2 La paloma ardiente
«Querido pajarito, me ha llegado la hora del martirio...»—Tullia d’Aragona«Cada instrumento debe adaptarse a la experiencia.»—Leonardo da VinciEl oscuro Arno reflejaba la luz de las procesiones iluminadas por antorchas que cruzaban los puentes. Camino del palpitante corazón de la ciudad de Florencia, los campesinos de las afueras se azotaban sus cuerpos sucios con tiras de cuero y cadenas, mientras los curas portaban los preciosos relicarios de sus oscuras iglesias; relicarios que guardaban huesos de santos y astillas de mil cruces cristianas. También los ciudadanos florentinos abarrotaban las avenidas adoquinadas y las calles adyacentes, salvaje y caleidoscópicamente iluminadas por antorchas.
Enormes sombras saltaban y se arrastraban por las irregulares fachadas de los edificios, desde las entradas porticadas y los arcos colgantes hasta los tejados artesonados, como si fueran espíritus y demonios de las esferas más oscuras que hubieran decidido manifestarse. Una miríada de olores deliciosos y nocivos inundaba el aire: carne asándose, madreselva, el intenso olor a cera de velas cargado con los recuerdos de la infancia; despojos y orines, ganado y caballos, la acidez del vino y de la sidra, y por todas partes sudor, y el agrio y casi desagradable hedor de los perfumes aplicados sobre cuerpos sucios. Los gritos, las risas y los pasos apresurados, las conversaciones cruzadas y el crujido de la muchedumbre eran ensordecedores; como si una marea humana estuviera abriéndose paso a través de la ciudad. Las prostitutas habían salido vestidas con sus mejores galas y habían abandonado su distrito, que se encontraba entre Santa Giovanni y Santa María Maggiore; y buscaban a su clientela entre la muchedumbre, al igual que hacían los ladrones de bolsas y los carteristas, los niños de las calles de Florencia. Los mendigos se aferraban a los siervos recién llegados del campo y a los miembros poco importantes de los gremios para pedirles un denario, y saludaban al paso de los carrocios rojos, con sus largas banderolas de color escarlata y los caballos ataviados de carmesí. Los comerciantes, los banqueros y los miembros ricos de los gremios cabalgan sobre enormes caballos o se dejaban transportar en sus carruajes, mientras que sus sirvientes caminaban delante para abrirles paso, amenazando y golpeando si hacía falta.
Alzándose desde las calles iluminadas por antorchas, como minaretes en una bóveda celestial convertida por error en lo que Dante había descrito como infierno, estaban el Duomo, el Baptisterio y la Piazza della Signoria. Parecían estar en llamas a causa de las antorchas y las banderas que ondeaban por doquier. La luz era casi líquida, con el color de la mantequilla caliente. Las velas ardían detrás del vitelo engrasado con aceite y del cristal de color claro y opaco, como testamento de la Ascensión a los Cielos; porque era víspera del domingo de Resurrección y Florencia todavía no estaba bajo el dominio del papa.
Leonardo se abrió paso por entre la muchedumbre hacia el palacio Pazzi. Las frenéticas y ruidosas calles reflejaban su agitado estado interior, caminó rápidamente, con la mano apoyada en la empuñadura de su afilada espada para disuadir a los ladrones y asaltantes, capaces de rajarle el estómago por mera diversión a cualquier persona que paseara por aquellas calles. A su lado iban Niccolò Machiavelli y Zoroastro da Peretola. Caminaban hombro con hombro, con Niccolò en medio. El muchacho había insistido en acompañar a Leonardo. Todos los demás invitados de la bottega de Verrocchio también se dirigían hacia el palacio Pazzi, que lucía adornado de banderas azul y oro colgadas debajo de la logia y las balaustradas. El palacio ocupaba una manzana entera, con sus elegantes muros de estilo rústico decorados con medallones de cruces heráldicas y los belicosos delfines de dientes afilados del escudo de armas de los Pazzi.
La procesión ya había comenzando, puesto que Leonardo pudo ver a la familia Pazzi con su patriarca al frente, el astuto y orgulloso jugador Jacopo de Pazzi. Era un hombre anciano de constitución corpulenta que iba sentado en una silla de manos cubierta y opulentamente decorada. Sus hijos, Giovanni, Francesco y Gugliemo cabalgaban a su lado. Gugliemo se había casado con la hermana favorita de Lorenzo de Medici, Bianca, que avanzaba detrás de su marido en una litera de brocados de oro, rodeada por un séquito de criados de los Medici en cuyas libreas lucían los símbolos de los palle y la flor de lis francesa. Pero a excepción de aquellos sirvientes uniformados, los Medici brillaban por su ausencia. Todos los Pazzi iban ricamente engalanados en azul y oro, y Jacopo lucía una sobrevesta cubierta de delfines bordados con hilo de oro. Sus mozos de cuadra y criados iban uniformados de librea con los colores de los Pazzi, de la misma manera que la simbólica guardia de caballeros: sesenta hombres embutidos en pesadas armaduras.
La procesión se alargaba por lo menos un kilómetro y medio, y daba la sensación de que el estamento clerical al completo formaba parte de ella. Vestidos con túnicas negras o grises, los curas, priores, frailes y monjas eran como espíritus santificados que avanzaban juntos en la antinaturalmente ardiente brisa nocturna. Portaban sus velones bien en alto para no quemar a los ciudadanos que se arremolinaban a su alrededor; y la luz de las velas creaba una nube luminosa que recordaba a la que se decía que había flotado delante de los antiguos israelitas para guiarlos a través del desierto.
Su gran eminencia, el arzobispo, esperaría a Jacopo en la Santi Apostoli, situada cerca del Ponte Vecchio. Al contrario que el Duomo, aquella iglesia no era más que una parroquia, pero se decía que había sido fundada por Carlomagno, y Giovanni della Robbia había diseñado su tabernáculo de terracota vidriada. El arzobispo en persona sostendría en sus manos los trozos de piedra de la tumba de Cristo. Con gran pompa y ceremonia, entregaría aquellos guijarros anodinos pero sagrados al anciano Pazzi.
Pero el destino de las reliquias era el Duomo, la iglesia donde esperaría la familia Medici. Aquella noche el espíritu de Cristo ardería dentro de las murallas de Florencia, simbolizado por aquellos trozos de piedra y un mágico pájaro de fuego que traería suerte a la ciudad más afortunada del mundo.
—¿Ves a Sandro? —gritó Leonardo a Zoroastro da Peretola mientras cogía la mano de Niccolò con fuerza, no fuera a perder al muchacho en medio de aquella multitud. La grada estaba abarrotada, en su mayoría por mujeres y niños, y Leonardo no podía ver a Botticelli por ningún lado.
Una mujer de mediana edad con unos rasgos delicadamente esculpidos, el pelo oscuro trenzado y envuelto en finos velos, y las mangas de su vestido recogidas hacia atrás sobre sus hombros al estilo clásico, estaba sentada cerca de donde estaba Leonardo. La mujer hablaba con cierto tono de enfado con otra de aspecto de matrona que estaba sentada a su lado y que, a todas luces, era una simpatizante de los Pazzi. Los cotilleos de aquel mes giraban en torno a la arrogante acción emprendida por Lorenzo en contra de la desafecta familia Pazzi. Dos clientes de la familia de Lorenzo habían impugnado la herencia de Beatrice Borromeo, la esposa de Giovanni de Pazzi. Su padre había muerto sin testar y ella reclamaba la herencia, que ascendía a una fortuna. Pero Lorenzo había utilizado su influencia para hacer aprobar en el consejo una ley que favorecía a sus amigos. Según aquella nueva ley, el patrimonio de cualquier padre que moría sin testar pasaría no a la hija, sino al pariente varón más cercano. El hijo de Giovanni, Francesco, se había puesto tan furioso al conocer aquella nueva ley, que había abandonado Florencia y actualmente vivía en Roma.
—Bueno, debo decir que estoy sorprendida de que Francesco haya vuelto a nosotros desde Roma para participar en la procesión —dijo la mujer elegante.
—No deberías sorprenderte tanto —dijo la matrona—. Es su deber salvaguardar el honor de la familia.
—Mientras los Medici no deroguen esa ley injusta, habrá problemas entre esas dos familias, no olvides esto que te digo. Y no creas que no vamos a sufrirlo todos, especialmente las mujeres.
—Ay —dijo la matrona, mientras suspiraba y miraba a su alrededor—. Estamos hechas para sufrir. Y yo creo que su magnificencia está molesto porque su hermano pequeño perdió la carrera de palio de este año, cuyo premio fue a parar a manos de un Pazzi, eso es lo que creo.
—Bueno, no olvides mis palabras... habrá problemas.
El joven Niccolò Machiavelli, que obviamente había estado escuchado la conversación, dijo a Leonardo:
—No creo que su magnificencia hiciera daño a una familia tan importante como los Pazzi por una simple carrera de caballos, ¿no?
—Vamos —dijo Leonardo distraído. ¿Dónde estaba Sandro?, se preguntó. Y, a propósito, ¿dónde estaba Zoroastro? Empezó a pensar lo peor. Quizá le había sucedido algo a Ginevra. Leonardo dio otra vuelta por el perímetro de las gradas; la multitud se había reducido ligeramente. Entonces se dio cuenta de que Niccolò se había alejado de él. Le entró pánico, gritó su nombre mientras se abría paso por entre un apretado grupo de doce hombres, todos ataviados con libreas de una familia noble, y que probablemente fueran miembros de una cofradía patronal, asociaciones de reciente creación: armeggiatori. Aunque aquellos jóvenes no portaban armas.
—Estoy aquí —dijo Niccolò mientras se acercaba a Leonardo—. Estaba escuchando a las mujeres. Hablaban de transformar su piel para eliminar las arrugas. ¿Quieres saber qué decían?
Leonardo asintió, sorprendido por lo animado que se había vuelto aquel joven a su cargo; pero seguía distraído. Sandro no estaba allí, de eso estaba seguro. Entonces buscó a Zoroastro mientras Niccolò no paraba de hablar. Sandro debería haber estado allí.
Niccolò habló como si sus pensamientos hubieran estado presionando para salir por su boca. Su rostro adquirió los rasgos y la expresión de un muchacho, y abandonó la estricta máscara de madurez que había lucido en su primer encuentro. Era como si considerara a Leonardo como a un igual, alguien con quien se encontraba a gusto después de los largos días y meses de estudio concentrado con el maestro Toscanelli y sus estudiantes.
—Esas mujeres afirman que tienes que coger una paloma blanca, desplumarla y arrancarle las patas y los intestinos. Tienes que deshacerte de todo esto, y después coges la misma cantidad de zumo de uva y de aceite de almendra dulce, y tanta hierba gitanera como necesites para dos palomas, y la limpias bien. Después destilas todos esos ingredientes juntos, y empleas la solución resultante para limpiarte la cara. A pesar de que aquellas mujeres parecían ser de alta cuna, solo sabían hablar de tonterías como esta. —Sonrió lleno de desdén, sin embargo, era una sonrisa al fin y al cabo.
—Quizá haya parte de verdad en lo que estaban diciendo —dijo Leonardo—. ¿Cómo puedes ridiculizarlas por su ignorancia sin haber comprobado lo que dicen?
—Pero no son más que tonterías —insistió Niccolò.
—Vamos —dijo Leonardo mientras cogía al muchacho por el brazo—. No puedo quedarme a esperar a Zoroastro toda la noche. Le encanta jugar a desaparecer. ¡Malditos sean sus ojos! —Leonardo miró a su alrededor una vez más, y creyó ver a Zoroastro hablando con un hombre que se parecía mucho a Nicolini. Los dos hombres estaban cerca de un carruaje; pero apenas había luz, y estaban demasiado lejos, probablemente la luz de las antorchas hubiera engañado a sus ojos.
Leonardo se abrió camino a empujones por entre la multitud, buscando a Zoroastro y a Sandro, hasta que Niccolò gritó.
—¡Ahí está! —dijo, y señaló a un hombre que hacía gestos hacia Leonardo y lo llamaba por su nombre. Leonardo y Niccolò llegaron hasta Zoroastro.
—Te he visto hablar con alguien que se parecía a Nicolini.
Zoroastro se sorprendió.
—Vaya, resulta que las historias que se cuentan sobre tu vista perfecta no son ciertas después de todo: no puedes ver en la oscuridad. No, Leonardo, no puedo acercarme a maese Nicolini, ni a madonna Ginevra. Pero tu amigo sí lo ha hecho. Mira. —Zoroastro señaló los carruajes de la procesión, que avanzaban lentamente hacia el suroeste, hacia el palacio de la Signoria y la antigua iglesia de los Santos Apóstoles.
Leonardo buscó con la mirada y vio a un hombre que podía ser Sandro, a bordo de un lujoso carruaje que ondeaba la bandera de los Pazzi, y otra azul y blanca. No obstante la temblorosa luz de las antorchas parecía cambiar la misma naturaleza del movimiento, como si separara la causa del efecto.
—Es Sandro, y a su lado está la dama Ginevra —dijo Zoroastro—. El azul y el blanco son los colores de la familia Nicolini.
—¿Qué hace Sandro en el carruaje de los Nicolini?
—Nicolini cabalga justo detrás de los hermanos Pazzi. Probablemente entre en la iglesia detrás de ellos, y quizá pueda tocar las piedras sagradas. Todo un honor.
—Así que no has podido acercarte lo suficiente como para hablar con ellos —dijo Leonardo. Aunque la procesión avanzaba con un ritmo muy lento, era imposible caminar al lado del carruaje de Sandro y Ginevra en medio de aquella multitud.
—Nadie puede acercarse. Los armeggiatori de los Pazzi me atravesarían enseguida con una lanza como a un cerdo en un espetón. Pero Sandro me ha visto saltar y saludarlo con la mano.
—¿Y...?
—Me ha gritado que se encontrará contigo en la Esquina del Diablo después de que el pájaro alce el vuelo. Se supone que allí te lo explicará todo.
—¿Qué hay de Ginevra? —preguntó Leonardo impaciente.
Zoroastro se encogió de hombros.
¿Sería posible que todos pudieran reunirse más tarde?, pensó Leonardo. Aunque probablemente aquel cabrón de Nicolini tuviera a Ginevra bien sujeta con una cuerda.
—¿Parecía estar bien, Zoroastro? Dime al menos eso.
—Era difícil ver, Leonardo. Ha sido un milagro que haya reconocido a Sandro. —Zoroastro hizo una pausa, como si estuviera calibrando lo que iba a decir a continuación. Y luego añadió—: Creo que Ginevra tenía aspecto de haber estado llorando, porque su rostro parecía húmedo. Pero, ¿quién sabe? La luz de las antorchas provoca efectos muy extraños.
—Tengo que verla —dijo Leonardo. Ardía de ira sin despegar los ojos de la procesión. Nadie podrá detenerme, pensó, y menos el señor Nicolini. A pesar de su ira, que invadía todo lo que pensaba y lo proyectaba en pesadilla, sabía que tenía que esperar al momento apropiado.
Mientras avanzaban hacia el norte, hacia la gran cúpula del Duomo, Niccolò siguió con su animada conversación. Su recién descubierta libertad y el alboroto de aquel festival sagrado le habían excitado. Milagrosamente se había transformado de nuevo en un muchacho.
—He aprendido más tonterías de esas dos mujeres —dijo, mientras giraba el cuello sin descanso para no perderse nada de lo que ocurría en aquellas calles iluminadas por antorchas.
Un enorme caballo se encabritó y arrojó a su jinete, que aterrizó sobre los adoquines romanos. Los que iban detrás de él en la procesión, continuaron adelante sin darle mucha importancia, como si se tratara de un petate que se le hubiera caído a un viajero. El cuaderno de dibujo de Leonardo colgaba de su cadera, y golpeó su pierna, pero él no se preocupó en detenerse para ver si seguía allí. Sus pensamientos pasaban obsesivamente de Ginevra a Nicolini, y viceversa.
—Quizá te resulte interesante algo de lo que decían, maestro Leonardo —dijo Niccolò—, especialmente su sencilla fórmula para fabricar tinte de cualquier color que puede colorear corni, plumas, pieles, cuero, pelo y otros materiales. Quizá creas que pueda ser adecuado comprobar sus supersticiones. —¿Había una nota de sarcasmo en lo que decía aquel muchacho?
Sin esperar a que Leonardo le contestara, Niccolò continuó.
—Dicen que hay que recoger un poco de agua de lluvia o agua de un pozo, y orina de un niño de cinco años, y mezclarlo con vinagre blanco, lima ácida y cenizas de roble hasta que el líquido se reduzca a la mitad. Después hay que colar la mezcla a través de un pedazo de fieltro. Y se añade un poco de alumbre en la solución, un poco del pigmento en polvo del color que interese, y se introduce el objeto a colorear en el tinte, el tiempo que haga falta.
Leonardo no pudo evitar escuchar lo que decía Niccolò, pero no le prestó toda su atención. Almacenó la información en su catedral de la memoria como le había enseñado Toscanelli. Había modelado su catedral mnemónica al estilo del gran Duomo, aunque en su imaginación más que la brillante estructura ideaba por Giotto y Brunelleschi, había seguido el ideal platónico. Era la perfección absoluta.
Guardó la receta en un nicho del baptisterio, donde el agua de una fuente con forma de rocalla que manaba del desagradable rostro de piedra del prometido de Ginevra, se había tornado de color rojo.
Porque en su mente solo había sangre.
En la Via del Pecore, cerca del gueto de los judíos y de los edificios de inquilinos donde abundaban las prostitutas, y que sin embargo estaba cerca del Baptisterio y de la gran catedral de Santa Maria del Fiore (conocida como el Duomo) había un cartel de aviso colgado de un poste. Una diadema de antorchas iluminaba la proclama:
Sus magníficas y poderosas señorías, etc., ordenan y proclaman que a través de varios ciudadanos de Florencia han sabido que va a tener lugar una armeggeria montada, en la ciudad de Florencia, lo que supone una gran reunión de caballos y jinetes; y que si por cualquier causa ocurriera un accidente en el que una persona, fuera cual fuera su estatus o condición, se viera herida o muerta o aplastada de alguna forma por los mencionados armeggiatori con sus lanzas o sus caballos, durante el día de Pascua en la ciudad de Florencia; ningún oficial ni funcionario de la comuna de Florencia será competente para procesar o iniciar un proceso en contra de ellos en ninguna forma. Así ha sido decidido y proclamado por su Señoría.Leonardo no prestó atención a la proclama, al menos, no mucha más que, simplemente, notar su existencia, ya que tales avisos se colgaban siempre en los postes de las calles en los días santos o festivales, cuando las brigadas cabalgaban con total libertad. Aunque Leonardo y sus amigos habían abandonado ya la procesión de los Pazzi, apenas podían abrirse paso para ir directamente hacia el Duomo.
Las abarrotadas calles y los callejones alrededor de la Via dei Servi hedían a estiércol, y cientos de devotos de los Medici cabalgaban en armeggeria. La procesión de los Medici procedía de la dirección opuesta a la de los Pazzi, y avanzaba lentamente hacia la catedral. Aquella procesión estaba compuesta por unidades de no más de doce hombres, doce, el número de los Apóstoles, tal y como requería la ley.
La función de una armeggeria era demostrar el poder de las brigadas. A menudo, un enfrentamiento entre brigadas de familias enemigas convertía el festival en una batalla. Sin embargo, había más posibilidades de que cualquier persona que pasara cerca resultara aplastada o derribada al suelo, que de que cualesquiera de los maeses que peleaban resultara herido. Todos los herederos de las grandes familias que apoyaban a los Medici, los Neroni, los Pandolfini, los Acciaiuoli, los Alberti, los Rucellai y los Alamanni entre otros habían salido con todas sus galas, luciendo los colores de los Medici. Y Lorenzo y Giuliano, los grandes señores de todas las brigadas, también iban a caballo. Cabalgaban a lomos de idénticos caballos grises, obsequio del rey Ferrante de Nápoles.
Una guardia de la procesión de los Pazzi llegó de avanzadilla, lo que indicó que el resto del grupo pronto llegaría desde el sur y se empezarían a oír sus trompetas tocadas por filas de jóvenes pajes.
—Es posible que Sandro se haya puesto en peligro al cabalgar con la procesión de los Pazzi —dijo Leonardo a Zoroastro mientras se acercaban a la catedral—. Es amigo cercano de los Medici y le pondrá en un compromiso. No me gusta nada, y Ginevra me preocupa especialmente. Espero que su magnificencia pueda controlar a sus hombres, porque estoy seguro de que esta noche les gustaría derramar sangre Pazzi.
—En Pascua, Dios no lo permita —dijo Zoroastro.
—No estaba al tanto de tu sensibilidad religiosa, Zoroastro —dijo Leonardo cargado de sarcasmo.
—Muy pocos saben que soy un hombre profundamente espiritual —respondió Zoroastro. Su leve sonrisa pasó desapercibida en la oscuridad.
—Creo que las reliquias nos protegerán porque, al menos, tanto los Medici como los Pazzi respetan la santidad de esos objetos. —Leonardo aflojó la mano que agarraba el brazo de Niccolò—. No quiero tener que andar buscándote en medio de esta multitud —le dijo al muchacho—. Tienes que quedarte cerca de nosotros. ¿Entendido? —Niccolò asintió bruscamente, pero su atención estaba fija en las brigadas y en la impresionante presencia de los compañeros de la noche, frailes dominicos vestidos de oscuro, que ostentaban el informal pero odiado título de inquisitore y que contaban con el apoyo de los Medici. Las brigadas de soldados habían sido lujosamente equipadas con dinero de los Medici, con armaduras de rojo terciopelo y oro. Las lanzas y las espadas brillaban a la luz de las antorchas. Los caballos iban cubiertos con paño de los mismos colores que sus jinetes. Más de cincuenta portadores de antorchas, que lucían damasco azul y túnicas cortas adornadas con las palle de los Medici, caminaban en vanguardia y en retaguardia de las brigadas, a cuya cabeza cabalgan Lorenzo y Giuliano. Giuliano, hermoso como siempre, iba vestido de plata de arriba a abajo, con un peto de seda bordado con perlas e hilo de plata y un rubí gigante en su tocado. Su hermano Lorenzo, por el contrario, que quizá no fuera tan hermoso, con su imponente presencia dominaba la procesión, llevaba una armadura ligera sobre las mismas ropas sencillas que había lucido en la fiesta, y una larga capa de terciopelo con un emblema de lirios y palle, y la inscripción Le temps revient. Sin embargo, como concesión a la pompa y la ceremonia de la ocasión, también cargaba con su afamado escudo en el cual iba incrustado Il Libro, el enorme diamante de los Medici que se calculaba podía llegar a costar veinticinco mil ducados. Estaba incrustado debajo del emblema heráldico de los Medici, con sus cinco bolas y las tres flores de lis; un honor concedido por Luis, rey de Francia, al abuelo de Lorenzo.
Delante de los Medici marchaba una falange de sacerdotes vestidos de blanco, canónigos, capellanes, monaguillos, trompeteros municipales y cofradías de penitentes, que se arremolinaban alrededor de una carroza cubierta con el damasco blanco más puro, y sobre la cual descansaba la imagen de una santa: un cuadro. Multitud de artesanos, jornaleros, pequeños comerciantes, campesinos y señores gritaban «¡Misericordia!», y rezaban por el perdón de sus pecados al paso del carruaje.
—Es Nuestra Señora de Impruneta —dijo Zoroastro refiriéndose a la sagrada imagen que los dominicos transportaban en una litera—. Es conocida por sus muchos milagros. Los Medici deben estar muy necesitados de su ayuda para haberla traído desde su iglesia en el campo.
La iglesia en cuestión, afirmaba que la había pintado San Lucas en persona, y que este no había negado que la imagen pudiera afectar al clima de forma milagrosa. Los habitantes de Florencia adoraban a Nuestra Señora de Impruneta, porque ella era la manifestación del amor de Dios; un milagro tangible ante ellos. Tenían una prueba absoluta del poder milagroso de la imagen: nunca había llovido cuando la Impruneta había salido en procesión. Desde luego, Dios nunca permitiría que sus lágrimas cayeran sobre la imagen sagrada.
Pero cuando Zoroastro aún no había terminado de hablar, empezó a lloviznar, y pronto cayó un aguacero. Súbitamente se hizo el silencio, seguido al instante por un murmullo nervioso de miles de hombres y mujeres susurrando, como si temieran que alguien les escuchara. Entonces empezaron los gritos; la multitud empezaba a dejarse llevar por el pánico. Los espectadores corrían a refugiarse bajo los arcos, los tejados y las entradas; las piedras del pavimento brillaban como un río que reflejaba la luz temblorosa de las antorchas. Los que iban en la procesión miraron a su alrededor, como si de pronto hubieran perdido toda autoridad, aunque Lorenzo y Giuliano intentaban tranquilizarlos y les instaban a mantener la calma en sus corazones.
Después de refugiarse bajo un arco con Leonardo y Niccolò, Zoroastro habló casi sin aliento:
—Es un mal presagio.
—Eso es una tontería —dijo Niccolò, pero miró a Leonardo como esperando que confirmara que pensaba igual que él.
—El muchacho tiene razón —dijo Leonardo—. No es más que una casualidad, aunque una muy desafortunada para los Medici esta noche.
—Creo que Nuestra Señora se niega a ser utilizada para los fines egoístas de los Medici —dijo Zoroastro—. Esta es la noche de los Pazzi.
—Hablas de ese cuadro como si fuera la Virgen en persona —replicó Leonardo—. Crees que la imagen es más real que la vida misma, como cualquier campesino. Un cuadro no puede ver, ni sentir, ni cambiar el clima. Si pudiera, yo sería un taumaturgo respetado y bien pagado, en vez de ser un pintor pobre. —Estaba siendo demasiado duro con su amigo y trató de contenerse.
—Más blasfemias del que todo lo sabe —replicó sarcástico Zoroastro. Sin embargo, no estaba enfadado, simplemente estaba interpretando otro papel, quizá para esconder sus sentimientos más profundos. Y habló en voz muy baja mientras permanecía quieto como una roca—. Para ser un hombre que ha convertido el pincel y los pigmentos en los únicos objetos dignos de adoración, no me sorprende que encuentres dificultades en encontrar el camino hacia la verdad de Cristo. Creo que has pasado demasiado tiempo con Toscanelli y esos judíos que viven en el distrito de las putas.
—El maestro Toscanelli va a misa y toma la Sagrada Forma todos los días —intervino Niccolò—. ¿Siempre identificáis las ideas originales con la blasfemia?
Leonardo sonrió un breve momento.
—Mantengo que los libros sagrados son la única verdad suprema —explicó en voz baja—. Pero debo confesar que no tomo muy en serio los inventos de los frailes, que se ganan la vida a costa de los restos de santos muertos. No gastan más que palabras y, sin embargo, reciben grandes regalos porque afirman que tienen el poder de hacer llegar al Paraíso a almas sensibles como tú.
—Recuerda esas palabras en tu lecho de muerte, Leonardo. —Mientras Zoroastro hablaba, una pelea se desató en la calle. Algunos jóvenes habían tirado de su caballo a uno de los armeggiatori de los Medici. Lorenzo entró de lleno en la trifulca. Rodeó a los soldados y a su caballero caído, que era un líder de brigada, y gritó, tanto a los espectadores como a los armeggiatori, que la desgracia caería sobre toda la ciudad y sus habitantes si se derramaba sangre en presencia de Nuestra Señora.
Mientras Leonardo observaba la pelea empezó a preocuparse por la procesión de los Pazzi, que estaba a punto de llegar, parecía inevitable que fuera a haber problemas. Y Ginevra y Sandro se verían atrapados justo en medio. Lorenzo y Giuliano, su hermano, estaban distrayendo a la multitud. Mandaron llamar a todas las carrozas, que se suponía debían ir cubiertas por un velo, y las colocaron delante del populacho para infundirle temor y entretenerlo después de que la paloma volara sobre la piazza.
Los carros ornamentados aparecieron como de la nada aunque, por supuesto, habían estado estratégicamente escondidos hasta aquel momento. Mientras sus encargados los llevaban hasta la piazza, los jornaleros retiraban las telas negras para dejar a la vista las impresionantemente modeladas obras de arte, algunas de las cuales habían sido ideadas y construidas en el taller de Verrocchio. Había carrozas recubiertas de velas que simbolizaban todas las Estaciones de la Cruz con tanto detalle que parecían reales; carrozas decoradas con escenas y símbolos religiosos y florentinos; un dernier cri que medía más de dieciocho metros de altura con un corazón sangrante y en llamas sobre su trionfo; y una plataforma que transportaba tres vasijas de cristal del tamaño de un hombre: una estaba llena de un líquido del color de la sangre, otra iba medio llena, y la otra estaba vacía. La vasija completamente llena simbolizaba el Nuevo Testamento, la medio llena era el Viejo Testamento, y la vacía hacía referencia al fin del mundo. Todo esto estaba inspirado en el Libro de Isaías, menos las tres hermosas jóvenes que permanecían de pie en la carroza. Envueltas en telas de seda, sus cabellos tocados con coronas, sujetaban en sus manos antorchas y alabardas con forma de cruz: eran tres encarnaciones de la diosa Pallas. Pero la carroza que más llamaba la atención de la multitud era la enorme estatua de Nuestra Señora de Impruneta, que la representaba exactamente igual a como era en el sagrado y mágico cuadro.
—Nuestra Señora tiene todo el aspecto de ser una obra tuya, Leonardo —dijo Zoroastro.
—Mía y de otros muchos.
Y justo entonces el aguacero se convirtió en una fina llovizna que luego se detuvo, como si la gran estatua de la Madonna a la que acababan de descubrir hubiera obrado un milagro.
La multitud aplaudió mientras gritaba «Miracolo... in nomine Patris, et Fili, et Spiritus Sancti. Amen». Algunas personas cayeron al suelo, llorando; daban las gracias a Dios y a la santa Madonna. La tensión desapareció dejando tan solo aquel olor a humedad que inundaba las calles después de la lluvia. Leonardo también estaba aliviado, porque Ginevra y Sandro podrían llegar hasta la catedral sanos y salvos.
—Bien, maestro Leonardo —dijo Niccolò—, parece ser que eres un tau...—Hizo una pausa mientras intentaba averiguar cómo completar la palabra.
—Taumaturgo —dijo Leonardo—. Deriva de las palabras griegas thauma, que significa «milagro»; y ergon, que significa «trabajo». ¿El viejo Toscanelli no te ha enseñado nada?
—Lo que está claro es que el maestro Toscanelli le ha enseñado a blasfemar —añadió Zoroastro.
—Eso es algo que diría el señor Nicolini —replicó Niccolò a Zoroastro.
Leonardo no pudo evitar reír.
—¿No crees que ha sido Nuestra Señora la que ha hecho que cesara la lluvia? —preguntó Zoroastro a Niccolò—. Lo has visto con tus propios ojos.
—No, no lo creo —respondió Niccolò.
—¿Por qué? ¿No te han dado una educación religiosa adecuada? —preguntó Zoroastro.
—Mi madre es muy religiosa. Escribe poemas excelentes sobre el tema. Pero yo no creo en Dios.
—Yo tampoco, hijo —respondió Zoroastro. Unas palabras que apenas sorprendieron a Leonardo.
Y con un atronar de trompetas, la procesión de los Pazzi anunció su presencia.
Leonardo buscó el carruaje de Ginevra.
En ese mismo instante, las calles parecieron estar salpicadas de sangre, porque las antorchas de miles y miles de penitentes, tanto Pazzi como Medici, brillaban con extraordinaria fuerza como si las sagradas piedras de la tumba de Cristo hubieran alimentado un fuego más potente e intenso.
Leonardo había visto a Ginevra y a Sandro, pero ellos no habían podido oír sus gritos porque estaban demasiado lejos. Así que Leonardo esperó al lado del carruaje, en una esquina de la piazza abarrotada y engalanada con flores. Leonardo utilizó a la muchedumbre para disimular su presencia, ya que numerosos hombres armados que lucían los colores de la familia Nicolini guardaban el carruaje. Su plan era interceptar a Ginevra cuando volviera del espectáculo de fuegos artificiales. El joven Machiavelli deseaba ir con Zoroastro, que tenía la intención de acercarse al carro de los fuegos artificiales todo lo que pudiera, pero Leonardo temía que el muchacho resultara herido.
La catedral se alzaba hacia el oscuro y nublado cielo como una montaña, con sus acantilados de mármol, tejados, capiteles, agujas y contrafuertes; sus capillas, cúpulas, ábsides y tribunas; tan oscuros y plagados de sombras como los de la arquitectura de los sueños de Leonardo. Transcurría la misa mayor y todo el mundo guardaba silencio. Se podía oír el paternoster a través de las puertas abiertas.
Después el santo sacramento. «Agnus Dei, qui tollis peccata mundi; miserere nobis». Las masas que abarrotaban la piazza rezaban; arrodillados algunos, mientras otros observaban curiosos, a la espera de que el gran misterio y el milagro de la Resurrección se desplegarán de nuevo ante ellos. El coro cantó, y las palabras y la melodía se colaron por las ventanas y las puertas, y las mismas piedras, al igual que el tradicional perfume a incienso: mirra, casia, nardo, azafrán, estoraque y especias.
Entonces hubo un griterío que tuvo su eco entre la multitud, y hombres y mujeres jóvenes, vestidos a la última, pertenecientes a las ricas y aristocráticas familias de Florencia, salieron de la iglesia y corrieron hacia las escaleras perfiladas de negro. Los seguían la mayoría de los ciudadanos de Florencia, que llenaron las escaleras en busca del mejor sitio para observar el colorido espectáculo pirotécnico.
Y Ginevra también encontró su sitio en los escalones, con Nicolini a su derecha y Sandro a su izquierda... o eso pensó Leonardo, pues apenas pudo atisbarlos antes de que se perdieran entre la multitud al descender las escaleras.
—Es la hora —dijo Leonardo a Niccolò—. Ahora verás los fuegos. —Aunque Leonardo no podía verlo desde donde se encontraba, el arzobispo prendió fuego a los cohetes escondidos dentro de una paloma hecha con papel maché. Un cable especial atravesaba toda la plaza, desde la puerta de la catedral. La paloma en llamas recorrería todo el cable para ir a parar a un nido de satén lleno de fuegos artificiales, y así traería otro año de buena fortuna a los miles de fieles espectadores.
De pronto, el pájaro, envuelto en llamas rojas y amarillas y un humo muy negro, salió disparado por la puerta. Todos los que estaban en las inmediaciones se agacharon y gritaron a su paso. Su luz era tan intensa que, por un instante, Leonardo no pudo ver más que las imágenes residuales rojas que persistían en el aire como nubes de color pastel y que veía allí donde fijaba la mirada.
Hubo una gran aclamación, que enseguida se convirtió en gritos de terror cuando el cable se partió. Cuando el pájaro, estaba a punto de llegar al nido, cayó sobre un carro donde, apilados como cañones sobre una cama de planchas, estaban todos los cohetes y fuegos artificiales que se iban a emplear durante el festival. Mientras seguía ardiendo, las alas del pájaro se partieron, se encogieron y se arrugaron hasta convertirse en carbón.
En cuestión de segundos, los fuegos artificiales del carro empezaron a arder y hubo una explosión atronadora, seguido de un staccato, mientras la pólvora de un cilindro, tras otro, comenzaba a arder. El carro entero saltó por los aires, arrojando cientos de cohetes, que explotaban y salían disparados en todas direcciones. Las explosiones iluminaron la iglesia con una fosforescencia blanca, roja, azul eléctrico y verde brillante; miles de profundas y recortadas sombras bailaron una danza frívola por las paredes. Los cohetes se estrellaron contra los muros y las ventanas emplomadas, para explotar en forma de coloridos ramilletes de flores seguidos de un estruendo como de cañón. Las chispas rebotaban en el suelo de la piazza, bañando de fuego a los frenéticos e histéricos espectadores. Las ropas de los niños comenzaban a arder ante los aterrorizados esfuerzos de sus madres por apagar el fuego. Un hombre obeso ataviado con una burda levita recibió el impacto de un cohete en el pecho. Una explosión de chispas y llamas iluminó su danza de la muerte. Todo era ruido y luminosidad cegadora. Los cohetes aterrizaban en los tejados de los edificios cercanos, que comenzaron a arder. El fuego llegó a la balconada de un segundo piso, y los toldos teñidos de colores festivos cayeron ardiendo sobre la muchedumbre. El hedor acre de la brea mezclado con el dulce residuo del incienso inundó el aire.
Leonardo se lanzó hacia la abarrotada piazza. Gritó el nombre de Ginevra y, como si le estuvieran respondiendo, cientos de personas le gritaron mientras tiraba de ellos, daba empujones, agarraba y arañaba, abriéndose paso hacia el Duomo. Aquellos que corrían aterrorizados, como animales atrapados sin razón en el incendio de un bosque, le golpearon al pasar, pero Leonardo no sintió nada. Parecía estar soñando que estaba atrapado en un oscuro océano de melaza. Sus movimientos eran lentos y pesados, y parecía estar a punto de detenerse en seco, como un reloj que se hubiera quedado sin cuerda.
Niccolò lo llamó.
Leonardo le había dicho que se quedara junto a los carruajes... ¿o no?
Mientras se agachaba ante la siguiente batería de cohetes, rezaba y corría en busca de refugio, siguió buscando a Ginevra. Avanzó encorvado, preparado para echarse al suelo en caso necesario. Tropezó con una mujer arrodillada en el suelo de la piazza; estaba rezando, y al parecer no se había percatado de los cohetes ni de los cuerpos que chocaban y caían a su alrededor. Las bandas de ladrones de bolsas y carteristas se arrastraban, aprovechando el caos de fuego, para arrancar los anillos y las joyas de los caídos y de los cuerpos que se encogían en el suelo. Daban patadas y puñetazos, y a veces acuchillaban a los pobres desafortunados que se resistían. Un ladrón, con una cicatriz desde la boca hasta la mejilla, apuntó a Leonardo con su espada, pero enseguida se retiró al ver que Leonardo también había desenfundado la suya.
Leonardo tenía que encontrar a Ginevra. No había nada más importante. Si hubiera sido necesario le habría rajado el estómago a aquel estúpido delincuente.
Los fuegos de artificio seguían explotando estrepitosamente, arrojando chispas y llamas en todas direcciones. Leonardo siguió buscando frenéticamente, y por fin encontró a Ginevra y a Sandro parapetados detrás de unos cuantos carros de venta ambulante volcados. Ella temblaba y lloraba; Sandro la abrazaba protector, aunque en medio de aquella luz de antorchas y fluorescentes explosiones de cohetes, su rostro estaba pálido.
—Ginevra, estaba tan preocupado por ti —dijo Leonardo. Saludó a Sandro con la cabeza y le tocó suavemente el hombro.
—Tienes que marcharte ahora mismo —dijo Ginevra. Había recuperado el control de sus sentimientos, como si acabara de derrotar a algún terrible demonio interior. Había dejado de temblar y las lágrimas se mezclaron con el sudor que brillaba en su rostro.
—Vamos. Sandro y yo te sacaremos de aquí.
—No —replicó ella, mirando a Leonardo pero evitando sus ojos—. Déjame en paz, por favor.
—Sandro, ella no puede quedarse aquí —dijo Leonardo.
—Mi prometido llegará enseguida —dijo Ginevra—. ¡Déjame en paz, por favor!
—¿Tu prometido? —gritó Leonardo—. Maldito sea tu prometido, ese puttaniere apestoso.
—Así que ahora crees que soy una puta —dijo ella. Luego se giró hacia Sandro—. Tiene que marcharse. —Sandro miró nerviosamente a Ginevra, y después a Leonardo.
—No le tengo miedo a tu... prometido.
—Esa no es la cuestión —dijo Ginevra—. He tomado una decisión. Voy a casarme con maese Nicolini.
—Por miedo —dijo Leonardo acercándose a ella. Se le había deshecho la trenza y algunos mechones del largo cabello rojo se pegaban a su rostro oscuro y resoluto.
Y, sin embargo, parecía tan vulnerable; y Leonardo la anhelaba, por su vulnerabilidad, que lo excitaba sobremanera.
Aquella piazza se había convertido en un horno. Las campanas doblaban mientras los ciudadanos corrían a sofocar los fuegos desatados en los tejados que podían amenazar a toda Florencia.
—Es cierto que ha sido una decisión tomada a la fuerza —dijo Ginevra—. Pero es mi decisión. Y puedo asegurarte que es fruto de la lógica y no del miedo. Has humillado a maese Nicolini... y a mí. De hecho, tu actitud egoísta, egocéntrica y celosa ha humillado a toda mi familia y ha hecho que todos sepan que éramos amantes.
—¡Lo somos!
—Lo éramos. —Inspiró profundamente y añadió sin mirar a Leonardo a la cara—: Es irónico que le hayas llamado a él putero, tú, que por tu actitud me has hecho parecer una puta ante todos.
—Exageras, yo...
—Le has humillado con las entrañas de un cerdo.
—Me amenazó —dijo Leonardo—. Cuando le pidió a Sandro que te sacara para que pudieras tomar el aire. También amenazó con encerrarte.
—Si me amaras, habrías escuchado sus amenazas, y no me habrías puesto en peligro a mí también.—Leonardo puso su mano sobre la de ella. Estaba fría, y ella no la retiró. Pero aquel gesto no la excitó, Leonardo pudo notarlo. Ginevra era como una piedra.
—Sandro —dijo Leonardo, haciendo ver a su amigo que deseaba tener un poco de intimidad.
Sandro asintió, parecía aliviado. Se levantó y se alejó de ellos.
Las explosiones se habían detenido. Solo quedaban los gritos y los lamentos... y el chasquido de cien mil lenguas de fuego.
—Ha hecho que nos espiaran —dijo Leonardo.
—Me lo ha contado todo, Leonardo —replicó Ginevra mirando al frente, como si estuviera ciega—. Es muy honesto.
—Ah, así que lo absuelves de todo lo demás porque es honesto, ¿eh?
—Me ha dicho que sabe que hicimos el amor en el taller del maestro Verrocchio. Somos nosotros los que necesitamos la absolución.
—¿Nosotros? —dijo Leonardo furioso—. Se ha apoderado de ti por la fuerza, Ginevra, —y la imagen de Nicolini violándola sobre las sábanas color escarlata le vino a la mente una vez más—. Y no podrás resistirte con argucias. Es más fuerte que tú. Te obligará a que te cases con él.
—Soy suya, Leonardo.
—Pero hace unas horas eras mía.
Entonces ella le miró con superioridad.
—Estoy decidida.
—Voy a contarle a tu padre lo que estás dispuesta a hacer por su causa. Él nunca permitirá ese matrimonio.
—Leonardo —dijo Ginevra casi en un susurro—, está hecho. Se acabó. Lo siento...
—No debes permitir que esto ocurra. Hay otra forma...
—Tiene que ser de esta forma —dijo Ginevra. Su voz tembló ligeramente, pero siguió mirando al frente.
—Tu familia podrá arreglárselas.
Ginevra no respondió.
—Mírame a los ojos y dime que no me amas —dijo Leonardo, tomándola suavemente por los hombros y haciendo que girara hacia él. Le estaba costando mantener las distancias con ella. Podía oler el perfume de su cabello. Pero ella estaba tan distante como el lucernario del Duomo estaba sobre él. Por lo menos, había conseguido que ella lo mirara directamente—. Me amas —dijo.
—Voy a casarme con maese Nicolini, y sí, te amo. Pero eso no importa ahora.
—¿Que no importa...? —Leonardo intentó abrazarla, pero ella se lo impidió. Al tocarla sintió que Ginevra estaba fría.
—Ya me he decidido —dijo ella en voz baja—. Ahora, por favor, déjanos.
—No puedo. Te amo. —Leonardo se sintió mareado, como si estuviera a bordo de un barco atrapado en una tormenta, sintió que su estómago se removía y le ardía la garganta como si hubiera tragado lejía. Captó la desesperación que encerraba su propia voz, pero no pudo controlarla. Aquello era una pesadilla. No podía ser real. Ella lo amaba, lo único que él tenía que hacer era quebrar su determinación. Era como si estuviera experimentando un déjà vu. Sabía lo que iba a ocurrir a continuación, porque conocía a Ginevra; y los siguientes terribles instantes serían tan determinantes cual planetas girando en sus cristalinas órbitas celestiales.
—Si decides interponerte y haces daño a mi familia, te despreciaré —dijo Ginevra—. Me he entregado a maese Nicolini. Con el tiempo, lo amaré. Si realmente sientes por mí lo que yo creo que sientes, entonces, por favor, déjame en paz.
—No puedo —dijo Leonardo. Le dolía la mandíbula, y se dio cuenta de que la tenía apretada con fuerza.
Una vez más, ella tembló, pero reunió fuerzas para mirar a Leonardo a los ojos.
—No dejaré que mi padre caiga en la bancarrota, y que por las calles y la Signoria cuelguen pitture infamati acerca él. —Era la costumbre que imágenes de empresarios en bancarrota, traidores y perjuros colgaran en lugares públicos y fueran profanadas con escupitajos, heces y todo tipo de pintadas—. Leonardo —susurró—, no puedes alejarme de mi destino. Tienes que dejarme y olvidarte de mí, porque bajo ninguna circunstancia me casaré contigo, nunca.
—Detén esto ahora —insistió Leonardo—, y todo se olvidará en un año. Te lo prometo. No importa lo seria que sea esa deuda, tu familia no caerá en la bancarrota. Lo peor que...
—Lo peor que puede pasar es que nos convirtamos en mendigos. El deshonor no se olvida nunca. Nosotros, tú y yo, hemos deshonrado a mi familia. Juré sobre la sagrada tumba de mi madre y por la vida de mi padre que jamás volvería a hacerlo. Y eso, Leonardo, es más fuerte que mi amor por ti.
—Ginevra —dijo Leonardo casi suplicante—, esto no era más que una estratagema para que tu padre pudiera seguir siendo solvente.
—Pero ahora es una cuestión de honor.
—Y el honor está por encima del amor y de la gratificación sensual —dijo Nicolini, que acababa de llegar. Era como una aparición que iba al lado de Sandro, vestido con los colores de los Pazzi, azul y oro, con un jubón de damasco azul y un largo faldón de terciopelo con marsopas heráldicas bordadas en hilo de oro. Estaba transpirando, su pelo aplastado por el sudor. Pero un hombre de la delicada posición social de Nicolini, situado muy cerca de las familias patricias de más alto rango de la ciudad, aceptaría la incomodidad de llevar unas ropas tan ricas, pesadas y emblemáticas, fuera cual fuera el clima, si así podía impresionar a la familia que pretendía cortejar. Extendió las manos hacia Ginevra y añadió—: Cuando se ha desatado el acontecimiento de mal agüero, me he vuelto loco buscándote. Gracias a Dios que estás bien, madonna. —Estrechó las manos de Ginevra y la ayudó a incorporarse. Luego miró a Leonardo, al parecer sin malicia alguna, porque ya había ganado el premio: Ginevra.
—¿Pero cómo podéis mantener vuestro honor cuando sabéis que madonna Ginevra me ama? —preguntó Leonardo, provocándole para que desenfundara la espada—. ¿Cuando sabéis que me estaba haciendo el amor mientras vos estabais en el piso de arriba?
Ginevra le dio la espalda, y Nicolini se interpuso entre ella y Leonardo.
—El honor se manifiesta mediante apariencias —dijo Nicolini con frialdad, sin responder al desafío—, porque ¿acaso las apariencias no abundan en esta sociedad nuestra? ¿Acaso un gran señor no se dirige cortésmente a un inferior como si los dos estuvieran al mismo nivel? Humilitas seu curialitas, si recordáis vuestro latín, joven señor. Pero desde luego, no están al mismo nivel. Así es como la sociedad se comporta de manera civilizada y se mantiene a sí misma.
—Las mentiras funcionan tan bien como las verdades —dijo Leonardo, sintiendo que le ardía el rostro como si se le estuviera escaldando al vapor—. Y a vos no os importa de qué lado cae la moneda.
—Quizá yo también soy un prestidigitador, igual que vos... o incluso mejor, un alquimista. Porque, veréis, maestro Leonardo —dijo en un susurro—, voy a convertir en amor, el respeto y la cortesía de madonna Ginevra. —Entonces miró a Ginevra y añadió—: Si Ginevra consiente en abrir su yo más íntimo a mis afectos.
Ginevra bajó los ojos, humillada.
A Leonardo no le pasó desapercibida la insinuación de Nicolini, y desenfundó su espada. Los guardias de Nicolini no estaban cerca; sería una lucha justa.
—¡Leonardo, no! —gritó Sandro.
Pero fue Ginevra la que hizo que Leonardo recapacitara, porque dejó clara su preferencia cuando alejó a Nicolini, tirando de su manga como si fuera un niño caprichoso, y dejó a Leonardo solo en medio de la calle.
Nicolini se detuvo y se volvió hacia Leonardo.
—No necesito guardaespaldas que me protejan de vuestro estoque, joven señor. Pero, por favor, haced como os pide madonna, por ella y por vos mismo. —Y dicho esto, se llevó a Ginevra lejos de Leonardo, más allá de las barricadas hacia la abarrotada piazza. Leonardo se quedó donde estaba, con la espada en la mano, como si se hubiera quedado helado.
—Vamos —dijo Sandro—, vayamos a la Esquina del Diablo. Un trago nos vendrá bien... y podremos hablar.
Leonardo no respondió. Miró a las miles de personas que los rodeaban y que arrodilladas observaban la litera que había transportado el cuadro original y sagrado de Nuestra Señora de Impruneta. Un predicador estaba dando un sermón subido a la plataforma, como si fueran un púlpito; y sostenía el cuadro contra su pecho mientras hablaba. Detrás de él, como una aparición gigantesca, emergía la estatua de papel maché de Nuestra Señora, la carroza que Leonardo había ayudado a construir. Su grandeza, agudizada por miles de antorchas ardientes que se sostenían en alto, hizo que la estatua se convirtiera en la materia del más puro y sagrado espíritu, porque, ¿cómo podía ser que una imagen tan perfecta y ejemplar estuviera hecha de simple madera, pintura y papel? Los penitentes, ricos y pobres por igual, rezaban por el perdón. Muchos sostenían crucifijos, y sus genuflexiones parecían seguir la pauta de una coreografía. Se lamentaban y gesticulaban, trataban de alcanzar la virtu del espíritu que había desaparecido..., intentando apaciguar aquella sagrada imagen, cuyas lágrimas habían caído sobre Florencia cubriéndola de infortunio.
—Leonardo —dijo Sandro—, no podrías haber vencido a Nicolini. —Leonardo se volvió hacia Sandro, como si fuera a atravesarlo con la espada que estaba destinada para Nicolini—. No es ningún tonto —continuó Sandro—. Tenía a tres hombres escondidos en las sombras detrás de mí.
—Nicco —dijo Leonardo aturdido—. ¿No te había dicho que te quedaras junto a los carruajes? ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
Niccolò desvió la mirada y no respondió.
—Dime por qué me has desobedecido —insistió Leonardo.
—No te he desobedecido, Leonardo —dijo Niccolò. No se atrevía a mirar a su maestro con sus ojos oscuros—. Pero saliste corriendo y me dejaste atrás. Yo solo pensaba en ayudarte... porque vi que había peligro.
—Perdóname —susurró Leonardo avergonzado.
El joven Machiavelli buscó la mano de Leonardo y la estrechó con fuerza, como si entendiera la naturaleza de un dolor que iba más allá de lo que él podía entender a sus años.