estar en la base de cualquier forma de vida que se llame progreso humano. Siento ser tan hippie, pero soy de los que piensan profundamente que la Tierra no pertenece al hombre, sino que es el hombre quien pertenece a la Tierra; pero la civilización parece estar basada en el Antiguo Testamento, donde la naturaleza se nos presenta como un mero objeto de explotación para nuestra especie. La raíz semítica de la civilización ha hecho mucho daño a la evolución de la cultura humana: quién sabe por dónde habríamos ido si hubiéramos basado nuestro pensamiento en otras posibilidades más filosóficas. Somos una mierda de especie.
—No hay ningún valor absoluto —esgrimió su tópico Bobby, sacado del cajón de las simplezas, por fin con el esbozo de una certeza.
—O se le ponen límites al progreso o acabará por devorar a la propia humanidad, y eso sería una auténtica lástima, ¿no te parece? —terminó Gregorio.
—¿No dices que es una mierda nuestra raza? No es fácil poner límites al progreso —respondió C. P.
—Ya, tal vez estés en lo cierto. Seguramente eso que llaman progreso es imparable; como todo lo mueve el interés, el dinero; tal vez las soluciones a todos los males, a todos los destrozos e injusticias que el progreso provoca y provocará, solo puedan provenir de algún otro interés contrapuesto que lo exceda. Los pobres y la naturaleza deberían rogar a Dios para que su padecimiento deje de ser lucrativo algún día para quienes los están destruyendo; o, dicho de otro modo, para que su salvación comience a ser rentable. Si la civilización está causando esto, la civilización misma será la única que pueda resolverlo; y decir civilización, progreso, es decir bienestar material y codicia. Solo una nueva y diferente codicia podrá salvar el planeta, seguramente tienes razón.
Había algo de celebración en aquella noche, a pesar de las absurdas y estériles discrepancias de un grupo de tres empleados provisionales en una multinacional charlando en mitad del océano Índico. Celebraban de aquella manera su última noche en Serolf. Y alguno propuso salir por Yakarta para divertirse el mismo día que llegaran y prolongar la diversión hasta altas horas de la madrugada. Querían conocer mejor la ciudad. También especularon con la posibilidad de regresar a la isla acompañando a la expedición oficial de la petrolera y explorar toda su geografía, que prometía agasajarlos con una fauna y una flora desconocidas y unos paisajes espectaculares. Durante unos instantes se callaron y desde la jungla los invadieron los sonidos de la noche; otra vez aquellos aullidos de simios o de aves, el agua batiendo de pronto más de lo acostumbrado contra los farallones. De nuevo el olor a mar, mezclado con un espeso perfume a tierra húmeda, procedente de la honda y negra maraña de los árboles.
Dentro de la tienda de campaña, juntos, sin necesidad de usar sus sacos de dormir, los tres jóvenes duermen a pierna suelta, pensando en el día siguiente, que será un gran día, sin duda, a pesar de todo. Su regreso a la civilización los hace soñar con azafatas, restaurantes, un cheque con una cifra exorbitante, la gran juerga en Yakarta, sus respectivos hogares. C. P. ensoñaba la imagen de Margarita y poder hacerle por fin una promesa de futuro. Quién sabía. Se fueron quedando dormidos dentro de su tienda de campaña, como si fueran excursionistas, pensando en la proximidad de su regreso al dulce hogar, al que podrían volver en apenas unos días.
Gregorio madrugó. Pasó la noche inquieto, y con los primeros rayos de luz abrió la cremallera de la tienda. Un mar apagadizo se confundía con la niebla templada. No había paisaje, no había horizonte, solo la bruma y los aullidos de los animales más madrugadores. Siguiendo el borde del agua para poder guiarse se dirigió hacia la cueva-hangar y poder así ir preparando la nave y comprobar que todo estaba en orden. Maldijo la falta de control del ser humano, su cándido optimismo, su idiotez. Ni siquiera se les había ocurrido la tarde anterior haberse acercado hasta el improvisado hangar de la cueva, a unas decenas de metros para comprobar si el aeroplano se encontraba todavía allí, sano y salvo, con el ancla y la cadena que deberían mantenerlo firmemente amarrado. Infelices, ninguno había considerado que la tormenta, aquella tormenta ya lejana en su memoria que les había destrozado la mayoría de sus víveres, la radio, el generador y su tabaco, hubiera tenido igual violencia sobre el mar y la costa, y que pudiera haber afectado al estado del hidroavión. Aquel mismo día deberían haber corrido hacia la costa, haber prevenido que de todas con cuantas herramientas contaban en la isla la más importante estaba lejos. Si hubieran espabilado quizá lo habrían podido evitar, lo habrían encontrado dando tumbos contra las rocas, o cerca aún, en algún punto accesible de la costa. O tal vez no.
Mientras un haz de luz había hecho añicos su antena, mientras yacían tumbados entre la hojarasca inundada bajo las copas de los árboles, tratando de no salir en volandas, ahogarse o ser alcanzados por un rayo, más allá del claro y la jungla, en la bahía que les dio entrada hasta la isla, la tempestad se había aliado con un hidroavión ansioso por liberarse; y se había liberado, como un animal amarillo y grande, de las cadenas con que lo habían amarrado a las piedras de la cueva-hangar. Se había escapado mientras golpeaba aquí y allá contra las rocas del acantilado, como un monstruo borracho con su propio carburante, tambaleante de gasoil, destrozando en parte sus inmensos flotadores y parte del fuselaje. Se había internado en alta mar y navegaba rumbo a alguna otra isla o a la singladura inercial e infinita, pues sus flotadores, había pensado Gregorio, nunca lo dejarían hundirse en el piélago profundo de Indonesia. Ahora se hallaban sin radio, incomunicados, sin avioneta, solos y perdidos en un lugar cuyo nombre era una simple y burda invención de gabinete: Serolf. Gregorio, el piloto destronado, se encontraba quieto como una estatua mirando hacia la cadena que colgaba de una roca Un fragmento amarillo de fibra de vidrio se mecía burlonamente en una esquina de mar dentro de la gruta. La niebla comenzaba a disiparse y el sol producía reflejos en el agua solitaria. No se había dado cuenta de en qué momento sus dos compañeros habían llegado hasta allí, pero giró levemente su cuello y allí se encontraban, junto a él, mudos, estáticos y confundidos.