Cuando el lector abre un libro (aun de filosofía) tiene derecho a que en él se encuentre una obra más o menos bien trabada, hasta en el caso de que los azares del destino la hayan dejado inconclusa. Así sucede, por ejemplo, con el De intellectus emendatione spinozista, que la mano del editor ha cerrado con un desesperante RELIQUA DESIDERANTUR. No ocurre lo mismo con el llamado Opus postumum de Immanuel Kant. Si un bienintencionado lector se acerca a los dos gruesos volúmenes de la Academia de Berlín (XXI y XXII: 1936 y 1938) y abre cualquiera de ellos, al azar, retrocederá —espantado o divertido, según su grado de admiración por el viejo filósofo— ante un farrago mal escrito, fragmentado y fragmentario, sin apenas dignos de puntuación (y los escasos que pueda encontrar estarán seguramente mal colocados) y que, además, parece tocar todo lo divino y humano que darse pueda: desde las excelencias del abadejo báltico y las salchichas de Gotinga hasta la audaz afirmación: Wir uns Gott machen; desde la electricidad del aire responsable de la muerte de los gatos hasta la idea de que, en el caso del éter, a posse ad esse valet consequentia. Si acude, en busca de ayuda, al índice de materias elaborado por el editor, Georg Lehmann (el más denso y largo de cuantos índices conozco: de las págs. 625 a la 748 del vol. XXII), creerá hallarse ante un diccionario enciclopédico (más bien esotérico). Allí se encuentran, unidos a la fuerza por el arbitrario rigor del orden alfabético, conceptos tomados de la física y la química (pero también el Archeus de Van Helmont o los astros sexuados de Plinio), rigurosos términos de la teología escolástica en promiscua convivencia con Ormuz y Ahrimán, y también (¡al fin!) viejos conocidos: cosa en sí, yo pienso, filosofía trascendental, etc. Claro que si atiende a los subconceptos de esta última, por ejemplo, verá que se le remite a Zoroastro, o que hay una entrada que reza de esta suerte: —als Galvanismus (XXII,728). Y si, esforzado él, continúa leyendo, se encontrará con una definición de filosofía trascendental seguida por la mención a un planeta, una definición del Ser Supremo, una anotación sobre una beca, la alusión a alguien que está en coma, Kant que confiesa su edad y (la cosa va in crescendo) la afirmación de que hay que tratar la hinchazón en la boca del estómago según Principios subjetivos. Y como todo este maremágnum está en una sola página (XXI,3), pensará seguramente que hay medios más agradables (y quizá no tan peligrosos) de lograr visiones psicodélicas y que, después de todo, los alemanes no son tan serios. Hasta puede que cambie su buena intención inicial y se fije en que el dichoso Opus ha sido editado en Berlín en 1936 y 1938: lugar y fechas por demás sospechosas.
Bueno, pues no es así. Y para probarlo, la editorial y yo nos hemos arriesgado a presentar en castellano la obra póstuma del anciano de Königsberg, en una edición ordenada y que ofrece una visión de conjunto suficientemente coherente de la rica y amplia temática de los legajos, dado que una edición completa sería casi imposible de lograr, y seguramente poco fructífera, en vista de las numerosas repeticiones. Hasta ahora, sólo han sido realizados en nuestro siglo (las viejas ediciones de Reicke y Krause carecen ya de valor) tres intentos de publicación. En 1920 (antes de la edición académica) Erich Adickes publica su Kants Opus postumum, dargestellt und beurteilt en los Suplementos de la revista KANT-STUDIEN (un «suplemento» de 855 págs). Ahora bien, la ordenación temática (no la cronológica) es bastante arbitraria (Lehmann, sucesor de Adickes en la edición del Nachlass, se ha encargado de mostrarlo palmariamente en diversos artículos); faltan numerosos fragmentos y, sobre todo, no se trata de una edición, sino de un comentario a un libro que no había aparecido sino troceado por Krause y Reicke (ver el siguiente Estudio introductorio). La admirable edición académica, casi completa (faltan algunos Lose Blätter, publicados en 1955, en el vol. XXIII) no entra en el cómputo porque, con una escrupulosidad digna de alabanza, refleja, como si se tratara de un facsímil, el estado real de los legajos y pliegos que manos alevosas e inexpertas convirtieron, «gracias» a su «ordenación», en amasijo poco menos que ilegible. Se trata, pues, de una edición diplomática, tan poco apta —me atrevo a decir— para el lector culto como incluso para el conocedor de las obras publicadas de Kant. Sin embargo, y así las cosas, J. Gibelin presenta en 1950 una breve selección de textos (en una buena traducción francesa), siguiendo el mismo «orden», y sin notas. De este modo, pueden leerse en francés cosas que siguen siendo igual de ininteligibles que en alemán (ahora, al menos, se pueden leer: algo se ha progresado). Por fin, uno de los mejores conocedores del último Kant presenta en 1963 una buena edición italiana. Se trata de Vittorio Mathieu, que ya en 1958 había publicado un excelente y voluminoso estudio sobre la filosofía trascendental y el Opus postumum. En esta edición, los temas aparecen en orden cronológico y sistemático (en la medida de lo posible), precedidos por una cuidada y clara introducción —hay que lamentar, en cambio, la escasez de notas—. Pero adolece de un defecto, en mi opinión (aparte de su excesiva brevedad: algo más de 300 páginas), asumido por lo demás conscientemente por Mathieu. Y es que, dada la fragmentariedad de la redacción kantiana, y las frecuentes repeticiones (aunque por lo general siempre haya variaciones), el estudioso italiano se decidió por reflejar algunos pliegos completos de la obra. Estamos, pues, en el extremo opuesto a Gibelin. Cabe incluso pensar que Mathieu eligió esta solución para no seguir el (mal) ejemplo del francés. Pero esto presenta, creo, grandes inconvenientes —aunque haga desde luego más fácil la elección—. Así, se recogen, por el sólo hecho de estar escritas en la misma página, anotaciones de escaso interés o que después van a aparecer más perfiladas. Y, por el contrario, párrafos enteros de indudable valor son relegados. Ante estos Scylla y Charibdis, parece claro que la solución era la intermedia: elegir todos los pasajes representativos, ligándolos en lo posible mediante explicaciones intertextuales (como hizo también Mathieu) y conectando los distintos temas mediante notas, atendiendo en todo caso a la evolución cronológica o la conexión sistemática, pero no a la división en pliegos o legajos, casi enteramente arbitraria. Claro que de este modo la edición se ha extendido considerablemente, tendiendo incluso (una tendencia idea!) a la transcripción completa —aun a riesgo de repeticiones— de cuanto de interés pueda aparecer en los doce legajos (el decimotercero no ha sido transcrito, por tratarse de un esbozo de Der Streit der Fakultäten).
Al animoso —y paciente— lector tocará juzgar si el empeño ha merecido la pena. Nada me alegraría más que pensar que alguno pueda encontrar incluso apasionante la lectura de este puñado de páginas. Hay aquí, al menos, un soplo muy distinto al que corre por las páginas de las grandes obras críticas. Un soplo, me atrevería a decir, de vida. Aquí el filósofo vacila, duda, lucha con los problemas y con su formulación exacta: deja incluso muchas frases sin terminar porque no sabe en ese momento cómo seguir. Estamos muy lejos de la triunfal seguridad (ese señorío que Schiller vio en Kant) de las obras publicadas. El Opus postumum, al no estar fijado su texto, no se arista en perfiles de pieza museística: no es perfecto, pero está vivo. Nos acerca al laboratorio mental del gran filósofo; y los allotria (anotaciones dispares) permiten vislumbrar algo del calor que animaba al viejo Kant. Esta obra no es un escaparate, sino un taller. Un taller muy desordenado que yo he intentado arreglar un poco, procurando romper lo menos posible.
Ni qué decir tiene que esta edición ni puede ni quiere sustituir al original. Pero me gustaría pensar que permite leerlo con sentido. Y si tal hubiera conseguido, no sería poco.
Ahora, dejo el libro en manos ajenas. No sé qué será de él; pero seguro que podrá defenderse por sí solo: habent sua fata libelli.
Santiuste de San Juan Bautista
y Madrid, 1981