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AÑO DE GRACIA 946 DE LA ERA CRISTIANA
AÑO 324 DE LA HÉGIRA
Abderramán encendió la antorcha y siguió a Alhaquén por el pasadizo.
Acababa de vivir unos momentos excepcionales. La llegada triunfal por la Puerta del Norte, en lo alto de la ciudad, los honores rendidos en la plaza de armas por la «sutra» en uniforme de gala blanco, luego el paso bajo el pórtico de entrada a la casa de los visires.
Alhaquén no había descuidado ningún detalle para que la sede del gobierno fuese un verdadero palacio con sus salones de recepciones y sus aposentos privados. La decoración y el mobiliario, escogidos con gusto, no ostentaban un lujo inútil. Tenían justo el toque funcional necesario para recordarles a los ministros que estaban allí para trabajar y no para pavonearse, prerrogativa reservada al califa.
La sala del Consejo, en el centro del edificio, era la excepción. Tan amplia como el salón del Trono del Alcázar de Córdoba, la riqueza de sus tapices y la gravedad señorial de sus muebles le daban una solemnidad abrumadora. El trono del gran visir, tallado a mano, era digno de un rey. El gran visir, que estaba presente, se había quedado boquiabierto. Por primera vez había mirado a Alhaquén con una amplia sonrisa de reconocimiento.
Abderramán había recorrido luego a pie la residencia destinada a la servidumbre. Los hombres, agolpados a lo largo de las calles, luminosas y bien trazadas, le habían ovacionado, mientras las mujeres, asomadas a las ventanas, lanzaban pétalos de flores a su paso.
Nunca olvidaría ese momento. Como tampoco olvidaría la entrada en los jardines de la casa real.
La familia al completo se había reunido para recibirle en medio de los macizos de flores de colores y las fuentes. Solo faltaba la madre de Abdalá, que no se dejaba ver desde el día terrible del juicio. Los niños, conscientes de la gravedad de los hechos, poco a poco habían acatado la razón de Estado y ahora miraban a su padre con temor, respeto y admiración. Alhaquén, para demostrarles la pureza de sus intenciones, les había habilitado una biblioteca de cerca de tres mil volúmenes, seleccionados por él mismo con arreglo a la personalidad de cada uno. Al lado había un gran salón de un esplendor insólito, donde la riqueza de los bordados rivalizaba con la delicadeza de las esculturas y el brillo de las taraceas.
En el ala este el baño de vapor, con sus mosaicos resplandecientes, daba a otro jardín rodeado de soportales, enfrente del harén. Los dormitorios enormes y los numerosos saloncitos podían albergar a más de dos mil mujeres, esclavas o cortesanas acompañadas de sus criadas. Al otro lado, el oeste, la gran atalaya tenía dos salas, de guardia, la primera en el entresuelo y la segunda en la primera planta, que se comunicaban directamente con las habitaciones y los salones privados de la familia. Arriba, en la azotea de la torre había un pequeño camino de ronda desde donde se divisaba toda la ciudad y mucho más allá. Ningún movimiento de tropas podía escapar a la vigilancia.
Abderramán y su hijo avanzaban en silencio, atentos al ruido uniforme del agua que se filtraba por las alcantarillas.
Torcieron a la derecha y bajaron en cuesta suave a otro ramal, después de caminar cuatrocientos pasos.
Alhaquén, levantando la antorcha, se dio la vuelta.
—Hemos llegado al nivel de vuestros salones y aposentos. El canal secundario que va hacia la derecha está destinado a la parte oriental de la ciudad baja. De paso abastece el agua para el Patio de Abluciones de la Mezquita. El «kanat» principal continúa hacia el sur para regar los jardines, un poco más abajo lleva agua a las termas, en la plaza mayor, y al resto de la ciudad. Pero el pasadizo no termina allí. Sobrepasa la muralla de la ciudad y desemboca en la encrucijada de las dos carreteras por una salida secreta. Así, en caso de asedio, podréis pasar sin ser visto detrás de las líneas enemigas y, según la urgencia, ir a Córdoba directamente o tomar la dirección de Sevilla.
Abderramán soltó una carcajada:
—¡Por las barbas del Nabí, no sabía que fueras un estratega tan hábil, hijo mío!
—Me pedisteis que pensara en todo y eso he hecho, padre. Si queréis seguirme...
Alhaquén subió una escalerilla de piedra y se detuvo en un rellano estrecho con dos puertas enfrentadas.
—La puerta de la izquierda es la de la cámara secreta que me habíais pedido. He seguido fielmente vuestras instrucciones. Doscientos veinticinco pies cuadrados, techo y paredes blancos sin decoración, suelo plano de tierra batida. Desde que os di las llaves hace unos meses, os aseguro que no he vuelto a entrar allí.
—No habrías encontrado nada de particular. Ya nos ocuparemos de eso mañana... Mientras tanto, ¡dime lo que hay detrás de la otra puerta, estoy impaciente por saberlo!
—Vuestro guardarropa, padre. El último lugar adonde irían a buscaros, pues no permitís que nadie escoja vuestros vestidos y trajes de ceremonia. Da directamente a vuestro aposento.
Alhaquén abrió la puerta, corrió la cortina que la ocultaba por fuera y cruzó un gran ropero con cientos de camisas, pantalones y zapatos ordenados en unos estantes de junco trenzado. Oyó tras de sí el gruñido de aprobación de su padre mientras pasaban junto a la hilera de túnicas suntuosas. Satisfecho, se volvió hacia él y con un gesto amplio de la mano le indicó que avanzara. Abderramán, esbozando una leve sonrisa, entró con paso lento en la habitación. El estupor se reflejó en su cara. Ante él, la luz dorada de la mañana iluminaba una amplia estancia rectangular. A un lado, un gran ventanal daba a una galería cubierta, con vistas a la Mezquita y a una parte de la ciudad, que se extendía más abajo.
Dentro todo era blanco, puro y radiante. Las baldosas de mármol de finas vetas, las paredes de escayola satinada, con molduras de lacería y ramajes entrelazados, las sábanas y los almohadones de seda de la gran cama, las colgaduras con festones bordados con hilo de oro y plata. No faltaba un detalle en esa sinfonía inmaculada. El techo de madera de ébano contrastaba con la blancura del resto. Su friso exterior con molduras rodeaba un sinfín de artesones entrelazados en panal con estrellas de nácar incrustadas. El conjunto era tan hermoso como sorprendente, y dejó sin palabras a Abderramán. Con un nudo en la garganta, contemplaba la bóveda con ojos asombrados de niño.
Como si temiera romper el frágil silencio, Alhaquén murmuró:
—Padre, nunca olvido aquella noche en la sierra de Cazorla cuando nos tendimos bajo el cielo iluminado. He querido record la magia de ese momento y tengo el placer de brindaros ahora esas estrellas que supisteis descubrirme. Ya veréis: por la noche, a la luz temblorosa de las lámparas, os parecerá que cobran vida y le hablan a vuestro corazón...
Esta confesión repentina de amor filial se le había escapado. Para no seguir cayendo en la sensiblería, abrió la verja de hierro forjado con arabescos que estaba justo enfrente de la cama y prosiguió, con voz alegre:
—Estos son los baños y el «hammam» personal. Son de mármol blanco, como el suelo de la habitación.
Abderramán, repuesto de la emoción, entró en los baños. Una pila de doce pies por seis ocupaba todo un lado. En el otro, adosado a la pared, un gran banco de pórfido invitaba a sentarse o tumbarse para tomar los vapores. En medio había una magnífica concha de jaspe sobre una columna entorchada. Cada uno de los compartimientos tenía una sal perfumada, un aceite o un ungüento.
Abderramán lo apreciaba todo como buen conocedor y disfrutaba al pensar en las horas maravillosas que iba a pasar con Zahara en ese auténtico paraíso.
Alhaquén le despertó de su sueño.
—No la veis, pero detrás de esta pared hay una sala con una gran caldera de cobre que vuestros sirvientes mantienen encendida día y noche. Podréis disponer de agua caliente a todas horas y regular la temperatura de los baños a vuestro antojo. El vapor pasa por unos conductos hasta estas rejillas, a los lados del banco de reposo.
Después de echar un último vistazo, volvieron a la habitación y pasaron a un pasillo estrecho. Al final, tras una puerta con celosía, se podía observar el salón sin ser vistos. El salón estaba a oscuras, y cuando Alhaquén hizo entrar a su padre, tuvo que guiarle en la penumbra hasta que se detuvieron en el centro.
Abderramán notó que el pulso se le aceleraba. Algo extraordinario iba a pasar. Tenía un presentimiento extraño, inexplicable. La voz de Alhaquén casi le hizo dar un respingo.
—Jalid, ¿estás ahí?
—Estoy listo, Alhaquén.
Y se hizo la luz.
El sol del mediodía estalló, espolvoreando las paredes con una claridad fulgurante a medida que caían los cortinajes negros que ocultaban el salón.
Instantáneamente, una explosión de colores encendió la estancia y la separó del suelo, sustrayéndola del espacio y el tiempo, como si todo hubiera vuelto a la luz primera e infinita de la Creación.
—¡Dios del cielo!
El efecto sorpresa había funcionado a la perfección. Abderramán no supo decir otra cosa, anonadado por la increíble deflagración luminosa que le había estallado en la cara e irradiaba en todas direcciones con miles de haces multicolores. Cegado por la divina refracción, avanzó con las manos tendidas hacia lo indecible, hasta rozar con los dedos el manto sedoso de los tabiques. Entonces lo entendió. Cada pared, de arriba abajo, estaba labrada en filigrana, y las enramadas en espiral, admirablemente talladas, estaban resaltadas para dar relieve a las formas y los contornos. En cada cavidad brillaba una piedra preciosa, engarzada con esmero. Había tantas que ni la mirada, ni la imaginación más delirante podía abarcarlas todas. Rubíes, esmeraldas, zafiros, amatistas, turquesas y aguamarinas se sucedían en caminos tortuosos de luz, irisando la superficie con sus espléndidos destellos.
—¿Qué prodigio...?
—No hay ningún prodigio, padre. Solo el trabajo de los mejores obreros, que han dedicado su tiempo y habilidad a glorificaros.
—Jamás hubiera creído que esto era posible. ¡Y tú, granuja, lo sabías todo, claro!
—De no ser por Jalid, padre, no lo habría logrado. Fue él quien reunió todas las piedras traídas por las caravanas, quien las mandó tallar una a una por hombres de confianza y las escondió hasta último momento en un lugar secreto del Alcázar.
—¿Dónde? No me di cuenta de nada.
—En la Casa de la Moneda. Haría falta un ejército para entrar allí.
El joven toledano acababa de reunirse con ellos. Abderramán dio un efusivo abrazo.
—Dios te bendiga, muchacho. Podías haber aprovechado para enriquecerte, pero no lo has hecho. Eres el digno heredero de al-Idrisí.
—Ante todo soy el amigo de vuestro hijo, mi señor. Y su amistad vale por todas las riquezas de este mundo.
El ambiente volvía a hacerse empalagoso: Alhaquén se alejó raudo hacia el ventanal con vista a los jardines y dio la espalda a la luz.
—Padre, venid a mi lado para poder verlo en perspectiva. Aún no me habéis dicho lo que pensáis del salón.
Abderramán se le acercó y paseó lentamente la mirada por la sala.
Dos filas de columnas brotaban del damero de mármol rosa y blanco crudo que cubría el suelo. Las basas y los capiteles estaban incrustados de diamantes, y los arcos bicolores sostenían enormes vigas de madera de cedro del Líbano.
Al fondo, delante de la pared principal, sobre un amplio estrado cubierto de coloridas alfombras y pieles de animal, había un suntuoso «suffa» custodiado a ambos lados por dos ciervos de bronce.
Entre las columnatas y las paredes laterales habían preparado sendos espacios amenizados con vegetación frondosa y fuentes en cascadas; uno para los músicos y el otro, lujosamente amueblado alrededor de una gran chimenea, para los invitados.
En el centro del edificio, bajo unos artesones completamente pintados a mano con arabescos, guirnaldas y rosetones dorados con pan de oro, el ancho disco de una bandeja de plata brillaba sobre una mesa baja de ébano, reservada al almuerzo del califa y sus huéspedes distinguidos.
Unos objetos preciados, colocados en el suelo o sobre consolas de marquetería fina, atraían las miradas con su magnificencia. Candelabros de oro macizo, estatuillas de marfil, jarrones de porcelana china y figuras de vidrio con reflejos tornasolados completaban con un gusto exquisito el lujo incomparable del lugar.
Abderramán no tenía palabras para ponderar el esplendor de la decoración. De pronto se sintió casi indigno de lo que su hijo había proyectado y realizado para él.
Trató de contener su alegría y dijo afectando indiferencia:
—Maravilloso... simplemente maravilloso. Espero que no te hayas olvidado de las cocinas, ¿eh?
Alhaquén reprimió una carcajada. Sabía que su padre estaba tocado en lo más hondo de su corazón y, por pudor, trataba de disimularlo.
Lleno de emoción, se acercó a una puerta medio escondida tras un gran hibisco y dio unas palmadas. De inmediato un ejército de criados con fuentes de manjares refinados entró en la sala.
—Las cocinas están junto al salón, en el lado opuesto a vuestros aposentos. He colocado allí un puesto de guardia desde donde es posible comunicarse por señales con la atalaya. A la menor alerta, la «sutra» al completo acudirá casi de inmediato.
Ya estaba todo dicho y solo quedaba sentarse a la mesa... Abderramán, Alhaquén y Jalid comieron mientras bromeaban alegremente sobre la escenificación tan impresionante que se había preparado en secreto. Alhaquén nunca había visto a su padre tan feliz. Le miraba con emoción, preguntándose cómo era posible que un hombre tan recto y riguroso, a veces más duro que la piedra, pudiera dejarse llevar por esos arrebatos de alegría.
Aquel día se dio cuenta de que un califa era un hombre como los demás, y que la fuerza de la razón no podía hacer nada contra las debilidades del corazón.
Los primeros invitados llegaron a media tarde.
Abderramán, vestido con su traje más elegante, estaba cómodamente arrellanado en el «suffa» y recibía a sus huéspedes con una sonrisa afable que traslucía un asomo de condescendencia. Después de las exclamaciones ditirámbicas sobre la belleza del lugar y las inevitables fórmulas de cortesía, cada uno recibió un presente: el Libro de Botánica de los griegos para el emisario del basileus de Bizancio, un cáliz con piedras preciosas engarzadas para el legado del papa Agapito, y una espada bastarda tan pesada como un tronco de árbol para Ramón III, llamado Ponce, conde de Tolosa, soberano de Occitania y Septimania.
Suñer I, conde de Barcelona, Gerona y Osona, enterado del fallecimiento reciente de Tosham, había tenido la feliz idea de regalarle al califa un espléndido galgo blanco.
Las delegaciones, guiadas por el maestro de ceremonias, iban pasando una tras otra ordenadamente para que todos pudieran ser recibidos antes del comienzo oficial de los festejos. Los jefes de las tribus bereberes habían viajado con sus familias, al igual que los miembros destacados de la nobleza andaluza. Entre los poderosos que habían sido invitados, el rey de Francia, una vez más, estaba ausente. Luis IV de Ultramar, enfrentado a Hugo el Grande en su propio territorio, estaba entrando en París a sangre y fuego.
Fue al-Idrisí quien cerró la marcha con los reyes cristianos de las provincias del norte y se encargó él mismo de las presentaciones. Entre ellos estaban la princesa de Cerdaña, menuda, con un vestido de brocado rojo y oro, y Ramiro, rey de León, acompañado de sus hijos Ordoño y Sancho. Este último, apenas salido de la adolescencia, estaba tan gordo que no podía caminar por sus propios medios. Desde su litera, llevada en andas por cuatro esclavos que gesticulaban por el esfuerzo, contemplaba el mundo con aire aburrido mientras mordisqueaba una mezcla repugnante de nueces aplastadas en tocino que inflaba su cuerpo a ojos vistas.
Con la boca llena de esa pasta asquerosa, Sancho no prestó ninguna atención a la decoración del salón y solo levantó una ceja distraídamente cuando una suntuosa aparición dejó mudos a los invitados.
Vestida al estilo cristiano en honor a su primo, Zahara llevaba un magnífico guepardo atado con una correa. Ambos ondulaban con la misma gracia felina, la fiera con su pelaje leonado moteado de negro y la dama ceñida en un vestido de seda blanca, mangas anchas y hombreras con trencillas, sobre las que caía su larga cabellera rubia.
Alhaquén creyó que su padre iba a perder el decoro al ver el generoso escote de su favorita. Para evitar cualquier exceso, le sugirió discretamente que fueran a visitar los jardines en compañía de los invitados insignes, y propuso al maestro de ceremonia que formara la escolta.
Cuando Abderramán salió al porche, la mayoría de los invitados ya estaban reunidos más abajo, esperando con impaciencia su llegada. Flanqueado por Alhaquén y Zahara, bajó lentamente entre exclamaciones los tres anchos escalones adornados con seis leones de alabastro que se enfrentaban, majestuosos, y sujetaban entre las patas una copa de aceite perfumado. Unos pasos más allá, el cortejo se detuvo delante de un gran estanque cuadrado con una espléndida pila de ámbar amarillo en el centro, llena de un líquido brillante que ondeaba suavemente bajo la brisa. En las cuatro esquinas del estanque, unas ninfas arrodilladas de bronce vertían alternativamente el agua de unos jarros que llevaban en el hombro.
Alhaquén contempló con orgullo el ingenioso sistema hidráulico que había inventado.
El agua llegaba por un solo caño, llenaba el primer jarro, que se inclinaba hacia delante y vertía su contenido. Gracias a un juego sutil de contrapesos y palancas, el recipiente vacío volvía a su posición inicial y cortaba el agua con una válvula, dirigiendo toda la presión hacia el jarro siguiente. Las ninfas, que se movían así una tras otra, daban una animación extraordinaria al conjunto, incrementada por el chapoteo incesante del agua en el estanque.
Abderramán estaba embelesado. Se volvió hacia su hijo, mirándole con admiración:
—Viniendo de ti, algo tan encantador debe tener un significado especial. Me gustaría saber cuál es, para que pueda explicárselo a mis invitados cuando no estés a mi lado.
—He querido que estos jardines sean un poema en honor a al-Jáliq, el todopoderoso Creador. Como bien sabéis, la Gran Obra de Alá se manifestó primero en los tres reinos: mineral, vegetal y animal. Os halláis ante la representación del primero. La pila de ámbar amarillo simboliza el sol, el licor plateado que contiene, la luna. Padre, mirad cómo brilla y se ondula despacio al menor soplo de aire...
—¡Parece la arena de las dunas bajo el viento del desierto!
—Es mercurio líquido. La santa ciencia alquímica nos revela que es el principio lunar, hembra, frío y pasivo. El sol, por su parte, es azufre, principio macho, cálido y activo. En estado nativo, el azufre y el mercurio están fijados en una sola consustancialidad por la sal o «esperma mineral» que los penetra en una dosis infinitesimal. Esos tres componentes representan el cuerpo sulfuroso, el alma mercurial y el espíritu salino de la materia prima, el mineral primitivo que servirá para elaborar la Gran Obra Filosofal. Pero esta materia está muerta, enterrada en su envoltura terrestre. Para resucitarla, como el espíritu de Dios que sopló en la nariz de Adán creado de la tierra inerte, hay que añadirle una sustancia viva que no es otra que la sal, tal como existe libremente y con otro aspecto en la naturaleza. Es sumamente corrosiva. Es ella la que sublimará al padre y a la madre, al sol-azufre y a la luna-mercurio, y de su unión nacerá el niño-rey, la Piedra Filosofal, completando así la obra del sol, como dice La tabla de esmeralda. En el transcurso de estas disoluciones y coagulaciones sucesivas, tomará forma sólida, líquida, gaseosa e ígnea. De modo que será tierra, agua, aire y fuego. Ese tetramorfismo de la sal es lo que simbolizan las cuatro ninfas. Cada una vierte en el atanor del estanque la sal de vida que cocerá la materia y la depurará hasta la perfección.
—¿Acaso has desvelado el misterio de la transmutación de los metales? Hablas de esto con tanta propiedad...
—Claro que no, padre. Para eso haría falta una vida entera. Pero Jalid lo intenta desde hace meses. Ha llegado ya al primer estado del Magisterio, el de la piedra negra ocultada por el Sello de Hermes, la sublime Quintaesencia.
—No me sorprende, es un muchacho muy inteligente y me alegro de que sea tu amigo. ¿Y si pasamos ahora al reino vegetal?
—Está a dos pasos de vos, padre. No hay mucho que decir. Basta con que abráis los ojos y aspiréis los aromas de la tierra. Allí está el paseo de los naranjos, de acuerdo con el nombre que le habéis puesto a la ciudad. Dan frutos suculentos durante todo el año. Pero no son, ni mucho menos, los únicos. Como podéis comprobar, también hay azufaifos, limoneros, granados y otros árboles maravillosos, como los del jardín del Edén.
El cortejo caminaba por una calzada de granito rosa con mosaicos de arabescos en los bordes.
Todo era encantador. Bastaba con extender la mano para palpar y saborear la dicha. Repartidos armoniosamente, rodales de enebros, matorrales de brezos y arrayanes, macizos de jazmines, lilas púrpuras y jacintos, emanaban sus fragancias y añadían a la explosión de colores los olores exquisitos del Paraíso.
Al final del paseo la vista se explayaba de repente en una maravilla de verdor trémulo, inundada de sombra fresca. Al borde de una laguna cristalina con orillas de arena fina, las columnas gráciles de unas palmeras datileras, fénix y arecas proyectaban sus penachos de palmas en el cielo. Aquí y allá, los matorrales de aloes, laureles y malvaviscos daban un toque de color a la hierba tierna.
Alhaquén advirtió enseguida la palidez de Abderramán, petrificado ante aquel oasis de frondosa paz. Lleno de angustia, murmuró tímidamente:
—El jardín de las palmeras, padre..., pensé que os agradaría recordar la tierra ancestral.
—¿De dónde es la arena?
—De Nador. Uno de los dos orígenes de nuestro ilustre antepasado... ¿he hecho mal?
—¿Que si has hecho mal? ¡Es magnífico! Tú y yo hemos tenido la misma idea. Imagínate que..., pero aquí no puedo hablar. Sigamos, ¿quieres?
Abderramán se adelantó y atravesó el palmar en silencio, seguido a cierta distancia por Zahara y la larga fila de invitados, que no dejaban de expresar su asombro desde el principio de la visita. Perdido en sus pensamientos, Alhaquén le alcanzó de una carrerilla y le anunció con orgullo:
—Esta es la isla de las aves, el primero de los dos escenarios del mundo animal.
Detrás de las ramas había una enorme pajarera de treinta pies de altura sobre un islote. La increíble elegancia de la jaula en forma de campana cubría por completo una gran encina poblada de una fauna tan llamativa como variada. Aves liras, cacatúas, cálaos, ibis reales y faisanes dorados se mezclaban en una cacofonía de cantos agudos y colores chillones. El agua tranquila y somera del estanque, separada de la pajarera por una franja de rocalla, extendía su espejo circular bajo la bóveda celeste. En ella chapoteaban con paso lento grupos de flamencos rosas, grullas cenicientas, espátulas blancas y garcillas, entre los cisnes y los somormujos moñudos, indiferentes a la alegre algarabía de sus congéneres.
Todo celebraba la vida, como en los primeros días de la Creación.
Abderramán, maravillado, se volvió hacia su hijo.
—Gracias a ti, ahora me hago una idea de lo que serán los jardines del Señor...
—Ojalá lo que acabáis de ver no os aparte de su camino, padre.
—¿Qué quieres decir?
A Alhaquén no le dio tiempo a contestarle. Un criado pasó delante de ellos tocando un tambor y cantando:
—¡La comida de las fieras! ¡La comida de las fieras!
Antes de que su padre tuviera tiempo de expresar la menor emoción, el príncipe le tomó del brazo y le invitó a seguir al músico, con una sonrisa maliciosa en los labios.
Bajaron con paso lento hacia un amplio anfiteatro natural, cercado por completo con una verja de sólidos barrotes de hierro. Una gran explanada semicircular, delimitada por un foso lleno de agua oscura, era la residencia de una docena de magníficos leones. A la sombra de un bosquecillo, un gran macho aureolado con una espléndida melena rubia dormitaba en medio de tres hembras jóvenes y sus cachorros. No pareció que la llegada de la muchedumbre impresionara lo más mínimo a los animales, que permanecieron tumbados perezosamente. Pero su actitud cambió de pronto cuando una puerta se abrió y volvió a cerrarse enseguida con un chirrido, dejando en el umbral dos gacelas aterrorizadas. Las leonas se levantaron al unísono y se arrastraron lentamente hacia sus presas, con el cuello tenso y la mirada fija. Las pobres bestiecillas, hipnotizadas, temblaban con todo su frágil cuerpo, incapaces de hacer un movimiento. Mientras tanto, tras las rejas, los presentes contenían el aliento.
Las fieras se lanzaron al ataque. Todo sucedió muy deprisa.
Las gacelas se separaron. La-primera dio un salto desesperado para esquivar a dos leonas que se abalanzaron sobre ella, pero un fuerte zarpazo la derribó violentamente. Cuando intentó levantarse, dos mandíbulas poderosas ya se habían cerrado sobre su garganta. La segunda, más afortunada, se valió de su agilidad para librarse de su cazadora. Empezó una loca persecución en medio de una nube de polvo, para disfrute de los espectadores, que batían palmas y gritaban de excitación. La desdichada gacela, despavorida, creyó que encontraría la salvación saltando al agua estancada; del foso. En cuanto se zambulló, tres largas barras oscuras con escamas puntiagudas salieron a la superficie y se deslizaron hacia ella con lentitud inexorable. La gacela intentó ganar la orilla, pero era demasiado tarde. Cientos de colmillos acerados la atenazaron y la arrastraron al fondo en un remolino de agua turbia.
Abderramán, con los brazos cruzados, disfrutaba de lo lindo. Sin volverse, preguntó con tono jovial:
—¿De dónde has sacado los cocodrilos?
—De la orilla del Nilo, padre. Los egipcios los consideran animales sagrados. ¡Gracias a Dios ya no rinden culto a Sobek!
No lejos de ahí, echado en su litera, Sancho el Gordo se inclinó hacia Jalid y articuló sus primeras palabras del día, entre dos bocados:
—Qué barbarie, ¿no os parece, amigo?
A Jalid le entraron unas ganas enormes de decirle que él no tenía ningún amigo en la familia de los paquidermos. Con su mejor sonrisa, contestó:
—Perdonadme, príncipe, pero yo no veo ninguna barbarie en esto. Son escenas frecuentes en los lugares recónditos de África.
—Puede ser, pero de ahí a convertirlo en un espectáculo...
—¿Y qué tiene de malo mostrar el espectáculo de la naturaleza? Esos leones matan para asegurar su subsistencia. ¿Acaso no hacemos nosotros lo mismo con los animales? La verdadera crueldad se exhibía en las arenas de Roma, cuando esas fieras magníficas se comían vivos a los primeros cristianos entre los aullidos de muchedumbres paganas sedientas de sangre.
Sancho, desconcertado, estuvo a punto de atragantarse. Se santiguó febrilmente con su mano grasienta.
—¡Por santa Blandina! ¡Dios me libre de un horror semejante!
Como para tranquilizarse, tragó sin respirar dos enormes bocados de tocino. Con la barbilla chorreando, prosiguió:
—No obstante... vosotros los musulmanes tenéis unas costumbres muy singulares. Por ejemplo, vuestro soberano. No solo vive con cuatro esposas, lo cual ya es harto sorprendente, sino que se ofrece el capricho de tener mil concubinas. ¡Me pregunto cuál es el prodigio que le permite cumplir con todas!
Jalid empezaba a perder la paciencia. Nadie hablaba así de Abderramán, comendador de los creyentes y califa de Occidente. Contestó con voz cortante:
—Sin duda, joven señor, no habéis leído nuestro Santo Corán. Son las Escrituras las que nos permiten tomar cuatro mujeres para tener más posibilidades de descendencia. En cuanto al harén, los refinamientos del amor no están prohibidos siempre que se practiquen con respeto y consentimiento mutuo. En él siempre imperan las buenas maneras. Y los hijos nacidos de esas uniones no son como vuestros bastardos, que están destinados a una vida de miseria y vergüenza después de los tristes ultrajes infligidos a sus madres con impunidad total.
El gesto de Sancho empezaba a descomponerse.
—¿Los ultrajes? ¿Qué ultrajes?
—¿Habéis oído hablar del jus primae noctis?
—¿Del qué?
—El jus primae noctis. El derecho de la primera noche. En otras palabras, el derecho de pernada. Al otro lado de los Pirineos, un siervo no puede tomar mujer sin el consentimiento de su señor. Y si así le place, el señor puede obligar a la prometida a acostarse con él antes de la boda. Son unas costumbres, ¿cómo habéis dicho antes...? Muy singulares, ¿verdad?
Los mofletes lacios del príncipe de León pasaron por todos los colores del arco iris. La única réplica que le vino a la mente fue un eructo sonoro y cavernoso, que propagó un olor fétido a su alrededor.
—«Al hamdu lilah.»
—¿Al hambdu qué?...
Sancho no recibió respuesta. Jalid, a punto de estrangularle, había dado la espalda y se había mezclado con la masa de los invitados.
Anochecía. El cortejo dio media vuelta y volvió a subir por el camino encantado.
La isla de los pájaros estaba en silencio. Al borde del estanque, las zancudas, en equilibrio sobre una pata, se hallaban en su primer sueño. Las plantas y las flores exhalaban sus aromas intensos en la tibieza de mayo mientras las pilas de aceite perfumado se encendían una a una.
Cuando terminaron de pasar los encendedores de lámparas, salió una procesión de criados con bandejas llenas de manjares sabrosos. Se desperdigaron por las calles de los jardines acompañados de grupitos de músicos, dando la señal para el comienzo de la fiesta. Un ambiente de alegría se propagó por los jardines y las risas se mezclaron con los acordes de los laúdes, las flautas y las panderetas. La noche azul se llenó de fiesta.
Cuando se marcharon los últimos invitados, Alhaquén y su padre volvieron al silencio del gran salón. Zahara se había quedado dormida en el «suffa», con el guepardo a sus pies.
Abderramán miró a su hijo y luego corrió hacia él y le dio un abrazo. Permanecieron así un momento, sin moverse ni decir nada. Ningún gesto, ninguna palabra habría podido expresar lo que sentían en ese instante tan especial en que los dos, olvidando el pudor, se habían dejado llevar por la ternura.
Abderramán dio fin al largo abrazo.
—¿Vuelves a Córdoba?
—No, padre, se ha hecho tarde. Pero tengo mi alcoba dispuesta en la casa real.
—¡Es verdad, qué cabeza la mía! ¿Qué hacemos mañana?
—Mañana, inauguración de la Mezquita para la oración de los viernes, luego visita a las termas en la ciudad baja y banquete en vuestro honor en la escuela de música, seguido de un concierto de canto y baile. Vendrá al-Ramadi a recitar sus poemas.
—Perfecto. Reúnete conmigo ala salida del sol en mi cámara secreta. Toma, la llave. No hará falta que llames, sabré que eres tú. Llega puntual a la cita. Buenas noches, hijo... y que Dios te guarde.
—Buenas noches, padre.
Cuando llegó a la parte alta, ante la entrada al palacio real, Alhaquén despidió a la guardia y se detuvo para recobrar el aliento. Le habría gustado rememorar los mejores momentos de la extraordinaria jornada, pero estaba demasiado cansado. Además, su padre no bromeaba con la puntualidad y le quedaban pocas horas para descansar. Ya se disponía a retirarse cuando le embargó una sensación extraña. Buscó en su memoria y su corazón empezó a latir mas fuerte. Estaba en el mismo sitio donde, unos diez años antes, su mirada se había posado en la loma verde y, por una suerte de gracia divina, la imagen de la ciudad le había venido de inmediato a la mente.
Ahora estaba ahí, concreta, brillando con todas sus luces como un largo collar de perlas centelleantes.
Sonrió complacido. Decididamente, el azar no existía. En eso tenía que andar metido el dedo de Dios...
Alhaquén entró en el palacio.
Detrás de él, silenciosa bajo la bóveda iluminada, Medina Azahara respondía a las estrellas.