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LA CHUPACABRAS DE LA ROMA

Hablemos de cosas siniestras: de una vieja casona de quince habitaciones, de un antiguo cementerio y de una adolescente de metro y medio.

La chica es —por mucho— lo más raro de esta lista. Pero comenzaré con la casa donde se concentra todo. Vista de lejos (y también de cerca) era una típica mansión de las que aparecen en las historias de horror: una mole de ladrillos húmedos, torreones siniestros, columnas de piedra, ventanas tapiadas, mansardas con polvorientas buhardillas y un jardín con aire de jungla carnívora. Un desteñido letrero arriba de la puerta anunciaba «Quinta Posada». Era evidente el más de medio siglo de abandono. Sesenta y siete años para ser exactos. En términos arquitectónicos el estilo era otra pesadilla: afrancesada en la parte superior, neoclásica en la fachada y con trabajos de un indefinido art déco. Era como si se mezclaran adornos de varios siglos para vaciarlos en un molde, muy típico del gusto de los ricachones de inicios del siglo XX de la colonia Roma en la ciudad de México, un barrio que alguna vez intentó ser un trocito de Europa y, entre terremotos y el crecimiento de la ciudad, acabó en trozos de una incompleta escenografía.

La solitaria Quinta Posada acumuló un montón de leyendas con el paso de los años. Se decía que fue el escenario de un asesinato múltiple en los años treinta, cuando una sirvienta poseída por los demonios de la locura (y de la limpieza) asesinó a sus patrones por haber pisado la duela de madera recién pulida. A inicios de los años cuarenta corría el rumor de que el caserón fue una escuela para secretarias, pero lo cerraron porque allí se practicaban ritos demoniacos (habría sido mejor que se practicara taquigrafía, pues era célebre la ineptitud de las alumnas para encontrar empleo). También se contaba que en la casona vivió Ricardo Bell, el viejo payaso del famoso circo Orrín, quien al morir heredó la mansión a su gato Pachito: «Me respeta y nunca se ríe de mí», explicó en su testamento. Las leyendas se amontonaban año con año. Por desgracia, ninguna contaba con la validez de un cronista certificado. Todo había quedado en chismorreos sin valor… hasta que uno de aquellos cuentos se volvió realidad.

Un día, los vecinos descubrieron que a la mansión llegaba una huésped. Se trataba de una misteriosa chica, muy joven, pero de un aspecto, por decirlo de manera suave, escalofriante: flacucha, con grandes ojeras que hacían juego con una palidez de muerto fresco, abundante cabello castaño rojizo, nariz sinuosa —como si no se decidiera entre ser aguileña, curva o de boxeador—, así como unas orejas de soplillo. A pesar de esto, algunos testigos aseguraban que tenía cierto atractivo, algo magnético, como un feo accidente en la calle al que resulta imposible quitarle los ojos de encima.

Por su imagen sepulcral, surgió la versión de que la muchacha era un vampiro. Eso habría sido excelente, porque se hubiera podido negociar con el autobús turístico de la ciudad para que hiciera una parada ahí donde vivía la Chupacabras de la Roma, como la bautizaron algunos vecinos; sin embargo, ese mito se esfumó cuando, en una segunda ocasión, la vieron llegar en bicicleta a mediodía: eso contradecía la fobia natural de los chupasangre a los baños de sol (y nadie recuerda a Drácula paseando en bicicleta).

Los vecinos tuvieron que aceptar que aquella huésped era una adolescente de carne y hueso, aunque eso no le quitó un gramo de misterio al asunto, porque además de su extraño aspecto, la chica tenía curiosas aficiones. Por ejemplo, un día llegó a la Quinta Posada un camión de entregas con ropa, decenas de discos de jazz y cientos de libros con títulos tan raros como Álgebra recreativa para mentes inquietas, Capas tectónicas terrestres y Cocina para tontos.

Las visitas de la joven eran esporádicas, y aunque ella era bastante discreta y no se metía con nadie, los vecinos la convirtieron en su tema favorito de conversación. Algunos aseguraron haber visto a la misteriosa joven paseando en el cercano Panteón Francés, y es justo aquí donde entra el elemento faltante de la lista.

A dos calles de la Quinta Posada se encontraba el Panteón Francés, construido a mediados del siglo XIX para albergar a los residentes franceses de la ciudad de México (residentes muertos, se entiende). En la actualidad aún se puede leer en la puerta Heureux qui mort dans le seigneur, y abundan pequeños mausoleos con nombres galos en las lápidas. El cementerio estaba en lo que entonces eran las afueras de la ciudad, entre sembradíos de alfalfa y maizales, a orillas del río Piedad. Ciento cincuenta años después, el río fue entubado, convertido en un viaducto atascado de automóviles, y los campos de alfalfa dieron paso a un amasijo de cemento y edificios. Los muros exteriores del cementerio ahora están llenos de vendedores ambulantes que cocinan fritangas. Pero en el interior, durante la noche, el viento agita los cipreses, se oyen grillos, y el lejano sonido de los autos recuerda las aguas de un manso río. Por algún tipo de milagro, el pasado parece volver.

Un vigilante de este cementerio aseguró que vio a la joven caminando entre las ruinosas tumbas después de medianoche. Fue tras ella, y al dar la vuelta en un andador se había esfumado frente a sus ojos. El hombre descubrió que las huellas de la chica desaparecían misteriosamente entre el polvo de las baldosas de un mausoleo con torre gótica.

Eso no fue todo. Las murmuraciones se dispararon hasta el límite cuando la joven apareció en compañía de otro adolescente, un chico un poco mayor y, al revés que ella, extremadamente guapo. «Como una estrella de cine», aseguraron dos jovencitas del rumbo que, encandiladas, intentaron tomarle fotos con el celular. Eso sí, reconocieron que vestía fatal: un traje anticuado con chaleco de abuelo, anchísima corbata y zapatones de hebilla. Llevaba siempre gafas oscuras.

Los vecinos habían visto a la chica apenas cuatro veces, pero en el barrio las preguntas se acumulaban una tras otra: ¿quién era esa misteriosa joven? ¿Era vampiro, fantasma, bruja o una simple nini? ¿Qué hacía viviendo en la decrépita Quinta Posada? ¿Por qué compraba tantos libros? ¿Para qué iba por las noches al cementerio? ¿Cómo entraba si las rejas estaban cerradas? ¿Realmente desapareció al entrar a un mausoleo? ¿El chico atractivo era algún famoso o un guapo desconocido por conocer? Los vecinos hervían de placentera curiosidad, excepto un furioso hombrecito.

Se trataba de un anciano profesor de matemáticas, jubilado, que vivía junto a la Quinta Posada, en una casa gris con un minúsculo jardín amarillento. Llevaba toda la vida odiando la vieja mansión, y, según él, no le faltaban motivos. Culpaba a la ruinosa propiedad de quitarle luz a su mustio jardín, de depreciar el valor de su propia vivienda y, por si fuera poco, de no haber encontrado el amor.

Un día, al ver a la misteriosa joven, el profesor salió a toda prisa y la abordó justo cuando cruzaba la verja de entrada de la mansión.

—¿Quién diablos eres? ¿Qué haces aquí? —preguntó casi con un ladrido.

—Estoy de paso, pero esta es mi casa —respondió ella con toda calma.

El viejo profesor la miró de arriba abajo con intensa desaprobación. ¿Esa diminuta joven, feúcha y de grandes ojeras, era la dueña de la casona? Debía ser una broma o un acto de vandalismo juvenil, puro y duro.

—Es casa de mi familia —aclaró como si le adivinara el pensamiento—. Siempre ha sido propiedad de la familia Posada.

El profesor la miró con infinita desconfianza y elevó la voz lanzando acusaciones:

—¿Qué edad tienes? Debes ser menor de edad. ¿Por lo menos vas a la escuela? Supongo que no. ¡La juventud de ahora no sirve para nada! ¡Exijo hablar con tus padres!

—No están —respondió la chica con amabilidad, aunque empezaba a ponerse tensa—. Disculpe pero tengo que irme…

La misteriosa joven hizo el intento de entrar a la mansión, pero el anciano reaccionó con rapidez y la tomó de un brazo, pero el anciano reaccionó con rapidez y la tomó de un brazo.

—No me voy a ir hasta hablar con un adulto responsable —le advirtió—. ¡Llevo años denunciando este sitio! Esta casa es un foco de infección y de enfermedades mortales. ¡Tienen que demolerla! ¡Voy a hablar de eso con tu familia ahora mismo!

Con la agilidad de un ninja, la chica se liberó de la mano del profesor y se dirigió a la Quinta Posada. El anciano no se dio por vencido (llevaba años esperando el momento para expresar todas sus quejas) y la siguió con rapidez. Metió un pie para impedir que le cerrara la puerta y consiguió colarse al interior de la casa. Era la primera vez en su vida que podía entrar.

Se sorprendió con el aspecto. Llevaba años imaginando el ruinoso estado de la mansión, pero por dentro era un dechado de limpieza y orden. Se notaba que era antigua, pero estaba perfectamente conservada. Era como si el profesor hubiera cruzado un portal que lo llevara a finales de los años veinte. El estilo, la decoración, todo era perfecto: un geométrico estilo art déco, las paredes forradas de un damasquinado de fina madera, muebles de reluciente caoba, alfombras con diseño pulcro de rombos; no había ni una mota de polvo. Todo estaba impecable. En un gran salón estaban acomodados un montón de discos y libros, pero también había enormes fajos de billetes que se apilaban sobre unas mesas redoradas. En un rellano colgaba un espléndido candelabro de un intenso cristal rojo oscuro, del color de la sangre.

—Por favor, retírese de la casa —pidió la chica, al pie de una gran escalinata—. Corre peligro: no recibió invitación para entrar.

—¿Quién te crees para hablarme así? —gruñó el viejo profesor—. Eres solo una chiquilla.

—El domovoi le puede hacer daño —repuso ella. Enseguida se le acercó y trató de empujarlo a la salida—. Yo todavía no puedo controlarlo, solo la abuela. Por favor, salga.

—Entonces voy a hablar con tu abuela —insistió el viejo profesor y se plantó en su lugar.

—No está aquí —explicó la joven—. Usted no entiende, el domovoi…

—¡Seguro estás drogada como todos los muchachitos de tu edad! —bufó el viejo maestro con desconfianza y tomó un fajo de billetes—. ¿De dónde sacas todo esto? Apuesto a que lo robas.

La chica negó con la cabeza. Entonces, se oyeron pasos y la casona se estremeció. La pesada araña de cristal comenzó a tintinear.

—Ya sabe que está aquí —murmuró la chica, tensa—. Ahora es demasiado tarde.

Se oyó una respiración profunda y resollante que se aproximaba a toda prisa. El viejo profesor miró cómo una gran sombra cruzaba la escalinata. Nunca olvidaría el momento, porque jamás vio quién (o qué) proyectaba la sombra.

—¿Qué truco es este? —balbuceó.

A partir de ese momento su voz se volvió un alarido tras otro. Sintió que algo enorme y frío lo sujetaba con fuerza. Sus pies dejaron de tocar el suelo.

—¡Suéltalo, no le hagas daño! —pidió la chica.

El viejo profesor se revolvió en el aire, su camisa se rasgó de un extremo al otro. Le ardía la piel.

—Diga que quiere salir, que lo hará ahora y para siempre —pidió la chica.

—Quiero salir… —alcanzó a decir él entre jadeos y chillidos— para siempre.

La puerta se abrió y el viejo profesor salió despedido. La enredadera del jardín sirvió para amortiguar un poco la caída (pero solo un poco).

—Discúlpeme por favor. Los domovoi tienen pésimo genio —se excusó la joven—. No son malvados, solo siguen órdenes.

El profesor miró detrás de ella. Había algo no del todo visible, una silueta borrosa con rebordes brillantes que se confundían con el fondo.

La semana siguiente, el viejo maestro hizo lo que debió haber hecho años atrás: vendió su casita gris, se mudó al otro lado de la ciudad, comenzó una nueva vida y se olvidó del asunto de la Quinta Posada para siempre.

Después de aquel encuentro no se vio a la misteriosa joven en la colonia durante un buen tiempo. Pasaron muchas semanas sin que ninguno de los vecinos supiera de ella, aunque si uno de ellos hubiera tomado un avión esa misma noche a 9078 kilómetros de allí, habría visto a una chica exactamente igual alojándose en una casona parecida, a una calle del legendario cementerio del Père Lachaise en París. Y si esa misma persona, por casualidad, hubiera tomado otro avión para viajar otros 7020 kilómetros al este, hasta llegar a Bombay, probablemente habría encontrado en una vieja casona colonial inglesa a una chica delgada y pálida comprando libros, en compañía de un muy atractivo adolescente. Curiosamente, la casona en Bombay quedaba muy cerca del legendario cementerio de South Park Street.

No eran trillizas. Ni siquiera cumplían esa fantasía que dice que todos tenemos un doble (o triple) en el mundo. Era la misma joven. ¿Cómo podía vivir en tres casas tan parecidas y en distintas partes del mundo? ¿Y por qué todas estaban cerca de un cementerio? Eso es porque, aun cuando no fuera la Chupacabras de la Roma, la joven era una leyenda, en este mundo y en otros.