13 Marzocco
«Cuando la leona defiende a sus cachorros del ataque del cazador, para no tener miedo de las lanzas, baja la mirada y la fija en el suelo, de modo que no tendrá que huir y no dejará que sus cachorros acaben prisioneros.»—Leonardo da Vinci«Al separarme de ti, te dejo mi corazón.»—Guillaume de MachautAl final de esa misma semana la cara de Leonardo seguía con una hinchazón amarillenta y medio púrpura. El golpe le había abierto una herida en la piel y el médico que le había atendido le había informado de que le quedaría una cicatriz como recuerdo del incidente: sería como si le hubieran estampado en la cara un sello misterioso y profano.
Tras limpiar la herida de la espalda con vino, el médico cosió los bordes y la vendó. No era de los que creían que la naturaleza misma se encargaría de curar la herida produciendo un fluido viscoso. Insistió en que mantuvieran las ventanas cerradas y avisó a los criados de Amerigo de Benci de que Leonardo no podía comer puerros ni cebollas porque contaminaban el aire. Para los dolores de cabeza de Leonardo prescribió una pomada de olor penetrante que consistía en un pañuelo de hilo empapado en raíz de peonía mezclado con aceite de rosas; y volvía periódicamente para examinar y cambiar los vendajes. Aunque la hoja del criado de Nicolini había provocado una herida profunda, no había tocado ningún órgano vital.
Y así Leonardo fue recuperándose en el Palazzo de Benci.
Ginevra se había marchado para vivir en el castillo de Nicolini, como su esposa.
A Leonardo le subió la fiebre, y le ardía la espalda igual que si estuviera tumbado encima de un atizador que hubiera estado en contacto con el fuego. Soñó con Sandro y con Niccolò, pero, curiosamente, no con Ginevra. Ella no aparecía en sus pensamientos, era como si hubiera abandonado la catedral de Leonardo para instalarse en el castillo de Nicolini. Leonardo se sentía como si le estuvieran azotando, del modo en que lo hacen aquellos que en las procesiones seguían a la Muerte flagelándose a sí mismos, o a quienes se reclamaba de la muerte y resucitaban, o a los que hablaban con la Virgen y bebían con Cristo... Aquellos que desaparecían del mundo y los vaciaban de la enfermedad, del dolor, del amor y del cariño, y de sus ardientes corazones. Soñó que caminaba por las diversas estancias de su catedral de la memoria, pero estaban vacías y oscuras, todas y cada una de ellas; excepto una habitación, una habitación maldita, iluminada con velas que contenía un sarcófago, su propio sarcófago. Allí yacía muerto, descompuesto hasta convertirse en cenizas húmedas; tenía la terrorífica sensación de que se había alzado de la muerte, como Cristo, pero que estaba tan vacío como una calabaza en invierno. Soñó que flotaba en un mar blanco, las olas eran ondulantes sábanas de lino, y el magnífico océano era un colchón de plumas.
Se despertó sobresaltado, jadeando, sacudiendo los brazos como si se ahogara. Estaba oscuro. Una lámpara brillaba como un ojo salvaje despidiendo un olor a aceite que se mezclaba con el hedor a fiebre del propio Leonardo; una sola vela ardía en un aplique en la pared, justo enfrente de las pesadas cortinas.
Amerigo de Benci estaba de pie ante la enorme cama con cuatro columnas, con aspecto de cadáver, como un espectro. Su amable pero tenso rostro revelaba esas nobles facciones que habían alcanzado la perfección en Ginevra: ojos de párpados pesados, boca carnosa, y cabello rizado; la nariz alargada pero plana. Suspiró con alivio y dijo:
—Gracias, Cristo bendito. —Y se santiguó.
—Tengo sed —dijo Leonardo con la voz apagada.
Amerigo le sirvió un poco de agua de un vaso que descansaba sobre la mesa al lado de una palangana para lavarse.
—Te pondrás bien ahora que ya has sudado. Los médicos me lo han dicho.
Leonardo bebió y preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Más de quince días —dijo Amerigo retirando el vaso—. Llamaré a tu amigo Botticelli y al joven Machiavelli. Están cenando en el piso de abajo, en la cocina. No se han movido de tu lado en todo el tiempo que has tenido la fiebre.
—Os agradecería que los llamarais, porque no deseo permanecer aquí —susurró Leonardo. Intentó levantarse, pero enseguida se mareó.
—Estás muy enfermo... Estábamos muy preocupados, Leonardo —dijo Amerigo sin moverse de su lado, como si tuviera ganas de hablar y fuera reticente a moverse—. Tu padre ha preguntado por ti.
—¿Ha estado aquí? —preguntó Leonardo, sorprendido.
—No... Lo han llamado a Pisa por algún asunto para la podesta. Esperamos que vuelva pronto.
Leonardo no respondió.
—Leonardo, todo fue por mi culpa —dijo Amerigo.
—Basta, Amerigo. Nunca es culpa de una sola persona.
—Pero no quiero que culpes a Ginevra. Ella me suplicó que la entregara a ti en vez de a Nicolini.
—Podría haberse negado —dijo Leonardo.
—Soy su padre.
Agotado, Leonardo le dio la espalda a su amigo. Fue entonces cuando Amerigo consiguió decir:
—No, Leonardo. Me temo que no tenía otra opción.
Leonardo se miró en el lavamanos que había al lado de su cama: la cicatriz de su rostro seguía siendo un verdugón rojizo, un estigma de su locura. Podía oír el golpeteo amortiguado del martillo y el cincel de la bottega de Verrocchio, que estaba muy animada por el trabajo. El capataz Francesco estaba trabajando con los aprendices por turnos, y Andrea se afanaba a todas horas, parecía que no dormía nunca. Había demasiado trabajo por hacer; el plazo de entrega de los muchos encargos de Andrea había pasado ya, al igual que la fecha de pago de sus facturas. Exhausto y cubierto de polvo, últimamente tenía más el aspecto de un cantero que de maestro de una gran bottega.
Y los días y los meses que estaban por llegar prometían aún más trabajo y tumulto, porque Andrea había aceptado tres nuevos aprendices y otro encargo más de Lorenzo para ejecutar un relieve en terracota de la Resurrección.
Niccolò, por supuesto, afirmaba que los nuevos aprendices no tenían talento.
—Ni siquiera los gatos están a salvo con ellos —dijo a Leonardo—. Cogieron a Bianca, la pequeña gata negra, y la dejaron caer por las escaleras.
—¿Y resultó herida?
—No, pero no me refiero a eso.
Leonardo agitó el agua y luego se pasó las manos mojadas por el pelo; no podía soportar mirar su reflejo. Al levantar los brazos todavía le dolía, porque tiraban de la piel de la espalda donde tenía la herida.
—Nicco, ¿por qué estás tan preocupado? Son solo jovencitos, estoy seguro de que signore Francesco pronto pondrá a trabajar sus ociosas manos.
Niccolò se encogió de hombros.
—¿Estás preocupado por que te envíen de vuelta porque ellos están aquí? —preguntó Leonardo.
—Son tres bocas más que hay que alimentar —dijo Niccolò.
—El maestro Toscanelli envía a Andrea dinero más que suficiente para tu comida y tu sustento. Te aseguro... que estás a salvo.
—Esta vez has resultado peor parado que cuando te caíste del cielo —comentó Niccolò.
—¿Desde que caí en desgracia? —murmuró Leonardo, pero Niccolò no pareció apreciar la ironía.
—Pueden arreglarte la cara. Me he informado al respecto.
—Así que lo has hecho, ¿eh? —replicó Leonardo, cáustico.
—Sí —dijo Niccolò—, hay un cirujano, un judío que vive cerca de San Jacopo oltr’Arno, que puede arreglar todo tipo de deformidades. Puede obrar milagros. Puede modelar la carne como si fuera barro.
—¿Y cómo hace esos milagros?
Niccolò se encogió de hombros.
—Su aprendiz me ha contado que hace poco llevaron al cirujano a un muchacho al que le faltaba parte de la nariz. Había nacido con esa deformidad, al parecer; y todos se compadecían de él porque parecía un monstruo.
—Niccolò...
—Para conseguir la impresión de la nueva nariz del muchacho, le hizo un corte en la parte superior del brazo y presionó su rostro contra él de modo que la nariz entró directamente en la herida. Ató al muchacho tan fuerte que este ni siquiera podía mover la cabeza, y así se quedó durante veinte días. Pero cuando pasó ese tiempo y cortó la nariz del brazo del muchacho, algo de carne se había quedado pegada a ella. Así que esculpió las fosas nasales con tanta habilidad que nadie sabría decir dónde fue adherida la nueva carne. Comparado con eso, Leonardo, quitarte esa cicatriz debe ser juego de niños.
—¿Y dónde has oído hablar de ese cirujano? —preguntó Leonardo interesado. Nunca había oído hablar de una técnica parecida.
—El maestro Toscanelli me mandó a él para un recado. Se llama Isaac Brancas. Recuerdo donde vive. Yo podría...
—No harás nada —dijo Leonardo muy serio—. Mi rostro sanará y quedará como quede.
—Pero Leonardo...
—Y si me queda cicatriz, que así sea. Me servirá de recordatorio para no ser tan estúpido en el futuro. —Leonardo se frotó la frente mientras pensaba: apenas sentía la carne, y la notaba fría y como si perteneciera a otra persona. Su pneuma y su espíritu se habían convertido en algo frío como el agua turbia y apestosa de aquel lavamanos. Si el frío de su corazón y sus arterias no servía como cura para la enfermedad de su alma, entonces por lo menos anulaba el dolor con gran eficacia.
Por eso se dejó llevar por sus recuerdos.
—Bien, Nicco —continuó Leonardo—, ¿no ha dicho Sandro que si no llegaba a tiempo debíamos salir sin él? —El festival del Marzocco ya había empezado; los mercados estarían a rebosar de gente—. Su principal obligación es con Il Magnifico, que probablemente lo habrá mandado llamar.
Niccolò estudió a Leonardo durante unos segundos, y dijo:
—¿Lo dices en serio? ¿Te irías sin él?
—¿Me preguntas si iría solo contigo? Claro que sí, Nicco. Eres tan buen amigo mío como Sandro. Eres como un hijo. ¿Acaso me he comportado tan mal contigo estos últimos días?
—No —dijo Niccolò rápidamente, un poco avergonzado.
—Sí que lo he hecho —dijo Leonardo—, pero eso es el pasado. Te prometo que hoy serás el centro de mi atención. Cargaremos contra las bestias más feroces y arriesgaremos nuestras vidas.
Niccolò asintió.
—¿Tantos hombres han muerto en el Marzocco?
—Basta —dijo Leonardo—. Si deseas cambiar de idea, desde luego yo...
—No, quiero ir.
—Entonces yo te llevaré. Pero lo que sé por experiencia es que puede resultar muy complicado protegerte de ciertos animales salvajes —dijo Leonardo, sonriendo ante su disimulada alusión a la inclinación de Niccolò a mezclarse con prostitutas, mujerzuelas y fregonas.
Niccolò rió, y después su rostro se tensó.
—Has asustado a todos tus amigos, Leonardo. Nos tenías muy preocupados.
—Estaré bien —respondió Leonardo.
—Sandro cree que has...
—¿Qué, Nicco?
—Que te has envenenado, como le sucedió a él con Simonetta.
—Y tú, Nicco, ¿también lo crees?
—No, no lo creo —dijo Niccolò.
—¿Por qué?
—Porque pareces muy... enfadado.
Leonardo pensó en Simonetta mientras caminaba con Niccolò por la plaza del mercado, bordeando los límites del gueto judío, y pasando justo por delante del palazzo del arzobispo. Intentó visitarla tan pronto recuperó las fuerzas; el joven sirviente de Simonetta, Luca, le había dicho que madonna estaba durmiendo y que, en cualquier caso, estaba demasiado débil como para recibir a nadie. Sin embargo, Leonardo sabía que Sandro la había visitado. La enfermedad de Simonetta estaba minando toda la energía de Sandro que, para sorpresa de Leonardo, parecía ser considerable.
Pero pronto vería a su amigo, y Leonardo tenía la intención de ofrecerle toda la ayuda que pudiera ser necesaria.
Sin embargo, eso tan solo enmascaraba su propia angustia por Simonetta. Ella era su espejo; Leonardo se había mostrado ante ella tal y como era, solo a ella. Y aunque se habían visto muy pocas veces, no podía soportar perderla.
No ahora, no después de Ginevra...
Se acercaban al Mercato Vecchio y las calles estaban tan abarrotadas que tuvieron que desviarse por callejuelas adyacentes. Incluso aquel día, los vendedores ambulantes permanecían detrás de sus puestos portátiles y voceaban sus mercancías: carne, aves de corral, frutas y verduras. Sus carteles estaban decorados con cruces crudamente dibujadas. Un vendedor estaba desplumando pollos vivos. A su lado, una mujer gruesa y casi calva asaba aves clavadas en espetones sobre un fuego que chisporroteaba a causa de la grasa; después las vendía en su mostrador improvisado, junto con pan dulce, alubias y rosquillas con miel. Ramilletes de perejil, romero, albahaca e hinojo aromatizaban las calles cubiertas de basura. Se vendían vivos aves, gatos y conejos almacenados en jaulas; un comerciante exhibía varios lobos por los cuales pedía un precio exorbitante. Pero acabaría vendiéndolos, sin ninguna duda, porque había quien deseaba imitar al primer ciudadano y ganar pública virtu instigando a sus propios animales a luchar unos contra otros. En otra calle se exhibían varios artículos sagrados y todo tipo de tallas de animales, especialmente de leones heráldicos. Aquellas figuras estaban cortadas en piedra, talladas en madera, o hechas de oro o plata. Los, extremadamente prudentes, orfebres mostraban su mercancía en aquel rincón y pagaban a soldados para que vigilaran sus productos.
Leonardo y Niccolò se abrieron paso por el laberinto de piazzas y callejones, junto a casas construidas con los restos de antiguas torres que una vez habían pertenecido a los nobles señores de la guerra, y se alzaban como muros de prisión, calentándose al sol. Pudieron oír los gritos de los ciudadanos y los aullidos de los animales antes de llegar a la plaza del mercado central. Leonardo tomó a Niccolò de la mano para que no los separase la multitud, y lucharon por abrirse paso entre el gentío.
Por fin llegaron al perímetro del Mercato Vecchio. Con cuatro iglesias en cada esquina, habían convertido la plaza en un ruedo. Los puestos de los vendedores se habían colocado apresuradamente en un estrado y habían levantado una gran tribuna que se elevaba más que algunos de los edificios más antiguos. Pendones con los emblemas del Marzocco, y los colores y los palle de los Medici, colgaban de los puntos más altos de la estructura, así como de los tejados y las torres.
—Mira eso —gritó Niccolò, el rostro ruborizado por la excitación y el miedo.
De pronto, el gentío se dividió en medio de un grito. La gente corrió hacia Leonardo y Niccolò. Los jabalíes salvajes más grandes que Leonardo había visto nunca corrían detrás de la multitud. Se habían escapado del ruedo a cargo de los armeggiatori, las cofradías patronales. Unos quince jóvenes vestidos con librea corrían detrás de los jabalíes, persiguiéndolos para atraparlos. Matarlos con presteza quizá consiguiera mitigar la vergüenza que había caído sobre ellos y sus patrones.
Los jabalíes corrían como locos: medio muertos de hambre, asustados, con espuma asomando por las fauces.
Leonardo sujetó a Niccolò con fuerza, y se abrieron paso a empujones hasta un lado de la calle. Alguien intentó golpear a Niccolò en las orejas, pero Leonardo desvió el golpe.
—Tranquilo, Nicco —dijo; y de pronto se vieron empujados hacia atrás, como por la cresta de una ola. Leonardo se las arregló para permanecer de pie y mantener un brazo alrededor de Niccolò para que el muchacho no cayera al suelo.
—Leonardo, puedo arreglármelas —dijo Niccolò mientras intentaba ver lo que ocurría por encima de las cabezas que tenía delante de él.
La multitud los empujó de nuevo y se dejaron llevar por ella. Un jabalí había destrozado a un niño de diez años antes de que uno de los jóvenes armeggiatori hiriese mortalmente a la bestia. El animal siguió embistiendo a la gente, incluso con una lanza clavada en el cuello. Leonardo pudo verlo brevemente: la boca del animal abierta, las fauces rojas a causa de su propia sangre. Giró la enorme cabeza en una dirección, y luego en otra, mientras el muchacho de la librea seguía atacando. El gruñido de la bestia sonaba tan humano que resultaba siniestro. Y por fin cayó, y sus colmillos se partieron cuando el hocico chocó contra las piedras de las calles construidas por los romanos. Otro jabalí cayó; un joven de piel hundida y amarillenta le cortó la garganta, y luego dio un salto hacia atrás, asqueado, cuando la bestia orinó y defecó sobre él en el espasmo de la muerte. Los demás jabalíes, uno de ellos ensangrentado, siguieron abriéndose camino a base de embestidas. Los armeggiatori los siguieron.
Después, los dos jabalíes y los armeggiatori desaparecieron, como si se los hubiera tragado la tierra, y el peligro pasó.
Las noticias atravesaron la multitud. Había gritos de expectación y de entusiasmo. Después, dos muchachos de librea se llevaron al niño destrozado y a su padre, cuyo rostro era una máscara sudorosa de dureza y de dolor. Enseguida el gentío volvió a dirigirse hacia la orgía de sangre, de muerte y de sacrificio que se desarrollaba en el Mercato Vecchio.
Niccolò sujetaba con fuerza la mano de Leonardo, y se dejaban llevar hacia el ruedo y la tribuna. Hombres armados con lanzas y protegidos en conchas de placas de madera móviles, similares a las de una tortuga, provocaban a los osos mientras azuzaban a los tigres y a los leopardos para que lucharan los unos contra los otros. Cadáveres con las entrañas fuera apestaban debido al calor. La plaza del mercado se había convertido en un osario, en un terrible festival que recordaba a los tiempos del Imperio romano. Setenta u ochenta bestias corrían por el ruedo, observando a la multitud, aspirando el embriagador aroma de la sangre, vigilándose y matándose mutuamente. Se habían levantado vallas en las calles y callejuelas que iban a parar a la plaza, y el agujero por el que se habían escapado los jabalíes estaba siendo reparado por dos trabajadores de aspecto asustado con los colores azul y dorado de los Pazzi.
—Han sido los armeggiatori de los Pazzi los que han perdido los jabalíes —dijo Niccolò—. ¿Crees que ha sido un accidente?
Leonardo se encogió de hombros.
—Si hubieran planeado salir a cazar en las calles, habrían colocado algunos hombres delante de los jabalíes. Y ya has visto que la valla estaba rota.
—Quizá hayan decidido arreglarla ahora, pero igual ya estaba rota. Estoy seguro de que Sandro estará contento.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Leonardo.
—Porque la deshonra caerá sobre los Pazzi —dijo Niccolò—. ¿No te has enterado de nada de lo que ha sucedido?
—Me temo que no.
—Los Pazzi y los Medici han estado luchando en las calles. Los enfrentamientos han ido a peor.
Desde luego, Leonardo había estado muy apartado del mundo.
—¿Y eso? —preguntó inquieto.
—La Santa Iglesia está de parte de los Pazzi. Pero Sandro dice que Lorenzo simplemente se niega a verlo. —De pronto, Niccolò parecía tan deprimido que Leonardo lo rodeó con un brazo. Todavía era un muchacho, aunque a menudo podía fingir a la perfección el comportamiento de un hombre adulto. Ahora Niccolò estaba fascinado por un enorme y peludo animal que permanecía de pie en el ruedo moviendo la cabeza amenazadoramente hacia todo aquel que se le acercaba.
—¿Qué es eso? —preguntó Niccolò.
—Un búfalo —respondió Leonardo mientras miraba triste los restos de los animales sacrificados en la arena, como si fueran basura esparcida sin cuidado alguno. Si pudiera conseguir alguno de esos cadáveres para su disección y estudio, no sería un desperdicio tan grande. Pero era peligroso quedarse atrás, porque la multitud pedía a gritos otro espectáculo, otra exhibición; y era más que probable que soltaran jabalíes y tigres para darles caza por las calles. Así el populacho se mantendría de lo más entretenido por el momento. Leonardo miró alrededor en el aquel estadio provisional: había quizá treinta mil personas ansiosas de presenciar más orgías de sangre. Justo delante, al otro lado del ruedo, estaba la tribuna reservada a los Medici. Había sido construida con la forma de un castillo, con su foso sin agua, sus torres y parapetos falsos. Docenas de pendones, palles de color rojo, flor de lis y fondo dorado, colgaban inertes de las almenas. El aire estaba inmóvil, pesado, impidiendo así que se evaporaran los fétidos olores del sudor y de la muerte.
—Vamos, Nicco —dijo Leonardo—. Y rápido. Pronto no estaremos seguros aquí.
Tuvieron que caminar Juntos alrededor del ruedo. Se abrieron paso a empujones e, incluso, peleando si hacía falta, Leonardo tenía bien sujeto a Niccolò.
—Mira, ahí —dijo Niccolò señalando un extremo del ruedo. Un oficial de la podesta acaba de dar la señal para que dejaran salir a los leones de sus enormes jaulas. Algunas hembras salieron con cuidado, actuando con prudencia para proteger a sus cachorros, en la piel de los cuales aún se distinguían los lunares del nacimiento. Los machos las siguieron con sus enormes melenas casi negras en contraste con el resto de sus cuerpos flacos y de color marrón claro. Varios soldados protegidos por sus caparazones de tortuga mantenían las distancias, protegiendo a los cachorros, más que provocándolos, porque no debían sufrir daño alguno.
La multitud gritó de satisfacción.
—Sigue andando —dijo Leonardo.
—¿Has visto los cachorros? —preguntó Niccolò.
—Sí —respondió Leonardo—, pero si algo les sucede, se desatará el infierno.
—Entonces sí que crees en los presagios, Leonardo.
—No, Nicco, pero sí creo en la gente supersticiosa; y si ellos piensan que el mal caerá sobre ellos, entonces no descansarán hasta que lo consigan.
—Creo que es lo mismo —dijo Niccolò.
Leonardo rió a pesar de sí mismo. Pero la risa sonó extraña en sus oídos, vacía. Sin embargo, se sintió vivo, como si su carne y sus nervios apenas pudieran contener la tormenta que estaba desatándose en su interior. Podía oír los truenos en sus oídos, el mismo trueno que oía de niño, después de llorar.
—Lo ves —dijo Niccolò extrañamente orgulloso de sí mismo—. Lo ves, Leonardo, es posible reír.
—Sí que lo es —dijo Leonardo obligándose a sonreír a Niccolò mientras rodeaba con un brazo los hombros del muchacho. De pronto se sintió un poco mareado, y aliviado de alguna forma. Aún así, era consciente de la tensión de sus piernas y de las mariposas que aleteaban y chocaban contra las paredes de su estómago. Era esa misma tensión la que lo protegía de su profunda pena.
—Tienes que intentar volver a ser el que eras —dijo Niccolò—. Ese es el Leonardo que todo el mundo ama.
—¿Y tú? —preguntó Leonardo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Solo amas al antiguo Leonardo, y no al que soy ahora? —Al ver que Niccolò se angustiaba de verdad, Leonardo añadió—: Lo siento, Nicco. Pero el antiguo Leonardo se ha ido para siempre.
—Entonces tendrás que aprender a reír de nuevo.
—El antiguo Niccolò se ha ido también.
Niccolò se volvió para mirarle, como si no supiera de qué le estaba hablando. Se detuvo en mitad del gentío, pero Leonardo tiró de él para que siguiera andando.
—Desde que he estado... enfermo, parece que te has convertido en un hombre. ¿Acaso ahora prefieres volver a ser un niño?
—No, Leonardo —respondió Niccolò—. Pero no puedo evitarlo, te echo de menos.
—Estoy aquí mismo, contigo.
Niccolò no contestó. Siguió andando hacia el improvisado castillo Medici que tenían justo delante. Soldados vestidos con los colores de los Medici y yelmos emplumados guardaban la única entrada a los bancos superiores, el único lugar con vistas sobre toda la plaza.
—Ahí estáis —gritó Zoroastro da Peretola asomándose por la tronera de una torreta de madera—. Antonio —le gritó a uno de los guardias de abajo—, el maestro Leonardo y su amigo están aquí. Déjalos entrar sin demora. Yo bajo enseguida. —Un guardia parpadeó y después, al parecer tras reconocer a Leonardo, les guió al interior del falso castillo. Por encima de ellos se encontraban las galerías, llenas hasta arriba de amigos de los Medici, criados y aduladores. El ruido era como el rugido del mar, y Leonardo y Niccolò tuvieron que saltar un torrente de orina.
—¿No podemos ir por un sitio más protegido? —preguntó Leonardo al guardia mientras alzaba la cabeza para mirar la tribuna descubierta por encima de sus cabezas. Podía ver miles de piernas y pies; trozos de papel y de comida caían como maná de un cielo sacrílego.
—Basta con tener los ojos bien abiertos —respondió el guardia.
—Quiero ir arriba —se quejó Niccolò.
Desde donde se encontraban, Leonardo podía ver una parte del ruedo. Un lobo parecía haberse quedado mirándolo directamente a los ojos, pero al instante siguiente desapareció. El campo de visión era reducido, y el polvo le irritaba los ojos.
—Esperaremos a Zoroastro.
—Podía habernos subido directamente a la torre —dijo Niccolò—. Así podríamos ver algo de lo que está pasando.
Una leona rugió, pero apenas se oyó a causa del ruido de la multitud. Al momento pudieron verla, arrastrando a un lobo ensartado en sus fauces que luchaba por liberarse, quizá el mismo que Leonardo había visto justo un momento antes. Un león de enorme melena se unió a ella, y los dos cachorros empezaron a alimentarse de él.
—Mira, Niccolò, ¿puedes ver eso?
Pero Niccolò retiró la mirada, con el rostro pálido.
—Leonardo —dijo Zoroastro acercándose a ellos. Iba vestido con blusa de seda y jubón, el uniforme de un caballero. Su rostro era cetrino y brillaba por la grasa o el sudor.
—¿Cómo te las has arreglado para que te invitaran? —preguntó Leonardo señalando el castillo.
—Soy un Medici —dijo Zoroastro con orgullo.
—Yo nunca te negaría tu derecho de nacimiento —replicó Leonardo. ¿Acaso había alguien en la familia Medici que creía de verdad que Zoroastro pertenecía a la familia por parte de la familia Rucellai?
—Gracias. Pero...
—¿Dónde está Sandro? —preguntó Leonardo—. ¿Está arriba con Lorenzo?
—No, Leonardo, Il Magnifico me ha pedido que te esperara aquí y que te entregara un mensaje.
—¿Il Magnifico?
—Bueno, Sandro. Me ha pedido que te acompañe al palazzo de madonna Simonetta. Está enferma.
A Leonardo se le estremeció el corazón, pero mantuvo la compostura.
—Niccolò, puedes quedarte aquí con Zoroastro si quieres.
—Pero yo debo acompañarte —insistió Zoroastro.
—Y yo quiero ir contigo, Leonardo —dijo Niccolò acercándose a su maestro.
Leonardo asintió y luego le habló a Zoroastro.
—Tengo que pedirte un favor.
—¿Sí?
—Sandro ha pensado que quizá pudiera conseguir algunos cadáveres de animales. —Leonardo señaló el ruedo.
—Ah, Niccolò me ha hablado de tu práctica de la autophaneia...
Leonardo miró a Niccolò, brevemente y bastante enfadado.
—Necesito los cadáveres para diseccionarlos, Zoroastro. Para estudiarlos. Ciencia, no magia.
Zoroastro parecía decepcionado, pero dijo:
—Me aseguraré de que recojan algunos especímenes para ti.
—No se hará a no ser que lo supervises tú mismo —dijo Leonardo.
—Iré contigo —insistió Zoroastro.
—Tu presencia quizá moleste a Il Magnifico. No es buena idea, teniendo en cuenta que al parecer estás en gracia con él.
—Estoy en gracia, desde luego —dijo Zoroastro pomposamente.
—¿Entonces me harás este favor? —preguntó Leonardo.
—Parece ser que no tengo otra opción. Pero ¿cómo es que la presencia de tu aprendiz no molestará al primer ciudadano?
Leonardo no respondió. Se despidió de su amigo, cogió a Niccolò del brazo y salió de la galería de los Medici. Una vez estuvieron bien lejos del Mercato Vecchio, vieron que las calles llenas de basura y las retorcidas callejuelas estaban desiertas.
—¿Te encuentras mal, Leonardo? —preguntó Niccolò—. Estás muy pálido.
—Estoy bien, Nicco —dijo Leonardo.
—Podemos detenernos y descansar. —Nicco señaló un archi da bottega que conectaba dos torres altas; había dos bancos de piedra tallados en el estrecho pasaje debajo del arco.
—No... gracias.
Leonardo sentía que no podían perder tiempo.
De pronto, un rugido surgió tras ellos, como si el Arno se hubiera elevado y hubiera caído sobre Florencia, una ola de gritos humanos.
Niccolò, sobresaltado, se giró pero Leonardo tan solo meneó la cabeza.
—¿Qué es eso? —preguntó Niccolò.
—Quizá Zoroastro me consiga un león después de todo —murmuró Leonardo. Y tras un segundo, continuó—: Me imagino que han matado a uno de los marzoccos.
—Eso sería muy mal presagio.
—Sí, Nicco, muy mal presagio...
—Pensaba que no creías en esas cosas.
Pero Leonardo no respondió, porque sus pensamientos estaban concentrados en Simonetta.
Il Magnifico y su séquito esperaban nerviosos a las puertas del dormitorio de Simonetta, como si estuvieran dispuestos a impedir la entrada de un visitante implacable y mortal: la muerte. La débil luz se colaba en la sala abierta, que era una especie de chambre des galeries, a través de una serie de altas ventanas vidriadas; y así, el mismo polvo que flotaba en el aire no era más que un reflejo de la agitación de los apenados amantes y admiradores de Simonetta. Allí estaban Pico della Mirandola, Angelo Poliziano, Giuliano, Sandro y el poeta satírico Luigi Pulci, uno de los favoritos de Lorenzo. Diversos grupos de aduladores, amigos y familiares hablaban en corros en voz baja; algunos lloraban. Y los cortesanos, filósofos, poetas y matronas se mezclaban en aquella sala exageradamente calurosa y de ambiente cargado.
Un sacerdote suntuosamente ataviado guardaba la puerta del dormitorio de Simonetta como un Cerbero con túnica: era uno de los compañeros de la noche de Lorenzo. Rezaba y movía nerviosamente las cuentas negras y rojizas de su rosario. Sus labios se movían y sus ojos grises miraban al frente, sin fijarse en nada concreto; quizá estuviera contando las heridas de Cristo, o pensando en los favores que podría obtener de Il Magnifico. Sin embargo, cuando Leonardo entró en la sala el sacerdote le miró directamente y le reconoció de inmediato.
Leonardo vio al sacerdote y le dio la espalda, humillado: era el capitán de la compañía de compañeros de la noche que le había arrestado.
Después, Leonardo hizo una reverencia ante Lorenzo, pero el primer ciudadano le dio la espalda como si estuviera enfadado; y Leonardo se puso más nervioso y ansioso. Se sentía extraño, vulnerable.
Afortunadamente Sandro salió a su encuentro. Dio unas palmadas en el hombro a Niccolò y abrazó a Leonardo mientras susurraba:
—Está muy mal, amigo mío. —Había un temblor en la voz de Sandro, y él mismo tenía aspecto frágil, como si la muerte le hubiera sorprendido a la vez que a Simonetta—. Simonetta está... —Pero Sandro no pudo terminar la frase.
Leonardo simplemente asintió, como si Sandro ya se lo hubiera contado todo. Cuando recuperó la compostura, Sandro alejó a Leonardo de los demás de modo que pudieran hablar en privado.
Pero Niccolò se quedó cerca de su maestro.
—El médico está con ella ahora —dijo Sandro—. No permite que haya con ella más de una persona al mismo tiempo. Está administrándole el Agnus Scythicus. Es nuestra última esperanza. Dicen que sus virtudes medicinales son milagrosas.
—Como el cuerno del unicornio... y tan precioso —dijo Niccolò.
—Muy precioso, desde luego —dijo Sandro.
—Sandro, ¿por qué Il Magnifico me ha dado la espalda? —preguntó Leonardo intentando ocultar su angustia.
—Yo también lo he visto. Pero no lo sé. Quizá Simonetta le ha dicho algo.
—Quizá —dijo Leonardo—. Pero tú, amigo mío, ¿qué tal estás?
—Soy más fuerte de lo que crees.
—Al contrario, Sandro, creo que tienes grandes reservas de energía.
—Lo crees porque fui infectado por la vita nova de Simonetta... Porque tuvieron que exorcizarme...
—Tonelete...
—Pero su espíritu emanó de sus ojos, de su boca, como perlas líquidas, como el humo de la yesca más fragrante.
—¡Compórtate, Sandro! —dijo Leonardo tomando la mano de su amigo y apretándola con fuerza para infundirle ánimos. Las lágrimas caían de los ojos de Sandro. Él se las secó con el dorso de la mano y sonrió a Leonardo.
—No sirvo para nada.
—Pero eres un buen amigo.
—Era más importante que fuera su amante —susurró Sandro.
—Pero lo eres.
—Creo que ella fue una buena amiga, Leonardo, que se entregó a mí como un médico se entrega a un paciente.
—Uno debería sentirse afortunado de tener un médico como ese —dijo Leonardo.
Sandro asintió y sonrió.
—Ya basta, quizá esté siendo demasiado duro conmigo mismo. Pero no puedo soportar que muera, Leonardo. No puedo... —Se llevó las manos a la cara, con fuerza, como si quisiera aplastársela hasta los mismos huesos. Leonardo lo abrazó y lo acercó a la pared de modo que los demás no pudieran verle, y lo sostuvo como a un niño hasta que dejó de llorar y empezó a respirar con normalidad.
Una vez recuperado, Sandro se separó de Leonardo.
La puerta del dormitorio de Simonetta se abrió y el médico salió. Pico della Mirandola, con su blanca túnica de teúrgo, se acercó a él. Hablaron durante breve tiempo, y después, Lorenzo entró a ver a Simonetta. Salió al instante e indicó a Sandro que entrara también. Una vez más Il Magnifico le dio la espalda a Leonardo.
Cuando Sandro se hubo marchado, Niccolò dijo:
—Quizá deberíamos darle nuestras condolencias a su magnificencia.
Tembloroso, Leonardo le replicó:
—Madonna no está muerta todavía. ¿Tanta prisa tienes para que le llegue la muerte?
—Lo siento, Leonardo, no pretendía hacer daño. He pensado que quizá si hablaras con él dejaría de lanzarte esas miradas envenenadas.
Pero Leonardo tan solo miraba la puerta del dormitorio. Pensó en Sandro... Sandro, que sin Simonetta acabaría desmoronándose.
De hecho, ¿quién podrá vivir sin ti, Simonetta?
¿Quién nos amará?
¿Quién escuchará nuestros secretos?
¿Quién nos traerá el mundo?
Te amo, hermana mía.
Cuando Sandro volvió tenía el aspecto de alguien que hubiera visto el rostro de María en persona. Parecía que estuviera en trance, incluso con su aspecto ruinoso, como si la pena pudiera ser la servidora del éxtasis. Caminó directamente hacia Leonardo y le dijo que Simonetta deseaba verle.
—Sandro, ¿qué ha ocurrido? —preguntó Leonardo.
Pero Sandro no respondió. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
Leonardo entró en el dormitorio de la enferma y se encontró con el empalagoso olor dulce de la enfermedad y de la muerte. Pero Simonetta estaba sentada en su enorme cama de cuatro columnas. Sus almohadas, mojadas de sudor, al igual que la manta que la cubría; y sostenía en sus manos un rosario y un sudario de lino carmesí. Había estado tosiendo. Aunque el color del sudario enmascaraba las húmedas manchas de sangre, tenía rastros en sus dedos. Sonrió a Leonardo y le indicó que cerrara la puerta, cosa que él hizo.
—Ven, Leonardo, siéntate a mi lado —dijo Simonetta—. Lorenzo ha insistido en que los médicos me administraran este... helecho de Arabia. Como si alguna medicina o encantamiento pudiera preservarme para la eternidad. —Señaló una poción en una copa que descansaba en la plataforma de su cama, al lado de un mortero descolorido y su almirez—. Ahora sí que moriré, aunque los ángeles me llamen. —Sonrió, cerró los ojos, y sufrió un escalofrío.
Leonardo se sobresaltó.
—No te preocupes, mi dulce amigo —dijo Simonetta mirándole a los ojos—. Todavía no estoy lista.
Leonardo se sentó en la plataforma, pero Simonetta le cogió de la mano e insistió en que se tumbara a su lado en el colchón. Vestía tan solo un camisón de damasco blanco con brocados de oro; y su largo cabello rubio estaba peinado, rizado y decorado con perlas. Su bello rostro estaba escuálido, consumido por la enfermedad que se le llevaba la vida; y la saludable rojez de sus mejillas no era más que un engaño, porque Simonetta era presa de la fiebre.
Fueron sus ojos los que asustaron a Leonardo. Su intensidad era la misma que el fuego, y el reflejo de su alma ardiente se veía en ellos.
—Pero están aquí —dijo Simonetta mientras tocaba con sus dedos la cicatriz que Leonardo tenía en la frente.
—¿Quiénes? —preguntó Leonardo.
—Cómo qué quiénes..., los ángeles. Presencias más elevadas. ¿No puedes verlos?
—No, madonna.
—Qué lástima, porque son muy hermosos... Como tú, Leonardo. Pobre Leonardo.
Le miró y siguió acariciando su rostro.
—Sandro me lo ha contado todo. Ginevra también.
—¿Sí? —preguntó Leonardo sorprendido—. ¿Qué dijo?
—Intenté ayudarla, pero no se podía hacer nada. Ha ganado maese Nicolini. Es un hombre inteligente y peligroso. Habría sido capaz de destruir a la familia Benci para mantener su honor. Incluso aunque se deshonrara a sí mismo al hacerlo. He hablado de él con Lorenzo.
—¿Y qué ha dicho Lorenzo?
—Lorenzo no quiere molestar a los Pazzi, y Nicolini es muy cercano a ellos. —Suspiró—. Pero también lo es mi suegro. —Dejó de hablar y se quedó mirando fijamente al frente, como en trance. Tras unos instantes habló, como si hablara para sí misma—. He avisado a Lorenzo del peligro de los Pazzi. He estado mucho tiempo en compañía de sus partidarios y temo por él, Lorenzo cree que todo el mundo le ama. Es como un niño. ¿Leonardo?
—¿Sí?
—Acércate más a mí. —Simonetta se tumbó en la cama, volviéndose hacia él.
—Madonna, ¿y si entra alguien? —preguntó Leonardo.
—No te preocupes. Hasta el primer ciudadano respeta a los moribundos.
Leonardo obedeció y se tumbó en la cama a su lado. Ella se acercó mucho a él, y pasó una pierna sobre las piernas de él.
—Madonna...
—Leonardo, ¿significo algo para ti? —Simonetta lo observó, y él pudo sentirla temblar entre sus brazos.
—Eres mi hermana.
—¿Y nada más?
—Te amo, madonna.
—Y yo te amo a ti, Leonardo. ¿Me acariciarás aunque esté muerta? ¿Por amor? —Simonetta le besó.
Olía a rosas y su aliento era amargo.
Simonetta se abrió el camisón descubriendo su cuerpo, y se aferró a él, se agarró a Leonardo con tanta fuerza que él pensó que iba a ahogarle. Simonetta lloró en silencio, y después, liberándolo, miró a Leonardo a los ojos, como si quisiera memorizar todos los rasgos de su rostro.
Así Simonetta se llevaría la imagen de Leonardo al Mundo Elevado.
Y Leonardo la sostuvo mientras ella tosía, después limpió la sangre de sus labios y su barbilla, de su mano y del anillo de Lorenzo.
—Leonardo —susurró Simonetta, como si estuviera demasiado débil para hablar—, tienes que cuidar de Sandro.
—No debes preocuparte por eso, madonna —dijo Leonardo.
—Lo soportará mejor de lo que crees —dijo ella.
—¿Qué le has dicho? Parecía tan... diferente cuando ha salido de aquí.
Simonetta sonrió.
—Quizá ha visto los ángeles que tú no puedes ver. —Y miró hacia otro lado, como si efectivamente estuviera viendo un ángel a su lado.
—Quizá lo haya hecho.
—Y, Leonardo... —continuó Simonetta, ansiosa.
—Sí, madonna.
—Prométeme que también protegerás a Lorenzo, como si fuera tu propia carne.
Sorprendido, Leonardo respondió:
—Madonna, me temo que él no quiere hablar conmigo. Me temo que lo he ofendido.
—No, Leonardo, tú no lo has ofendido. He sido yo.
—Seguro que no.
—Le he dicho que has sido mi amante —dijo Simonetta sin mirar a Leonardo—. Me preguntó, y no pude negarle le verdad. Teníamos el acuerdo de no mentirnos el uno al otro.
Leonardo inspiró profundamente y dijo:
—Eso explica su comportamiento. Nunca me perdonará, que le haya traicionado.
—Él se ablandará, Leonardo, te lo prometo. Le he dicho que fui yo la que te sedujo. —Rió quedamente—. Le he echado la culpa a él.
—¿Qué?
—Le he dicho que estaba triste porque él no me prestaba atención suficiente. Le he dicho que sabía que había hecho el amor con Bartolomea de Nasi. Cree que te he utilizado para hacerle daño.
—¿Y no está enfadado contigo? —preguntó Leonardo.
—Ese es el poder divino del amor, Leonardo —dijo ella tímidamente; y en aquel momento, al ver su expresión animada, Leonardo no podía creer que Simonetta estuviera cerca de la muerte. En aquel instante, tuvo esperanzas de que ella se pondría bien.
—Pero has dicho que Lorenzo y tú acordasteis no mentiros el uno al otro.
—No era una mentira —dijo ella.
Leonardo se calló, y pensó sobre ello.
Simonetta le tocó la mano y dijo:
—Pero eso no afecta a mi amor por ti, Leonardo. También le he hablado a Ginevra sobre nosotros.
—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Leonardo. Estaba sorprendido y enfadado.
—No, Leonardo, no me mires así. Lo hice para ayudarla a que te dejara ir, porque Nicolini había preparado una trampa que no podía deshacerse. Lo hice simplemente por amor, Leonardo. Habría sido imposible para vosotros dos. Yo...
Entonces, el rostro de Simonetta se... vació.
—¡Simonetta! —gritó Leonardo, asustado.
—Sí, Leonardo. Lo siento, pero me resulta muy difícil mantener el curso de mis pensamientos...
—Tienes que ponerte bien. No puedo soportar perderte.
Ella lo miró con tristeza.
—Es a Ginevra a quien no puedes soportar perder, dulce Leonardo. Yo soy, como tú has dicho, tu hermana.
—Te amo.
—Pero no como yo te amo —respondió ella.
—Entonces, ¿por qué te has negado a verme y has permitido a Sandro entrar en tu casa?
—Si te hubiera visto, quizá habría tenido deseos de vivir.
—Estoy aquí ahora, madonna.
Ella sonrió.
—Ya he visto el Empíreo y el Primum Mobile. De verdad, Leonardo. He visto los pétalos de la rosa celestial. He visto el río de la luz y a los santos en el cielo. E incluso ahora veo a los ángeles y sus tronos. Incluso aunque me amaras como amas a Ginevra, no podrías retenerme aquí. —Simonetta acarició el rostro de Leonardo, y echó hacia atrás su pelo rizado con los dedos—. Si miras en mis ojos, quizá también puedas ver a los ángeles. Ahora, ¿puedes verlos?
Leonardo asintió y acomodó a Simonetta.
Entonces ella se separó de él y empezó a toser. Pero cuando Leonardo intentó abrazarla, ella se lo impidió. Cuando dejó de toser, se limpió la boca: había manchas de sangre en su barbilla y en sus manos.
—No puedo pedirte que te profanes a ti mismo —dijo ella—. Pero cuando sea libre del mundo, ¿serás tú el que me lleve al cielo de Venus, ángel perfecto?
—Simonetta... —dijo Leonardo, preocupado.
—Ah, estoy equivocada —dijo Simonetta, tocándole la cara—. No eres un ángel. —Le observó como si estuviera examinándolo para hacer un retrato—. Eres Leonardo... y tienes que irte ahora.
Cuando Leonardo intentó abrazarla de nuevo, ella negó con la cabeza.
—Quizá tú seas el ángel —dijo ella—. ¿Me prometes que harás lo que te he pedido?
—Sí, madonna —susurró Leonardo.
Llevaron a Simonetta a la iglesia de Ognissanti en un ataúd abierto. Iba ataviada con un vestido blanco de mangas largas. Le habían trenzado el pelo, y no lucía adorno alguno. Su rostro estaba empolvado y blanco como el marfil. Descansaba sobre un lecho de flores que formaban un halo celestial a su alrededor. Y, desde luego, las flores inundaban el aire como si fueran confeti. Mujeres llorosas asomaban por las ventanas y arrojaban pétalos de flores al paso de la procesión.
Simonetta era una santa a quien protegía la armeggeria de Lorenzo, los hijos de los ciudadanos más prominentes de Florencia. Los hermosos jóvenes lucían los colores propios del luto: mora, verde y marrón apagados. Mientras la larga procesión seguía su camino por las silenciosas pero abarrotadas calles, Florencia lloraba por su reina de la belleza. Sus ciudadanos gemían y se rasgaban las vestiduras como si la muerta fuera su propia hija o hermana.
Leonardo y Niccolò caminaban al lado de Sandro, detrás del leal amigo de Lorenzo, Gentile Becchi, el obispo de Arezzo.
Pero Lorenzo esperaba en el interior de las oscuras paredes de la iglesia, por respeto a su esposa, Clarise. Estaba de pie delante del altar y miraba hacia la nave y el presbiterio, más allá de las columnas corintias y los arcos semicirculares levantados en la gris y azulada pietra serena, la piedra propia de Florencia. Lucía una túnica oscura con cinturón de material burdo y un eczema asomaba en su rostro, no se había aplicado ninguna crema para ocultarlo.
Leonardo observó la misa, pero enseguida sintió que se alejaba de cada voz, de cada rezo, de cada susurro o arrastre de pies. Podía oír el lejano rugido de su propio trueno, el sonido de su dolor privado. Pero no habría lágrimas. Su alma estaba fría y muerta como las piedras azules de la iglesia. Como Simonetta, él había encontrado su propia liberación.
La de Simonetta era el Primum Mobile de la luz pura y eterna.
La de él era el tierra de las sombras de la muerte, donde el amor, el dolor y la pena podían observarse como fenómenos, ideas tan distantes como las formas perfectas de Platón.
Purgatorio.
Y mientras observaba a Simonetta, cuya carne se había transformado en mármol, rezó por ella y por él mismo. Rezó para que ella ascendiera a los cielos. Rezó para que las creencias de Simonetta sobre los ángeles y los seres elevados fueran ciertas. Rezó para que, milagrosamente, ella se convirtiera en su Beatrice y lo guiara para alejarlo de los rincones muertos de su corazón.
Porque la agonía de su corazón también era algo lejano. Era el corazón de Simonetta, y de Ginevra, pero no era el suyo.
Sandro y Niccolò lo cogieron cada uno de una mano porque, aunque pareciera imposible, estaba llorando. Su pecho subía y bajaba, su respiración era entrecortada. Probó el sabor salado de las lágrimas.
Y después, cuando hubo terminado la misa, Lorenzo se acercó a él. Abrazó a Sandro y finalmente miró a Leonardo.
—Era una buena amiga para vos, maese Artista —dijo Lorenzo, con los labios formando una especie de sonrisa irónica y cruel—. Y yo soy un hombre de palabra. Mantendré la promesa hecha a nuestra madonna, aunque ahora mismo no puedo soportar ni siquiera miraros a la cara.
Leonardo simplemente asintió; no era el momento de intentar tender un puente para acortar la distancia que había crecido entre ellos.
Lorenzo se marchó y se llevó a su séquito de cortesanos, amigos y familiares con él. Enseguida fueron sustituidos por nuevos admiradores que venían a ver a la madonna. La procesión de gente llorosa seguiría afluyendo toda la noche, como el mismo Arno, dejando atrás un rastro de papeles, comida y flores aplastadas sobre el suelo de mármol.
Como si no sintiera los empujones de la gente que se arremolinaba a su alrededor, Leonardo siguió mirando a Simonetta.
El sueño del amor de Florencia.
Que ahora era carne fría como de pietra serena.
—¿Simonetta te enseñó sus ángeles? —preguntó Leonardo a Sandro.
—Sí —respondió Sandro.
—¿Y los viste?
—Vamos, Leonardo. Tenemos que irnos.
—¿Los viste? —insistió Leonardo.
—Sí... —dijo Sandro—. ¿Y tú?
Leonardo negó con la cabeza, y por fin permitió que Sandro y Niccolò lo sacaran de la iglesia.