IX
Colette, la sutil escritora que parecía tener la sensibilidad del lomo de un gato para captar los mil matices voluptuosos de una sensación, describió en uno de sus libros una escena encantadora en la que aparece la Bella Otero, ya en los años del ocaso, preparándoles a los Willy —Colette todavía era madame Willy— un cocido español. Mientras hervía la olla, Carolina Otero irrumpió de improviso en el comedor, luciendo una mantilla de blondas, y se puso a cantar con su pícaro estilo:
«Tengo dos lunares,
tengo dos lunares:
el uno junto a la boca;
el otro donde tú sabes...»
Colette, que también había actuado en las tablas —si bien nunca llegó a descollar lo suficiente como artista, para fortuna suya, pues entonces tal vez se hubiese perdido la escritora—, sentía una gran admiración por la Bella Otero. La consideraba una cupletista realmente excepcional.
No obstante, en España la Bella Otero tenía otras muchas rivales. Dejando a un lado Raquel Meller, la más grande cupletista que ha pisado las tablas, la deliciosa Raquel que era capaz de conferir arte expresivo a coplas de letra tan vulgar, por ejemplo, como ésta:
«Y por mi eterna tristeza
y por mí sino fatal,
soy una flor sin aroma,
flor del mal...»
Dejando a un lado, repito, Raquel Meller, porque realmente es un caso aparte en la historia del cuplé —tanto dentro como fuera de España—, por ejemplo, la Goya fue, en su época y en España, claro, tan popular y admirada como la propia Bella Otero.
¿Quién no recuerda este cuplé popularizado por la Goya?:
«Tápame, tápame, tápame,
tápame, tápame, que estoy mojada.
Para mí será taparte,
la felicidad soñada...»
Los autores de letras de cuplé no daban abasto y recurrían muchas veces a adaptar letras extranjeras, generalmente francesas. Uno de los adaptadores más afortunados fue José Juan Cadenas. De éste hizo furor en aquella época la adaptación de «La Petite Dame du Metre», que fue vertida al castellano con el título de «El sátiro del ABC». La canción, cantada por la Fornarina, se convirtió en una de las más populares, aunque, desde luego, como puede observarse, no es precisamente un ejemplo de ingenio ni de buen gusto:
«Dice que hay un sátiro ahora aquí
según leí ayer en el ABC
que a cuantas encuentra por ahí
hace ver no sé qué.
Yo sé de varias chicas de mi edad
que están rabiando de curiosidad
y en cuanto ven a un hombre por ahí
quisieran preguntarle así:
¿Me quiere usted decir
si por acaso usted
el sátiro es
del que habla ayer el ABC?
La Bella Otero, más cosmopolita, más afrancesada, pero no con mejor gusto por lo que respecta a escoger las letras que canta, dirá con su estilo desgarrado:
«Yo soy feliz con la gente del hampa,
con esa gente que sabe vivir,
con esos hombres que por una hembra
matan si pueden y saben reñir...»
Precisamente lo que no hizo el manso «Boniato» que, después de lanzarla y de enamorarse de ella, se ve obligado a apartarse de la Bella Otero cuando ésta inicia, ya de una manera segura y radiante, el camino que la llevará al triunfo internacional y hará de ella la bailarina española más famosa de su época y la mujer joven y hermosa más deseada de toda Europa.
A pesar de que la canción apache diga que:
«Así cada una,
lejos la luz de la luna
que hasta al tunante importuna,
goza del amor el afán»,
la Bella Otero, desde que abandona a Francisco Coll y pasa a convertirse en la amante de otro catalán, el banquero Furtiá, no tendrá otro afán que el lujo. Desde entonces, el amor no será casi nunca para ella más que una palabra-biombo tras la que se esconderán sus frívolas pasiones.
A diferencia de Fornarina, la Goya, la Chelito y otras famosas artistas del cuplé, famosas sólo en España, la Bella Otero forma con Rosario Guerrero y Raquel Meller un trío de fama universal.
Pero la vida de Raquel Meller difiere notablemente de la de Carolina Otero. Mientras la primera, mucho más artista que la segunda, llega a casarse con el pintor español Carlos Vázquez —especializado en temas taurinos y folklóricos— y el cronista hispanoamericano Enrique Gómez Carrillo —con quien estuvo a punto de batirse Valle-lnclán—, la Bella Otero no se casó jamás, si bien tuvo infinidad de amantes y —de hacer caso a lo que ella misma dice en sus «Memorias»— estuvo enredada con los más famosos y encumbrados personajes de su época.
Carolina Otero se refiere, por ejemplo, a Guillermo II de Alemania —el Kaiser—, al futuro Eduardo VII de Inglaterra y a otros personajes de relieve como si hablase del pobre «Boniato», con asombrosa familiaridad, igual que si los hubiese tratado de toda la vida. Guillermo II, dice la Bella Otero, la había rebautizado con el sobrenombre de «la salvaje». El futuro rey de Inglaterra, a la sazón Príncipe de Gales, dice Carolina Otero que pasaba el rato contándole a ella historias de matiz verde.
Desde luego, algo de verdad hay en lo que cuenta la Bella Otero con respecto a sus relaciones con famosos personajes de su época, aunque no cabe duda que exagera bastante. En todo caso, puede perdonársele esta manía de grandezas a la Bella Otero, puesto que siempre cuenta las cosas sin engola— miento. Lo que sorprende es que incida siempre en su vida amorosa y dé de lado el aspecto artístico de sus años de juventud. Hasta en esto es distinta la Bella Otero a Raquel Meller, que, según yo mismo pude apreciar, era muy celosa guardiana de su vida privada.