36
Rubén nunca había visto una algarabía semejante.
El puerto de Ámsterdam bullía como un hormiguero. Una muchedumbre heterogénea circulaba en todas direcciones entre gritos y empujones, difuminada por la bruma marina.
Sólidamente amarrado al muelle con largas maromas de cáñamo, un magnífico galeón aguardaba meciéndose, con todas las velas arriadas y sus tres mástiles inmensos proyectados hacia el cielo gris.
Las dos pasarelas de madera que lo unían al muelle se deslizaban en un vaivén incesante. Una fila de baúles llevados por estibadores penetraba por la popa, bajo la botavara de artimón. En la proa, al lado del escobén, una abertura oscura se tragaba uno a uno los géneros perecederos traídos en carretas. Los sacos de harina y trigo, los cántaros de aceite, los barriles de vino, las tinas de carne y pescado ahumado, las cajas de quesos y los cestos de frutos secos se mezclaban con las jaulas de mimbre llenas de aves de corral apretujadas que cacareaban, los corderos que balaban junto a sus madres y los inevitables gatos callejeros, expertos en el arte de exterminar ratas.
En el puente, espoleados por los gritos de los cabos, los hombres de la tripulación hacían los últimos preparativos. Algunos trepaban por las jarcias, ágiles como monos, luego se ponían a horcajadas sobre el bauprés y la gran verga de mesana para revisar el aparejo. Otros, cargados de estopa, balas negras y barriles de pólvora, bajaban al entrepuente para armar el navío.
Por temible que fuera, la flota de su majestad Carlos V no estaba a salvo de los piratas.
Con el cofre al hombro y la cabra atada al cinturón con un cordel, Rubén trató de abrirse paso. Había tenido que vender el carro y la mula y estaba sin blanca. El viaje había sido largo y agotador, y solo gracias a la hospitalidad de unos mercaderes ambulantes había podido llegar a su meta. Por suerte, el niño se encontraba bien. Aarón era un hermoso crío de cinco meses, con ojos tan vivos como los de su madre. La buena leche de cabra seguramente tenía algo que ver en ello.
Entre contorsiones y excusas educadas, por fin llegó al puesto de intendencia.
Sentado tras un escritorio, un hombre anotaba en un gran libro de registro todo lo que entraba en el navío.
Rubén dejó el cofre en el suelo y dijo tímidamente:
—Buenos días. Querría saber si...
Sin levantar la vista, el hombre le interrumpió.
—Si es por un camarote, hace tiempo que no queda ninguno libre. El alcázar está lleno a rebosar. Tendrás que esperar a la primavera que viene.
Rubén se esperaba una respuesta así. Las familias ricas que podían permitirse una larga travesía no habían esperado a última hora para reservar plaza.
Ya iba a retirarse cuando se oyó una voz en la borda:
—¡Maestro intendente, el segundo marmitón se ha puesto gravemente enfermo! Hay que llevarle al hospital cuanto antes, dudo que pueda embarcar antes de que zarpemos.
El hombre soltó un juramento y se dejó caer en la silla, con gesto sombrío.
La ocasión la pintan calva. Rubén la atrapó al vuelo, como un lobo hambriento que se abalanza sobre su presa.
—Mi padre era pescador y además un excelente cocinero. Me enseñó a pescar con caña y a guisar el pescado de mil maneras. ¡Que el diablo me lleve si no soy capaz de servir todos los días una buena captura en el plato del capitán!
Se sorprendió de haber hablado tan a tiempo y con tanto aplomo.
El intendente, sorprendido, alzó la vista y le miró de arriba abajo. La fuerte complexión de Rubén y su viveza surtieron efecto. Una amplia sonrisa iluminó su cara.
—¡Por Belcebú, la providencia te ha traído aquí, muchacho! ¡Es una excelente idea de comida sana que no se me había ocurrido! Voy a mandar que te preparen los aparejos. ¿Cómo te llamas?
—Rubén Peres, señor.
El hombre escribió el nombre en la lista de miembros de la tripulación y dio la vuelta al registro.
—Firma aquí o pon una cruz.
Mientras Rubén firmaba con mano torpe, el intendente miró a un lado y vio la cabra que rumiaba tranquilamente.
—¿Es tuya?
—Sí, señor.
—¿Y el cofre?
Rubén mintió descaradamente, rogando a Dios que el pequeño Aarón no se despertara en ese momento.
—El cofre también. Llevo ahí mis efectos y unos libros para unos amigos que me han invitado a pasar la noche no lejos de aquí.
—Tendrás que dejárselo, porque no hay sitio. Bastará con un petate.
—Bien, señor. ¿Cuándo zarpamos?
—Mañana al alba, con la marea. Sé puntual, el barco no espera.
Rubén se echó el cofre al hombro y se alejó sin decir nada. Mientras caminaba bendecía su suerte por haber llegado la víspera de la partida y haber conseguido tan pronto un empleo en el barco. Le deseó mentalmente un rápido y feliz restablecimiento al marmitón... cuando el barco ya estuviera en alta mar.
La reacción del intendente le había pillado tan desprevenido que no se había atrevido a hablarle del niño. Bueno, ya encontraría a alguien que cuidara de Aarón durante el viaje. En cuanto a la cabra, parecía que su triste suerte estaba echada. A partir de entonces el destino de cada cual estaba sellado.
Pensó en Sara. Sin duda ella habría aprobado su proceder y alabado su presencia de espíritu. Pero su corazón se encogió cuando leyó la dirección escrita de su puño y letra en el trozo de piel. La echaba terriblemente de menos.
Después de preguntar por la calle, entró en la judería. Caía la noche, silenciosa y helada. Los adoquines oscuros de las callejuelas, cubiertos de basura y guano de gaviota, zigzagueaban entre los tenderetes y las casas de madera. Qué diferencia con las calles floridas y soleadas de Granada.
Rubén se detuvo delante de la puerta de una casa estrecha de fachada entramada y llamó con un aldabonazo seco. La puerta se entreabrió y apareció una mujercita de rostro rollizo, con una cofia blanca de encaje.
—¿Señora Baeza?
—La misma. ¿Qué quieres, joven amigo?
—Me llamo Rubén Peres. Soy el criado de Sara Quzmán...
La cara se iluminó.
—¿Sara, la hija de Simón y Esther? Éramos vecinos en Granada. ¡Buena gente! ¿No ha venido contigo?
—Sara murió de parto, señora. He venido con su hijo.
Rubén puso el cofre en el suelo. Aarón acababa de despertarse y empezaba a patalear, con los ojos muy abiertos. La mujer, fascinada por ese angelito, alzó los brazos al cielo y gritó:
—¡Ah, Dios mío, ah, Dios mío, mételo en casa enseguida, el pobrecito se va a morir!
Rubén la siguió, estrechando el cofre contra su pecho. Entraron en un cuarto pequeño con una mesa, varias sillas y un arcón. Una gran chimenea con pilas de leños a los lados ocupaba toda una pared. Una olla, colgada sobre la lumbre, desprendía un olor delicioso a sopa. Una escalera de buhardilla, enfrente de la chimenea, llevaba a la única alcoba del primer piso.
—Pon eso en la mesa y dame al niño, que le vea bien...
Rubén obedeció dócilmente. La mujer, tan emocionada como una joven madre que acabara de dar a luz, cogió al niño en brazos y le comió a besos. Aarón sonreía, encantado con esa sensación nueva.
—¡Qué guapo es! ¿Cómo te las has arreglado para alimentarle?
—Directamente a la teta de la cabra. Basta con saber agarrarse a ella.
—Pues parece que lo hacía de maravilla.
Soltó una alegre carcajada y siguió haciéndole cucamonas al niño.
Rubén estaba asombrado. Todas las madres judías eran iguales. En cuanto veían un crío, se volvían locas por mimarle como si fuera su hijo.
La puerta se abrió bruscamente.
Un hombre de talla mediana, enfundado en una capa de lana y un gorro de fieltro negro, entró en la habitación empujando la cabra. Con gesto enfadado, farfulló moviendo su larga barba entrecana:
—¡Me pregunto quién se habrá dejado este animal delante de la casa! Será otro de esos titiriteros que...
—Zacarías, te presento a Rubén, el criado de Sara Quzmán. Te acuerdas de Sara, ¿verdad? Ha tenido un niño.
El hombre se calmó de inmediato.
—¿Que si me acuerdo de ella? Una niña muy bonita. Su padre era un buen amigo mío... Pero ¿qué haces aquí, muchacho?
Rubén contó su historia. Por respeto a la memoria de su ama no dijo nada de su vida disoluta en Granada, solo que había tenido algunas aventuras y que gracias a la generosidad de sus protectores había podido arreglárselas tras la muerte de sus padres. Pero no omitió ningún detalle sobre las circunstancias dramáticas de su viaje y el horrible calvario de Sara desde el encuentro con el inquisidor hasta su final trágico en las catacumbas.
Mientras su mujer lloraba a moco tendido, el hombre, sentado junto a la mesa, tenía la mirada baja y apretaba los puños, con el rostro crispado de dolor. Cuando Rubén terminó su relato, exclamó con voz temblorosa:
—¿Por qué, por qué la suerte se ceba así con nuestro pueblo? ¿Acaso no hemos sufrido ya bastante? ¿Hasta dónde llegará el sacrificio para que el Señor nos deje por fin en paz? Para colmo de desdichas, la enfermedad también ataca a nuestra comunidad. Es el tercer entierro al que asisto en una semana. El rabino Toledo ya no sabe qué vamos a hacer si esto sigue así...
—¡Zacarías, haz el favor, deja ya de quejarte! Tenemos otras cosas que hacer ahora. Ve poniendo la mesa mientras acabo de preparar la sopa. Rubén, el bebé empieza a impacientarse...
Se lo pasó. Rubén cogió delicadamente al niño, se acercó a la cabra y se arrodilló tras ella.
—Ahí, cabrita, tranquila...
Puso la cabeza redonda bajo la ubre. La boquita encontró el pezón enseguida y se puso a mamar vorazmente.
La escena pintoresca tuvo el don de relajar el ambiente, y cuando Aarón, ahíto de leche, volvió a la cuna, todos se sentaron con ganas delante del tazón humeante. Después de tomar varias cucharadas en silencio, el hombre alzó la vista hacia Rubén.
—¿Qué piensas hacer, muchacho?
—Mañana me embarco rumbo al Nuevo Mundo. He encontrado un empleo de marmitón en el barco.
Al hombre por poco se le cae la cuchara.
—¿Y te vas con el niño?
—Sí. Ya encontraré a alguien que se ocupe de él durante la travesía.
—¿Acaso piensas que no tendrán bastante con cuidar de su propia chiquillería? Esa gente parte con toda la familia, y sabe Dios en qué estado llegarán. No te vayas, hijo mío, no tientes a la suerte, ven con nosotros, mejor.
Rubén se sorprendió.
—¿Vosotros... vosotros también os vais?
—Sí, pero no enseguida. Cuando haya pasado el invierno y haya solucionado unos asuntos.
—Y si no es indiscreción, ¿adónde pensáis ir?
La mirada de Zacarías se iluminó con una luz extraña.
—Al encuentro de la Duodécima Tribu...
Su mujer le cortó bruscamente la palabra.
—¡No escuches a este viejo chalado perdido en sus sueños bíblicos! Partimos hacia el sur, a una región llamada Boznia, a mitad de camino entre Ámsterdam y Jerusalén. Está cerca del mar, rodeada de montañas y cubierta de laderas frondosas. Se parece mucho a las Alpujarras.
—¿Cómo lo sabéis?
—Los sefardíes están en todas partes, Rubén. Y las noticias vuelan. Una de nuestras comunidades más importantes se ha asentado allí, en una aldea llamada Saraj-Ovasi, a la orilla del río Miljacka. Los otomanos que la ocupan son un pueblo muy tolerante con los cristianos y los judíos. Esperamos encontrar allí paz y seguridad, como antaño en Granada. Créeme, Rubén, harías mejor en seguirnos. Mi marido te encontrará trabajo hasta que nos vayamos, y podrás vivir aquí como si fuera tu casa.
Rubén, desconcertado, no sabía qué contestar. Murmuró unas palabras ininteligibles y luego se sumió en el silencio, hecho un mar de dudas. Una vez más, la cofia de encaje tomó la iniciativa.
—Ya es hora de acostarse. Zacarías, lleva la cabra al patio mientras yo recojo la mesa.
Momentos después, cuando los dos volvieron, Rubén no se había movido de su silla. Los vio subir lentamente por la escalera, uno tras otro, con su palmatoria en la mano, y balbuceó con voz ahogada:
—Gracias... gracias por vuestra bondad.
La mujer se volvió.
—No nos las des a nosotros, Rubén, sino a Dios por la merced que te hace al dejarte vivir.
El mensaje estaba claro.
Rubén se quedó en el cuarto oscuro, apenas iluminado por el resplandor del hogar. El crío, bien abrigado en su cuna, dormía plácidamente.
Se acercó a la lumbre y trató de ordenar sus ideas.
Fiel a la voluntad de Sara, tenía la sensación de haber cumplido la primera parte de su misión. La otra mitad se le escapaba por completo. Pese al irresistible atractivo de lo desconocido que excitaba su imaginación desde que se enroló en el barco, era consciente de que el niño tenía pocas posibilidades de sobrevivir si lo llevaba consigo. Y la vida de Aarón era sagrada. Por otro lado, esa mujercita de fuerte carácter que adoraba a los niños le hacía una llamada tan apremiante que no podía desoírla.
Le costó mucho dormirse. Cuando despertó aún era de noche y tardó un buen rato en acostumbrarse a la oscuridad. Se puso los zapatos a tientas y se acercó sin hacer ruido a la cuna, con un nudo en la garganta. Ya había tomado una decisión, pero estaba lejos de sospechar que le resultaría tan difícil confesarla, ni siquiera al más inocente de los seres. Tragó saliva varias veces, con la cara llena de tristeza, y murmuró en un suspiro:
—Hola, hombrecito... Me voy, pero no te abandono. Te dejo en otras manos, que se ocuparán de ti mucho mejor de como lo haría yo. Otros corazones te querrán como yo te he querido y te querré siempre. Tú no lo sabes, pero dos ángeles velan a tu madre dormida mientras tú, ángel mío, duermes sobre un tesoro. Que la palabra divina oculta bajo tu cuerpecito ilumine tus primeros pasos en la vida y te proteja de todos sus peligros. Dios te guarde, Aarón. Dios te guarde siempre.
Cuando salió a la calle sintió una punzada de frío. Las lágrimas que llenaban sus ojos le rodaron por las mejillas.
A la pálida luz del amanecer le pareció ver el mastelerillo mayor por encima de los tejados.
Entonces, para darse ánimos, esbozó una mueca que quería ser una sonrisa, cruzó los brazos sobre el pecho, hundió la cabeza en los hombros y desapareció en la niebla.