4

Fátima baila en las estrellas.

Ligera como una pluma, salta de una a otra con una gracia infinita. A cada paso que da, sus largos cabellos de luna se levantan y vuelven a caer en cascada sobre sus hombros.

Fátima baila vestida de blanco. Vuela de rama en rama como un ave del paraíso.

Fátima es un ángel. Un ángel puro en el reino de los ángeles. Por encima de ella, un trono reluciente con los siete colores del arco iris.

A ambos lados, con trajes de gala bordados en oro y plata, Hisham y Maruán permanecen de pie, guardianes inmóviles del Esplendor eterno. En su rostro, una serenidad profunda y la sonrisa serena de la dicha.

A sus pies, Yahara recita un poema acompañándose del laúd. Bajo la delicada caricia de sus dedos, las cuerdas cristalinas emanan una música clara y límpida como el agua de una fuente.

Suleimán, con la mirada risueña, juega con un cachorro.

Bien. Todo está bien. Infinitamente bien.

Fátima ya no está sola. Yasmina se ha reunido con ella.

Frente a frente, con los brazos extendidos, forman un corro infantil. Las estrellas gravitan a su alrededor, con mil fuegos luminosos cual diamantes.

Reyes de luz. Hisham y Maruán son dos soles de gloria y magnificencia.

Lentamente, se acercan uno a otro y se funden con el prisma divino en un eclipse cegador.

El cielo se abrasa en miles de estrellas ardientes.

Rojo. Rojo vivo. Rojo sangre. Las estrellas son lágrimas de sangre. Gotean una a una y se funden en un río borboteante que se enrolla sobre sí mismo.

Arriba, Yahara y Suleimán han quedado solos, petrificados en las tinieblas.

Apenas sostenidas por finas tiras de carne, sus cabezas grotescas cuelgan sobre sus pechos. Se despegan una a una y caen rodando hasta el río púrpura que las arrastra en su infernal remolino.

Fátima y Yasmina están en el centro de la vorágine inmunda. De rodillas, con la boca abierta de par en par, gritan en silencio, paralizadas por el enorme agujero que les atraviesa el cuerpo.

El horrible tifón se abre, se ensancha como la boca de un monstruo repugnante, lo devora todo y desaparece con un innoble gorgoteo, dejando tan solo la vertiginosa vacuidad de la nada.

No. Eso no sucede. Eso no puede suceder. Eso jamás ha sucedido.

Fátima, Yasmina, no... Yahara, Suleimán, no, no...

—¡No!

Abderramán se despertó sentado en la oscuridad, con el cuerpo empapado en sudor y el pecho a punto de explotar.

Permaneció un rato largo escuchando los latidos de su corazón, luego se levantó, se puso una camisola y un pantalón blancos y salió con la cabeza descubierta. El viento fresco de la mañana le azotó la cara y le infundió nuevas fuerzas. Al comprobar que el pueblo entero seguía durmiendo, enfiló hacia la playa. Una vez en el arenal, respiró hondo y miró hacia Oriente. El sol incendiaba ya el horizonte, inundando el mar de reflejos ambarinos bajo el azul metálico del cielo. Ante tanta belleza, cayó de rodillas de cara al este, vuelto hacia su país natal, que amaba por encima de todo y que nunca abandonaba sus pensamientos.

«¡Tierra, oh, tierra mía! ¡Cuántos hombres te han arañado con sus uñas antes de morir! ¡Cuántas mujeres arrodilladas han depositado en tu polvo el hijo bendito de su sufrimiento! Tierra cruel, madre violenta, vientre manchado por la sangre de nuestras lágrimas, te amo como nunca te he amado. ¿Por qué estás tan lejos de mí? Que el misericordioso Alá pueda, en el último día de mis días, transportarme hasta ti para descansar eternamente en tu dulce luz. ¡Al fin reunido con los míos, dejaré la muerte para unirme al amor, me fundiré en tu sustancia y beberé despacio tu eternidad!...»

Con los ojos arrasados en lágrimas sacó de su pecho un saquillo de piel atado con un lazo, lo abrió con delicadeza y colocó en la palma de su mano una pizca de tierra marrón. Era el único tesoro que le quedaba, una ínfima parcela de su tierra sagrada, de Siria, que había llevado consigo y que lo ataba a la vida. El olor del humus le hizo rememorar todos los perfumes de su infancia, las carreras alocadas por los jardines de al-Ruzafa, la caza del halcón con su padre en el desierto y las noches al raso bajo el susurro de las palmeras.

Se llevó la mano a la boca y probó la tierra con la punta de la lengua. Estaba salada, pero le pareció que contenía todos los sabores de Oriente. Con sumo cuidado devolvió lo que quedaba al saquillo, lo ató con esmero y se encaminó de nuevo hacia el pueblo.

Había trasiego alrededor de la tienda del viejo jefe. Las mujeres preparan el «ftur», el almuerzo de la mañana de después de la primera oración, y los aromas delicados le abrieron el apetito.

—Señor, os he buscado por todas partes.

—Ah, eres tú, Ahmed... Tuve una pesadilla y fui a tomar un poco el aire. Pareces agitado. ¿Qué sucede?

—Badr ha vuelto. Llegó de madrugada y no quiso despertaros. Os está esperando.

Abderramán se apresuró hacia la tienda con el corazón palpitante.

Badr estaba ahí, con una copa en la mano. Permanecieron un buen rato abrazados sin mirarse, sin hablar siquiera, saboreando en silencio la dicha de su reencuentro. Finalmente retrocedieron, contemplándose como si se vieran por primera vez.

—¡Badr, de verdad eres tú, pensé que no volvería a verte!

—Mi amo, por desgracia no he podido daros noticias mías porque era demasiado peligroso. No podía confiar en nadie.

—Lo importante es que estés aquí. ¡Estoy tan ansioso de que me lo cuentes todo!

Mientras desayunaban, Badr relató con todo detalle los acontecimientos desde su salida de Nador. Empezaba a acostumbrarse a este tipo de ejercicio y, mientras hablaba, se preguntó si no estaría predestinado a narrar historias durante el resto de su vida.

Cuando hubo terminado, Abderramán lo miró fijamente con gravedad, casi solemnidad. Era la primera vez que lo veía así.

—Badr, ¿tenemos alguna posibilidad?

—Una posibilidad real, amo, a condición...

—¿A condición...?

—De que no surjan imprevistos de última hora. Reunir y mantener con el mismo estímulo a comunidades de costumbres e intereses dispares resulta muy difícil. A la mínima dificultad puede desmoronarse todo.

—¿Con cuántos hombres de confianza podremos contar?

—Según nuestros cálculos, entre veinticinco y treinta mil hombres armados. Pero hay otros miles que pueden sumarse a nosotros. Dependerá de cómo evolucione la situación.

—¿Cuándo partimos?

—Mañana.

La suerte estaba echada. Pasaron el día entre discusiones apasionadas sobre el futuro de al-Ándalus y los preparativos de la travesía. Los guerreros que habían acompañado a Badr durante la primera expedición se presentaron voluntarios para formar parte de la guardia personal de Abderramán, privilegio que se les concedió de inmediato.

Se organizó una gran fiesta de despedida en honor de los dos sirios que, pese a no tener el brillo de la anterior, fue todo un éxito. Al día siguiente, bajo el sol de mediodía, todo el pueblo estaba reunido detrás del viejo sabio. Este último estrechó largamente a Badr entre sus brazos, luego se acercó a Abderramán y le puso solemnemente las manos en los hombros.

—No olvides, mi príncipe, que hay sangre bereber en este cuerpo aún joven y lleno de vida. Y mientras viva, un bereber no abandona jamás. Ve, y que Alá te guíe hacia tu destino.

Después se volvió, seguido por todos los miembros de la tribu.

Solo los niños los acompañaron hasta la playa. Abderramán escrutaba los alrededores con inquietud, pues no había visto a Alí en toda la mañana.

Lo vio finalmente, sentado a la sombra de una barca, llorando a lágrima viva. Tras mirar de reojo a Badr, se acercó al niño, lo agarró en brazos y se lo llevó unos metros más lejos, a salvo de las miradas.

Lo dejó suavemente en la arena, se arrodilló ante él y deslizó la mano entre sus cabellos.

—Alí, mírame... Marcho a la guerra y la guerra es cosa de hombres, ¿entiendes? Sabes que siempre cumplo mi palabra. Te prometo que vendrás a verme cuando crezcas y volveremos a contar todas las estrellas que brillan en el cielo.

Le señaló con el dedo un brote que afloraba en medio de las hierbas secas.

—¿Ves esta planta? Vamos a cogerla juntos. Cuidado con arrancarla, hay que cavar a su alrededor.

Abderramán ayudó al pequeño a cavar la tierra arenosa, que cedió fácilmente. Cogió el precioso cepellón y se lo enseñó.

—Cuando gane la guerra la plantaré en los jardines de mi palacio y la visitaré todas las tardes. Y todas las tardes, a la hora en que el sol se pone en el mar, pensaré en ti al mirarla, y tú también pensarás en mí en ese mismo momento. Será nuestro secreto, ¿de acuerdo?

Alí asintió tristemente con la cabeza. Abderramán notó que no lo había convencido del todo. Tras un último beso, metió la planta en su bolsa y se fue sin volverse, con el corazón en un puño.

La travesía duró más de lo previsto. A media tarde el viento amainó bruscamente y el sol estaba ya bajo cuando avistaron al-Ándalus. Abderramán, de pie en la proa del barco, escrutaba el horizonte pensativo y en silencio, con una mezcla de aprensión y curiosidad. Lo primero que vio fue la línea incisiva de las montañas, cuyo color gris azulado contrastaba con el hilo dorado de la costa bañada por el sol de poniente. Aún distaba bastante y le sorprendió distinguir con tanta claridad los contornos. Concluyó con alegría que el aire sería tan puro como el de Siria, inspiró una buena bocanada por adelantado y cerró los ojos, con todos los sentidos alerta.

Una suave brisa rozó su rostro y le hizo estremecerse de placer. Era el terral, tan característico del pleno verano, una mezcla de ondas templadas y caricias más frías procedentes de las nieves perennes.

No era la primera vez que experimentaba tales sensaciones. En su adolescencia había acompañado a su padre a Kairuán para inspeccionar las obras de embellecimiento de la Gran Mezquita. Llegaron a Damasco bordeando las costas del Líbano, empujados por un viento caliente del este cuyas esencias sutiles lo habían embriagado.

No había olvidado aquel instante.

Cada vez más excitado; aspiró el aire como un perro al acecho. Perfumes de resina se mezclaban con el aroma a menta de la tierra que devolvía su calor a la noche. Reconoció fragancias de pinos y coníferas, y le invadió al instante una ola de bienestar. La fama de al-Ándalus era merecida. Era realmente la maravillosa tierra de acogida de la que tanto había oído hablar.

Arribaron cerca de la costa cuando un débil rayo de luna iluminaba apenas las rocas. Los dos hombres de Ubaid gobernaban en silencio, buscando referencias en la penumbra. Uno de ellos se apostó delante, luego encendió una antorcha e hizo grandes molinetes por encima de su cabeza. Esperó unos segundos y repitió la operación. Sin respuesta, se volvió con semblante inquieto.

—¿Estás seguro de que no nos hemos equivocado?

—Seguro. No debemos de estar lejos de la caleta, pero como está muy escondida, quizá deberíamos alejarnos un poco. Nos hallamos demasiado cerca de la orilla.

El timonel maniobró para volver a alta mar y le indicó a su compañero que repitiera la señal.

—¡Allí!

Abderramán señaló con el dedo una luz débil a la derecha. Viraron más de un kilómetro hacia el oeste y tuvieron que remontar la corriente hasta la playita, donde desembarcaron al cabo de unos minutos. Ubaid ibn Allah los esperaba con una treintena de hombres y caballos que piafaban impacientes encima de los guijarros.

—Salud, Badr. Ya empezábamos a preocuparnos.

—Nos han retrasado los vientos y las corrientes adversas. Ubaid, te presento al príncipe Abderramán.

Ubaid se inclinó respetuosamente y se volvió enseguida hacia sus hombres.

—¡Postraos ante vuestro príncipe!... En adelante será el único guía de vuestra fe y conducta. Tendréis que protegerlo en cualesquiera circunstancias, arriesgando la vida, y no traicionar jamás el juramento de fidelidad por el cual os comprometéis ahora mismo ante él. ¡Juradlo!

—¡Lo juramos!

A Abderramán le costaba disimular su emoción ante estos hombres, rodilla en tierra, prestos a morir por él. Esta muestra de fidelidad casi brutal era la prueba formal de que el esplendor de los califas de Damasco seguía intacto.

—Levantaos, amigos míos. Sabed que no soy sino un inmigrante, un príncipe sin reino, sin título ni fortuna. Pero he conservado algo que nadie en el mundo podrá arrebatarme: el honor de un omeya. Este honor es también vuestro y jamás aceptaremos que unos renegados se mofen de él. Alá está a nuestro lado. ¡Juntos venceremos!

—¡Venceremos!

Con una mirada de admiración, Badr se acercó discretamente a su amo.

—Señor, me siento orgulloso de vos. Estas son las palabras de un jefe.

Abderramán no respondió. Iba a cumplir veinticinco años y, por primera vez en su vida, comandaba hombres. Era una sensación nueva, extraña, excitante, como un fuego que quema el cuerpo y el corazón. Y la certeza de que nada podría oponerse al destino que, de ahora en adelante, era suyo.

Ubaid ordenó a los suyos que ataran los caballos y levantaran el campamento.

—Es demasiado tarde para emprender el camino. Pasaremos aquí la noche y saldremos al alba.

—¿Cuánto tiempo se precisa para llegar a Loja?

—Ya no vamos a Loja, Badr. La tarde de tu partida supe que mi casa estaba vigilada. Seguiremos la antigua calzada romana por el interior, después un camino de cabras y nos desviaremos hacia el suroeste en dirección a Torrox, donde el señor Abdelkrim nos espera en su castillo. Allí estaremos totalmente a salvo, es un omeya que simpatiza con nuestra causa desde hace tiempo.

Emprendieron el camino de madrugada, cruzaron el acueducto romano después del columbario y encontraron el camino de cabras que serpenteaba a través de los primeros contrafuertes montañosos. Dos horas después se desviaron hacia su izquierda, en descenso hacia el mar.

En el camino de Torrox, Abderramán, con la vista maravillada, contemplaba el paisaje que se abría como un libro.

A lo lejos los abetos se precipitaban por las laderas abruptas hasta el pie de los cerros ondulantes, tapizados de robles albares, arces y castaños. Más abajo, las alineaciones de olivos e higueras estriaban la llanura bordeando los pinares. Por doquier, en las orillas de los caminos, en los menores surcos del suelo, sobre las paredes blancas de las casitas inundadas de sol, miles de flores fulgurantes de luz cantaban los colores del arco iris.

—Al-Ándalus, tierra prometida...

—Príncipe, ¿me decíais algo?

—No, Ubaid, solo estoy soñando. Pero dime, aquello de allá no serán...

—Campos de caña de azúcar, señor. Los egipcios la trajeron de orillas del Nilo tras la gran conquista.

Abderramán se preguntaba qué podía faltarle a aquel auténtico jardín del Edén. Se había formado una ligera idea, pero no la comentó con nadie, limitándose a admirar los esplendores que le ofrecía la naturaleza.

Llegaron a Torrox al final de la tarde.

La alcazaba se erguía como una gran nave de piedra y dominaba el mar. La mayoría de los habitantes vivía detrás de las murallas, a resguardo de enemigos y merodeadores. Curtidores, forjadores, alfareros, aguadores, especieros, horticultores, todo un pequeño mundo trajinaba en torno a la morada del señor, un caserón de muros espesos del que despuntaban un torreón y una atalaya.

—¡Ah de la casa! ¡Centinelas! ¡Abrid las puertas al príncipe Abderramán, hijo del difunto Maruán II, califa de Damasco, que viene a traer la paz, la tolerancia y la verdadera Palabra del Profeta a nuestra buena tierra de al-Ándalus! El señor Abdelkrim lo está esperando.

Ubaid bajó su estandarte tres veces, según la señal convenida. Las puertas se abrieron con un gemido y descubrieron el gran patio interior donde todos los habitantes del pueblo se habían reunido. Ubaid, pendón en alto, presionó con un gesto seco los costados de su caballo y el cortejo avanzó lentamente en medio de un silencio impresionante.

Abderramán notaba todas las miradas clavadas en él y se preguntaba con ansiedad cuál sería la reacción de estos hombres y mujeres que lo veían por primera vez.

La imagen de su padre le vino a la memoria, y con ella todo lo que le había enseñado sobre el arte de conjugar la fuerza y la elegancia en presencia de sus súbditos.

Instintivamente, se enderezó sobre su montura y levantó la cabeza.

Una voz se oyó de repente entre el gentío.

—¡Viva nuestro príncipe!

Fue como si hubiesen dado la señal. El clamor se elevó como un canto de victoria.

Abdelkrim, de semblante jovial y mirada viva bajo cejas espesas, esperaba en la entrada del caserón. Recibió a Abderramán con los brazos abiertos y lo invitó a entrar en la sala de guardia.

—Príncipe, sed bienvenido a mi morada. A partir de ahora será la vuestra. Mis siervos están a vuestras órdenes.

—Gracias, Abdelkrim. Me conmueve mucho tu hospitalidad y sabré recordarla.

—¡Den de comer a estos hombres, que estarán muertos de hambre! Selim, lleva al príncipe Abderramán a sus aposentos para que descanse un poco. Nos veremos dentro de una hora para cenar.

Precedidos por el joven paje, Abderramán y Badr cruzaron la sala y subieron por la escalera de caracol del torreón que conducía a los pisos.

En el segundo, entraron en una amplia alcoba con una cama grande de sábanas finas rodeada de pieles de animales. Las paredes estaban adornadas con sables y lanzas cuyas hojas brillaban a la luz de las antorchas. La alcoba tenía ajimeces con vistas al mar y comunicaba directamente con otras dos habitaciones más pequeñas. A un lado, el cuarto de servicio donde Badr se instaló enseguida; al otro, lo que antes sería una letrina, transformado ahora en cuarto de baño decorado con mosaicos multicolores, del suelo al techo.

Selim señaló con el dedo dos baúles guardados en un rincón y se volvió hacia Abderramán.

—El más pequeño está reservado para vuestros efectos personales. El más grande está repleto de ropas nuevas que mi amo ha mandado confeccionar especialmente para vos. ¿Necesitaréis cualquier otra cosa, señor?

—Solo una, Selim. ¿Puedes ir a buscarme un jarrón lleno de tierra fértil mezclada con arena?

—Se hará conforme a vuestros deseos.

Abderramán miró cómo se alejaba Selim y le invadió un profundo vértigo.

Después de Alí, el azar ponía en su camino la imagen irreal de una nueva resurrección. El joven de constitución débil y grandes ojos almendrados le recordaba a Yahara con tanta fuerza que se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que esforzarse para no romper a llorar.

Abrió de par en par las ventanas de la habitación, como si le faltara el aire.

Al oeste, el sol había desaparecido por completo detrás de las montañas y había dejado una franja rojiza flotando sobre el horizonte. Al este, el rectángulo de Orión se alzaba sobre el mar oscuro. Se preguntó si Alí lo estaría contemplando en ese instante y sonrió con melancolía.

Hizo sus abluciones, bebió agua fresca, luego abrió el baúl grande y extendió en la cama las prendas que le habían preparado. Contempló admirado la finura de los bordados y el brillo de los colores, pero eligió el atuendo que le parecía más modesto. Todo, desde las sandalias hasta el turbante, era de un blanco inmaculado. El blanco, símbolo de inocencia y pureza, indicaba a sus ojos el nacimiento de una vida nueva y el camino de la esperanza. Es así como quería mostrarse en adelante a su pueblo, en la humilde y transparente luz de los justos.

Selim volvió con una vasija de gres rosa que sujetaba religiosamente entre sus manos. Abderramán cogió con delicadeza la planta que había guardado en su bolsa desde su salida de Nador y la plantó él mismo en la tierra blanda ante la mirada curiosa de su joven criado.

—Se llama cactus. Crece en la arena y en los pedregales de todos los desiertos del mundo. Algunas leyendas cuentan que viene del reino del Preste Juan, un país maravilloso allende las montañas de Persia; otras, que fue transportado por el dios de los vientos desde un continente misterioso, al otro lado del gran mar. Ponlo en algún lugar luminoso a resguardo de las intemperies. Cubre la tierra de piedras planas que reflejarán los rayos del sol y conservarán la humedad en las raíces. Así no hará falta regarla, simplemente humedecerla de vez en cuando como el rocío de la mañana.

Abderramán siempre había guardado en el fondo de su corazón el recuerdo encantado de los jardines de Mshatta, cuando apenas era un crío, y las largas caminatas con su abuelo Hisham, que lo había iniciado en los misterios ocultos de la naturaleza y la ciencia. Había conservado un profundo respeto por la tierra nutricia y una pasión secreta por los vínculos que mantenía con el curso de los astros en el cielo.

—¿Te interesan las plantas, Selim?

—Sí, señor, las amo con toda mi alma. Cultivo algunas en el huerto del castillo, así como árboles frutales y plantas aromáticas. También crío abejas. Cuidaré del cactus como de mi propia vida, lo juro.

—Ahí no acaban las sorpresas, Selim. Si Alá me concede la victoria, mandaré traer plantas de Oriente y crearé en mi palacio el jardín más hermoso que hayas visto jamás. Tú serás el guarda, te enseñaré a disponerlo y mantenerlo. Pero entretanto llévame a la mesa de tu amo, ¡me suenan las tripas del hambre!

Encontraron a Abdelkrim conversando jovial con Ubaid y Badr alrededor de una mesa copiosamente guarnecida. Abderramán fue invitado a instalarse en el sitio de honor y cenó con mucho apetito junto a sus amigos. Cuando terminaron de comer, Abdelkrim tomó la palabra para hacer balance de la situación.

—En primer lugar, quisiera señalar el encomiable trabajo de aproximación efectuado estos últimos meses, gracias al cual sabemos ahora que todo es posible. Un ejército de veinte mil hombres puede plantar cara al enemigo e incluso prever la victoria. Pero la tarea está lejos de haber concluido, ya que una gran mayoría del pueblo no se ha decidido todavía.

—¿Cómo es eso?

—Os lo explicaré, mi príncipe. En su mayor parte el ejército de al-Fihri se compone de persas, con la famosa guardia negra y sus terribles guerreros a la cabeza. En total, veinte mil combatientes. Pero no son los únicos. También hay sirios y bereberes.

—¿Sirios y bereberes?

Abderramán no daba crédito a lo que oía.

—Sí, señor. Los sirios son los envidiosos y los traidores de la causa omeya que se aliaron con Bagdad desde el ascenso al poder de Abu-l-Abbás. Serán unos tres mil hombres. No debemos olvidar que los bereberes, por su parte, se convirtieron al Islam hace poco y algunos se han sentido atraídos como moscas por la línea dura de los imanes abasíes. Han engrosado las filas del ejército enemigo por centenares y, según nuestros cálculos, actualmente sumarán unas cinco mil unidades.

—Quizá, pero esto no nos dice nada sobre el resto de la población.

—Precisamente, el pueblo no sabe muy bien a qué son bailar. Desde que se anunció vuestra llegada, los árabes se han alineado con nosotros, pero muchas tribus bereberes ignorantes de vuestros auténticos orígenes siguen en la duda, a la espera de un gesto decisivo por vuestra parte.

—Por Alá, ¿qué gesto podría yo darles, encerrado en este castillo?

Badr tomó el relevo de Abdelkrim.

—La fe, amo. La verdadera, la pura, la tolerante, la de vuestros gloriosos ancestros. Para muchos sois portador de un estupendo mensaje de esperanza y amor. Aquí nadie se deja engañar por la política de Abu-l-Abbás, que es «divide y vencerás». En el polo opuesto, vos sois un aglutinante. Por eso al principio tendremos que convencer a los indecisos mientras seguís oculto, no solo por vuestra seguridad, sino también para alimentar el misterio en torno a vuestra persona. Cuando estemos seguros de nuestras fuerzas, entonces podremos iniciar nuestra marcha hacia Córdoba y en ese momento preciso os mostraréis ante el pueblo, con motivo de un acontecimiento que deberá impresionarle y sobre el que estamos reflexionando ahora.

—¿Y cuál será ese acontecimiento?

—Una gran concentración popular en la mezquita de Archidona, en el camino a Sevilla.

Ubaid había hablado con calma y determinación. Ante el semblante dubitativo de Abderramán, prosiguió con un tono que intentaba ser tranquilizador.

—Según las últimas informaciones de que disponemos, Yusuf al-Fihri está a punto de terminar su expedición por las provincias del norte. No sabemos cuándo volverá a Córdoba, pero apostamos casi seguro a que lo hará antes del inicio del invierno; es decir, dentro de cuatro meses como mucho. Tenemos el tiempo justo para ponernos en contacto con los reticentes, convencerles de que simpaticen con nuestra causa y dar comienzo a la campaña.

—En ese caso, ¿por qué no avanzar hacia Córdoba ya?

—Porque aún no estamos preparados y sigue habiendo divisiones en la clase dirigente de la ciudad. Lo ideal sería sorprender a al-Fihri en cuanto llegue a Córdoba, con un ejército debilitado por más de un año de guerra. De este modo tendremos muchas probabilidades de cosechar una victoria rápida e indiscutible, si además contamos con el apoyo sin reservas de la población. Por este motivo la concentración de Archidona constituye una de las claves esenciales de nuestra estrategia. Antes de hacer que hablen las armas, esta es la primera batalla que hemos de reñir.

—Y no está ganada por adelantado.

—¿Qué quieres decir, Abdelkrim?

—Como ya os he dicho, mi príncipe, una parte de la población vacila. Pero ocurre algo más grave. Por cuarto año consecutivo una horrible sequía asuela al-Ándalus. A los pastores apenas les quedan pastos para sus rebaños y pronto los campesinos dejarán de regar sus campos, pues los pozos están secos y las fuentes se agotan. La fauna salvaje ha huido hacia tierras más clementes y los cazadores vuelven con las manos vacías. Si no sucede nada en los próximos meses, la situación puede tornarse catastrófica y dejaremos de ejercer control alguno sobre estas pobres gentes.

—¡Por las barbas del Profeta, no soy adivino ni mago, y tampoco puedo hacer que llueva con una simple palmada!

—Lo sabemos, maestro —prosiguió Badr—. Pero a sus ojos, o sois un vil impostor, o sois al-Dayil ibn Maruán, príncipe omeya investido de una misión sagrada. Y en ese caso, tenéis el poder de gobernar los cielos.

Abderramán estaba pasmado. No era la lluvia, sino la bóveda celeste lo que le caía sobre la cabeza. No solo la victoria estaba lejos de ser evidente, sino que, por lo visto, ahora dependía de una intervención divina capitaneada por él.

Regresó a su habitación, desconcertado, y permaneció postrado durante un buen rato. Abrumado por el peso que le oprimía el vientre, se puso a rezar en silencio.

«Padre, respondedme... ¿Seré lo bastante fuerte como para soportar la inmensa tarea que me espera? Vos, que me habéis enseñado la valentía, ¿qué puede la valentía frente al odio ciego? Vos, que me habéis abierto los caminos de la razón, ¿qué puede la razón frente a la embriaguez de los locos? ¿Debo encomendarme a la sabiduría de Dios o puedo creer aún en la de los hombres? ¿Qué podría yo decirles que no les hayáis dicho ya, hacer que no hayáis hecho ya, dar que no hayáis dado ya? Y tú, abuelo, que tan bien sabías hablar a las flores y a las aves, tú, que me lo has enseñado todo sobre la naturaleza universal, el frescor del agua, la tibieza del aire, el calor del fuego, ¿es posible que esta tierra seca se ofrezca a la hoguera del cielo tan solo para acoger en su seno gélido los cuerpos exangües de los inocentes? Escucha mi oración, abuelo, e intercede por mí ante el Todopoderoso para que su infinita bondad se esparza como la lluvia y haga renacer una vida pacífica y próspera. Que así sea.»

El otoño tocaba a su fin.

Desde hacía varias semanas, Ubaid y Badr recorrían las provincias mientras Abdelkrim iba y venía regularmente entre Torrox y Sevilla para localizar los últimos manantiales y las valiosas bases de avituallamiento a lo largo de la ruta que debían seguir las tropas.

Cada día llegaba una partida de nuevos combatientes que se unían a la causa de los insurrectos, hasta tal extremo que fue imposible alojarlos en el recinto del castillo. Se improvisó rápidamente un campamento y pronto llegaron al pie de las murallas dos mil hombres armados para engrosar las filas de la guarnición. La descripción de Ben Mabruk se difundió por toda la región. En previsión de que las cosas se torcieran, un barco amarrado en el pequeño puerto pesquero de Torrox esperaba listo para zarpar en cualquier momento y conducir al príncipe omeya hasta Nador, a la espera de circunstancias más favorables.

Abderramán, por su parte, pasaba sus días en compañía de Selim y le relataba las bellezas de Oriente, sus paisajes grandiosos y la riqueza de su vegetación. El joven bereber se embebía de sus palabras y sus grandes ojos abiertos como platos brillaban un poco más con cada descripción de una especie desconocida.

Todas las tardes, bien escoltados, daban largos paseos por la orilla del mar y nunca olvidaban, antes de despedirse, ir a ver el cactus, que parecía muy bien adaptado a su nuevo clima.

No había puesta de sol en que Abderramán no pensara en el pequeño Alí, los ojos perdidos en la inmensidad crepuscular del cielo. No obstante, una noche buscó durante un buen rato las primeras estrellas y solo vio un débil halo de luna que las espesas nubes oscuras tornaban borroso.

Un estallido siniestro lo despertó en mitad de la noche y creyó que el castillo se hundía. Se levantó, abrió las ventanas de su habitación y respiró el aire húmedo que parecía paralizar el espacio en un silencio opresivo. Tuvo la vaga sensación de haber vivido ya ese mismo instante y buscó en su memoria. Su rostro se iluminó de pronto al reconocer de lejos el canto regular de la lluvia.

¡Oh, Señor misericordioso, hacía tanto tiempo que no la escuchaba! Había llegado de improviso, sumergiendo al pueblo en un agua purificadora, liberando todos los perfumes de la tierra, goteando por los caminos y los callejones, como si trajera la palabra divina.

Se vistió frenéticamente, bajó de cuatro en cuatro la gran escalera del torreón y salió al patio. Todos los ocupantes del castillo estaban allí reunidos, y cantaban y bailaban felices bajo la tormenta.

Algunos rezaban con fervor y nada más ver a Abderramán en el umbral, lo rodearon, aclamándolo. Una mano se posó sobre su hombro.

—Déjame mirarte...

Sorprendido, se volvió. Un anciano de rostro pálido e imberbe, reseco por los años, lo miraba fijamente con sus ojos claros de una intensidad inusitada, casi hipnótica. Una larga estola de seda blanca le cubría la cabeza y caía sobre sus hombros prominentes.

—¿Quién eres, anciano?

—Me llamo Eusebio de Antioquía. He seguido los caminos de Simón Pedro hasta Roma, pasando por Corintio, y me han encomendado la misión de difundir la palabra secreta de los Evangelios en las provincias del sur.

—¿De los Evangelios? ¡Entonces eres cristiano!

—Lo soy, joven sirio, con la misma fuerza y la misma convicción que las que han forjado tu fe de musulmán. Tenemos tantas cosas en común...

Ante la mirada incrédula de Abderramán, siguió con una sonrisa luminosa.

—El amor, hijo mío, por el cual has traído la lluvia. El amor en el esplendor exaltado del Padre, creador de todas las cosas de este mundo, que mostró su sabiduría y su bondad infinitas a los ojos de los santos profetas, Musa el Hebreo salido de Egipto, Mohamed de Medina e Isa ben Mariam, Jesús el Nazareno, hijo de la bienaventurada María siempre virgen, que dio su vida para salvar a los hombres. Benditos sean sus nombres y el tuyo para siempre.

Acercó su mano nudosa al rostro del omeya, recorrió con un dedo tembloroso el fino borde de la barba, luego ascendió por la nariz recta y trazó con una caricia el signo de la cruz sobre la ancha frente, enmarcada por cabellos negros y sedosos.

—Te pareces tanto a él...

Abderramán ni siquiera había pestañeado, fascinado por las extrañas palabras del viejo patriarca y el increíble gesto con el que acababa de ser consagrado.

Se vio de nuevo al pie de la cruz en la capillita de Jerusalén, unos años antes, bajo la mirada infinitamente triste de aquel a quien sus protectores llamaban el Hijo del Hombre y al cual adoraban como a un dios.

Volvió a dormirse al alba, acurrucado como un niño, apretando contra su pecho el saquillo de piel que contenía toda su vida.