0005

CAPÍTULO V

LOS LOCOS TARMELÁN

Los umbríos tienen cientos de pasatiempos (en algo deben ocupar los varios miles de años que viven), y entre las actividades favoritas de su lista están el escuchar una buena historia, oír música selecta e intercambiar jugosos chismes. Solo una cosa es capaz de combinar las tres actividades al mismo tiempo: el teatro umbrío.

Por eso causó una enorme alegría la noticia de que la familia Pozafría iba a celebrar los catorce años de su célebre pariente Lina con una obra sobre su vida. Se consideró el acontecimiento del año. Era casi imposible conseguir un lugar. Los precios de reventa alcanzaron el escandaloso precio de cien óbolos de oro (en su desesperación, varios chupasangre falsificaron las entradas).

Nadie quería perderse la zarzuela sobre la bellísima Lina, un talismán que salvó el nido. El reconocido dramaturgo Menandro el Tenso había compuesto letra y música. Octavia Mil Voces, famosa actriz capaz de cantar con distintos tonos y durante cinco horas seguidas (dicen que sin tomar aire en ningún momento) interpretaría el papel protagónico. Por todo el nido había miles de carteles con el rostro de Lina y el letrero: «Lina Pozafría, tibia de nacimiento, umbría de corazón. Lo que siempre quisiste saber de este famoso talismán. Acompáñanos en el Teatro del Hueso. Nota: se reciben regalos».

Gismundus quedó bastante intrigado con la carta de Lina. Le pidió más detalles sobre la obra, pero ella se resistió. Solo le dijo: «Luego de esta obra, el inframundo será distinto». Tanto misterio puso nervioso a Gis. No quería que Lina se metiera en más problemas. ¡Era experta en ello!

Llegó el día del estreno. Las puertas del Teatro del Hueso se abrieron y miles de nosferatu (y uno que otro humano residente en Ubus) corrieron a buscar su asiento. La demanda de lugares fue tan alta que se habilitaron espacios en los escalones y pasillos del teatro. Ahí se apretujaron de pie los espectadores. Si se cansaban, por dos óbolos podían rentar un redivivo para sentarse en él. Se ocupó todo el teatro, hasta las zonas carbonizadas que seguían sin remozar después del incendio que se desató en la última epidemia.

Gismundus era rico, lo suficiente para no sufrir por un lugar. Además, los Tarmelán, su familia, eran dueños del Teatro del Hueso, así que tenían a su disposición un enorme y lujoso palco labrado en cristal de roca, con muchas butacas, pero casi todas vacías: la familia Tarmelán era pequeña debido a una antigua y tenebrosa maldición que condenaba a sus miembros a la locura, la muerte y el pie de atleta.

Gis consultó su reloj. Lina ya debía haber llegado. Tomó el catalejo y se asomó por el barandal para buscarla entre la multitud. Era tan difícil como «encontrar un diente en la boca de un momio», dirían los umbríos. Los once niveles del teatro estaban atascados. Los asistentes provenían de todos los clanes y gremios de Ubus. Se veía una muchedumbre de vampiros entrando o saliendo alegremente de los siete vestíbulos para comprar té de sanguina, empanadas de cuajada y morcillones de Elis.

Los espectadores presumían sus mejores galas: por aquí y por allá sobresalían las pelucas estilo Luis XIV, las carmañolas con bordados de oro y botonaduras de piedras preciosas, y los alucinantes vestidos con armazón metálico, que, de tan pesados, necesitaban ruedecillas para moverse con ellos. Muchas coquetas umbrías lucían sombreros adornados con un pavorreal disecado, que movía su plumaje gracias a las técnicas animantes. La mayor parte de los espectadores se habían cubierto con ungüento Mármara para resaltar las ojeras y dar un toque especial a su natural palidez verdosa. Varios elegantes caballeros nosferatus destrenzaron sus grandes bigotes, tan largos y espesos que necesitaban a un criado para que los cargara (a los bigotes, no a los caballeros).

Gis se sorprendió de que en uno de los palcos más caros, hecho totalmente de oro rojo, uno de los metales más apreciados en el inframundo, estaban los Rabbat, una familia de vampiros que provenía del lejano nido Karkaff, en el tercer distrito. Eran famosos porque contaban con un talismán, una pequeña vampiresa de nueve años llamada Ova. Ahí estaba, pálida y sonriente, a pesar de estar enfundada en un horrible vestido que parecía una explosión psicótica de encajes. Tenía dos redis que la abanicaban para que no pasara calor. ¡Había tanto que ver en el Teatro del Hueso! Sin embargo, no estaba quien le interesaba a Gis.

—Sigo sin ver a Lina —dijo el chico con impaciencia—. ¿Alguien ya la encontró?

Al lado de Gis estaba Rowanda Tarmelán, su madre. No respondió. La vampiresa se limitó a parpadear rápidamente y, enseguida, se secó las manos con un trapito que llevaba consigo. Ese era su tic favorito desde hacía trescientos años: secarse las manos aunque no estuvieran mojadas.

—En el último murciélago postal dijo que llegaría a las tres en punto —explicó el chico, ya desesperado—. No puede faltar a su propia obra de cumpleaños, ¿o sí?

—¿Ya buscaste en el palco de los Pozafría? —le preguntó desde el fondo un vampiro polvoriento de anchas espaldas y ojos melancólicos. Era su padre, Fabius. Tenía en las rodillas el grueso libro de insectos subterráneos que llevaba a todas partes.

—Todavía está cerrado —señaló Gis, mirando las pesadas contraventanas de madera labrada del palco de enfrente.

—A los Pozafría siempre les ha gustado hacerse los interesantes —se quejó una tía del muchacho, una vampiresa arrugada y tan delgada como un trozo de árbol muerto—. Estarán esperando hasta el último minuto para entrar y llamar la atención.

Otras seis nosferatus muy parecidas, aunque cada una más vieja que la otra, lanzaron un resoplido. Eran las otras tías de Gismundus (junto a la primera, eran conocidas como las Siete Secas), que, después de haber sido bellas, fueron repudiadas por sus maridos, dada su incapacidad para tener hijos. Desde entonces se consumían lentamente en la amargura de su propia hiel.

—Ver tantos umbríos me fríe los nervios —Rowanda se llevó las manos a las sienes; tenía migraña desde finales del siglo XVIII—. Deberíamos cerrar y enviar a todos a sus casas. Al cabo que el teatro es nuestro, ¿no?

—Rowanda, por favor, no vayas a tener un ataque de locura —susurró Fabius y, para disimular, agregó en voz alta—: ¿Alguien quiere esponjas de leuco?

El nosferatu sacó una bandeja con unas frituras algodonosas. Las Siete Secas extendieron sus agrietados brazos para zamparse un puñado de bocadillos.

—Para ti traje comida especial —le advirtió Rowanda a Gismundus.

La vampiresa sacó de un bolsillo tres galletas resecas de avena quemada que parecían piedras.

Gis odiaba esas galletas, y aún más desde que probó los exquisitos alimentos humanos de la superficie. Gracias a Lina descubrió los platillos más refinados del mundo, como las hamburguesas hawaianas con salsa ranch, un auténtico manjar. Pero allá abajo no podía escoger, y sus padres tampoco hacían demasiados esfuerzos por variar la dieta. «De todos modos te vas a morir», decía Rowanda como única explicación.

Gismundus el Triste sufría una enfermedad terrible para los umbríos. A pesar de que los Tarmelán eran vampiros de pura sangre, él había nacido sin genes de vampiro, es decir, era prácticamente un vil humano, y los médicos sentenciaron que jamás podría tener su conversión, pues su organismo no podría soportarlo. A los que sufrían el raro padecimiento de Gis se les llamaba sombríos. Tenían fama de contagiar la mala suerte, y sus vidas eran cortísimas, de apenas unos ochenta años, que en términos umbríos era como morir siendo un bebé o un feto.

—Ay, hijo. Te ves tan feo como las verrugas de mi trasero —suspiró Rowanda—. No sé cómo vienes al teatro así. Al menos debiste ponerte algo de ungüento Mármara para tapar ese desagradable color que tienes, y un gorro para ocultar tus asquerosas orejas.

Ese era otro tema que había acompañado a Gis toda la vida: su desagradable aspecto. Aunque Lina le explicó que la belleza era relativa según el contexto, el chico pudo entenderlo solo hasta que subió al mundo humano. Ahí nadie criticó sus orejas pequeñas, ni su piel pálida, algo rosada; tampoco señalaron su nariz corta y recta, los marcados pómulos, la mandíbula cuadrada ni los labios carnosos; nadie se burló de sus enormes ojos negros bordeados por espesas pestañas y gruesas cejas; al contrario, en el mundo humano sus rasgos eran considerados el colmo de la belleza varonil. ¡Gis no podía creerlo! Le pareció una broma cuando se lo hicieron saber. Estaba demasiado acostumbrado al Mundo Umbrío, donde los nosferatus, de sinuosa nariz ganchuda y piel verdosa, desviaban la vista mientras mascullaban: «Pobre criatura. Ojalá su madre sea ciega».

—Deja en paz al muchacho. Él no tiene la culpa de ser deforme —lo defendió su padre.

—No, pero todo el mundo nos mira. ¡Al menos podría hacer algo para ocultar su aspecto! ¡Ponerse una máscara, por ejemplo! —se quejó la nerviosa Rowanda—. No me gusta que murmuren a mis espaldas.

—Suficiente castigo tiene Gismundus con su enfermedad —aseguró Fabius con tono grave—. Y si murmuran detrás de ti es por esa manía que tienes con el pañito.

—¡No te metas con mi pañito! ¡Yo no me meto con tus libros acerca del moho!

—¡No tratan de moho sino de insectos del moho! —se defendió Fabius con resentimiento.

Ahí venía otra de las eternas discusiones de sus padres. Gis prefirió ir a una esquina del palco familiar, tomó el catalejo y buscó de nuevo entre la multitud de umbríos que llenaban el teatro. Pensó en Lina: ¡era tan bonita! La chica más hermosa de todo el nido de Ubus. Se sentía muy afortunado pues ella había aceptado ser su novia. Se conocieron de un modo increíble. Cualquiera diría que fue obra del destino.

Gis se emocionó cuando vio abrirse las contraventanas del palco de los Pozafría. Ya ocupaban su lugar algunos de los parientes de su novia: el tío Gundo, todo gris (desde la personalidad hasta la piel); al lado, su mujer, la tía Crésida, intentaba controlar —sin éxito— a sus tres hijos nosferatus, los insoportables Guano, Gusanos y Gargajo, unos nauseabundos adolescentes chupasangre que se divertían arrojando chorros de globusoda a los palcos vecinos. Alejado de ellos, estaba sentado Duncan el Bello, un nosferatu narigón y de pelo relamido que llevaba siempre un espejito para revisar que su aspecto fuera impecable y maravilloso. Cerca de él, su insípida mujer, Gerta, se terminaba de acomodar sus bucles fijados con cera, al tiempo que ajustaba el corbatín a su hijo, Osric Sinfilo, un vampiro pequeñito y esmirriado que llevaba un lamentable armazón de ortodoncia sujeto desde la nuca. En el extremo izquierdo, en una silla recamada en oro, se encontraba la huesuda Lavinia tía Sangre, de labios finos y sonrisa cruel (se había hecho afilar todos los dientes, como una sierra); llevaba su acostumbrado vestido amplio en el que escondía a sus mascotas, seis escandalosos perros pequineses conocidos como erinias o furias. En el otro extremo del palco estaba Ariel Pozafría, que portaba un kimono blanco y charlaba con Moth y Puck. Conversaban sobre uno de los grandes inventos de los siameses para ir al teatro: guantes mecánicos para aplaudir sin esfuerzo, en tres velocidades.

La extraña familia de Lina poco a poco ocupó sus lugares. Gis pudo ver a otros parientes, como Lisandro y Lucinda, también conocidos como tío Panza y tía Tripa; Calibán, el nosferatu mudo que, para comunicarse, usaba una anticuada máquina de escribir que llevaba colgada al pecho; y la viejísima mamá Uyü, siempre rodeada de una nube de polillas. Sin embargo, por más que Gis ajustó el catalejo, no vio a su novia.

—Ni te esfuerces en buscarme —dijo una voz conocida, detrás de él.

El chico se dio la vuelta. Frente a él estaba la criatura más bella del inframundo, Lina Pozafría. Llevaba un espectacular vestido de seda verde, de cola larguísima y con anillos de hierro cosidos al borde, que hacían un leve ruido al golpear contra las baldosas. Habían tejido su cabello castaño rojizo para formar una especie de cesta de la que sobresalía un arreglo de setas de cera.

—No me mires así. Ya sé que me veo ridícula —dijo avergonzada—. ¡Y esto no es nada! Los modistos de mi tía Gerta querían ponerme dos pelucas y botas con tacones de veinte centímetros. Por si fuera poco, ¡iban a cubrirme de polvo de oro, como si fuera una silla! Pero no lo permití.

Gis sonrió. La adoraba. Lina era todo menos pretenciosa.

—Talismán Pozafría —Rowanda hizo una torpe reverencia frente a la chica mientras intentaba peinarse sus largos y desgreñados cabellos negros.

—Sea bienvenida al palco de los Tarmelán —Fabius imitó a su esposa. También las Siete Secas hicieron una reverencia.

—Gracias. Sigan con lo suyo —murmuró la joven. Se sentía muy incómoda ante ese tipo de gestos.

—Esperamos no importunar —sonrió la elegante vampiresa que acompañaba a Lina. Era Imogene—. Ya lo dice el refrán: «Las visitas, como las ladillas: entre más rápido pasen, mejor».

—Para nosotros es un honor —aseguró Rowanda, secándose las manos—. Nunca nos cansaremos de agradecer la generosidad que ha tenido Lina la Muy Bella con nuestro pobre hijo.

Lina odiaba cuando la madre de Gis descalificaba a su propio hijo. ¡Salir con él no era un acto de caridad! Y aunque esa burda camisola de campesino medieval era un pésimo atuendo, el muchacho seguía viéndose guapo y dulce.

—Abuela Imo, ¿puedo quedarme a ver la obra aquí? —preguntó Lina—. Además, en este palco hay más espacio que en el nuestro.

—Querida, hoy es tu día, una fecha muy importante —asintió Imogene—. Puedes sentarte donde se te dé la gana.

Lina agradeció. A una señal de Fabius, un par de criados zombi llevaron una gran silla para Lina, labrada en un gran trozo de sal mineral y con zafiros en el respaldo.

La abuela Imo se puso a charlar con Rowanda y Fabius Tarmelán. El matrimonio de vampiros se dedicó a alabar a Lina y a quejarse de su feo hijo enfermo.

—Antes de que lo olvide, feliz cumpleaños —dijo el chico, algo nervioso, y sacó de la parte inferior del asiento un rollo de pergamino—. Lo hice para ti.

Gis se sonrojó. «¡Qué lindo se ve así!», pensó Lina y el corazón comenzó a latirle más deprisa. Un año atrás, si alguien le hubiera dicho que tendría novio (y uno tan absurdamente guapo), Lina habría pensado que era una burla. Pero ahí estaba ella, celebrando su cumpleaños número catorce en una civilización intraterrestre de nosferatus, sentada al lado de Gis, que ¡la veía hermosa a ella!

—Espero que te guste —el chico desenrolló el papel.

Lina quedó maravillada: se trataba de uno de los hermosos y detallados dibujos de Gis. Aparecía ella misma, aunque un poco más joven, corriendo en una calle húmeda; al fondo, se alzaban unos enormes torreones con forma de esqueleto. De una puerta entreabierta se asomaba Gis, que le tendía una mano, invitándola a refugiarse. Lina reconoció la escena: en ese lugar vio a su novio por primera vez. Ese fue el primer sueño en el que había aparecido. Siguió viéndolo en sueños hasta que se encontraron en la vida real y el fenómeno onírico desapareció. Fue algo raro, mágico. Fue el destino.

—Gracias, me gusta mucho —dijo Lina.

—No parece. ¿Por qué tienes esa cara?

—¿Qué cara?

—No sé, pero pareces asustada.

Lina sonrió nerviosa. Sí que se encontraba asustada por todo lo que estaba a punto de ocurrir en el escenario, por las verdades que verían cuatro mil espectadores, en directo y sin anestesia.

—Es por la obra —reconoció al fin.

—¿Y ya me vas a decir cuál es la sorpresa? —recordó Gis—. Nunca entendí esas cartas raras. ¿Por qué decías que tu obra cambiará la historia de los nidos? ¿Incluyeron un nuevo baile o algo así?

Lina sonrió otra vez: revelarían más que un nuevo baile. La joven calculó que ahora sí podría contarle todo a Gis. Faltaban unos minutos para que comenzara la función. ¡Ya no podía filtrarse nada!

—El Mundo Umbrío está en peligro —reveló ella finalmente.

—Dime algo que no sepa —suspiró Gis—. ¡El inframundo siempre está en peligro!

—Sí, pero ahora es peor —Lina bajó la voz casi a un susurro—. ¿Sabes dónde está Luna Negra?

—Escapó de Balbá. Nadie sabe nada de ella.

—Yo sí. Luna Negra y su secta de depositantes están preparando un ataque peor que la epidemia —hizo una tensa pausa—. Encontraron otra arma más poderosa y está por comenzar la batalla del tercer reino, la guerra de guerras.

—Espera un momento —carraspeó Gis—. ¿Quién te dijo eso?

—Santi, un redi escribiente. Hizo la profecía luego de que hablé con mi madre.

El muchacho parpadeó confundido.

—No te ofendas pero, a pesar de ser un zombi, como tú dirías, tu madre está muerta —repuso él con todo el tacto del que fue capaz.

—No me ofendo. Mi madre es un cadáver viviente —reconoció ella—. Me refería a su espíritu. Se comunicó conmigo desde entremundos, en una sesión de necromancia.

—¡Detente! —interrumpió el muchacho—. ¿Cuándo fue la sesión? ¿Por qué no me dijiste? ¡La necromancia está prohibida en todos los nidos! ¡Es parte de las artes oscuras! ¡Se castiga con prisión en las mazmorras!

Los gritos de Gis llamaron la atención de Imogene, Rowanda y Fabius (las Siete Secas no se movieron: en ese momento estaban tomando una siesta). El chico se disculpó.

—Solo quiero saber cuándo participaste en una sesión necromántica —pidió él en voz baja.

Entonces, Lina le hizo un resumen de la sesión. Le habló de todo: la profecía, la petición de ayuda del espíritu de su madre, el achicharramiento del pobre redi y la decisión de usar la obra sobre su propia vida para contar toda la verdad acerca de la epidemia, la existencia de Luna Negra y los siniestros augurios que se aproximaban (y que, si todo salía bien, serían conocidos como «la profecía de Santi, el redi parlante»).

—¿Ahora entiendes? —finalizó Lina—. No podía decirte nada de esto en una carta. Además, mi abuela me hizo prometer que guardaría silencio hasta hoy.

Gis estaba azorado. Miró a la multitud de espectadores. Los umbríos estaban felices. Su única preocupación era presumir sus extravagantes vestidos y sus largos mostachos.

—¿Abrir los anatemas aquí? ¿Ahora? ¡Es una locura! —exclamó nervioso—. ¿No crees que sea peligroso?

—Más peligroso sería ocultar la verdad por más tiempo. Cuando resolvimos el problema de la epidemia tuvimos suerte, pero una guerra es algo muy grande. No podríamos detenerla nosotros solos. Miles de umbríos tienen que estar preparados para lo que viene. Y para eso, necesitan saber toda la verdad.

—Sí, pero…, no sé —vaciló el joven—. Esos secretos existen para algo, ¿no crees?

Lina nunca había pensado en eso. Siempre los vio como anticuadas supersticiones de los umbríos.

—De todos modos, ya es demasiado tarde —suspiró ella—. Llegó la hora de que se conozca la verdad.

Casi al mismo tiempo que Lina decía estas palabras, cimbraron los tubos de un gigantesco órgano de vapor. Era la tercera llamada. La obra de teatro estaba por comenzar. La abuela Imo se despidió para ocupar su lugar en el palco de los Pozafría, y los vampiros que estaban en los vestíbulos corrieron a ocupar sus asientos.

No había marcha atrás. La obra que develaría la vida de Lina y los grandes secretos del inframundo comenzó.