Era la hora punta. Montado a horcajadas sobre la motocicleta negra y brillante, con el motor que vibraba bajo él y sacudía el aire, se movía hábil entre la barahúnda de autos, manteniendo su velocidad. El sol peleaba en el horizonte reacio a dar su lugar a la luna. El destello del pavimento, el viento frío en la cara, la mancha de los edificios que se levantaban, le daban una anhelada sensación de libertad.
Llegó a una capilla católica ubicada en Compton, un barrio al sur de Los Ángeles, considerado uno de los más peligrosos. Mike se apeó del aparato y enseguida dos ruidosos jóvenes salieron a su encuentro.
—Brother —saludó un joven de ascendencia afroamericana, el otro chico, de origen hispano, encendió un cigarrillo —préstame la moto tengo una hembra que impresionar.
Mike soltó la carcajada y le devolvió el saludo con una serie de gestos.
—Utiliza otra cosa para impresionarla, prefiero darte mis pelotas si las tuyas no alcanzan.
—Eres un mariconazo —contestó el chico con una sonrisa.
—¿Ya llegó Lucas? —preguntó Mike.
—Sí, está con el padre Gregorio.
Mike ingresó en la casa adjunta a la iglesia, era una edificación pequeña que cumplía varios propósitos, talleres de diversas índoles para los diferentes habitantes del barrio. Entró a un salón donde se reunía el grupo de Alcohólicos Anónimos dos veces por semana.
Había una mesa con una cafetera, vasos y botellas de agua. Sillas plásticas donde ya esperaban sentadas varias personas.
Un atrio en madera oscura con un micrófono. En la pared en letras grandes la oración de la serenidad y el logo del grupo, cortinas color café y dos plantas artificiales en cada esquina. Saludó a los reunidos y tomó asiento en la primera fila.
—Buenas noches —retumbó la voz de un hombre de aspecto latino, estatura normal, con barba y de ojos verdes.
Todos correspondieron el saludo y al llegar a Mike, le tendió la mano y le hizo señas para que subiera con él.
—¿Cómo estás? Llevabas tiempo sin venir.
—He estado viajando, pero estoy pendiente de mi gente no te preocupes. Cuando viajé la semana pasada los dejé recomendados con Celia.
—Bien. Vas a abrir la reunión.
—No, hoy no la abriré yo, la abrirá Francisco.
—Me parece bien.
Mike le hizo señas al joven que nervioso se acercó al atril, graduó el micrófono, dio el saludo de bienvenida, el grupo al unísono en voz alta respondió, ¡Hola Francisco!, siguió con la oración de la serenidad y empezó su historia.
—Me llamo Francisco García y soy alcohólico. —prosiguió—: Empecé a beber en la adolescencia para integrarme con la gente, porque era tímido e inseguro y el alcohol me desinhibía, así empecé bebiendo los fines de semana. Mi consumo aumentó cuando llegué a Los Ángeles y empecé a trabajar y a gastar dinero en mujeres y en tragos, un par de años después conocí a la que sería mi esposa, nos casamos y tuvimos un hijo. Pero los malos tratos y las borracheras la alejaron de mí. Perdí mi familia, mi empleo y casi pierdo la vida por estar en malas compañías. Toqué fondo una noche en que me golpearon casi hasta morir. Pensé o te mueres o sales de este hueco inmundo en el que convertiste tu vida.
Después de salir del hospital entré en un programa de rehabilitación de un mes y aquí estoy. —Sacó una moneda del pantalón y orgulloso la levantó—. Llevo tres meses sin probar una gota de alcohol, sé, que es poco tiempo y que es un tramo muy difícil, pero deseo recuperar mi vida y tengo la esperanza de también recuperar a mi familia. Solo por hoy no consumo, ese es el lema, un día, veinticuatro horas sobrio, es la meta de todos mis días. Este es un proceso que nadie hará por ti, sin esta comunidad no lo habría podido lograr, vengo porque es un programa de vida que me ayuda y ayudo a los demás compartiendo mi experiencia de cambio. El primer paso es admitir que no podemos controlar los efectos del alcohol y que necesitamos ayuda.
Al terminar la intervención, se escuchó el mismo coro del saludo, que al mismo tiempo señaló: ¡Gracias Francisco!
Mike felicitó al joven por su intervención. Se reunió con su grupo de apoyo, eran dos hombres y una mujer joven afroamericana llamada Althea, llevaba cuatro meses sobria y peleaba la custodia de sus gemelos al estado. No tenía más de veinte años, y a sus hijos de dos años se los habían quitado los de Servicios Sociales por culpa de su amistad con el alcohol. Trabajaba en un supermercado. Los dos hombres de origen hispano, Andrés y Francisco, el que había dado su testimonio, eran obreros de la construcción. Después de un rato de charla y ver lo animados que estaban por el discurso se despidió. No sin antes reiterar que estaba disponible para ellos las veinticuatro horas del día.
Se encontró con Lucas a la salida que lo invitó a tomar un café en un sitio cercano. Se sentaron en la cafetería y pidieron las dos bebidas humeantes. El lugar estaba vacío y los atendieron con rapidez.
—¿Cómo va el tugurio ese que quieres convertir en centro para jóvenes?
—Bien, muy bien, teniendo en cuenta que la mayoría del vecindario roba, se droga o se emborracha. Si tan solo pudiera sacar a algunos de este ambiente, de nada me vale trabajarlos todo el día para que en las noches vuelvan a casa con una madre que se droga o prostituye o un padre que los maltrata.
La mesera se acercó con el par de bebidas.
Mike admiraba a Lucas Escamilla, lo había visto en ocasiones con el agua al cuello pero nadie podía doblegarlo. Creía de manera ferviente en sus sueños.
—Sabes que cuentas con mi apoyo, dinero, publicidad, lo que quieras.
—Claro que tomaré tu dinero, cabrón.
—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué no trabajas en una gran empresa?
Lucas era graduado de psicología en Stanford, podría estar en cualquier lugar del país y sin embargo pasaba sus días entre los más necesitados. Para él, el cinismo de Mike que solo creía en sí mismo, era desconcertante.
—Porque me necesitan. Porque no puedo dejarlo, no quiero dejarlo. —Soltó una risa y añadió—: ¿Por qué atraviesas la ciudad para venir aquí? Podrías codearte con tus ricachos de Malibú en esta misma reunión.
Mike tomó un sorbo de su bebida y miró para la calle.
—No lo sé. Tú fuiste la primera persona que me dio la mano. Me siento cómodo en este lugar, necesitado y en control de mi vida.
—No es el lugar, brother, eres tú mismo. Has hecho cambios importantes en tu vida ¿Cómo van las cosas con el viejo?
Lucas lo había traído al grupo sin presiones ni exigencias. Solo quería hablar del centro de jóvenes y sacarle una donación que en esa época, cuatro años atrás, se limitaba a reunir dinero para comprar el terreno en el que hoy planeaba construir el centro de apoyo para jóvenes, pero Mike no paraba de mirar la puerta con el logo de AA. Fue el comienzo de todo.
—No presiones, hasta allá no llego.
—Llegarás, brother, el viejo no será eterno y debes liberarte del resentimiento, esa carga no te llevará a ninguna parte. Soltar, perdonar.
—Ya veremos.
Su amigo rio entre dientes y se despidió. Volvió a casa. Unos ojos azules, se hicieron presentes durante el recorrido. Recordó que era la misma expresión que tenía Isabella cuando se embriagaba, como si hubiera hecho algo indebido y detestaba esa sensación en la boca del estómago.
Michael Donelly era descendiente de italianos, con un temperamento apasionado, obstinado como una mula, algunas veces arrogante e independiente. Sus ancestros habían llegado a Estados Unidos antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial. Fue relato obligado en varias ocasiones durante la niñez. Mike pensaba que su abuela había olfateado el principio de la contienda porque, con dieciocho años, sedujo al nuevo peón de la finca de su padre, el joven se llamaba Marcelo Donelly y segundo hijo de una pareja de campesinos de las afueras de Palermo. Guapo, de tentadores ojos negros y cuerpo de hombre curtido por el trabajo duro. Consumaron su amor en el pajar del granero en medio de los gritos de satisfacción de Isabella. Ella perdió la cabeza por él. Marcelo no podía creer que esa hermosa muchacha educada para casarse con un hombre rico, lo hubiera elegido a él, un campesino ignorante. Lo enloquecían sus caricias y la necesidad ardiente que había despertado en ella. Al proponerle empezar juntos en Estados Unidos, Isabella no lo pensó dos veces y con una carta a su madre, se despidió de ellos para iniciar su nueva vida al lado del hombre que adoraba. Además, estaba embarazada, se casaron antes de tomar el barco que los llevaría a América.
Después de su paso obligado por la isla de Ellis y pisar por fin suelo americano, hicieron todo tipo de trabajos. A Isabella no le gustaba la costa este y decidieron ir más al centro del país. Ambos trabajaban por igual, desde recolectar cosechas hasta oficios varios. Llegaron a Los Ángeles dos años después de haber emigrado y con dos niños que necesitaban estabilidad. Se alojaron en una pequeña pensión, la dueña congenió enseguida con la joven. Para esa época se habían definido los roles; Marcelo era un hombre trabajador, pero las ideas, la ambición y la sagacidad estaban en cabeza de Isabella. Trabajó en la posada y ahorró hasta el último centavo. Llegó a maniobrar el lugar y a su dueña a su antojo. Mientras tanto, Marcelo desempeñaba el trabajo de obrero de la construcción. Isabella manejó la economía, como manejaba todo en su hogar, con mano de hierro. Cuando la dueña de la posada se enfermó les vendió el lugar. “Ahora sí me siento en casa” dijo esa noche Isabella a Marcelo mientras celebraban haciendo el amor.
Con el paso del tiempo remozó la pensión, la agrandó y la convirtió en un pequeño hotel con todos los servicios. Ambicionaba un lugar elegante, no quería terminar con una pensión de tres al cuarto, ¡No señor! Isabella iba a los mejores hoteles de la ciudad y se sentaba en la sala de recepción a observar hasta el último detalle. “Así será mi hotel algún día”, pensaba. La oportunidad se presentó cuando pusieron en venta la casa de al lado, se endeudaron de nuevo, Marcelo quiso hacerla desistir, asustado ante la enormidad del compromiso, pero Isabella no le prestó atención, le dijo que los grandes sueños implicaban grandes sacrificios. Compró la vivienda y con un préstamo bancario construyó el hotel de sus sueños. Tuvieron cuatro hijos, uno de ellos murió de neumonía viral. El chico del medio murió en un accidente de tráfico. Quedaron Angélica y Pedro el menor y padre de Mike que se casó con la hija de los dueños de un hotel en Las Vegas, italianos también.
Pedro era soberbio se creía soberano de su entorno. El problema era que adolecía de las cualidades para serlo. Angélica, miedosa e insegura, vivió siempre a la sombra del fuerte temperamento de su madre. Isabella era consciente de los defectos de sus hijos. Mientras estuvo viva, no soltó el control de los hoteles y Pedro resintió ese hecho siempre. Adquirieron cinco hoteles más a lo largo de California. Isabella puso el ojo en Mike; del desastroso matrimonio de Pedro, Mike era el único que se salvaba, a la nieta Isabella, Pedro por adularla le había puesto el mismo nombre, la consentía en todo, pero poco la tuvo en cuenta para formarla en el negocio. El chico había heredado la sagacidad e inteligencia de ella y lo hizo heredero de su fortuna. Pedro nunca le perdonó el gesto. Cuando Isabella murió, Pedro fue el encargado de administrar el patrimonio mientras Mike se convertía en mayor de edad. La fortuna menguó en menos que canta un gallo por culpa de las malas inversiones y la terquedad de Pedro. Cuando Mike salió de la universidad, se dispuso a trabajar y tratar de salvar lo que quedaba del patrimonio familiar.
Al llegar a casa, después de la reunión con Alcohólicos Anónimos, se dijo que delegaría la campaña de publicidad en su departamento de mercadeo y publicidad, no tendría que verle la cara a Lori cada tanto. Cuando se tomara la decisión final del rumbo de la campaña volvería a verla, antes no.
*****
El vuelo de vuelta a San Francisco fue tranquilo y en silencio gracias a que Peter rentó una película de acción que lo tuvo distraído todo el rato.
No sabía qué pensar de su encuentro con Mike, tuvo la impresión de encontrarse ante un hombre muy exigente, con altas expectativas en la consecución de sus logros, con un cerebro que funcionaba a gran velocidad y captó también su vena salvaje bajo el traje fino, el reloj costoso y dominio de modales. Lori tuvo una extraña sensación durante breves momentos en la reunión, se sintió acorralada por su mirada y fue como si una mano se hubiera extendido a ella y le aferrara la garganta, acariciándole el rostro con la otra. Miedo y placer, perplejidad y deseo la envolvieron en ese breve espacio de tiempo. Ya de joven la había impresionado, ahora lo percibía peligroso y estaba segura que casi siempre se salía con la suya. No quería desearlo de nuevo. Por lo que Peter le contaba, no tomaba a las mujeres en serio, sus relaciones no trascendían de las sábanas.
Se quitó los zapatos en la puerta tan pronto llegó a su hogar. Vivía en North Beach, en Filbert Street, a una cuadra de la iglesia de San Pedro y San Pablo, era un barrio con un fuerte sabor italiano, debido a que los inmigrantes de Italia se asentaron en ese sitio a finales de mil novecientos veinte; se caracterizaba por edificios de tres pisos, compactos, reconstruidos y pintados en colores claros. Había una variedad de restaurantes de donde escoger, pues sus dotes de cocinera no eran las mejores ¿qué hacía una mujer soltera y con poca disposición para la cocina? Rodearse de lugares estratégicos, donde pudiera pedir lo mejor que ofreciera el sector.
El apartamento quedaba en un segundo piso. Era una explosión de comodidad y colores, el sofá de tres puestos color rojo, invitaba a recostarte y no levantarte en un buen rato, una silla, tapizada de beige y un puff rojo también. Una mesa de centro en madera, comprada en una tienda de sauzalito, comedor clásico con mesa de cuatro puestos, y sillas tapizadas de beige, al fondo una vitrina con platos decorativos y un juego de plata herencia de su abuela. Cuadros vivaces y alegres que reflejaban la personalidad de su dueña. Al subir tres escalones, estaba la puerta del cuarto de huéspedes, le seguía una habitación que tenía adaptada como estudio pintada en tonos vivos, con varias telas de pinturas sin terminar y oleos, acuarelas y acrílicos de todos los colores, era su afición. Al fondo estaba su habitación, una cama doble con dosel y cubrecama multicolor, dos mesas de noche y unas hermosas lámparas antiguas.
Las tres cuartas partes de su vestier estaban ocupadas por zapatos; su adicción, zapatos de todos los colores, formales e informales, de cuanta clase de materiales había y modelos que pudieran existir, allí convivían en armonía desde sus Manolo Blahnik hasta sus zapatillas Keds de caminar por el parque.
Después de desembalar la maleta, pasó a saludar a su vecina del primer piso, la señora Anne Marlowe. Era una anciana que Lori quería como si fuera su abuela.
—Lori, pasa querida, hacia días que no disfrutaba de tu compañía.
Lori devolvió el saludo y entró en el departamento de la anciana; sorprendida como cada vez que venía a visitarla, la sala era un revuelto de colores y estilos que iban desde los años veinte hasta la moda de los ochenta. Solo ella podía combinar tallas y patinas antiguas con acero y espejos biselados, aparte de que acumulaba cantidad de cosas, libros, revistas, periódicos. A Lori no le importaba, solo pensaba que alguien que quisiera sacar tanto cachivache tardaría semanas en organizarlo todo. En el principal sillón de la sala, como rey, estaba Gaspar el gato que a veces le hacía sus malas pasadas y que la miró con fría indiferencia.
—¿Quieres un chocolate caliente? —Anne no le importaba que estuvieran en primavera para ella el clima siempre estaba frío.
—No, gracias Anne, quería saber como seguías de tu dolor de rodilla.
—Igual, hija, esta artrosis ya no me deja. Gaspar volvió a perderse ayer.
—No debes preocuparte por eso, siempre vuelve.
—Si querida, es como los hombres, cuando termina su aventura, vuelve donde encuentra refugio y comida seguros.
Lori soltó la carcajada.
—Es cierto.
Lori charló un rato más con ella y volvió a su casa, después de cenar una lasaña calentada en el horno microondas se tomó media botella de vino y bailó sola al ritmo de la música de Adam Levine, antes de irse a dormir, pensaba, que era lo más parecido al ejercicio, detestaba los gimnasios.