VI

Bobby, por favor ¡lánzame la caja para arriba! —gritó Gregorio desde lo alto de la roca.

Tras una pesada caminata en busca de algún lugar donde instalarse de forma más definitiva, habían hallado un claro de hierbas altas en la parte sureste de la isla. Aquel espacio despejado y herboso se encontraba cerca todavía de la escarpada bahía por donde habían penetrado y lejos de la primera línea de montañas. Hacia el centro aproximado de aquella especie de pradera rodeada de jungla, por la que cruzaba un estrecho y rápido arroyo, se erigía con apariencia fantasmal un monolito, una formación rocosa de unos ocho metros de altura. C. P. propuso instalar la radio cuanto antes y establecer contacto con el centro de operaciones en Yakarta. Albergaban algunas dudas sobre que aquel pesado transmisor de radio fuera a funcionar. La instalación no era demasiado complicada. Por el momento, habían encontrado un lugar aparentemente bueno donde colocar la antena. Una primera exploración por la isla y un primer logro. El optimismo encontró un hueco entre la extrañeza.

Esperaban poder confeccionar los primeros mapas de acceso a la isla y comenzar de forma paralela con las resonancias magnéticas en busca de estratos de esquistos que pudieran conducirlos hacia los primeros indicios sobre la existencia de petróleo. Y esperaban poder trabajar rápido, recorrer la mayor parte de aquel lugar y hacer un trabajo bien hecho para allanar el paso a la próxima expedición.

Ahora habían encontrado el lugar donde desplegar sus pertrechos, levantar el campamento definitivo y poner en marcha el generador y la radio. Irían informando día a día de sus progresos a la central de Yakarta, y desde allí toda la información pasaría a Londres. La base de la antena la había incrustado C. P. con unos clavos de acero galvanizado de más de diez centímetros de largo en lo alto de la roca. Aquella base metálica parecía estar bien firme para aguantar la estrecha torrezuela de hierro que subiría como un pararrayos y cuya punta alcanzaría sobre sus cabezas, contando con los ocho de la roca, una altura máxima de unos doce metros. En lo alto del mástil, antes de ir ensamblando una pieza con otra entre Gregorio y C. P., ataron un trapo negro a modo de estandarte; era la bandera de la comunicación. Aquel logro lo habían vivido como si hubieran puesto un pie sobre la superficie de la luna o hubieran clavado la enseña castellana en las cálidas arenas de La Española. Ahora les parecía que todo estaba más controlado, que la aventura de ambiente enrarecido adquiría visos de una verdadera misión occidental y civilizada. Desapareció incluso aquella sensación que había experimentado C. P. de que nadie podría establecer sobre ellos ninguna clase de control burocrático. De pronto, y a medida que avanzaban en el despliegue de su acantonamiento, fueron despejándose las dudas; las incertidumbres y cierto temor en la noche anterior, provenientes de la parte irracional de su cerebro, parecían estar disueltos ahora en un perfecto desarrollo de acontecimientos racionales y técnicos. Aún les quedaban muchas horas de luz. El calor se comenzó a hacer sofocante, y llegaron a clavar sobre la tierra los pilares de dos metros de altura del futuro campamento, e incluso colocaron la lona principal por encima, sin fijar aún cada una de sus pestañas en la estructura que haría de tejado. Bajo aquel toldo todavía provisional se resguardaron del calor tórrido y húmedo de la tarde ecuatorial y se dispusieron a tomar una colación y beber un café frío. La radio estaba conectada a la antena. Para poder decir que se hallaban en situación de trabajar confortablemente, solo necesitaban ponerla en marcha después del almuerzo y con ayuda del generador eléctrico; terminar de levantar el campamento con sus subdivisiones internas y ordenar un poco lo indispensable.

Su única protesta era en ese momento el calor aplastante y el canto ensordecedor de algún tipo de insecto. Aquellos signos no eran sino el preludio de unas nubes que llegaron, fuera del síntoma del bochorno, sin más previo aviso. Y llegaron para oscurecerlo todo, como si se hubiera echado la noche encima o hubiera acontecido un eclipse apocalíptico de sol. El viento comenzó a levantar el toldo por los aires y lo tiró al suelo unos metros más allá, en las proximidades del arroyo, dejando a los tres hombres mirando hacia el cielo ennegrecido. Unas primeras gotas del tamaño de un testículo les golpearon la cabeza, preludiando un aguacero de los que Gregorio había escuchado podían llegar a arrastrar consigo, junto con la caída en tromba de grandes cantidades de agua y barro, toda clase de pequeños animales, como ranas, lagartijas, tritones, y huevos de pequeñas aves, insectos y renacuajos. La roca culminada por la antena no les serviría como refugio donde guarecerse, todo lo contrario, temían que algún rayo fuera atraído por el metal, así que corrieron hasta el borde de la jungla para buscar un lugar seguro. Fue una huida irreflexiva, porque el agua era una cascada inmensa que se derramaba desde un cielo negro, como un abismo quebrado, bajo cuyo telón acuático se había perdido la visibilidad; el viento apenas los dejaba avanzar, echándolos hacia atrás con una intensidad brutal, y C. P. temió por un momento levitar en el aire, comenzar un vuelo involuntario e ir a descender como un meteoro al otro lado de la isla o en mitad del océano. ¿Cómo no iban a caer ranas, lagartos o renacuajos, pensaba Gregorio? Pronto se encendieron en el pozo oscuro de los nubarrones los primeros rayos, a los que siguieron con pasmosa inmediatez unos truenos que dejaron sin respiración a los tres hombres. Apenas habían llegado hasta el interior de la selva, donde la lluvia se deshacía en gotas más pequeñas tras su ruptura contra la bóveda tupida de los árboles, cuando un rayo los cegó y el ruido sobrehumano del trueno hizo temblar la tierra bajo sus botas. Gregorio se dio media vuelta, condujo su mirada hacia la zona del campamento y se cegó con la visión de un inmenso y estriado haz de luz que colgaba del mástil metálico de la antena. Si hubieran permanecido en sus inmediaciones, habrían muerto como tres torreznos.

—¡Joder: la radio! Y todo. Hemos abandonado todo allí. No sé qué va a pasar —gritó Gregorio—: se nos va a achicharrar la radio.

—¿Qué coño querías que hiciéramos? —preguntó C. P., y con razón.

Bobby solo los miraba con sus ojos de hielo. La palabra «achicharrar» sobrepasaba con mucho sus más que rudimentarios conocimientos de lengua española, pues aquella frase la pronunció Gregorio en un perfecto castellano.

C. P. siguió con sus interrogaciones retóricas:

—¿Querías que hubiéramos escrito a nuestras madres una carta explicando la tormenta que se avecinaba? Vamos, Gregorio… Nosotros mismos podríamos estar socarrados por ese maldito rayo si hubiéramos permanecido cerca de la antena.

El fragor de la tormenta, el agua sacudiendo con violencia la jungla, los truenos danzando en derredor, no les dejaban apenas escuchar sus voces. Para entenderse tenían que hablar a gritos. Estaban empapados como si hubieran permanecido durante horas bajo la lluvia. Se echaron al suelo en un último acto absurdo por intentar esconderse bajo tierra. Cayeron abrazados contra la hojarasca encharcada. Gregorio volteado hacia otro lado, el rostro de Bobby y el de C. P. quedaron pegados frente a frente a un dedo de distancia, se miraron a los ojos y Bobby le besó en los labios. Primero fue un roce. Y, sin que Gregorio se apercibiese de nada, terminaron besándose a bocajarro, como caía la tempestad, empapados, abandonados al agua templada que los inundaba y a su propia saliva.

En aquel lugar todo parecía ser extremo e imprevisible. Todo llegaba o desaparecía con la misma brusquedad. La lluvia amainó un punto y acto seguido había desaparecido la tormenta. Se levantaron. Las manos de C. P. y Bobby se tocaron un instante, pero C. P. apartó la suya con el violento impulso de una abjuración repentina. Todo había sido un error.

—Vamos a ver qué ha quedado de nuestras cosas, chicos. Esto va a ser un desastre —pronosticó el piloto.

C. P. había pensado muchas veces en Margarita durante el viaje. Pero ahora sentía una presión fortísima que le oprimía el pecho y la imagen de su novia le venía encima como otra tormenta del alma. Deseó poder contarle de inmediato lo que estaba pasando allí, pero permanecería al menos unos días preso en la isla del petróleo por culpa de su ambición o simplemente de su cobardía. No podía concentrarse en la palmaria, mucho más urgente y real gravedad de los hechos, no podía siquiera preocuparse por una posible pérdida de la mayor parte del material que habían llevado hasta la isla, no le aquejaba la duda de su propia supervivencia, porque en su cabeza viraba incesantemente la rueda pinchuda del arrepentimiento. Como si hubiera hecho algo tan terrible. Margarita, su habitación, el olor a café recién hecho entrando por el quicio de su puerta; su madre. La apacible vida en Madrid, sus planes de una existencia burguesa y confortable, ¿dónde estaba el Camilo Pedro de toda la vida? El que se jactaba de ser un hombre práctico y, aunque de convicciones políticas y éticas progresistas, siempre con las ideas claras sobre cuáles eran sus verdaderos intereses. Su mundo se acababa de derrumbar, y tardaría unos días en ajustar las cosas dentro de sí; pero de pronto, otra vez ese C. P. pragmático afloró de alguna parte, comenzó a sentirse otra vez fuerte y decidido. Se echó el alma a las espaldas.

Empapados y aturdidos por la breve pero intensa advertencia de la naturaleza llegaron hasta el monolito, chapoteando con esfuerzo entre un terreno convertido de pronto en aguas movedizas. Gregorio, frente al despojo de campamento, la radio quemada, lo mismo que el generador, las mochilas flotando con todo el material eléctrico y parte de la comida no envuelta desecha entre los charcos, frente al pequeño gran desastre, les miró fijamente y se mostró incapaz de decir nada, ni siquiera emitió un sonido, ninguna otra expresión que la de su rostro demudado.

C. P. habló entonces, miró a Gregorio, clavó con firmeza sus ojos en los de Bobby, para terminar esbozando un leve rictus de ironía:

—No tenéis por qué preocuparos. Os lo aseguro. No hay nada que no tenga solución, excepto la muerte y los impuestos —bromeó incluso, ironizando con el adagio de Gregorio.

Este agradeció que su compañero hubiera relativizado la tragedia y se hubiese tomado así las cosas. No se esperaba esa reacción de alguno de ellos. Bobby, en cambio, permanecía circunspecto, pero al final sonrió:

—Bien. No pasa nada Vamos a ver qué podemos hacer con todo esto.

—Primeramente poner todos esos cartones de tabaco a secar sobre la roca.

—¿Te preocupa más el tabaco que la comida? —repuso Bobby a Gregorio.

—Veremos qué se puede recuperar de todo este maremágnum. Y a pesar de todo, amigos, puesto que no hemos venido a otra cosa, debemos ponernos manos a la obra, si el material lo permite; aunque no podamos contar por el momento con la radio…

—Ni creo que vayamos a poder contar con ella nunca —apostilló C. P.

—… si se han salvado vuestros artilugios para hacer los mapas en busca de petróleo —prosiguió el piloto, sin tener una idea clara de lo que técnicamente debían hacer sus compañeros—, habrá que intentarlo. Después de todo, si durante unos días no podemos establecer contacto con Yakarta, podremos hacer un viaje y regresar de nuevo.

—Si nos esforzamos un poco y el material funciona podremos esbozar unos primeros mapas de la zona sureste de la isla, recoger todo y marchamos a comunicar personalmente nuestros resultados.

Bobby quedó un poco al margen de la conversación.

—¿Qué piensas? —curioseó Gregorio.

—No sé si el material[2] funcionaré; es posible que hay aparatos que mantienen secos —respondió el chico rubio.

Parecía que con el tiempo la relación entre ellos había ido mejorando. La necesidad y un nada desdeñable grado de inteligencia les había hecho unirse desde aquel momento más que nunca. En mitad de la jungla aislada, cuando después de la tormenta había regresado el sonido atronador de los insectos, el canto penetrante de pájaros sin nombre u otros seres que aún no habían podido descubrir, en ese instante en que todos quedaron con su sonrisa puesta los unos en los otros, se apercibían de que solo se tenían a ellos mismos. La sensación de extrañeza e incertidumbre regresó, pero al menos se había producido una misteriosa solidaridad entre los compañeros.