XXXIV
Por Niza parecía que el tiempo no pasaba. Todo era allí amable y fácil. Sin embargo, el mundo estaba cambiando, si no todavía estructuralmente, sí ideológicamente. Y de una manera profunda, radical. Hitler había subido ya al poder en Alemania y amenazaba con romper en cuatro pedazos inservibles el Tratado de Versalles. En Italia, Mussolini le había ceñido al rey Víctor Manuel la corona de emperador después de conquistar a sangre y fuego las tierras de Abisinia, convirtiendo al Negus en un trashumante y triste personaje de opereta.
Sin embargo, en Niza, en el cosmopolita mundo de Niza, todo seguía igual. Los ilustres turistas vivían su «dolce vita» y se dejaban en la ciudad grandes cantidades año tras año. Aquél era el mejor de los mundos. Naturalmente, sólo lo era para los que estaban bien colocados en él. Porque, para los que estaban al margen de los privilegios que da el dinero en abundancia, aquel mundo era un mundo podrido que había que destruir, cuanto antes mejor.
De pronto, Europa, se sintió conmovida con la tragedia de España. El año 1936, las viejas y humanizadas tierras españolas se vieron ensombrecidas por el sangriento fantasma de la guerra civil.
La Bella Otero pareció como si despertase de un sueño de siglos. Su patria ensangrentada se le ofreció desde un ángulo patéticamente inédito. ¿Por qué se mataban los hombres en España?
¡Ah, ya lo había dicho ella, el destronamiento de Alfonso XIII llevaría a España a la catástrofe! Lo mismo había ocurrido en Rusia cuando destronaron a Nicolás II.
En su infantilismo ideológico, la Bella Otero redujo el complejo cuadro de la guerra civil española a un ingenuo esquema: lucha entre los monárquicos y los enemigos de la aristocracia.
Emocionada con la terrible convulsión que estaba padeciendo su patria, Carolina Otero siguió llena de interés el curso de los acontecimientos.
—Cuando termine la guerra —les decía a sus amigas—, el rey volverá a España y España se convertirá de nuevo en una gran nación.
Desde que las tropas del Marruecos español habían Irrumpido en la Península, la Bella Otero se convirtió entre sus amigas en una figura importante. Su nacionalidad española la convertía virtuaimente en una protagonista del drama que estaba viviendo España, aunque, en realidad, la Bella Otero estuviese a una distancia infinita de la trascendencia de aquel hecho histórico. La antigua bailarina no comprendía ni mucho ni poco lo que estaba sucediendo en su patria. Era natural. Ella había vivido siempre alejada de su país natal. Su mundo era otro mundo: París, en primer lugar. Por otra parte, la Bella Otero era también de otro tiempo: de la llamada «Bella Epoca».
Sin embargo, sus amigas —tan despistadas, como es natural, como la propia Bella Otero con respecto a la complejidad e importancia que entrañaba la guerra civil española— habían situado a la ex bailarina en un plano de actualidad, entre su círculo, bien reducido por cierto, y la acosaban a preguntas sobre España.
—¿Crees que ocurrirá lo que en Rusia?
—De ningún modo. Lo ocurrido en Rusia les habrá abierto los ojos a las gentes de orden en España.
—¿Entonces tú crees que en tu patria no ganarán los comunistas?
—No. En España ganará el rey.
—Pero el rey sigue en Roma...
—Cuando no haya ya peligro, lo llamarán y le devolverán la corona.
—¿Y si ganasen los comunistas?
—¿Creéis que iba a consentirlo el rey de Inglaterra?
—A propósito, ¿sabes que dicen que Eduardo VIII va a abdicar para casarse con la mujer que ama?
Efectivamente, por aquella época corría el rumor de que, finalmente, el rey de Inglaterra, es decir, Eduardo VIII, el elegante príncipe de Gales de los años veinte, que había sucedido a Jorge V en el trono, tendría que abdicar. Baldwin y otros políticos británicos se oponían a que Eduardo VIII se casase con la señora Simpson, norteamericana divorciada, de quien el monarca se había enamorado, al parecer, profundamente. Tanto, que terminó por renunciar al trono para casarse con ella, tomando desde entonces el título de duque de Windsor.
A la Bella Otero le causó una alegría la noticia. Que un monarca renunciase, en pleno siglo XX, al trono de Inglaterra por amor... le parecía ei summun del romanticismo.
«¿Quién sabe —pensó llena de retrospectiva vanidad— si el abuelo no hubiese hecho lo mismo por mí si yo me hubiese empeñado?»
No se atrevió a formular su pensamiento en voz alta, pero dijo:
—Me parece perfectamente natural que Eduardo VIII no ceda en lo de casarse con la mujer que quiere.
—¿Crees que lo harán abdicar?
—¿Al rey de Inglaterra?
—Claro.
—Yo no abdicaría.
—¿No te casarías entonces?
—Sí, pero no abdicaría.
—Es lo lógico.
Ellas no comprendían que un rey tuviese que abdicar para poder casarse con la mujer que amaba. Era lógico que pensasen de tal modo. Eran mujeres de la centuria pasada y no comprendían absolutamente nada de lo que ocurría en el siglo XX.
Por eso también la Bella Otero creía que la guerra civil era simplemente una lucha entablada por unos españoles para devolver el trono a Alfonso XIII y que, una vez esto se hubiese cumplido, todos los males de España se solucionarían fácilmente.
Si a la Bella Otero la encargasen de resolver los problemas mundiales, hubiese hecho una cosa muy sencilla: poner un rey al frente de cada país.