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Ella era luna. Él era sol.

Llegaron en el mismo instante, ella sobre un gran escudo de plata, él sobre un escudo de oro puro cincelado a mano, ambos sentados con las piernas cruzadas y vestidos de blanco.

Soraya llevaba un velo. Solo sus inmensos ojos negros daban fe de su belleza hechicera y misteriosa. Abderramán llevaba la cabeza cubierta con una estola inmaculada, en señal de inocencia y pureza.

Los portadores los depositaron en tierra ante las miradas de admiración de los invitados.

El gran muftí se levantó e invitó a los futuros esposos a acercarse a él. Después de recitar un sura de las Santas Escrituras, hizo que compartieran la sal, el agua y el pan de vida, luego les exhortó a intercambiarse los anillos.

Abderramán había mandado engastar en una alianza de oro fino un zafiro brillante, como el que Soraya llevaba al cuello. Por su parte, ella había mandado grabar de nuevo la joya que más apreciaba, una sortija de sello plateada que pertenecía a su padre y de la cual él nunca se separó, salvo con ocasión de ciertos viajes largos. En el escudo podían distinguirse las armas de su casa: una palmera bajo una media luna.

Se hizo un silencio repentino entre los presentes mientras ambos jóvenes se acercaban el uno al otro.

—Por este anillo juro amarte y protegerte hasta mi último soplo de vida. Que la bondad de Alá el Altísimo y Misericordioso se extienda sobre ti y te haga fecunda, para que nuestros hijos, de generación en generación, se glorifiquen de la sangre sagrada de nuestra unión, por siempre...

—Por este anillo juro amarte y serte fiel hasta mi último soplo de vida. Que la sabiduría de Alá Todopoderoso se extienda sobre ti y te dé la fuerza para defender las leyes de su divina justicia por el honor de nuestros hijos y de sus descendientes, por siempre...

Él era luna, ella era sol. Iluminados por la sutil alquimia del gran amor, se habían intercambiado todo lo que constituía su esencia y ya solo formaban uno en adelante, un solo astro que brillaba en el cielo con una dicha inefable, virgen de todo sufrimiento.

—Te adoro, Soraya.

—Te adoro, Abderramán.

Con gesto suave, le quitó la estola blanca a su esposo y la dejó descansar sobre sus hombros.

Lentamente, le quitó el velo blanco a su amada y lo guardó apretado contra su corazón, fascinado por el esplendor celeste de su rostro. Luego se acercó a ella y posó sobre sus labios un beso casto, suave, casi infantil.

Ella le devolvió su beso con una candidez conmovedora, entre las aclamaciones y los acentos alegres de la música.

La fiesta duró todo el día y se prolongó en la frescura de la noche. Soraya fue la primera en retirarse. Abderramán se reunió con ella discretamente en la habitación momentos después. De pie, cerca de la ventana abierta, ella contemplaba el Río Grande, mientras aspiraba los perfumes del otoño ahogados en la penumbra.

Él se acercó y quiso hablarle, pero ella se volvió y le puso un dedo en la boca. Con suavidad, lo empujó hasta la cama y lo obligó a sentarse, luego se soltó los largos cabellos, que salpicaron sus hombros de llamas doradas. Irreal bajo la luz vacilante de las antorchas, se quitó una a una las prendas, con una lentitud calculada. Cuando cayó el último velo, Abderramán pensó que iba a desmayarse. Antes de darle tiempo a hacer el menor gesto, lo levantó y lo desvistió con mano experta, sin dejar de mirarlo a los ojos. Luego se tendió en la cama y aguardó, con el rostro reposado, serena.

Bajo la luz, estaba desnuda.

Lila blanca en el agua del lecho, brasa fresca, pavesa... tal como la había imaginado siempre, maravillosamente mujer, infinitamente bella, Soraya lo miraba en silencio, con una sonrisa extraña en la, comisura de los labios. De repente un brillo salvaje encendió su mirada. Lo agarró de la cintura y lo atrajo contra su vientre.

Con el corazón ardiendo, olvidando su desnudez, atravesó la puerta sagrada. Ella se puso rígida y soltó un gritito agudo, luego se distendió con un resoplido y permaneció con los ojos entornados y todo el cuerpo al acecho.

Cuando penetró en el santo templo, ella ardía de deseo.

La meció en olas lentas, al ritmo regular del flujo y del reflujo, hasta la última caricia. Entonces, vencido por la insoportable espera, sintió cómo subía en él la liberación sorda, irreprimible, y dejó brotar la ofrenda clara de su semen en medio de un fuego de felicidad deslumbrante.

Se amaron toda la noche y se durmieron al alba, exhaustos, sus cuerpos encallados en la playa, como dos náufragos después de la tormenta.

Unos ruidos de pasos y voces los despertaron poco después de mediodía.

Badr, la madre de Soraya y una nodriza rechoncha venían para proceder al ritual de virginidad. Con los ojos aún soñolientos, se escaparon a la sala vecina y empezaron a reírse como niños mientras escuchaban los cuchicheos y las observaciones íntimas de sus mayores.

Cuando volvió la calma, regresaron a su habitación y se lanzaron uno en los brazos del otro. Las horas y los días sucesivos constituyeron una serie de viajes maravillosos de la cama a la mesa y de la mesa a la cama, salpicada de breves pausas durante las cuales se hablaban con la fogosidad de los jóvenes amantes. Cuanto más se hablaban, más se querían. Y cuanto más se querían, más descubrían el gran amor, el del cuerpo, el alma y el espíritu, el amor perfecto en el que la ternura y la gracia purificaban los placeres más secretos de la carne.

Apasionada, ciegamente, hasta el límite de sus fuerzas, devoraban la vida.

Noviembre llegó con su cortejo de nubes.

Abderramán había vuelto a sus asuntos y tuvo que ausentarse una semana. Los sevillanos, complacidos, deseaban agradecer a su emir todos los favores que les había prodigado. Habría querido llevarse a Soraya con ella, pero ella le dijo que se sentía cansada y, tristes, se separaron necesariamente por primera vez desde el instante bendito de su unión.

Entró en Sevilla bajo las ovaciones de la multitud y lo recibieron con suntuosidad. Ibn al-Kashi no había omitido ningún detalle y lo llevó de fiestas en recepciones por toda la ciudad, y por doquiera que fuesen, todo eran aplausos y aclamaciones. Intentó poner buena cara durante los tres días de visita oficial, pero tenía la cabeza en otra parte. El viaje de vuelta fue un verdadero calvario. Rehizo el camino que lo había llevado a la victoria unos meses antes y se detuvo, como un alma en pena, ante el campo de batalla para meditar. Luego corrió hacia Córdoba a rienda suelta y la caballería de su guardia se las vio y deseó para seguirle.

Entró en el Alcázar al galope, saltó de su montura y se precipitó hacia sus aposentos. Soraya no estaba allí.

Con un mal presentimiento, erró por los pasillos del palacio y se topó de narices con Badr, al cual agarró febrilmente.

—Badr, ¿has visto a Soraya?

—Sí, señor, la he visto esta mañana. Me ha dicho que iba con su madre a consultar a un médico. Pero...

—¡Ay, Dios mío, está enferma! No tendría que haberme separado de ella jamás.

Salió corriendo, acongojado. Cuando llegó al jardín, la vio junto a su madre y se precipitó enseguida hacia ella, con el corazón palpitante. La cubrió de besos, loco de ternura y amor.

—Amada mía, mi tierna esposa, no volveré a irme, te lo prometo. ¿Cómo he sido capaz de dejarte sola mientras estabas indispuesta? Perdóname, te lo suplico...

Ella lo apartó con suavidad y hundió sus ojos en los de él, sin decir palabra. Su mirada no traslucía ningún sufrimiento; al contrario, una paz profunda inundaba todo su ser. Delicadamente le cogió la mano y la posó sobre su vientre.

—Abderramán... espero un hijo.

—Vale, pero no es motivo para...

Por poco cayó de espaldas al estanque, pero se agarró al borde, con el rostro blanco como leche de burra.

—Un hijo... ¿Un hijo... mío?

Ella se echó a reír.

—¡Y de quién quieres que sea, «haza aziz»!

—Un hijo... Voy a tener un hijo... ¿Me oís todos?... ¡Voy a tener un hijo!...

Poseído por una verborrea súbita, vertió una profusión de palabras incomprensibles y se puso a caminar en todas direcciones. Luego se volvió bruscamente.

—No puedes quedarte así de pie... debes descansar... y podrías enfriarte... un médico... ¿Alguien puede decirme dónde hay un médico en este palacio?... Te llevaré a la habitación...

Se agachó para cogerla en brazos, pero ella lo apartó de nuevo riendo.

—¡Pero si estoy muy bien, mi amor! He consultado a la mejor partera de Córdoba y me ha dicho que estaba perfectamente sana. Solo me siento un poco cansada. Me ha dicho también que nuestro hijo nacerá a principios de verano, como tú. ¿Es una señal, verdad?

Conmovido hasta las lágrimas, Abderramán se hundió en su hombro.

Pero los emires no lloran en los hombros de las mujeres. Salvo en algunos casos excepcionales...

Se volvieron a encontrar ya caída la noche, tumbados en la cama, mudos de felicidad, como si se descubriesen por vez primera. Él no osaba tocarla, tan frágil como le parecía, y fue ella quien le hizo el amor, lentamente, con una dulzura infinita. Ante sus ojos maravillados, ella se adormiló como un pájaro, con las alas replegadas sobre sus sueños.

Se levantó con sigilo, se vistió en la oscuridad y se encaminó a las murallas del palacio. Tras mirar durante largo rato la ciudad dormida, contempló el cielo.

«"La Ilaha Illa ‘llah!..." Altísimo, poderoso y misericordioso Señor, tú que sacaste de la nada todo lo que debía ser, nunca te he pedido nada que no fuese acorde a tu santa justicia. Me has dado el poder de sobrevivir y de conocer el amor. Pero ¿de qué serviría la dicha inmensa que me has concedido si la sangre de los omeyas quedara para siempre apresada en mi cuerpo de simple mortal? Señor, haz que corra la sangre nueva en las venas de mi hijo y dame un varón. Escucha mi plegaria, Señor. Que mi voz se eleve hacia ti.»

Alzó los brazos en cruz, inspiró profundamente y se puso a aullarle a la luna.