23 La prerrogativa de los reyes
«Hijo contra padre, padre contra hijo...»—Dante Alighieri«Ya hubiera cometido mis crímenes, ya fueran un simple entrenamiento para hazañas mayores; ¿qué podrían conseguir unas manos no entrenadas para el crimen?»—Séneca«Al igual que el imán atrae al hierro, ¿acaso la serpiente llamada Lamia no atrae con su mirada fija al ruiseñor, que muere de inmediato en medio de su lastimero canto?»—Leonardo da VinciLas caravanas de los mamelucos y los persas marcharon hacia el noreste durante tres días, a través de colinas, planicies de basalto negro, valles de pilares de arenisca de formas grotescas y tan altas como mezquitas, y el desierto al que llamaban La Desolación. Las familias y las tribus de los mamelucos, persas, partos, georgianos y tártaros cabalgaban codo con codo, gritándose los unos a los otros, avanzando como un pequeño ejército. Los flancos eran amplios y las columnas de caballos y camellos eran muy cortas. Todos juntos, los gholaums de Ussun Cassano y los guardias de Ka’it Bay se parecían más a una ola lenta que nunca alcanzaba su cresta que a una caravana tradicional.
Su destino era Nebk, porque allí podrían pacer los animales y había agua en abundancia. Pero por el camino acamparon en tierras baldías alrededor de pozos de agua potable y en marchitos oasis de palmeras y arbustos. No habría comida caliente hasta que llegaran a su destino, aunque cada noche el aroma a café y a tabaco impregnaba el aire del desierto, seco como el papel.
Leonardo, que acompañaba al califa y a Kuan, se sentía como si cabalgara hacia su propia muerte. Sin embargo, sus sueños y sus pensamientos estaban inundados de armas y municiones: bombardas y ballestas gigantes, misiles explosivos con aletas que asemejaban dardos, catapultas y balistas. Y, por encima de todo, mejoras para el globo de Kuan. Las horas pasaban con rapidez y más de una vez pensó en su madre Caterina y en su padrastro de manos ásperas, Achattabrigha. Durante aquellos días y aquellas noches en el desierto, deseó encontrarse entre sus brazos. Tenía la sensación de estar preparándose para saltar desde la montaña una vez más, como había hecho en Vinci para demostrar a Lorenzo su valía.
Cuando Leonardo preguntó por Sandro y Amerigo, Kuan tan solo se rió de él. Sí, se les permitiría que volvieran a casa... tan pronto el califa estuviera satisfecho con Leonardo. Mientras tanto, cabalgarían con las mujeres.
Después de todo, se habían convertido en prisioneros desde la furusiyya.
Nebk estaba plagado de serpientes.
Los guardias dijeron que era un mal presagio y los gobernantes de la aldea, que trajeron regalos (huevos de avestruz, pastelillos, camellos y caballos escuálidos) dijeron que las serpientes simplemente habían aparecido, como los gusanos sobre un cadáver. Cuarenta habitantes de la aldea habían muerto por las mordeduras de víboras cornudas y bufadoras, serpientes negras y cobras. Todo lo que se podía hacer para ayudar a las víctimas era envolver la herida con un emplasto de piel de serpiente, recitar pasajes del Kur-án y esperar a que Alá manifestara su decisión.
Era cierto que era lo único que se podía hacer.
La primera noche que pasaron allí, quince persas y siete u ocho mamelucos murieron entre tremendos dolores tras ser mordidos. Kuan salvó a unos pocos cortándoles el miembro afectado, pero la mayoría de las víctimas rechazaron su ayuda decididos a ponerse en manos de su dios.
Leonardo hizo lo que pudo para ayudar a Kuan.
Como tenía un miedo aterrador a las serpientes, decidió permanecer despierto y en pie toda la noche, y dormir unas pocas horas durante el día. No tenía intención de ser sorprendido por una víbora en plena noche. Pero unos terribles gritos lo sacaron de su sudoroso sueño inquieto. Las mujeres estaban profiriendo los gritos más desgarradores que Leonardo había oído nunca. Al principio pensó que estaba escuchando algo que no pertenecía a este mundo, algo que procedía del más allá. Los hombres también gritaban «Oh, mi señor» una y otra vez.
Leonardo salió corriendo de su tienda para descubrir a qué venía tanta conmoción y descubrió que una víbora había mordido a Ussun Cassano.
Acababa de morir.
Los jinetes ya habían partido para avisar a sus hijos.
Leonardo se sintió aliviado porque ya no tendría que matar a Unghermaumet, el hijo favorito del rey. Atravesó el campamento y pasó al lado de los leales guardias de Ussun Cassano, que se golpeaban el pecho y se rasgaban sus delicadas gumbaz de musulmanes; y de las mujeres tapadas con velo que gritaban desconsoladas. Estuvo buscando a Sandro y a Amerigo.
Pero no los encontró.
Leonardo fue invitado a que presentara sus respetos al rey al día siguiente por la tarde. Hombres santos permanecían de pie ante la negra tienda funeral; se golpeaban el pecho y la cara, y rezaban. Las concubinas y las criadas lloraban y tocaban panderetas y gritaban por el rey muerto. Los hombres santos llevaban rezando todo el día y toda la noche, y las mujeres, el mismo tiempo llorando. Aunque la costumbre dictaba que el rey debía ser enterrado al día siguiente, no hubo procesión funeral, ni cánticos del manifiesto de la fe ni el «Soorat Al An’ám», el sexto capítulo del Kur-án; porque el campamento estaba a la espera de la llegada de los hijos de Ussun Cassano. Ellos reclamarían el cuerpo del rey y se lo llevarían para enterrarlo en su tierra.
Leonardo siguió a Kuan y entró en la tienda. Se había levantando una especie de catafalco que, de hecho era un simple banco muy largo, y el cuerpo de dos metros del rey estaba cubierto por un chal rojo de cachemir. La tienda estaba fresca y olía ligeramente a alcanfor, agua de rosas y descomposición.
También olía a café y a tabaco.
Kuan y Leonardo atravesaron las estancias de los hombres, cruzaron la pesada cortina de tapices persas y entraron en el hareem. Ussun Cassano había dejado en su tierra a todas sus esposas, tan solo lo habían acompañado sus concubinas, y todas habían sido alojadas en la tienda de Ka’it Bay.
En el hareem estaba Ka’it Bay, sentado dando la espalda a los tapices persas. Fumaba una pipa y sorbía café, como si no hubiera sucedido nada.
A su lado estaba Ussun Cassano, vivo.
El califa observó a Leonardo a la espera de su reacción. Estaba claro que Leonardo estaba sorprendido, pero hizo una reverencia y dijo:
—Me alegro de que hayáis resucitado, gran rey.
Ka’it Bay sonrió ligeramente, aprobador.
—Esperarás aquí a mi hijo —dijo Ussun Cassano—. Lo arreglaremos para que estés bien escondido.
—¿Cuándo llegará, ilustre señor? —preguntó Leonardo.
—Está de camino y llegará aquí mañana por la noche.
—¿Cómo lo sabéis?
—Se lo ha contado un pequeño pajarito —dijo el califa refiriéndose a las palomas mensajeras; pero no honró el chiste con una sonrisa. Los dos, Ussun Cassano y él observaron detenidamente a Leonardo, como si esperaran que Leonardo contestara a una pregunta no formulada. Los lamentos del exterior habían levantado un muro de ruido que tapaba todas las conversaciones. Era un lamento tan constante que parecía disolverse en susurros apresurados, como un océano que golpeara las rocas en medio de una tormenta.
—Entonces el príncipe ha sido informado antes que cualquier otro en el campamento. ¿Eso no causará sospechas?
El califa asintió claramente satisfecho. Leonardo le estaba dejando en muy buen lugar.
—Deseamos cumplir con la más perfecta apariencia de propiedad, ya que nuestra creencia no nos permite mantener a los muertos alejados de la tierra —dijo—. El príncipe creerá esta pequeña artimaña, porque si mi querido amigo el señor de toda Persia hubiera subido al cielo de verdad, Alá le habría otorgado una pequeña dispensa para que pudiera ser enterrado en su tierra sagrada. —Hizo un gesto en el aire y murmuró una plegaria, como si con ella pudiera evitar que algo así le ocurriera a Ussun Cassano.
—Os quedaréis aquí hasta que llegue mi hijo —dijo Ussun Cassano a Leonardo, que no hizo otra cosa más que asentir—. Yo estaré aquí contigo.
Leonardo sintió un escalofrío, porque de pronto se le ocurrió que el rey le mataría una vez hubiera cometido el asesinato.
Percibió el olor a almizcle del rey, que fumaba y bebía como si estuviera solo; y Leonardo supo que sería mejor no intentar iniciar ninguna conversación.
—Yo estaré tumbado en el banco, porque mi hijo deseará ver mi rostro. —El rey sonrió ligeramente, y continuó—: Más tarde te explicaré cómo debe hacerse.
—¿Y qué hay del cadáver que yace ahí fuera ahora mismo? —preguntó Leonardo.
El rey negó con la cabeza, muy serio, como si no tuviera ganas de aguantar más estupideces.
—Es para aquellos que deseen presentar sus condolencias. No verán la diferencia. Huele a muerto, eso es suficiente, ¿no? Pero mi hijo, él querrá ver mi rostro —repitió—. Se quedará aquí conmigo. Querrá estar solo y tú le matarás mientras duerme. Oirás a un muchacho cantando una dulce canción en el exterior de la tienda. Esa será la señal para que sus guardias pasen a cuchillo. Mi hijo no debe levantarse de su camastro.
—¿Cómo podré ver? —preguntó Leonardo.
—Verás. —Después de que transcurrieran unos largos minutos, el rey dijo—: Amo a mi hijo.
Leonardo miró directamente al hombre y asintió. Se sentía atrapado, como si estuviera en compañía de un loco que no supiera distinguir entre el asesinato y un buen sueño nocturno. Empezó a temblar. Estaba comportándose como un cobarde, se dijo a sí mismo.
E iba a asesinar como un cobarde.
Alejó esos pensamientos de su mente y racionalizó el hecho diciéndose que tenía que cuidar de Sandro y Amerigo, cosa que era cierta. En aquel momento no temía por su vida, pero la idea del asesinato, planearlo de una manera tan terriblemente fría... Había algo que parecía arrastrarse en su catedral de la memoria, algo que era mejor que siguiera enterrado. Mientras observaba al rey sentado ante él, como a través de un largo y estrecho túnel, Leonardo pensó: Los ojos son las ventanas del alma.
Y aquello le llevó a otro pensamiento, que resultó inalcanzable para él. En aquel momento no podía entrar en su catedral de la memoria.
—Es muy valiente en la batalla —dijo Ussun Cassano refiriéndose a su hijo—. Mi gente todavía le llama El Valiente. Es mejor que sus hermanos.
Leonardo guardó silencio.
—Su valor y su capacidad estratégica en la batalla nos serían muy útiles, porque la guerra avanza por el Éufrates, y es mucho peor en las tierras de tu califa. ¿Has oído hablar de estas cosas?
Leonardo confesó que no.
—¿Sabes por qué tienes que matar a mi hijo?
Leonardo asintió, porque Kuan le había contado la historia.
Sin embargo, Ussun Cassano se la volvió a contar, como para expiar su culpa.
Habían sido los kurdos, que habitaban en las montañas, los que habían provocado que Unghermaumet humillara a su padre, Ussun Cassano.
Los kurdos odiaban a Ussun Cassano. Envidiaban su poder y a su tribu, que gobernaba toda Persia. Un año antes habían propagado el rumor de que el rey había muerto y Unghermaumet, que siempre había sido muy crédulo con las cosas que decían los demás, corrió a hacerse con el trono antes que sus hermanos. Tomó su ejército, cuya responsabilidad era guardar Bagdad y todo el Diarbekr, conquistó la ciudad amurallada de Shiraz, la ciudad más importante de Persia. Cuando los kurdos se enteraron, se unieron a él de forma masiva y saquearon todo lo que quisieron allí por donde pasaron.
Pero entonces Unghermaumet descubrió que los kurdos le habían engañado, y que su padre se había puesto al frente de lo que quedaba del ejército y marchaba para reconquistar Shiraz. Aunque muchos jefes intentaron interceder por él ante Ussun Cassano, Unghermaumet tenía miedo de que lo traicionaran como habían hecho los kurdos; así que huyó y pidió asilo al enemigo, al Gran Turco Mehmed, que lo llamó hijo y le permitió acceder a su serrallo, algo sin precedentes; y le entregó tropas para que pudiera vencer a su padre.
Incluso ahora, aquellas tropas seguían saqueando las tierras de Ussun Cassano.
Así, los turcos podrían concentrarse en el territorio mameluco y consolidar sus conquistas persas.
—He enviado a la caballería y a la infantería a la frontera —dijo Ussun Cassano a Leonardo—, pero no puedo salir victorioso si me enfrento cara a cara con él, porque la fuerza es una de sus virtudes. El orgullo, la credulidad y la impaciencia son sus debilidades. Caerá en la misma artimaña como ocurrió con los kurdos. Y me atrevo a decir que llegará aquí rodeado de hombres kurdos. Me aseguraré de que no tengan una muerte tan rápida como la de mi amado hijo —y después entonó—: Gracias sean dadas y loado sea Él, que es inmortal. —Tras una pausa, añadió—: Me sorprendería mucho que mis otros hijos llegaran aquí antes que él. Sea como sea, será una buena lección para ellos. Pero hasta que no terminemos con esto, no te separarás de mi lado, aunque tengas que presenciar también cómo follo. —Soltó una carcajada—. Temes que te mate, ¿verdad, maestro? Es bueno no estar seguro... Y si llega el momento, quizá seas tú el que me mate a mí.
Leonardo sonrió y de pronto, de forma extraña y breve, sintió cierta simpatía y cercanía por aquel hombre.
Pasaron dos días, en los cuales salvo ingerir comidas ligeras a la luz de las velas fúnebres cuando dormía todo el campamento, el rey no hizo más que estar sentado a solas, día y noche, mientras rezaba totalmente concentrado. No parecía que necesitara dormir.
Se esperaba que Unghermaumet y sus guardias llegaran esa misma noche. El cadáver de uno de los guardias de Ussun Cassano que había muerto por la mordedura de una serpiente descansaba sobre las andas, y había sido retirado en silencio, como si se lo hubieran llevado los fantasmas o las sombras.
—Gran rey, ¿cómo podéis estar inmóvil durante tanto tiempo? —preguntó Leonardo cuando el rey por fin dejó de rezar. Él ya no podía aguantar estar sentado y en silencio durante más tiempo.
Ussun Cassano sorprendió a Leonardo al hablarle como un sacerdote hablaría a un niño pequeño.
—Ejercicios espirituales, maestro. La letanía del mar. Es la plegaria que nos protege y nos mantiene a salvo entre las olas del océano. —Rió suavemente, sin sorna—. La vida es un océano, maestro. Rezo por mi hijo. Rezo para que pueda ir al cielo —y recitó—: «Debemos cegarlos y ellos deberán apresurarse a cruzar juntos el puente sobre el Infierno».
—¿Quién es el que debe cegar? —preguntó Leonardo tras reunir algo de valor.
—Dios.
—¿Y quiénes deben ser cegados?
—Los enemigos de Dios —respondió enigmático Ussun Cassano—. «Dios te bastará contra ellos. Él es Quien todo lo oye. Quien todo lo sabe. La cortina del trono caerá sobre nosotros... El ojo de Dios nos está observando».
Seguramente hubiera continuado su letanía, hablando directamente con Dios, sin preocuparse por el infiel que escuchaba sus plegarias, si una de sus concubinas no hubiera hecho notar su presencia. Llevaba un largo velo negro e iba decorosamente vestida, no mostraba ni un centímetro de carne. Hizo una reverencia y esperó. Cuando el rey decidió reconocer su presencia, la mujer sacó un pequeño bolsito de algún bolsillo interior de su túnica; contenía pigmentos y un espejito. Se arrodilló a los pies del rey y aplicó sus lociones en el rostro y el pecho de su monarca hasta dejarlo pálido como un cadáver. Después, pintó con kohl los ojos del rey. Cuando hubo terminado, el rey tenía el aspecto lustroso y pétreo de un cadáver. Antes de que la mujer desapareciera, tan en silencio y en secreto como había aparecido, el rey le ordenó que dejara el kohl. Este se lo entregó a Leonardo y le indicó que se aplicara aquella tintura en la cara.
—Ahora yo estoy muerto, maestro, y tú no eres más que una sombra...
Esperaron.
Leonardo volvió a concentrarse en su cuaderno que había llenado de dibujos y notas agonizantes. Tras limpiarse las manos con arena para quitarse todo el residuo de kohl que pudo, pasó las páginas, diagrama tras diagrama: mecanismos, armas y piezas de artillería.
Al ver su obra, a Leonardo se le ocurrió que la racionalidad era como el odio y el dolor, tan perfecta y tan concentrada, como muerta. Seguía sintiendo que había muerto con Ginevra, en su habitación; que había saltado a través de las llamas para caer en la muerte.
Que había saltado al Infierno, donde se oían los gritos de Niccolò.
Un infierno que imitaba a la vida, como un camaleón que imita los colores.
Pero cuando llegó a los dibujos de los globos que volaban, recordó su breve viaje con Kuan y le inundó el placer. Había llenado páginas y páginas con sus inventos, tan detallados como si fueran un sueño, sublimes; porque solo en un sueño podía ocurrir estar colgado de las nubes como si no pesara nada y mirar hacia abajo como Dios para ver los diminutos rasgos de la tierra. Una de sus máquinas voladoras, una que él llamaba galleggiante, o balsas voladoras, tenía la forma de un pájaro. La idea era que un carro fabricado con madera ligera y con ventanas en sus costados colgara debajo de un gran globo. Dentro se encontraban los mandos para controlar con manos y pies sus seis alas y el timón de cola. Leonardo había dibujado con detalle un resorte que permitía que las alas de tres metros se extendieran con rapidez. Sus dibujos, ya fueran practicables o impracticables, eran todos hermosos. Diseñó una estructura resistente y flexible que daría al globo una forma elíptica; también diseñó globos impulsados por hélices; y había dibujos de timones con velas, y en cada sección de cada página se podía observar el proceso de cómo las ideas se alimentaban de ideas. Dibujó varios planeadores muy fáciles de controlar, donde el piloto colgaría debajo de las alas como un artista sobre un trapecio. Y había seguido desarrollando sus ideas para construir paracaídas. Sin embargo, todos aquellos dibujos eran de maquinarias para la guerra; y las notas que había escrito en los márgenes tenían que ver casi siempre con tácticas y consejos: «Los cuernos que sobresalen de los misiles explosivos ayudarán a acertar en el objetivo y contendrán la pólvora que prenderá con el impacto. Los misiles pueden ser disparados desde catapultas, y pueden dejarse caer desde una balsa flotante. Para desconcertar y matar al enemigo mediante misiles arrojados desde una balsa flotante, lo ideal sería montar una flotilla de cinco galleggiante unidas por cuerdas de cáñamo, y lanzarlas al aire cuando el viento sea favorable. Cuidado con la altura, no sea que te disparen para hacerte caer al suelo. Los pilotos deberán cargar con tiendas de lino de modo que puedan saltar y aterrizar en el suelo sanos y salvos antes de que el viento los arrastre demasiado lejos».
Varias páginas más adelante, sus notas se volvieron más erráticas y no reflejaban más que desvaríos, como si mostraran sus verdaderos sentimientos.
Muchas cosas muertas se moverán furiosamente, y cogerán y apresarán a los vivos para entregarlos a los enemigos que buscan su muerte y destrucción... Los muertos saldrán de sus tumbas y se convertirán en criaturas voladoras, y atacarán a los hombres, llevándose sus alimentos de sus mismas manos o sus mesas, como si fueran moscas.
Leonardo estaba leyendo esas notas cuando un grito resonó en el campamento indicando que Unghermaumet estaba a punto de llegar.
Entonces todo aquel asunto del asesinato le pareció a Leonardo algo mecánico; como si ya estuviera hecho y Unghermaumet estuviera muerto.
Leonardo esperó detrás de una falsa cortina dentro de la tienda, detrás de un enorme cassone que contenía las ropas y los objetos personales del rey. El rey, sin embargo, yacía envuelto con su mortaja en su catafalco, los ojos cerrados, las manos cruzadas sobre el pecho, la nariz y las orejas taponadas por pedazos de algodón como era la costumbre, y los tobillos atados con un nudo que podía ser fácilmente soltado con un pequeño tirón de una pierna.
A través de una pequeña abertura en la tela de la tienda, Leonardo podía ver el exterior, aunque su visión era muy limitada. Aún así, vio llegar al campamento a los exploradores de Unghermaumet. Antorchas y hogueras ardían por doquier en aquella noche oscura, sin luna plateada; era la clase de oscuridad que podía palparse, que parecía tragarse el mundo y convertirlo en una ilusión. Era tarde, el amanecer estaba más cerca que la medianoche. Entonces vio que algunos guardias montaban en sus caballos para ir a informar a sus jefes. Y más tarde, la porta, la guardia personal de Unghermaumet, con sus quinientos soldados, entró en el campamento como un ejército conquistador, entre grandes gritos de alegría y júbilo. Sus banderas no iban desplegadas del todo por respeto a Ussun Cassano. Unghermaumet, sin embargo, se mantuvo separado de los demás, acompañado por hombres santos que cantaban el manifiesto de la fe, caminó por el campamento como un mendigo, aunque vestido como un rey y tan alto como su padre.
Unos minutos después, cinco guardias entraron en la tienda. Hablaron en voz muy alta, como si tuvieran miedo de tropezarse con un jinn o un espectro. Leonardo aguantó la respiración y se quedó muy quieto, con el cuchillo firmemente sujeto sobre su regazo. Exploró su escondite para comprobar que no hubiera serpientes venenosas cerca de él; la luz era la justa para discernir cualquier movimiento. En todo el tiempo que había estado allí no había visto ninguna serpiente. Quizá no se sintieran atraídas por el olor de la muerte.
El registro de los guardias fue muy superficial y no tocaron la mortaja de lino del rey, porque eso era prerrogativa de Unghermaumet.
El hijo del rey entró con dos hombres santos y un muecín que, como Leonardo supo más tarde, era ciego, para que no pudiera mirar a las concubinas y a las esposas del harén de su príncipe. El muecín cantó con una voz grave, sonora y hermosa mientras Unghermaumet retiraba la mortaja del rostro de su padre.
El príncipe gritó y se lamentó, y Leonardo oyó una refriega. Pudo ver cómo los hombres santos intentaban separar a Unghermaumet de su padre. Unghermaumet recuperó la compostura y ordenó a los demás que salieran de la tienda. Después caminó alrededor del cuerpo de su padre, hablando con él, suplicando su perdón y rezando por él. Uno de los hombres santos volvió para llevárselo a su tienda, pero Unghermaumet no quiso dejar a su padre.
Ussun Cassano conocía muy bien a su hijo.
Y así, Unghermaumet siguió dando vueltas en aquella tienda negra. Le habló a su padre, le hizo preguntas y promesas, como si creyera que podía hacer que Ussun Cassano volviera a la vida por la mera fuerza de su voluntad. Cada pocos minutos se cubría el rostro y lloraba, y se mecía hacia delante y hacia atrás sobre sus talones. Un instante después, retomaba sus paseos, y así pasó un hora, y luego otra, hasta que Leonardo empezó a temer que el príncipe no se fuera nunca a la cama.
¿Cuánto tiempo podría permanecer inmóvil Ussun Cassano?
Era cuestión de tiempo que Unghermaumet recuperara el sentido común y descubriera el engaño. En lugar de eso Leonardo percibía el dolor y la profunda pena que irradiaba el muchacho como hubiera percibido el calor de un animal cansado de correr. Si tocara de nuevo a su padre, ¿se daría cuenta de que su carne estaba caliente? Pero, no, no se atrevería a retirar la mortaja. No se mostraría irrespetuoso, porque en aquel momento y en aquel lugar, en aquella tienda, las esferas de la vida y de la muerte eran una y la misma. Y así como los vivos podían ser ciegos, los muertos podían ver.
Leonardo sintió que se le agarrotaban los músculos. Se le había dormido una pierna y no podía deshacerse de las agujas que parecían vibrar en su hueso y debajo de la piel. Si el príncipe no se iba a la cama, Leonardo tendría que matarlo cara a cara.
Sintió un escalofrío ante el mero pensamiento, sin embargo, se sintió aliviado. Sonrió sin alegría, porque sus pensamientos iban a la deriva, como siempre le ocurría en los momentos previos a que cayera sobre él la oscuridad del sueño; y se preguntó en qué lugar de su infierno le colocaría el divino Dante, ¿en qué círculo? ¿En el cuarto con la última agua? Convertida en hielo con...
En el exterior de la tienda, un muchacho empezó a cantar con una voz fina y aguda.
Su perfección, Él es magnífico.Su perfección, Él es clemente.Su perfección, Él es grande.Unghermaumet estaba cerca de su padre, escuchando.
Era el momento de hacerlo.
Leonardo se levantó, apoyando indeciso el peso en su pierna dormida, y después pensó en cómo derribaría al príncipe.
Si pudiera esperar un poco más, quizá Unghermaumet empezara a pasearse de nuevo... quizá se acercara a Leonardo. Pero no había tiempo. Pronto fuera se formaría un tumulto y comenzaría el derramamiento de sangre. Si Leonardo fallaba...
Le cortaría la tráquea; se acercaría a Unghermaumet por detrás y tiraría de él, alejándolo de su padre. Dicho y hecho, Leonardo se puso en marcha, contando los pasos hasta llegar a Unghermaumet, como si él estuviera sentado en un rincón de la tienda y tuviera que dirigir a otra persona para que ejecutara el asesinato.
A lo lejos oyó a alguien que corría y un ruido sordo; un susurro y el sonido del acero cercenando carne y huesos, el borboteo de las gargantas, y el repiqueteo del acero y los gritos a medida que el ejército de Unghermaumet se despertaba para presenciar su propia matanza.
¿O lo que oía Leonardo era su sangre que corría veloz dentro de su cabeza?
Leonardo se detuvo delante del catafalco donde yacía el cuerpo, el brazo estirado, el cuchillo firmemente sujeto en la mano.
Y Ussun Cassano se despertó de entre los muertos, abrió los ojos y miró a los ojos de su hijo que reflejaban las llamas de las velas. Quizá se vio a sí mismo. Pero sus grandes manos enseguida se cerraron en torno al rostro y el cuello de Unghermaumet; y entonces Leonardo oyó un terrible y nauseabundo chasquido seguido de un gemido.
Ussun Cassano sostuvo a su hijo para ayudarle a soportar los espasmos de la muerte.
Los dos hombres yacían en el catafalco: Ussun Cassano sentado, con su peso apoyado sobre un codo mientras sostenía a Unghermaumet por la cintura con su brazo derecho; y Unghermaumet, moribundo, arrodillado y caído sobre el banco, como si quisiera manifestar su eterno pesar.
Ussun Cassano lloraba; Leonardo reconoció aquel sonido vacío de completa desesperación, y durante un terrible momento, un instante mínimo tan helado como el lago que retenía al mismo Satán, la mirada de Leonardo tropezó con la de Ussun Cassano. Fuera continuaba la lucha, pero aquello estaba a un mundo de distancia. Era el pasado, o el futuro. Pero el presente estaba atrapado entre Leonardo y el rey persa.
El rey miró a Leonardo, que recordó el momento en el que había encontrado a Ginevra.
Recordó haber matado a los asesinos, recordó haberles sacado las entrañas y haberlos golpeado contra el suelo, troceándolos desapasionadamente hasta que solo quedaron los ojos, que se convirtieron en charcos vítreos.
Los ojos son las ventanas del alma.
Pero Leonardo no se dejó llevar por los recuerdos. Sintió el peso de lo que había hecho Ussun Cassano... de lo que había hecho él. A la luz de las velas que estaban a punto de extinguirse, Leonardo parecía un oscuro icono, porque seguía inmóvil como la estatua de David hecha por Verrocchio; su rostro surcado por las lágrimas, que abrían caminos de carne en su piel cubierta de kohl.
—Era mi deber hacerlo con mis propias manos, maestro —dijo Ussun Cassano, rompiendo el hechizo.
Leonardo siguió quieto allí donde estaba.
—No te mataré, ni mataré a tus amigos. —Y Ussun Cassano se levantó y apoyó el cuerpo de su hijo sobre un hombro—. Una última humillación —dijo; y aunque miró a Leonardo, estaba hablando con Unghermaumet.
Y así, el rey salió de la tienda directo a la carnicería que sucedía en el exterior.
El fuego rugía y parecía que todo el campamento estaba en llamas, pero solo eran las tiendas de Unghermaumet. El penetrante olor a carne quemada y a la chamuscada piel de cabra de las tiendas, impregnaba el aire otorgándole cierta densidad, como la grasa en una cocina. Los guardias de Ussun Cassano ejecutaron con cierta piedad a muchos hombres de un solo golpe de espada; era como si miles de cabezas hubieran caído rodando simultáneamente de sus picotas. Otros se rindieron inmediatamente, todavía se podían oír el entrechocar de espadas, las súplicas de los hombres y el susurro de las flechas en el aire. La matanza seguía su propio ritmo y era imparable.
El agudo chillido del cuerno de carnero de Ussun Cassano se abrió paso entre el estruendo a la vez que el rey se colocaba delante de las llamas para que se le pudiera ver fácilmente. Sus guardias exhibieron el cadáver de Unghermaumet. Sorprendidos por la aparente resurrección de su señor, los hombres cayeron de rodillas. Con delicadeza retiró el cabello que cubría el rostro de su hijo, hizo una pausa para que todos vieran de quién se trataba, y gritó que así era cómo se recompensaba la traición, por muy alta estirpe que tuviera el traidor. Recitó el manifiesto de la fe: «No hay otro Dios salvo Alá, y Mahoma es su Profeta, que Alá le guarde y le proteja». Sus guardias respondieron con el mismo verso. A cambio, el rey pidió clemencia para los soldados de Unghermaumet y desapareció para irse con los mughassil, los que limpiaban a los muertos, que prepararían a su hijo para su entierro al día siguiente.
No hubo clemencia para los kurdos.
Los habían arrastrado fuera de sus tiendas para sufrir una muerte agónica. Y para horror de Leonardo, eran sus carros de asalto, armados con guadañas y tirados por caballos, los que embestían en lo que quedaba de las filas kurdas. Los carros iban adornados con antorchas que iluminaban a los conductores, a los caballos y los miembros amputados que volaban por los aires; como si aquellos guardias draconianos fueran la muerte misma: los cuatro jinetes del Apocalipsis. Los carros cercenaban cuerpos como si fueran espigas de trigo, y los conductores perseguían a aquellos que escapaban, llevándose por delante las tiendas con las mujeres y los niños dentro, porque las guadañas tenías las hojas muy pesadas y estaban muy bien equilibradas. Los gritos sonaban apagados, como si la noche los devorara; una noche a punto de desaparecer puesto que la luz asomaba ya de forma casi imperceptible por el este, la dirección hacia la que rezaban los musulmanes.
De hecho, pronto sonaría la primera llamada al rezo para aquellos que conducían los carros y aquellos que los seguían, un ejército de segadores que caminaba por los prados de la muerte, cortando cabezas y dedos para quedarse con los anillos. No era muy diferente de una procesión de antorchas y Leonardo no pudo evitar seguirlos, como un clavo atraído por un imán. Disgustado, aterrorizado y horrorizado caminó en la oscuridad como una sombra. Parecía un espectro, un demonio o un jinn sin rostro, sin cabeza: el kohl todavía le cubría el rostro, escondiéndolo. No podía dejar de escuchar a los kurdos heridos y mutilados, que suplicaban por su vida, por un indulto, mientras los soldados limpiaban el rastro dejado por los carros, cortando cabezas y metiéndolas en sacos mientras sus labios aún se movían. Al parecer a los soldados no les importaba toda aquella agonía humana que hervía a su alrededor y charlaban entre ellos mientras cortaban y arrancaban sangrientos pedazos de carne. Gritaban de satisfacción cada vez que se encontraban con algo de valor... gritos que se mezclaban con los rezos y lamentos de las víctimas.
Y mientras Leonardo caminaba por aquella carnicería, siguiendo la estela de sus máquinas, a través de miembros cercenados y trozos de tela de tiendas destrozadas que ondeaban al viento; con sus pies chapoteando en la sangre y en las entrañas que fertilizarían aquella tierra seca, intentó rezar, llamar la atención de Dios.
Pero sabía que no habría respuesta porque, en aquel momento, él era Dios.
Lo que contemplaba era el resultado de sus propias ideas.
Lacrimae Christi.