XV

La época en que la Bella Otero se encumbra, apoyada en su fabulosa belleza principalmente, es, en líneas generales, la misma que asiste al triunfo de otras artistas famosas —pero éstas geniales, que triunfan por su talento artístico, independientemente de sus encantos femeninos— como, por ejemplo: Sarah Bernhardt, Isadora Duncan y Ana Pawlova. La Bella Otero es infinitamente más hermosa que cualquiera de ellas, pero a ninguna le llega ni a la suela del zapato por lo que respecta a la calidad artística.

Por cierto que la gran trágica francesa no era de ascendencia gala, sino holandesa. Su madre, Julia van Hard, no sólo no era francesa de nacimiento, sino holandesa, y además era judía de raza. Por si esto fuera poco, la madre de Sarah se había educado en Alemania. Enamorada allí de un hombre, éste la llevo con él a París, donde, al abandonarla su primer amante, conoció a un estudiante llamado Eduardo Bernard, con quien mantuvo relaciones amorosas, fruto de las cuales nació la que había de convertirse en la más admirada trágica del teatro francés de todos los tiempos. Aunque Eduardo Bernard reconoció más tarde a Sarah como hija suya, Julia van Hard tuvo varias hijas más y todas de padre distinto.

Él duque de Momy hizo de padrino de Sarah, que, ya desde niña, se sintió atraída por el teatro. A los dieciséis años ingreso en el Conservatorio y, poco después, entra en la Comedia Francesa, de la que sale a ios dieciocho años. En seguida los triunfos clamorosos se suceden uno tras otro, hasta que la Bernhardt se convierte en la primera actriz de Francia.

En 1877, Sarah Bernhardt reestrena el «Hernani», de Víctor Hugo, que había sido estrenado diez años antes y nada más que mediocremente interpretado. Sarah obtiene un éxito impresionante con su magistral representación en el reestreno de «Hernani».

Víctor Hugo, que es ya un anciano de setenta y cinco años, se emociona profundamente al ver tan maravillosamente representada su obra. Al día siguiente le escribe a la genial actriz la siguiente carta:

«Señora:

»Ha estado usted magistral y encantadora. Me ha emocionado a mí, el viejo luchador. En un momento determinado, cuando el público, enternecido y cautivado, aplaudía, yo no pude contener una lágrima. Esta lágrima que usted me ha hecho verter le pertenece. Permítame que se la ofrezca.»

Acompañando la carta, el autor de «Hernani» envió a la actriz un brillante de forma alargada, representando una lágrima que colgaba de una cadenita de oro.

La Bella Otero tuvo, desde luego, regalos de mayor coste crematístico, pero nunca logró que nadie le regalase una joya de manera tan poética.

La vida de Sarah Bernhardt es admirable en todos los sentídos. Representa un ejemplo de dedicación al arte. Hacia 1915, tres años antes de que la Bella Otero se retirase definitivamente de las tablas —tal vez, según se dijo, porque su figura había perdido la esbeltez—, Sarah Bernhardt pasa por el grave trance de perder una pierna, que tuvieron que cortarle a causa de una flebitis.

Es entonces cuando se revela el gran temple humano de la genial trágica. Sarah no repara en que es la primera actriz de Francia y hace incluso temporadas de «music-hall». Para actuar tiene que apoyarse en una mesa, en un sillón o bien aparecer sentada. Es igual. El público sigue aplaudiéndola. No es la belleza física lo que aplauden, como ocurría en el caso de la Bella Otero, sino el talento artístico de Sarah Bernhardt.

Isadora Duncan —¡cualquiera lo diría!— nació en los Estados Unidos, concretamente en San Francisco. Unos biógrafos dan como año de su nacimiento el de 1878, algunos el de 1879

y otros el de 1880. Hija de una profesora de música, Isadora confesará: «Nací a la orilla del mar y todos los grandes acontecimientos de mi vida han ocurrido junto al mar. Mi primera idea de la danza me ha venido seguramente del ritmo del mar.»

Muerta en 1927, en un accidente de automóvil, al regresar de pasar una temporada en Niza —donde por cierto se alojó en el hotel «Negresco», el mismo en el que se alojaba la Bella Otero—, deja detrás de sí una entrega por entero a la danza, en la que llegó a ser primerísima figura, si bien su vida no esté rodeada de los enredos galantes que hicieron famosa a la bellísima Carolina Otero.

Por otra parte, los gustos de Isadora Duncan y la Bella Otero con respecto al ideal masculino difieren notablemente. Mientras la bailarina gallega bebe los vientos por la aristocracia, Isadora Duncan se siente atraída por la poesía. La primera tiene por amantes a duques, a banqueros, a generales, a gente bien, en suma; la segunda, se casa con el poeta Sergio Essenin. Dos sociedades, como se ve, de distinto cuño.

También existe una notoria diferencia entre la vida de Ana Pawlova, la famosa bailarina nacida en San Petersburgo el 31 de enero de 1885, diecisiete años después que la Bella Otero, y muerta en 1931, nada menos que treinta y cuatro años antes que la bailarina gallega.

Esta aventaja a sus contemporáneas en dos cosas: en líos amorosos y en longevidad.

Tal vez la Pawlova no fuese tan deslumbrantemente bella como Carolina Otero, pero, siendo también la rusa muy hermosa, era desde luego mucho más distinguida y personal que la falsa andaluza.

El extraordinario bailarín Sergio Lifar, en su libro «Las Tres Gracias del Siglo XX», escribe lo siguiente, refiriéndose a la entrevista que en 1929 había tenido con Ana Pawlova:

—Dime, Sergio —le pregunta ella—, ¿cuándo bailamos juntos? ¿Es que ya no piensas bailar más?

—De sobra sabes que sería mi mayor felicidad. También sabes cuánto he admirado siempre tu genio y la emoción que me sobrecoge cuando te veo en uno de tus momentos divinos. No es sólo la belleza lo que aprecio en ti. Es algo sublime, prodigioso, indefinible. Y es tanta mi pasión que más de una vez he pensado matarte, para evitar así que la imagen sublime se borre de mi alma ni que sea posible verte en otro momento menos genial.

Ana Pawlova me cogió la cabeza con su mano enfebrecida y me besó ardientemente. Yo le correspondí, enajenado, con un beso en la pierna, en aquella pierna del cisne eternamente moribundo. Ella, de pronto, gritó:

—¡Vete, ahora! Déjame sola. Necesito estar sola. Salí respetuoso y emocionado. No debía volver a verla. Murió en La Haya de una pulmonía, el 23 de enero de 1931.»

indudablemente la índole de las emociones suscitadas por la Bella Otero no tenía nada que ver con la que aquí expresa Sergio Lifar.