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Al igual que Sevilla, Córdoba se limpió de arriba abajo y dos días más tarde el nuevo ejército regular hizo su entrada solemne en la ciudad.
Los habitantes, serenados, se habían reunido a su paso y lo aclamaban entre gritos de alegría.
En el interior del palacio, el salón del Consejo, transformado para la ocasión en salón del Trono, estaba abarrotado. Todos los cuerpos constituidos estaban presentes, así como los notables y los jefes religiosos cristianos, judíos y musulmanes. Cuando el príncipe apareció en el umbral, le hicieron un pasillo de honor y se inclinaron respetuosamente ante él. Abderramán cruzó la sala con paso mesurado, subió los escalones que llevaban al trono y se volvió. El corazón se le salía del pecho y se preguntó si sería capaz de articular una sola palabra. Cerró los ojos y buscó el rostro de su padre. Solo distinguió unos contornos vagos, pero, sin poder explicárselo, sintió el calor de su mirada propagarse por sus venas. Entonces, como llamas vivas, las palabras le vinieron a la mente.
Yo, Abderramán, príncipe de sangre de la muy noble, muy antigua y muy honorable dinastía de los omeyas, hijo de Maruán II y nieto de Hisham II, califas de Damasco la Magnífica y Siria,
Ante Dios y ante los hombres;
Reniego del Oriente que ha renegado de mí y de los míos, y que ha traicionado vergonzosamente los mandamientos divinos de respeto y amor entre los pueblos.
Por esto declaro, en este día bendito del 15 de mayo del año de gracia 756 de la era cristiana, año 134 de la Santa Hégira, que adopto el nombre de Abderramán I, emir independiente de Córdoba y de todas las provincias de al-Ándalus, que defenderé el norte, el este, el sur y el oeste hasta que acontezca la muerte.
Juro solemnemente mantener los principios de honor, valentía y fidelidad que mis gloriosos ancestros me transmitieron, defender los valores de sinceridad, humildad, piedad y justicia que siempre fueron los suyos.
Restablezco el derecho imprescriptible a toda criatura de Dios, sean cuales sean sus orígenes y creencias, de ir y venir en este país, de expresar libremente en él su opinión, de aprender, de enseñar y, en general, de promover el conocimiento por el interés único del bien común.
Restauro, por tanto, la «Dhimma», ley soberana y sagrada de tolerancia entre las tres religiones del Libro, en el libre ejercicio del culto y el espíritu de la inteligencia mutua.
Elimino hasta nueva orden cualquier referencia en nuestras oraciones a un Oriente profanado por un usurpador que no reconozco y que actúa en nombre de un dios que ya no le pertenece.
Destierro el negro, símbolo de las tinieblas y la maldición, e instauro el blanco, emblema de luz, paz y fraternidad, como color del emirato en todos los decorados oficiales, vestiduras militares y uniformes de gala.
Promulgo además los siguientes decretos:
Libero en este día a mi fiel siervo y amigo Badr y lo nombro caballero, con el título de consejero particular de mi persona.
Nombro al caballero Abdelkrim, señor de Torrox, gran visir del emirato de Córdoba, con poder para recaudar el impuesto y administrar las provincias.
Nombro caballero a Ubaid ibn Allah, señor de Loja, comandante en jefe de los ejércitos del emirato y de mi guardia personal.
Ordeno, por último, que los jefes militares y responsables yemeníes que han desobedecido mis órdenes y perpetrado los peores abusos contra la población civil inocente sean ejecutados en la plaza pública como castigo por sus crímenes bárbaros.
¡Que Dios Todopoderoso nos proteja y nos infunda fuerzas! Que sea esto escrito y firmado de mi puño y letra.
Abderramán tomó la bandera blanca de manos de Selim y la sujetó entre las manos durante un breve instante. Luego la dejó caer con un ruido seco que retumbó en toda la sala y se instaló en el trono, instaurando así a ojos del mundo su justa y entera legitimidad.
Al día siguiente, Córdoba se despertó con una leve brisa marina. Había remontado el río y penetrado en las montañas, transportando bajo sus alas un poco de frescor del océano. Abderramán abrió la ventana de su habitación y respiró el aire perfumado. Ante él, un ancho prado descendía suavemente hacia las murallas que dominaban las aguas tranquilas y profundas del Guadalquivir. Había varios barcos amarrados a la orilla, llenos de provisiones para Sevilla.
Harún ibn al-Kashi, al cual acababa de revalidar en sus funciones de comandante de la guarnición, se encargaba de velar por la seguridad de la expedición. Siguiendo los consejos de Badr, que seguía desconfiando del abasí, le había asignado un regimiento de guerreros bereberes, fieles entre los fieles. En adelante, Sevilla estaría a buen recaudo.
Una multitud numerosa se había dado cita en el prado para asistir a la ejecución. Venidos de los arrabales populares de la orilla izquierda por el puente romano, así como de los barrios ricos de la alcazaba, los cordobeses aguardaban impasibles con un murmullo sordo.
Los prisioneros llegaron a pie, flanqueados por soldados que los colocaron en fila al pie de las murallas y los obligaron a arrodillarse de cara al público con la cabeza agachada.
Cuando apareció Abderramán, un silencio sepulcral reinó de súbito en todo el entorno. Solo encima de su caballo, con el busto recto y rostro impenetrable, el joven príncipe se dirigió hacia el lugar del suplicio con una lentitud majestuosa, pasó por delante de los condenados sin dedicarles siquiera una mirada, luego se volvió hacia la multitud y la contempló largo y tendido antes de tomar la palabra.
—Dios solo concede su benevolencia a los sedientos de justicia. No tiene piedad con los bebedores de sangre. Verdugo, cumple tu función.
Se marchó sin darse la vuelta, con el corazón al borde del abismo, mientras el sable del castigo subía hacia el cielo. La continuación fue un calvario interminable, subrayado a sus espaldas por el silbido regular de la hoja y el ruido apagado de las cabezas rodando por el suelo.
Sintió sobre sus hombros todo el peso de la soledad y el poder. No era así como había imaginado el principio de su reinado; él, que detestaba la violencia por encima de todo, hasta el punto de que el menor sufrimiento se le hacía insoportable y lo ponía enfermo, incapaz de reaccionar.
Ya en sus aposentos se dejó caer en la cama y se quedó contemplando los mocárabes dorados que adornaban el techo de su habitación. Comenzaron a girar lentamente, después cada vez más deprisa, y lo arrastraron a un torbellino de luz celeste.
De pronto la vio. Fátima danzaba en las estrellas, con su rostro angelical iluminado por la eterna sonrisa del amor. Loco de dolor, tendió los brazos hacia ella, pero solo sintió entre sus dedos el vacío monstruoso de la ausencia.
Prorrumpió en sollozos y lloró todas las lágrimas de su cuerpo, lágrimas de lluvia, de todos esos aguaceros que habían surcado lentamente su vida.
Una paloma blanca se posó con un aleteo en la repisa de la ventana. Miró, curiosa, el interior de la habitación, se alisó las plumas con el pico fino y se comenzó a arrullar con dulzura.
Pero Abderramán no la oyó. Se había quedado dormido, arrastrado por sus sueños de arena.
No oyó nada de aquel maravilloso mensaje de paz y esperanza que una chiquilla de diez años, con un recién nacido en brazos, recibió un día de su hermano poeta en los jardines de Mshatta.
Cuando ya no queda nada por hacer porque ya se ha dicho todo, cuando ya no queda nada por decir porque ya se ha hecho todo, queda todavía el valor de amar. Ama... ama con todas tus fuerzas, hasta el borde de ti mismo, ama del alba al crepúsculo y del crepúsculo al crepúsculo, ámalo todo, ama más que todo, pues el Gran Todo es Uno y tú formas Uno con Él. Entonces, y solo entonces, verás la insondable bondad del Señor, la sublime claridad de su sabiduría en la eternidad y el infinito reunidos, y ya nada podrá alcanzarte, no, ya nada, hasta el fin de los tiempos.
Tras un último arrullo, el pájaro blanco alzó el vuelo, dibujó un círculo perfecto en el azul celeste y enfiló directo hacia el sol.