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Córdoba...

¡Córdoba fenicia, Córdoba romana, Córdoba la omeya!

Tú, cuyo corazón todavía palpita con acentos de Séneca, haces que la vida se estremezca en el vientre de las piedras...

Bajo los cielos nacarados de rosa y azul celeste, a la sombra ahogada de tus callejas, en los recovecos de tus jardines, pura explosión de colores, tus fuentes destilan la canción fresca de las noches...

¡Córdoba la ocre, Córdoba la blanca!

Conquistada, nunca sometida, eriges tus palacios como un desafío a las estrellas y bajo la bóveda del gran templo casi terminado, un oasis de mármol y ónice asciende hacia la luz como una llamada a Dios.

Al pie de las murallas las aguas serenas y profundas del río arrastran lentamente la memoria de los hombres, llevándose hacia mar sus risas y sus lágrimas.

Todas sus lágrimas...

Porque hoy lloras, Córdoba. Lloras calladamente.

En esta mañana de verano de 788 de la era cristiana, año 166 la Santa Hégira, Abderramán I, príncipe de los omeyas, al-Dayil, exiliado, el desterrado, el conquistador del imposible amor, Abderramán se muere.

Tiene una cita con el Compasivo.

Soraya salió de la habitación, hundida. No quiso que lo viera morir. Ella lo había velado, no obstante, toda la noche, pero cuando notó que llegaba el fin, le pidió que se marchara tras un último adiós patético.

Cayó en brazos de Hisham, el cual esperaba, lívido, detrás de la puerta, y le dijo entre sollozos:

—Quiere verte.

Hisham entró en la penumbra de la habitación con el corazón encogido. Le costó reconocer a su padre, tanto como había cambiado en los últimos días. Su rostro enjuto, devorado por el cansancio, se perdía bajo la barba y los cabellos canos. Solo sus ojos, que ardían de fiebre, parecían aún activos.

Abderramán volvió su mirada hacia él y lo agarró del brazo con su mano descarnada. Luego murmuró en un suspiro:

—El círculo... todo está en el círculo... el cuadrado, eternidad... el círculo, infinidad... los dos reunidos... el nombre y el número... ¡Dios está aquí!

Apuntó con su dedo tembloroso hacia el techo, lo mantuvo así unos segundos y dejó caer blandamente la mano encima de la cama. Por un instante Hisham creyó que estaba muerto. Pero seguía respirando de manera entrecortada, exhausto por el gesto insensato que acababa de cometer.

Hisham sintió que no se podía hacer nada más. Se retiró en silencio, desconsolado. Cuando se dirigía hacia la puerta, esta se abrió lentamente.

Selim apareció con una fruta roja en la mano.

Se acercó a su amo, lo miró con una ternura infinita y acercó la boca a su oído.

Un brillo imperceptible pareció asomar en la mirada del anciano.

—¿Eres... eres tú, Badr?

—No, señor. Soy yo, Selim. ¡Os traigo una excelente noticia!

—¿Eh?...

—¡Granada... la han llamado Granada!...

Dejó la fruta brillante en la mano de Abderramán, quien la guardó apretada contra él.

—¿Os acordáis de las dos mulas que cayeron al barranco, cerca de la vega de Armilla, cuando regresaba de al-Ruzafa? De eso hace treinta años. El guía me dijo entonces que si encontraba los plantones de los granados se los daría a su hermano para plantarlos y cultivarlos. Ha cumplido su palabra, amo, y del modo más hermoso. Acabo de volver de la región. ¡Qué belleza, señor! ¡Por doquier, hasta donde alcanza la vista, miles de soles rojos al pie de las montañas! ¡Una maravilla! Encaramado al cerro que domina el llano, el pueblo de Elvira, construido sobre las ruinas de la Ilíberis romana, es ahora una aldea grande y hermosa, casi una pequeña ciudad. Acaban de rebautizarla, señor. La han llamado Granada, la ciudad roja de al-Ándalus. Todo gracias a vos, mi querido amo... ¡Granada es vuestra victoria más bella!

Abderramán no se había movido. Había apretado simplemente la fruta en su mano, los ojos perdidos en una visión bermeja de paraíso terrestre. Su respiración se tornó de pronto muy jadeante, sus labios empezaron a temblar. Selim creyó adivinar el esbozo una débil sonrisa en su pobre rostro pálido y descompuesto. El anciano príncipe emitió entonces con un murmullo:

—Granada... qué nombre tan bonito.

Luego todo su cuerpo se relajó, apaciguado. Su mano se abrió lentamente y dejó caer la granada al suelo. Había entregado el alma.

Abderramán se había ido.

Después de tantos años de alegrías efímeras y amargos sufrimientos, por fin cruzaba el umbral, la puerta sagrada que se abría al otro mundo, llevándose con él, como una última prueba, la imagen final y gloriosa de su vida.

Granada. ¡Qué nombre tan bonito!

Fue a enseñársela a todos aquellos a quienes había adorado y por quienes había entregado su alma... a sus antepasados, guardianes del Trono de la Gracia, a Fátima y sus cabellos de luna, a Yasmina y su sonrisa de ángel, a Yahara el poeta, a Suleimán el que corretea y al pequeño Alí, que ya no necesitaría preguntarle más puesto que había entrado, como él, en la luz indecible del conocimiento absoluto.

Allí esperaría a Soraya para amarla eternamente.

Hisham miró pensativo la tierra recién removida a la sombra del árbol solitario. Se preguntaba adónde habría volado el alma de su padre. ¿A los jardines de Alá?... Pero ¿existían acaso?

Lo único en lo que creía realmente era en estos dos palmares, uno de savia bruta, el otro de piedra tallada que Abderramán había mandado plantar en los jardines de su corazón. ¿Bastaría esto para ganarse un rincón en el cielo?

Lamentaba sinceramente no haber conocido antes a quien consideraba hoy un hombre excepcional. Sin duda le habría explicado aquellas extrañas palabras que le reveló un día, a su regreso de Zaragoza, sobre la grandeza de Dios y la inaccesibilidad de su Espíritu. Pero sobre todo aquella invisible conjugación de un círculo y un cuadrado cuya fuerza misteriosa se le había escapado por completo. Seguramente tendría relación con la Mezquita, mas no sabía decir cuál.

Lo esencial de la herencia de su padre residía a sus ojos en la grandeza de al-Ándalus y no en sus misterios. La glorificaba, pero a su manera, antes de legarla a su propio hijo.

Tras un último pensamiento, se inclinó respetuosamente y volvió a palacio.

Caía la noche. El aire era de una pureza increíble. Ni un soplo de viento. Todo estaba inmóvil.

La media luna se escapó de lo alto de las murallas e inició su lenta curva bajo el firmamento. Como si el tiempo se detuviera, el halo de miel se inmovilizó justo sobre el árbol, cubriendo de reflejos rojizos su corola de palmas.

Entonces, en la cúspide de la bóveda, un vivo resplandor estalló en el silencio y trazó la vía vertical y luminosa entre lo inmóvil y lo rotatorio, el eterno cuadrado de la tierra y el infinito circular del cielo. Maravillosa y sublime ósmosis que une en una conjunción perfecta la luz de abajo y la Luz de Arriba...

La Luz Verdadera que tanto había buscado Abderramán y hacia la cual ascendía en adelante, lleno de la gracia de los justos...

Una estrella con una claridad tan intensa, tan radiante que no podían contenerla ni todas las tierras ni todos los mares, ni siquiera todos los cielos de los Cielos...

La estrella flamante del amor.