XXVIII

Desde aquella noche, la Bella Otero le retiró la palabra al príncipe Rekyesky. El había sido quien le había hecho perder los ciento cincuenta mil francos que tenía ante ella. Al retirarse del casino, recordó con rabia que había empezado precisamente a perder cuando el príncipe se había inclinado sobre ella y le había dicho:

—Esta noche es su noche, Carolina...

¡Vaya nochecita! Había perdido cien mil francos. Esto y cincuenta mil que iba ganando.

Cuando, dos días después, el príncipe la esperó a la salida del hotel para abordarla, ella lo miró furiosa.

—Buenos días, Carolina.

Eran las dos y pico de la tarde. La Bella Otero, que hacía escasamente unos tres cuartos de hora que se había despertado, había salido, según su costumbre, a tomar un aperitivo y dar un paseo antes de almorzar.

—Buenos días, príncipe —contestó secamente.

Apresuró un poco el paso y no se dignó siquiera dirigir la mirada al pobre aristócrata tronado.

—Quisiera pedirle un favor, Carolina...

El príncipe caminaba en pos de ella, con el busto inclinado vergonzantemente.

—Lo siento, príncipe, no puedo.

El príncipe se quedó cortado ante el tono seco de la respuesta.

—Es que...

—Por favor, príncipe, guárdese sus cuentos. No me interesan. ¿No lo comprende?

—Carolina —insistió Rekyesky—, van a echarme de la fonda si no pago...

La voz del aristócrata era suplicante.

—Eso es cuenta suya, príncipe.

La Bella Otero, no obstante, sintió que algo le remordía en su interior.

—¡Sálveme, Carolina!

—¿Cuánto necesita, príncipe?

—Doscientos francos...

—Pase a recogerlos esta tarde en la conserjería del hotel. Los dejaré en un sobre a su nombre. Pero es la última vez que le doy un franco, príncipe. Le ruego que en lo sucesivo no me moleste más. Tenga por seguro que no le atenderé. ¿Entendido, príncipe?

—Sí, Carolina.

El príncipe dio media vuelta y se encaminó en dirección inversa a la que llevaba la Bella Otero.

Aquella noche la Bella Otero ganó al bacarrat unos cuantos miles de francos y se retiró esperanzada al hotel. Al día siguiente haría saltar la banca del casino. Siempre se acostaba pensando lo mismo cuando regresaba del casino habiendo ganado

Al día siguiente, cuando la Bella Otero salía de su elegante «suite», el gerente del «Negresco», que bajaba también al hall, la saludó amablemente y después le dijo:

—Lamento tener que darle una mala noticia.

—¿Una mala noticia? —preguntó la Bella Otero llena de extrañeza.

—Sí. Su amigo el príncipe Rekyesky se suicidó ayer por la noche.

—¿Qué me dice?

—Sí, se levantó la tapa de los sesos al salir del casino.

La Bella Otero se entristeció.

«¡Pobre hombre!», pensó.

El príncipe se había jugado a la ruleta los doscientos francos que la Bella Otero le había dado, en vez de pagar la cuenta de la fonda, y había perdido hasta el último franco.