CAPÍTULO XXVII
VÓRTICES
Así estaban las cosas: un montón de nosferatus locos se preparaban para matar a Lina y recuperar una poderosa arma capaz de regresarle la energía a su líder agonizante, con lo cual estallaría una guerra sin precedentes. Por si fuera poco, una tía vampiresa (y bastante psicópata) quería casarla con un siniestro nosferatu que posiblemente practicaba la magia negra y tal vez fuera un aliado de los depositantes. De momento nadie podía ponerse en contacto con su abuela ni con otros parientes aliados. Lina tampoco había hecho las paces con su padre (cada día lo extrañaba más). El cadáver redivivo de su madre seguía perdido y recibiendo una horrible tortura cada día. Todo era aterrador; sin embargo, Lina estaba feliz.
La razón era sencilla. Al fin tenía la certeza de que todos los problemas tenían una solución. Había visto al espíritu de su madre (si todo salía bien, la volvería a ver esa noche). Tenía un plan maestro para acabar con Luna Negra y los depositantes. Por si fuera poco, estaba a punto de tener una cita con su novio, el guapísimo Gis.
Tal vez no fuera exactamente una cita, pero era lo más parecido, dadas las circunstancias. Ya había llevado a su novio algunas veces al mundo humano. Los menores de edad tenían limitada la salida del inframundo, pero Lina era talismán, parte de la Sanguaza Salvadora, y su abuela, la jefa de unos de los clanes más importantes del nido, le tramitó un permiso de salida para que lo usara a su antojo, así que no tuvieron problemas para hacer el viaje.
Lina y Gis tenían alojamiento para escoger, porque como todos los clanes ricos, los Pozafría tenían un centenar de propiedades en la superficie, que incluían una viejísima villa cerca del lago de Ginebra, en Suiza; una mansión colonial en Nueva Delhi; un elegante (y algo ruinoso) apartamento de nueve habitaciones en el XX arrondissement de París, a la orilla del Sena; una apabullante mansión en pleno distrito histórico de Mobile, Alabama; un palazzo veneciano, en el sestiere de San Polo; una fortaleza en la ciudad de Dubrovkik, en Dalmacia, que había sobrevivido a cinco guerras, así como otras casonas desperdigadas en puntos estratégicos.
Algunos lugares se usaban como residencias de veraneo, pero también como almacenes de mercancía. En siglos pasados, algunas propiedades funcionaron como pabellones de caza, es decir, sitios donde los chupasangre podían esconderse y salir a cazar cuellos jugosos y calientitos, pero los tiempos habían cambiado, y beber de los humanos se consideraba bárbaro y primitivo. El convenio con bancos de sangre había industrializado el proceso, así que no había que ensuciarse ni salir a cenar en callejones oscuros y poco higiénicos. De aquellas viejas épocas quedó la costumbre de que las casas de los umbríos tuvieran túneles de escape, y para ese fin elegían propiedades cerca de cementerios, en los que un mausoleo les servía como entrada secreta. También era costumbre que los nosferatus tomaran nombres locales para mezclarse con el entorno; por ejemplo, los Pozafría en el lado humano se apellidaban Poulton, Possenti, Poliakov y, claro, Posada.
Las propiedades permanecían abandonadas durante décadas e incluso siglos, pero los umbríos no se preocupaban: se mantenían limpias y seguras gracias a un domovoi.
Lina decidió que el refugio idóneo era el de la ciudad de México. Se sentía muy cómoda en esa casona vieja pero no demasiado grande, la Quinta Posada. Gis también había estado ahí. Le encantaba el mundo tibio, aunque muchas cosas le seguían pareciendo desconcertantes. No entendía bien la tecnología, y menos la dependencia de los humanos por los teléfonos celulares. En contraste, le encontró el gusto al cine: lo consideraba el mejor invento jamás creado. Lo único malo era que debía asistir a funciones solitarias para evitar el fenómeno que se desataba a su alrededor.
Gismundus era, en términos humanos, el extremo de la belleza masculina. Por si fuera poco, en los últimos meses su atractivo había aumentado; ya tenía dieciséis años cumplidos (sus padres no celebraron nada, claro). Se había vuelto un joven de un físico extraordinario: en los últimos meses había crecido varios centímetros; ya contaba con un cuerpo musculado y fibroso; un asomo de vello le adornaba la cara y el pecho; la voz se le oía cada vez más grave, profunda. Con la adolescencia en pleno, sus rasgos se volvieron más definidos y masculinos. La nariz pequeña y recta parecía tomada de una espléndida escultura griega (aunque él habría preferido algo más ancho y en forma de garfio); la mandíbula era cuadrada, angulosa, y los labios carnosos parecían hechos solo para besar (Lina lo comprobó repetidas veces). Se le formaba un coqueto hoyuelo en una mejilla, y sus ojos eran inmensos, unos pozos negros enmarcados por espesas cejas perfectas y unas tupidas pestañas que Lina ya habría querido prestadas un día. Era muy pálido por haber vivido toda su vida en territorios subterráneos, así que tenía que usar gafas oscuras, pues le molestaba la luz del sol. Desde luego, eso no era impedimento para frenar a sus admiradoras.
El muchacho irradiaba esa especie de aura especial que tiene la gente excepcionalmente atractiva. Si salía a la calle o a un centro comercial, de inmediato comenzaban a circular a su alrededor un montón de chicas (y uno que otro chico). A veces eran solo miradas intensas; otras ocasiones le tomaban fotografías con el celular, y los flirteos más descarados incluían el abordaje directo para dejarle números de teléfono. Gis, que toda la vida había recibido insultos y burlas por su poco agraciado aspecto nosferatu, se sentía azorado cuando las coquetas adolescentes humanas se acercaban a él para invitarlo a alguna fiesta o pedirle su correo electrónico (el azoro empezaba desde el concepto correo electrónico). Tampoco entendía los piropos que le soltaban en la calle, como «papacito», «chulo» o «mi rey». Aunque le parecía un fenómeno curioso, también lo encontraba un poco atemorizante: no estaba acostumbrado a recibir tanta atención positiva.
Lina, desafiante, abrazaba a Gis, y a veces le daba un beso ante las escandalizadas acosadoras. Solo entonces se daban cuenta de su presencia.
De cualquier manera, su novio aseguraba que ninguna de esas admiradoras le llamaba la atención.
—Tú eres la más bonita de todas las que he visto —le había dicho alguna vez—. Y no puedo creer cómo aquí nadie se da cuenta de eso. En el nido todos te admiran. ¡Ahora incluso existe Linópolis, con una multitud de pretendientes hipnotizados por tu belleza!
Claro, eso era porque el chico se había criado con los gustos estéticos umbríos, y para él Lina era bella y exquisita.
—Espero que nunca cambies de gustos —le respondió Lina agradecida por la irónica situación—. No vayas a irte algún día con alguna de tus admiradoras.
—Es lo mismo que yo te pido, que no me dejes —suplicó Gis, casi abanicándola con sus inmensas pestañas—. No me importa gustarles a ellas, sino a ti.
El viaje que tenían por delante no era para salir a pasear como tortolitos: debían activar los vórtices de la suerte, lo que fuera que significara eso. No es que dudaran de tener un poder sobrenatural… Bueno, sí que dudaban. Era difícil creer en algo así, y por eso estaban ahí, para someterse a una prueba extrema y corroborarlo.
Después de llegar a la terminal secreta de transporte reflejante, los chicos se trasladaron en taxi a la casona de la colonia Roma, la Quinta Posada. Lina encontró el buzón retacado de avisos para recoger paquetes en la oficina postal. Había comprado muchos libros en otros viajes. En todo caso, los paquetes tendrían que esperar.
La pareja entró al hermoso salón forrado de madera y decorado en un estilo art déco; estaba exactamente igual que la última vez: ordenado y limpio. Lina saludó al domovoi de la casa, pero el espíritu no respondió (solo se hacía presente como una difusa sombra). Lina le aclaró que Gis era invitado y amigo de los Pozafría. Enseguida la chica fue a una de las mesas del salón principal en la que había dinero.
—Activar tu vórtice es más fácil —aseguró Lina y le pasó a Gis algunos billetes—. Aquí hay dos mil pesos.
Gis miró el dinero.
—¿Los multiplico con mi gran poder? —sonrió.
—Eso es lo que vas a hacer —asintió su novia.
Gis la miró confundido, y ella le hizo una seña para que la siguiera.
Antes de salir a la calle Lina fue a un armario y obligó a su novio a usar ropa normal: mezclilla, camisa, zapatos.
—Nada de esos jubones medievales de tus ancestros —le advirtió. También le puso grandes gafas oscuras y una palestina para taparle medio rostro—. No quiero que llames la atención con tu bonita cara. Hay que pasar inadvertidos, parecer normales.
Se logró la mitad del objetivo: Gis parecía un muchacho de la época actual, pero nunca pasaría inadvertido.
Como eran menores de edad, no podían entrar a los casinos para probar suerte en las máquinas tragamonedas, pero sí podían ir a cualquier minisúper a comprar boletos de lotería instantánea, de esos en los que se raspa con una moneda hasta encontrar tres dibujos con ollas llenas de monedas o algo así. Entraron a una tienda y se dirigieron a la caja.
—Hola, amiguito —saludó la empleada. Los ojos le brillaron al ver al chico—. ¿Se te ofrece algo? ¿En qué te puedo ayudar?
—Boletos instantáneos —murmuró Gis.
—De lotería instantánea —corrigió Lina—. Así se llaman.
—Sí, eso, para jugar y ver si tengo suerte —asintió él—. ¿Tienes de esos boletos?
—Claro, ¡todos los que quieras! —respondió la empleada y señaló un despachador de plástico junto a la caja registradora.
Había muchos para elegir: Monedas del arcoíris, Tesoro del capitán, Tréboles de oro, Lotto gold o Carreras de diamantes. Gis no sabía cuál tomar. Se quitó un momento las gafas para ver mejor. La empleada quedó anonadada por la belleza del chico. Comenzó a interrogarlo:
—¿Eres de aquí? ¿Sales en la tele? Seguro eres artista, ¿no? ¿Me das tu autógrafo? Soy superfans de los artistas como tú.
—Solo rasca el que sea —sugirió Lina y tomó una tira de cinco boletos del Tesoro del capitán.
Gis pagó y sacó una moneda para retirar la capa de goma metalizada que cubría el cartón. El juego era sencillo. Si encontraba el dibujo de tres anclas de hierro ganaba otro boleto; con tres anclas de plata, le daban cincuenta pesos; si hallaba tres de oro, quinientos pesos, y tres anclas de diamante le darían cinco mil pesos. Gis rascó y rascó.
Perdió en todos los intentos. ¡Ni siquiera encontró las anclas de hierro!
—No sé qué pasa —el chico apiló los boletos fallidos.
—¡No pongas esa cara, amiguito! —dijo la empleada y le tendió cinco cartones más—. Toma, van por mi cuenta. Por cierto, me llamo Yuliet, con ye.
Gis miró a Lina, que también estaba confundida. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba el famoso vórtice? El joven rascó los nuevos boletos, y nada.
—No te preocupes —sonrió Yuliet con ye, y agregó con voz meliflua—: Dicen que desafortunado en el juego, afortunado en el amor.
—Esto es un error —murmuró él—. Mejor vámonos.
—Pérate. ¿No me vas a dar un autógrafo, amiguito?
—Gis, espera. Creo que hicimos algo mal —dijo Lina—. Los boletos que rascaste no los elegiste tú. Los primeros te los di yo, y los demás, tu amiguita Yuliet.
La empleada sonrió al oír su nombre.
—¿Y eso qué tiene que ver? Yo los raspé y no encontré nada.
—Pero la suerte era la nuestra —dedujo Lina—. Tú solo raspaste. Si esto funciona como creo, tú deberías escoger el boleto.
Gis pensó un momento. Solo había una manera de averiguarlo. Eligió al azar un boleto más. Él mismo lo tomó de entre la tira, lo rascó, apareció un ancla de hierro, luego una segunda ancla de hierro y finalmente una tercera ancla de hierro.
Yuliet aplaudió emocionada.
El muchacho miró de nuevo la larga tira con los cartones, eligió uno de la mitad, lo cortó y al rasparlo encontró tres dibujos de anclas. Esta vez todas eran de plata.
—¡Wow! ¡Con eso te alcanza para comprar diez boletos más! —dijo sorprendida Yuliet con ye.
Gis volvió a elegir. Ahora tomó diez boletos, los que tenía a la mano. No lo pensó. Uno a uno los rascó y resultó que estaban premiados. Aparecieron más anclas de plata y otras de oro. Con los gritos de entusiasmo de la empleada se acercaron varios de los clientes para verlo rascar los boletos del Tesoro del capitán. Aquello se convirtió en un pequeño espectáculo. Los últimos dos boletos tenían tres anclas de diamante.
—Nunca había visto que alguien ganara en este juego —reconoció Yuliet—. Ni siquiera que alguien sacara reintegro.
Algunos clientes compraron boletos del mismo sorteo, seguros de que la tira de cartones venía premiada. Se desató una fiebre rascadora dentro del minisúper, pero nadie ganó nada, salvo Gis.
—Debe de haber un error —dijo él, todavía incrédulo.
—Lo sabía —le sonrió Lina—. Vamos a hacer una cosa: con los ojos cerrados, toma cartones de todos los juegos y veremos qué pasa.
El chico aceptó el reto. Yuliet puso todos los cartones a su disposición y Gis eligió al azar boletos de Tréboles de oro, Monedas del arcoíris, Lotto gold y Carreras de diamantes. Luego comenzó a rascar frente a la mirada de todos y obtuvo tres tréboles de oro del duende feliz, tres monedas de platino, tres ases prémium súper casino y tres diamantes del destino. Eran los premios mayores de todos los juegos. En apenas dos minutos había ganado doscientos mil pesos.
—¡Es imposible! —reclamó un anciano de mal humor—. Llevo años comprando estos boletitos, ¡y nada!
—Debe de haber truco —declaró molesta una señora—. ¿Cómo le haces, jovencito?
—Seguro la empleada es cómplice —afirmó un hombre barbón—. Ella sabe dónde están los boletos premiados.
—¡Exactamente! —señaló el anciano, cada vez más alterado—. ¡Son estafadores! Trabajan en grupo y nos hacen comprar a nosotros. ¡Es una chapuza!
Los clientes lanzaron hoscas miradas a Gis y a la empleada.
—No, yo no hice nada —intentó defenderse Yuliet—. Nunca he robado a nadie. Además, no puedo entregar tanto dinero de la caja. Si hay premios mayores a cien pesos tengo que llamar al supervisor.
—No te preocupes. No hiciste nada malo —la tranquilizó el muchacho y comenzó a repartir los boletos premiados entre todos—. Esto les pertenece a ustedes, que me dieron suerte.
El anciano, la mujer y el hombre barbón recibieron boletos premiados. Se quedaron atónitos. Gis le entregó a la empleada los boletos de mayor monto.
—Un regalo para ti. Gracias por ayudarme —le sonrió.
La chica y todos los demás clientes miraban sin creer los cartones premiados.
Gis tomó a Lina del brazo. Los dos salieron rápidamente del minisúper.
—¿Por qué hiciste eso? —preguntó Lina cuando estaban lejos—. ¿Por qué regalaste todo?
—Si mi vórtice es real, puedo ganar cuando quiera —recordó Gis—. Las Flacas dijeron que tengo el vórtice de la riqueza, que siempre tendré dinero.
—¿Estás seguro?
—Casi, pero todavía quiero hacer una prueba —sonrió—. ¿Llevas dinero encima?
Lina buscó en su bolso, sacó algunos billetes y monedas.
—Deshazte de él, de todo —pidió el joven—. No debemos tener nada. Necesito probar algo. Confía en mí.
Fue fácil. En cualquier cruce vial importante de la ciudad de México se puede encontrar a alguien pidiendo dinero: limosneros, niños disfrazados de payasos con la máscara de algún ex presidente, tragafuegos o vendedores de chicles. Lina se acercó a unos niños sucios con mopas para limpiar el polvo de los autos y les entregó parte del dinero.
—Dejen de trabajar por hoy —les dijo en tono amistoso—. Vayan a desayunar algo.
Los niños miraron los billetes con desconfianza, pero aceptaron.
Terminaron de entregar el dinero y las monedas a un par de limosneros y a una señora que pedía cooperación para la Cruz Roja.
—Ya está, no tengo dinero —dijo satisfecho Gismundus—. Ni tú tampoco.
—Acabamos de regalar mucho dinero —observó la chica—. Si nos morimos ahora seguramente iremos al cielo por nuestra generosidad, pero además de eso, ¿qué quieres probar?
En ese momento el joven se detuvo y señaló el concreto. Había una moneda.
—Tal vez se nos cayó cuando estábamos repartiendo el dinero —Lina se encogió de hombros.
En el semáforo estaba un niño que vendía dulces. Gismundus fue con él para deshacerse de la moneda. De regreso, a medio cruce peatonal, un hombre de traje pasó corriendo junto a él. Gis vio que algo se le había caído, lo recogió, regresó con Lina y se lo mostró. Era una cartera llena de billetes.
—Voy a regresársela —anunció ella.
Tomó la cartera y alcanzó al hombre del traje justo antes que llegara a una entrada del metro. Cuando regresó, su novio tenía en la mano otras dos carteras.
—Se les caen a los que pasan cerca de mí —aseguró.
—¿Te fijaste en quién las perdió?
El muchacho señaló a un sujeto que empujaba a un anciano en una silla de ruedas. Gis en persona fue a devolverlas y al regreso tropezó con una señora. Sin que ella lo notara, se le enganchó una pulsera de oro en el botón de la camisa de Gis.
—Eh, ¡señora! Creo que esto es suyo —gritó el chico mostrando la pulsera.
Después de devolver una docena carteras, dos monederos, un par de anillos que llegaron rodando y unos cuantos billetes, Lina decidió que era mejor que Gis guardara algunos de sus «hallazgos».
—Es por la seguridad de los demás —explicó—. Parece que es imposible que te quedes sin nada. Eres como un imán.
Para terminar el experimento volvieron a comprar boletos de lotería instantánea, pero en esta ocasión decidieron adquirir solo dos por local, y eligieron tiendas con empleados varones para que Gis no llamara (tanto) la atención.
Media hora después, los chicos estaban en la banca de un diminuto parque. Lina hacía las cuentas: en efectivo tenían más de cuarenta mil pesos, además de trescientos cincuenta mil pesos por cobrar de los boletos premiados, y eso que habían elegido los sorteos que daban menos dinero.
—Es impresionante —reconoció Lina—. Esto no es normal.
—¿Es mucho? —Gis no entendía muy bien en valor del dinero humano, y menos el de los billetes mexicanos.
Lina trató de ponerlo de otra forma:
—Para que te des una idea, un trabajador que gane el salario mínimo necesitaría más de veinte años para reunir esto. Tú no te tardaste ni veinte minutos. Todos los boletos que compraste están premiados.
—No, no todos —Gis se rebuscó en los bolsillos—. Nunca supe cómo rascar este.
El chico le tendió un boleto que tenía impreso un monumento. Grandes letras anunciaban: «Sorteo magno del aniversario de la Independencia». Lina sonrió.
—Este es un boleto de lotería tradicional —explicó—. No se rasca, se juega hasta dentro de una semana en un sorteo que se transmite por televisión. Mi mamá siempre compraba un cachito, o sea, un boleto como este. Sin embargo, nunca se sacó nada.
El chico asintió y miró el dibujo impreso al frente del boleto.
—Está increíble.
Lina explicó que esa era la imagen del monumento a la Independencia, el llamado Ángel, uno de los símbolos de la ciudad.
—Fue un humano importante, por lo que veo. ¡Y hasta tenía alas! —apuntó él.
—¡No, no! —rio Lina—. No fue un humano. Aunque le dicen Ángel, realmente es la Victoria Alada, un símbolo romano emparentado con la diosa griega Niké, portadora del triunfo y la buena suerte.
—Como nosotros —sonrió radiante el muchacho—. Se supone que portamos buena suerte, igual que esas diosas griegas o romanas de las que hablas… ¿Cómo sabes tantas cosas?
—Son solo algunas lecturas que se me quedan en la cabeza —murmuró la chica un poco avergonzada.
—Me encanta que seas así —aseguró Gis—. ¿Cuánto apuestas a que se ve el Ángel desde aquí?
El muchacho se subió a la banca de hierro. Al parecer no se alcanzaba a ver nada, así que dio un salto a las ramas de un árbol cercano.
—Espera, ¿qué haces? —se sobresaltó Lina.
Pero su novio estaba eufórico. Le tendió la mano para invitarla a subir.
—Estás loco —dijo ella y se negó a subir.
Pero unos minutos después los dos estaban trepados en el árbol:
—No veo nada —declaró la chica.
—Mira, ahí está.
De entre los edificios aparecía parte del monumento dorado. Era como si intentara emprender el vuelo entre cables y tendederos de azotea.
Gis comparó el billete de lotería con el Ángel.
—Quédatelo. Que sea un recuerdo de este paseo, de nuestra suerte especial.
Ella lo guardó, y cuando levantó la vista tenía el rostro de su novio muy cerca de ella. Sintió cómo la sangre empezaba a correr más deprisa por sus venas. Se acercó a él para besarlo.
—Traen mucha lana, ¿no? ¡Ya los vi! —soltó una voz rasposa.
Lina y Gis no pudieron consumar el beso. Debajo de ellos se acercaban dos hombres. El que había hablado llevaba una gorra sucia; el otro era grande y gordo.
—Ahí está —el de la gorra señaló la mochila en la banca.
Como ave carroñera, el gordo fue directo sobre la mochila. Al abrirla quedó impresionado con todos los billetes y boletos rascados con premio.
—¡Te dije, te dije! —gritó el otro.
Con una rapidez de gato, Gis bajó del árbol y le quitó la mochila al gordo. La muchacha bajó enseguida.
—Disculpen, pero esto no es de ustedes —dijo firme pero tranquilo.
—Tampoco tuyo —gruñó el gordo—. ¿A quién se lo robaste?
—A nadie —respondió Gismundus sin perder la calma—. Lo ganamos con los boletos instantáneos.
—De lotería instantánea —volvió a recordar Lina.
—Escuincles mentirosos —se burló el de la gorra sucia—. Yo les voy a decir de quién es esta mochila: ¡es mía! Ustedes me la robaron, ¿verdad, Charly?
Charly, el gordo, asintió con una sonrisita socarrona.
—Y aquí está mi identificación —el de la gorra sacó una pistola del pantalón—. Órale, Charly, de volada, como vas.
El gordo intentó hacerse de la mochila.
—Se están confundiendo —Gis no entendía—. Tal vez su mochila esté en otro lado.
—Gis, nos están asaltando —explicó Lina con un suspiro. Habían sido muy tontos: ¡ponerse a contar fajos de dinero en un parque público!
Lina cometió entonces un acto temerario. Se quedó con la mochila y cruzó las correas para sujetarla bien a su cuerpo.
El tipo de la gorra le apuntó.
—Pinche chamaquita —gruñó—. Danos la mochila o te dejo un recuerdito.
Gis se interpuso para defenderla.
—No, ¡no hagas nada! —pidió ella—. Déjame todo a mí, yo me encargo.
Charly y el de la gorra se voltearon a ver, entre incrédulos y divertidos. Lina era pequeña y delgada, insignificante.
—Les voy a dar todo el dinero con una condición: dispárenme justo aquí —Lina se puso un dedo en la frente.
—Está loca —declaró el gordo Charly un tanto confundido.
Parecía que Gis pensaba lo mismo.
—¿Qué haces? —le preguntó entre murmullos.
—Mi vórtice de vida —susurró la chica—. Vamos a investigar algo.
—¡Pero no así! —exclamó Gis—. Dales la mochila y luego buscamos cómo hacer tu prueba.
—Ahora es el momento —insistió ella—. ¿No te das cuenta? La oportunidad llegó sola. Hay que aprovecharla.
Se oyó algo como un clic. Los jóvenes voltearon. El hombre de la gorra había jalado el gatillo mientras apuntaba a la cabeza de Lina. El disparo no salió. El arma se había encasquillado.
Lina comenzó a sudar.
El de la gorra revisó que el arma no tuviera puesto el seguro. Ahora le apuntaba a Gis.
—Les voy a dar lo que quieren, pinches loquitos —gritó.
—No, ¡a él no! —la muchacha se interpuso—. ¡Dispárame a mí! Si me matas te quedas con todo el dinero, ya te dije.
El tipo de la gorra exudaba adrenalina. Jaló de nuevo el gatillo. Lina cerró los ojos. Se oyó un nuevo clic del arma encasquillada. Desesperado, el de la gorra apuntó hacia arriba y soltó un estruendoso disparo que dio justo en el árbol donde antes habían estado trepados Lina y Gis.
—¡No seas güey! —le gritó el gordo.
—Se trabó, ¿qué quieres que haga? —se excusó el otro.
—Quítale la mochila. Nomás es una escuincla loca —gruñó el gordo—. Pero pícale, güey.
Lina hizo algo todavía más extraño: le arrebató la pistola al ladrón, que no se lo esperaba ni en un millón de años.
—Creo que tendré que hacerlo yo —Lina se apuntó al pecho, a la altura del corazón.
Todos se quedaron sin aliento. Era evidente que Charly y el de la gorra jamás se habían enfrentado a una víctima tan loca y rara como Lina.
—¡No te dispares! —le gritó Gis—. Ya has sobrevivido a muchas cosas. Tu vórtice es real. Yo creo en él.
A Lina le temblaba la mano mientras presionaba ligeramente el gatillo. Estaba nerviosa. Comenzó a dudar. ¿Y si todas las veces que se había salvado de morir habían sido meras coincidencias? Lo que estaba haciendo podía ser la prueba definitiva o una simple estupidez. ¿Sería tan tonta para morir por su propia mano? Lo pensó mejor. Definitivamente no iba a disparar.
De pronto Lina sintió un horrible golpe en el pecho. No fue un disparo sino el gordo Charly que se había lanzado sobre ella para arrebatarle pistola y mochila. El forcejeo los llevó a ambos al borde de la acera. El gordo quiso arrancarle la mochila de un tirón, y Lina trató de zafarse en dirección opuesta. Eso lo complicó todo: a Charly se le escurrió la mochila entre los dedos y Lina cayó al asfalto con todo y el dinero. Varios automóviles y un enorme camión de construcción repleto de material se dirigían hacia ella.
Chirridos de llantas, cristales rotos, bocinazos, humo y estruendo de metal al abollarse. La carambola arruinó ocho automóviles, dos taxis, un microbús, y dejó toneladas de varilla desperdigadas. En menos de un minuto la calle se convirtió en un caos. Los ladrones huyeron aterrorizados. La pistola quedó en mitad del asfalto.
Gis buscó a su novia entre el metal abollado y humeante. Subió al cofre de un taxi. Saltó por encima de un auto compacto que lucía como bola de papel arrugado. Gritó desesperado el nombre de Lina. Nadie respondió. Siguió buscando y, entonces, la vio tendida.
Le costó creer lo que vio.