CAPÍTULO I
ENTREVISTA CON LA CRIATURITA
Muchas niñas, cuando son pequeñas, sueñan con volverse princesas. Es el típico sueño del patito feo. A Lina se le cumplió de manera distinta: era un patito feo que, con el tiempo, se convirtió en la emperatriz de los patitos feos.
Un año atrás, Rosalina Posada Martín, de trece años, era como cualquier chica de su edad… Está bien, no era como cualquier chica de su edad: era una nerd delgadita que, en el fondo, deseaba ser popular. Si hubiera existido un popularómetro escolar en el colegio de San Ysidro, California, donde estudiaba entonces, Rosalina (Lina, para abreviar) habría salido con números negativos. Una bacteria pegada a un chicle en la duela del gimnasio tenía más posibilidades de éxito social que ella.
Lina era una chica insípida con un escuálido cuerpo de niña. Pensaba solo en el estudio —¡se sabía el nombre de todos los ganadores del Nobel de química!— y los profesores la adoraban. Pero que la maestra de ciencias te quiera y te ponga como ejemplo frente al grupo, automáticamente te resta por lo menos mil puntos en el popularómetro. De inmediato estás fuera de las reuniones sociales. En los colegios, estas reglas son inquebrantables.
Así que, cuando cumplió trece años, Lina no se hizo ilusiones de hacer una fiesta con sus compañeros. Aceptó de buena gana que Marcia, su madre, la invitara a un paseo al otro lado de la frontera, a Tijuana, México, para comer enchiladas en un restaurante llamado Cocina Rosita, y de regreso a casa le preparara un pastel de queso con kiwi que le quedó exactamente igual al de todos los años (quemado por fuera y crudo por dentro; los pasteles monstruosos de su madre eran tradición familiar). Esa misma noche, Ben, su padre, le regaló un disco de Ella Fitzgerald y una taza de NY en forma de manzana, en la que había doscientos dólares para que comprara lo que quisiera. Al final, todos vieron una película (una comedia romántica medianamente entretenida). Así recordaba Lina todos los cumpleaños de su vida. Estaba segura de que serían siempre iguales hasta que fuera una solterona viviendo con sus padres ancianos (eso sí, una solterona muy inteligente y con un buen trabajo, pensaba).
Lina nunca imaginó que celebraría su cumpleaños número catorce en una ciudad subterránea llamada Ubus, a 179 kilómetros de profundidad bajo las costas cantábricas españolas. Tampoco sabía que estaba emparentada con una estirpe de seres del inframundo. Siempre pensó que estas criaturas eran personajes de novelas, de leyendas y de una que otra mala película. Cada cultura les ha puesto un nombre: moroi, vrolok, drävulia, brucolaco, lampir, strigoï, wampir, upior, upir, no muerto, nosferatu y el muy conocido vampiro.
Su padre era uno de ellos. Y no solo él: Lina descubrió que tenía primos, tíos, abuelos, bisabuelos y una larga familia con edades que se remontaban hasta cinco mil años atrás. La más antigua de sus ancestros, mamá Uyü, había sido considerada una belleza en Babilonia, aunque ahora parecía una oruga seca y no se había levantado de la cama en siglos. Según ella, se había lastimado la espalda bailando una contradanza con el rey Fernando, en pleno festejo por la liberación de Granada ante Boabdil el Chico, a finales del siglo XV.
Si le hubieran contado a Lina que su padre provenía de una estirpe vampírica, jamás habría creído en semejante disparate, pero ahora vivía en un castillo subterráneo llamado Cimeria, una gigantesca mole de mil setecientas noventa habitaciones, donde se habían acumulado innumerables obras de arte y, claro, un montón de polvo por más de mil años. Ahí habitaba su familia nosferatu, los Pozafría: algunos algo chiflados y otros bastante terroríficos.
Tres semanas antes de su cumpleaños, Lina descendió a la planta baja del castillo y fue al salón de caza rojo. Las altas paredes estaban cubiertas por viejos tapices donde se veían vampiros medievales con armaduras de bronce cazando… ¿niños? El arte umbrío suele ser un poco desconcertante.
La joven ya había recibido de regalo de cumpleaños un arcón con veinte mil óbolos de oro, algo así como dos millones de dólares. Quizá un poco más. Lina ni siquiera podía dimensionar todo ese dinero. Pero lo que le anunciaron fue su segundo regalo: una obra de teatro ¡de su propia vida! A Lina le pareció excesivo. Habría preferido ir a comer enchiladas a Cocina Rosita en Tijuana, pero no iba a portarse grosera con su familia vampírica ahora que, súbitamente, la querían tanto. Lina volvió a mirar los viejos tapices. Ahí se veía a un niño pequeño escondido en un arbusto mientras un vampiro medieval empuñaba su piqueta contra él. Afortunadamente, los umbríos actuales consideraban que cazar y sorber sangre de un ser vivo era tosco y anticuado (por eso la compraban empaquetada en el mercado).
—Hola, criaturita —saludó una voz rasposa.
—Tú debes ser la famosa Lina Pozafría —exclamó una nosferatu de voz grave.
En la entrada del salón de caza rojo estaba una pareja de vampiros. Uno muy grande y tieso, de casi dos metros de estatura. Vestía un feo traje cruzado que llevaba varias décadas sin lavar. Todo él despedía un olor agrio, como de yogurt pasado. A su lado, una vampiresa menuda de cabellos largos, negrísimos, y una gran boca que le ocupaba la mitad de la cara. Tenía unos colmillitos cortos pero muy filosos.
—Soy Menandro el Tenso, poeta y dramaturgo —se presentó el alto nosferatu, que, en efecto, parecía algo tenso—. Y ella es…
—Básicamente soy tú —dijo la chupasangre a la joven, y después soltó una risita chirriante.
Lina parpadeó confundida.
—Ella va a representar tu papel en el teatro —explicó el grandote—. Es Octavia Mil Voces, la famosa actriz del nido de Darmat.
—Aunque no soy tan hermosa como tú, soy excelente para interpretar damas jóvenes, ush, ush —acotó la nosferatu, pero ahora con voz dulce y cantarina.
Lina le calculó a la vampiresa unos dos mil años de edad, pero guardó silencio; los umbríos podían ser muy temperamentales, sobre todo los actores.
—Mucho gusto —dijo Lina, nerviosa—. Adelante por favor.
Menandro el Tenso y Octavia Mil Voces tomaron asiento en unas cómodas otomanas. La chimenea estaba apagada pero al centro del salón había una hornilla de hierro donde ardía una pasta resinosa que parecía betún incandescente.
—Criaturita, ¡quita esa cara! No te vamos a comer —pidió Menandro, lanzando una breve risa—. Es solo una entrevista.
—Necesitamos conocer todos tus secretos —completó Octavia con voz neutra, tal vez era la original—. Así podré representarte mejor en el escenario.
—Yo escribiré una zarzuela con tu vida —añadió Menandro con solemnidad—. Será mi obra maestra, mi gran retorno a los escenarios, algo impactante con lo que recuperaré mi carrera.
Lina había oído algo sobre Menandro el Tenso. Era el famoso dramaturgo al que una vez se le ocurrió poner a bailar nada menos que a cuatrocientos cadáveres redivivos disfrazados de atenienses y persas. Por desgracia, estaban contaminados con insectos carroñeros, por lo que se desató un caos monumental en plena función: los umbríos sienten pánico ante los insectos que devoran cadáveres, porque ellos son prácticamente cadáveres. Durante el desalojo hubo varios no muertos que resultaron sí muertos, y estalló un incendio. Una parte del Teatro del Hueso se perdió entre las llamas. Desde aquel incidente, Menandro estaba obsesionado por recuperar su prestigio.
—Vamos a comenzar —carraspeó el nosferatu—. Espero que no te moleste que registremos tus palabras…
—No hay problema —asintió Lina, nerviosa—. ¿Está lista su grabadora?
Los dos nosferatus se voltearon a ver extrañados.
—¿Grabadora? No, se llama Santiago —dijo Menandro, y enseguida lanzó un grito atronador—: ¡Santi, entra, ya vamos a comenzar!
La puerta del salón se abrió con un chirrido y entró al salón un zombi (mejor conocido como redi): un mulato de mediana edad que llevaba una alegre camisa tropical y los restos de un saco harapiento. Lina se asustó un poco al verlo lleno de espantosas quemaduras con bordes achicharrados. Como además no le quedaba pelo, era probable que hubiera fallecido en un incendio. Santi llevaba en una mano un grueso cuaderno y un bolígrafo. El otro brazo, carbonizado, le era totalmente inútil y estaba fijo con alambres. En varias partes de la cara tenía burdos remaches de cobre para mantener la nariz y un ojo en su lugar.
—El pobre está viejo —reconoció Menandro—, pero aún sirve. ¡Es tan difícil encontrar a un redivivo con sus habilidades! Santi, por favor, lleva el dictado de la entrevista.
El redivivo buscó una silla en un rincón y se sentó en medio de rechinidos (no estaba claro si provenían de la silla o de él mismo). Abrió el cuaderno y se puso a transcribir la sesión en signos taquigráficos. A Lina todavía le impresionaba ver de cerca a los redis, esa mezcla de cadáveres y autómatas que les servían de criados a los umbríos.
—Bien, criaturita, comencemos. Cuéntanos todos tus secretos —Menandro se quitó un mechón de pelo grasiento de la frente y le sonrió a Lina—. Como todos sabemos, eres un caso muy especial en nuestra comunidad. No cualquier clan nosferatu tiene una humana en la familia, y menos una sanguaza tibia tan especial como tú.
—Ush, ush, y ¡tan hermosa! —insistió Octavia con admiración—. Supongo que siempre has sido mimada en el mundo tibio. ¡Cuántos hermosos recuerdos debes atesorar en tu cabecita!
—No muchos, la verdad —dijo Lina con franqueza—. En el mundo humano nadie me mimaba. Mis padres sí, lo normal, pero nada más. En el colegio, por ejemplo, siempre me pusieron apodos desagradables como Cara de Codorniz, Gnomo Sabiondo y hasta Hija de Cuasimodo. A mis compañeros de escuela les gustaba burlarse de mí.
Los dos vampiros lanzaron una gran carcajada.
—¡Pero qué espléndido sentido del humor! —dijo Menandro—. ¿Cómo se van a burlar? ¡Si eres preciosa!
—Tal vez para los nosferatus —explicó la chica—, pero arriba, en el mundo de los humanos, o tibios, como ustedes les llaman, soy básicamente fea.
—¿Fea? ¡Pero si pareces una gárgola! —señaló Octavia, indignada.
—Supongo que por eso mismo —suspiró Lina—. Cuando bajé aquí me sorprendí de que les pareciera bonita. Era raro que me vieran con tanta admiración. En realidad todo era raro. Jamás imaginé que hubiera ciudades umbrías atestadas de chupasangre debajo del mundo de los humanos.
—¿Entonces es cierto? —preguntó Menandro sorprendido—. ¿Es verdad que no sabías que existían el inframundo y sus nidos?
—Ni lo sospechaba. Digo, en las culturas humanas hay mitologías y eso: se habla del reino de los muertos, del submundo, el Hades.
Menandro y Octavia rieron divertidísimos.
—¡Leyendas! ¡Ush, ush! ¡Pero qué tontita! —Octavia mostró sus afilados colmillitos—. ¡Nosotros no somos leyendas!
En un esfuerzo por ser prudente, la muchacha explicó:
—Creo que es mejor que se sigan considerando leyendas. Los humanos entrarían en pánico si se enteraran de que bajo sus pies hay una civilización de chupasangres que se alimentan de nosotros. Y luego está el asunto de los cuatro reinos que hay en el planeta, uno arriba de otro, en capas.
—¿Quién te dijo eso? —preguntó Menandro con interés.
—Mi padre, Ben —Lina sintió una leve pesadumbre en el pecho.
—Eres muy pequeña para conocer esos secretos —reconoció Menandro el Tenso—. Supongo que si Benvolio te los reveló no fue solo porque eres su hija, sino también porque vio en ti a una criaturita especial.
—No le quedó más remedio —dijo Lina algo melancólica—. Al principio, me ocultó que él era un vampiro… —la chica se dio cuenta de que había usado una palabra muy ofensiva para los chupasangre y corrigió—: Quise decir, un umbrío.
—No te preocupes, criaturita. ¡Llámanos como quieras! —sonrió Menandro—. Recuerda que te pedí que fueras sincera, y quiero poner en esta obra de teatro lo más representativo de tu vida. Será impactante.
—Me alegro por eso, creo —retomó Lina—. Pues bien, durante toda mi infancia mi padre se esforzó en ocultarme que era un vampiro.
—¡Ush, ush! Pero algo sospechabas, ¿no? —la voz de Octavia sonó tan aguda como un maullido—. ¡Un chupasangre no puede hacerse pasar por tibio así nada más! ¡Sería tan tonto como un murciélago queriendo hacerse pasar por un swarpa!
Esa era otra cosa propia de los umbríos, sus referencias incomprensibles.
—Había pistas —continuó Lina—. Papá trabajaba de noche, y siempre decía que su palidez era por falta de hierro. No comía alimentos normales porque era intolerante a la lactosa, a la fructuosa, al sol y a casi todo. A veces nos visitaba gente rara. Por ejemplo, yo no entendía por qué se metía a la casa gente armada con estacas para atacar a papá…
—Un poco tonta esta criatura, me parece —murmuró Menandro a Octavia.
—Tan bonita y tan bestia —agregó Octavia.
—Oí eso… —carraspeó Lina.
—Pero no hay que culparla: su madre era tibia —respondió Octavia a su compañero en voz baja—. Y los humanos, por principio, son cortos de entendederas.
—También estoy oyendo eso —dijo la chica elevando la voz, ya incómoda.
—No pasa nada, criaturita —sonrió Menandro—. Suele pasar en casos como el tuyo. Tenemos entendido que tus padres eran una pareja disanguínea. Benvolio era normal, como nosotros, pero tu madre era tibia.
—Sí, mamá era humana —precisó Lina—. Ella sí sabía de la naturaleza de papá. Acordaron no decirme nada para que yo tuviera una infancia normal, como cualquier niña humana.
—Claro, ese fue el problema: que naciste tibia —suspiró Octavia casi con tristeza—. Pobrecita. ¡Qué mala suerte! Pero no te sientas mal.
—No me siento mal por haber nacido humana —sonrió Lina—. Por mí está bien.
—¡Ush, ush! ¡Qué pequeña tan valerosa! —exclamó Octavia, conmovida—. Se nota tu fuerza de carácter, tu templanza. De cualquier forma, ten paciencia…
—Cuando cumplas los quince años puedes hacerte la conversión —completó Menandro.
—He oído que el proceso duele un poco porque te desangran y hay que hacer una transfusión total —apuntó Octavia—. Tendrás fiebre por varios meses, y unas supuraciones horribles; sin embargo, vale la pena el esfuerzo. Al final todo resulta bien siempre.
—No siempre —susurró Menandro a su compañera—. ¿Recuerdas a la hija de Doro Monteagudo? Quedó ciega, sorda y loca.
—Ya estaba loca desde antes —señaló Octavia—. Además, tampoco se perdió gran cosa: la pobrecilla era bastante fea.
—Pero eso jamás te va a pasar a ti —Menandro animó a Lina—. La buena fortuna te acompaña. ¡Pronto serás normal, hermosa sanguaza!
Lina suspiró. Se ponía muy incómoda cuando hablaban del tema de la conversión. Se había cansado de explicar que a ella no le interesaba volverse nosferatu a los quince años ni a ninguna otra edad. Era feliz siendo humana, aunque los umbríos no entendían que alguien quisiera morir a la tierna edad de, digamos, ochenta y cinco años, y no a los cuatro mil quinientos, los años de vida promedio de un umbrío.
Afortunadamente, la joven no tuvo que dar explicaciones porque entró un redi, el portero Tom, que llevaba una gran charola con refrigerios que había enviado la abuela Imo para agasajar a las visitas.
—Tortitas de hemopasta de la Tía Morgana. ¡Con lo que me gustan! —aplaudió la pequeña vampiresa.
—Octavia, recuerda que debes entrar en ese vestido para la representación —le advirtió Menandro—. Nadie quiere ver a una actriz gorda.
Con algo de tristeza, Octavia rechazó los refrigerios.
—A ver, criaturita, danos más detalles: ¿cómo te enteraste del secreto de los cuatro reinos? —preguntó Menandro con la boca llena de tortitas de hemopasta—. Pero antes quisiéramos saber cuándo supiste que tu padre era un umbrío.
Lina se estremeció de recordar esa espantosa noche que cambió su vida. El día que experimentó la muerte por primera vez.
—Fue espantoso —respondió en voz baja—. No entendía nada… Yo pensaba que…
Lina guardó silencio. Al fondo, Santi, el redi chamuscado, dejó de escribir.
—Ánimo, pequeña —la animó Octavia con una agradable sonrisa cuajada de colmillitos—. Tampoco fue para tanto, ¿no?
Pero sí lo fue: aquella noche habían asesinado a Marcia, la madre de Lina.
La chica se armó de valor y comenzó:
—Ocurrió hace casi un año, justo a las nueve. Unos días antes habían sucedido cosas extrañas a esa misma hora. Los perros se ponían a aullar, entraban miles de escarabajos a la casa e incluso tuve la visión de mi cuarto inundado de sangre. Parecía el anuncio de una tragedia. Y así fue —respiró profundamente para poder continuar—. Un grupo de depositantes llegaron a mi casa, esos vampiros de la secta Luna Negra que le rinden culto al clan maldito de la familia Bromio. Venían a castigar a mi padre por haberse casado con una humana. Según ellos, había manchado a la raza umbría. Le exigieron que matara a su mujer y a su hija para recibir el perdón. Pero papá se negó.
Un gélido silencio inundó el salón de caza.
—Parece que estás confundida —dijo Menandro tratando de ocultar su tensión—. No hay ninguna secta de umbríos matando familias disanguíneas por ahí.
—¡Ush, ush! ¡Vaya que tienes imaginación, pequeñita! —sonrió Octavia aparentando normalidad.
—No lo imaginé. Los vi —sostuvo la muchacha.
Recordó a tres sujetos siniestros de mirada cruel, especialmente uno de ellos, de intenso cabello rojizo. Después se enteraría de su nombre: Tario el Rojo, del clan Villaseca.
—Pensé que querían que dijera la verdad —agregó la chica.
—Desde luego —reconoció Menandro—. Pero estás exagerando un poquitín, me parece.
—Es cierto que no es de buen gusto casarse con un tibio —aceptó la actriz nosferatu—. Pero puedes vivir un amor de tibio verano, y eso no tiene nada de malo. Yo misma tuve un novio hace unos 430 años, un actor y escritor muy chulo. Creo que le apodaban el Bardo de Avon.
—¿Fuiste novia de William Shakespeare? —preguntó Lina, atónita.
—¿Lo conociste? Era un encanto, aunque con pésima higiene —recordó la vampiresa con entusiasmo—. Aunque la mugre se llevaba en esa época, ¿te acuerdas…? Qué tonta soy, claro que no, ¡no habías nacido!
—A la pequeña no le interesa saber de tus escandalosos amoríos —amonestó Menandro y se dirigió a Lina—. Sigamos por favor. Según tú, llegaron a tu casa un grupo de… ¿Cómo dijiste? ¿Depositarios?
—Depositantes —precisó Lina—. ¿De verdad no han oído de ellos?
—Ni una palabra —juró Octavia con semblante sincero, pero la joven no supo si estaba usando su talento como actriz.
Lina había aprendido que en el Mundo Umbrío algunos hechos debían ocultarse por sangrientos, terribles o vergonzosos. Esos secretos se llamaban anatemas. Cuando un asunto se volvía anatema, una ley impedía hablar de él, se eliminaban los datos de los libros de historia y todos fingían que el hecho nunca había ocurrido. La joven había descubierto un anatema bastante feo. ¡Y le tocaba explicárselo a los propios vampiros!
—Los depositantes son una secta umbría destructiva —comenzó la chica—. Se llaman así porque sirven como depósito de la esencia de algún miembro de los Bromio, una familia practicante de la magia negra que hace cien años intentó dominar el Mundo Umbrío con una feroz política: el Nuevo Orden. Supongo que han oído hablar de la familia Bromio, ¿no?
Después de una pausa que a Lina le pareció como un siglo, Menandro, un poco sudoroso, reconoció:
—Sí… Algo se dice por ahí —estaba muy tenso—. Pero tú no deberías saber nada de esto.
—Y tampoco tendríamos por qué hablar de ellos —se apresuró a decir Octavia—. Los asesinaron hace un siglo porque su locura era contagiosa. ¡Ush, ush! Hicieron bien.
—No mataron a todos los Bromio —aclaró Lina—. Sobrevivió un miembro del clan, la menor de todos: Luna Negra. Y aquella noche fatídica ella en persona llegó a mi casa.
Los nosferatus perdieron los colores, es decir, el poco color de sus pálidos rostros. Lina reconoció el sentimiento, terror absoluto al oír nombrar a la criatura más peligrosa del inframundo: Luna Negra.