II
No hay la menor duda sobre el origen gallego de la Bella Otero. Ella misma lo confirma de manera taxativa en una carta escrita en 1955 al alcalde de Valga. La carta en cuestión está concebida en los siguientes términos:
«Señor Alcalde:
»Me dirijo en estas líneas a usted para que se sirva tener la bondad de enviarme mi partida de nacimiento que le digo a continuación: Agustina Otero Iglesias, hija de Carmen Otero Iglesias. Mi día de nacimiento es el 4 de noviembre de 1868, que espero no me equivoque. Le ruego tenga la bondad de enviármela con toda urgencia. Adjunto le envío cupones internacionales para los gastos que pueda originar este envío (unas quince pesetas al cambio normal). Dándole las gracias anticipadas, le saluda
Otero
»Mi dirección es: señorita A. C. Otero, 26, rué d'Angleterre, Nice, Francia.»
Carolina Otero necesitaría la partida de nacimiento para alguna de esas formalidades de tipo administrativo que, a veces, también acucian a los personajes de leyenda. El alcalde de Valga, que no pudo remitirle a Carolina Otero la partida de nacimiento que ésta solicitaba, debido, como queda dicho en el capítulo precedente, a que en 1868 no había aún Registro Civil en aquel pueblo, fe envió copia de la fe de bautismo que está inserta en los libros de la parroquia de San Miguel de aquella localidad.
Efectivamente, según esta fe de bautismo, Carolina Otero había nacido el 4 de noviembre de 1868 —la Bella Otero tenía, como se ve, buena memoria a la avanzada edad de ochenta y siete años— y su madre era Carmen Otero Iglesias. En la fe de bautismo, la recién nacida figuraba como hija de madre soltera.
No hay, pues, vuelta de hoja: la Bella Otero había nacido en Galicia. No obstante, ella, como Lola Montes, se hizo pasar por andaluza mientras estuvo en candelero. Inventó su propia leyenda al igual que Lola Montes, una leyenda de similar endeble consistencia.
En sus «Memorias» —traducidas al castellano por Joaquín Belda de la versión original en francés—, la Bella Otero inventa para sí un fantástico origen. Según ella, había nacido en Cádiz. Su madre era una gitana llamada Carmen. Ella, Carolina, fue el fruto de los apasionados amores de su madre con un aristocrático oficial del ejército griego llamado Carasson. Mientras fueron amantes, los supuestos padres de la Bella Otero llevaron una vida de lo más romántico que se pueda uno imaginar.
La madre, cuando el apuesto y noble oficial la conoció, iba por los pueblos de Andalucía cantando y bailando, derrochando su salero gitano aquí y allá. En un sitio bailaba; en otro adivinaba el porvenir. Así se ganaba la vida.
Todo cambió, naturalmente —según la imaginación de la Bella Otero—, cuando Carasson conoció a la gitana. Carmen era una mujer de bandera. Morena, de talle juncal, ojos negros, boca sensual y un temperamento de fuego. El noble oficial se enamoró perdidamente de la hermosa y temperamental gitana. La requebró un día y otro día, hasta que, por fin, consiguió hacerla suya.
Durante algún tiempo —siempre según la Bella Otero— fueron amantes. Pero el amor del oficial, en vez de decrecer, iba en aumento día a día. Los celos debían de encenderle la sangre, puesto que Carmen, bella como era, atraía a los hombres como un imán.
El oficial Carasson terminó por regularizar sus relaciones con la gitana y hacer —dejemos soñar y mentir a la Bella Otero— de ella una gran dama.
Aparte de esta fantástica versión de su origen que da la propia Carolina Otero en sus «Memorias», existe otra, menos romántica, pero sin duda alguna más de acuerdo con la realidad, según la cual la famosa bailarina era hija de una gitana mendiga y de un paragüero asturiano —de Oviedo, al parecer, cosa no frecuente, pues los paragüeros suelen ser de la provincia de Orense, concretamente de Nogueira de Ramuin— que se ganaba la vida no demasiado holgadamente.
La Bella Otero, en sus «Memorias», apenas habla de otra cosa que de sus amores. Lo hace de una manera fantástica. ¿Qué hay de verdad y qué de invención en lo que cuenta de sí misma? Probablemente —como prueba lo que dice de su origen— haya mucho más de fantasía que de realidad. Sin embargo, es preciso reconocer que —como dice Sebastián Gasch— «lo hace con muchísima gracia, no poco ingenio y una imaginación muy frondosa». Hay un constante cambio de nombres y ambientes. De tal modo es así, que resulta muy difícil penetrar en la vida verdadera de la Bella Otero a través de sus «Memorias». La imagen de sí misma que da está —cosa frecuente en tales casos— corregida, aumentada e idealizada.
La leyenda que ella se fue creando a lo largo de su vida fue creída —y todavía hoy sucede así— por muchos de los que escribieron sobre la Bella Otero, de manera especial en el extranjero. A este respecto, Sebastián Gasch dice que «los francesas consideraron siempre andaluza a la bella Otero». En las notas necrológicas aparecidas en el vecino país a raíz de su muerte salió a relucir el mismo estribillo. Se apoyaban los galos no solamente en el título de andaluza que siempre había ostentado Carolina en su época dorada, sino también en sus «Memorias». Ya se ha visto, a través de una carta de la propia Carolina Otero, que su origen andaluz no era más que un mito creado por ella misma.
Se comprende, incluso por razones de propaganda profesional, que Carolina Otero no dijese que era gallega. ¿Cómo iba a triunfar en el mundo de los music-halls una bailarina gallega? No pegaba ni con cola Galicia y su mundo —un mundo triste y profundo, de ascendencia celta— con el mundo sofisticado del París del «Moulin Rouge».
Andalucía, en cambio, tiene mejor prensa y es más publicitario su folklore a la hora de pasar las fronteras. Una bailarina de origen andaluz tiene un buen tanto por ciento de la benevolencia del público a su favor por el solo hecho de haber nacido en Andalucía. La Bella Otero y sus mentores no ignoraban esto.
El mundo alegre y confiado de fines del siglo XIX —un mundo regido por una burguesía que cree que todo está bien como está... por la sencilla razón de que ella se beneficia de una situación que, sin embargo, muy pronto hará crisis— está aparentemente poblada por la felicidad.
París es como un inmenso bazar en el que tiene asiento toda frivolidad. Los hombres de dinero acuden a París a pasarlo «comme il faut» y las mujeres bonitas, por el solo hecho de ser mujeres y bonitas, tienen ante sí un rosado presente y un brillante porvenir si no permiten que el champaña se les suba demasiado a la cabeza.