14 Asuntos privados
«Conozco a alguien que, aunque me ha prometido mucho, apenas ha cumplido nada, y al estar yo decepcionado con sus presuntuosos deseos, ha intentado privarme de todos mis amigos. Y como ha descubierto que ellos piensan por sí mismos y no desean plegarse a su voluntad, me ha amenazado diciendo que ha encontrado formas de denunciarme y de privarme de mis benefactores...»—Leonardo da VinciEn el entierro de Simonetta se vieron llamas que saltaban y cruzaban el claro cielo de la primavera.
Leonardo fue testigo de la tormenta que súbitamente se había desatado en los cielos, acompañada por llameantes relámpagos y un penetrante y particular olor que saturaba el aire. Estaba de pie en el cementerio, con Niccolò, Sandro y Pico della Mirandola, cuando las gotas de lluvia y piedras de granizo empezaron a caer sobre los asistentes, muchos de los cuales se apretaban el pecho e invocaban la sagrada presencia. Brillando como diamantes, las piedras de granizo cayeron sobre la hierba húmeda y los cuidados arbustos. Se decía que dentro de cada piedra de granizo estaba atrapada la horrible imagen de los demonios que habitaban el mundo de la naturaleza: salamandras, sílfides, ondinas, gnomos, escarabajos, babosas, víboras, murciélagos, saurios con armadura y reptiles que parecían aves.
Aquella era la interpretación de los estudiosos, teúrgos y filósofos ante aquel presagio odioso y pernicioso; un regalo de las esferas de los demonios y de las estrellas vivientes. ¿Acaso santo Tomás de Aquino no había declarado como dogma de fe que los demonios podían provocar vientos, tormentas y lluvias de fuego desde el cielo?
Incluso Pico della Mirandola sugirió que malévolas influencias controlaban los destinos de los hombres y de los países. ¿Acaso Il Magnifico no había sido comprometido políticamente por el condottiere Carlo da Montone, que había atacado Perugia y amenazaba la paz de toda Italia? ¿Acaso la relación del primer ciudadano con el papa Sixto IV no iba de mal en peor, especialmente desde que Lorenzo se había negado a que el arzobispo elegido por Sixto, Francesco Salviati, tomara posesión de su sede en Florencia? Ahora toda Florencia vivía en el temor de la excomunión y de la guerra; y los rumores decían que Lorenzo, destrozado por el dolor, había cedido sus deberes de Estado a su gabinete, a sus confidentes Giovanni Lanfredini, Bartolomeo Scala, Luigi Pulci, y a su sabia, y experta en política madre, Lucrezia.
Leonardo mantuvo las promesas hechas a Simonetta. Cuidó de Sandro, al igual que lo hizo Niccolò, e intentó arreglar las cosas con Lorenzo. Pero el primer ciudadano se negaba a recibirle, no contestaba a sus cartas ni aceptaba sus obsequios: sus sorprendentes inventos y artilugios, los juguetes, y un luminoso cuadro que era una perfecta representación del cielo tal y como los mortales deseaban verlo. Lorenzo ni siquiera permitía a Sandro mencionar el nombre de Leonardo.
—Se ablandará —insistió Sandro—. Es el dolor el que habla, no él.
Pero el dolor de Lorenzo era muy intenso.
Leonardo se perdió en el frenesí del trabajo: era la única escapatoria a los terrores que tenía dentro y a los peligros que lo acechaban fuera. Ya no podía soportar la idea de poner pintura sobre un lienzo, de reproducir con determidada técnica, con pigmentos, con trementina... la dulce carnalidad de todo lo que había perdido.
No quería que le recordara a Simonetta... ni a Ginevra.
Así que en vez de pintar, se obsesionó con las matemáticas, los inventos y la anatomía. Cuando dibujaba era tan solo para plasmar claramente sus ideas mecánicas o para dejar constancia de las diversas capas de la carne, los nervios y las articulaciones; porque los huesos y los artilugios mecánicos no provocaban en él emociones ni tenían sobre él influencia alguna.
Estaba inmerso en un lugar frío y vacío. Sin embargo, de cara al exterior, seguía siendo tan curioso y gregario como siempre. Su estudio se había expandido hacia el pasillo y hacia las habitaciones contiguas, para consternación de los jóvenes aprendices que las ocupaban. Los diversos aparatos y máquinas de Leonardo entorpecían el paso por los pasillos, estaban esparcidos por todas partes, como si se hubiera desatado una tormenta en el interior de la casa. El estudio parecía más la tienda de un constructor de molinos que la bottega de un artista: había por todas partes tornos y cabrestantes, mecanismos sinuosos, pesos que colgaban en máquinas diseñadas para levantar objetos, brújulas y otras herramientas de su invención, grúas, molinillos, pulidoras, tornos y sierras mecánicas operadas por pedales, mecanismos para limpiar lentes, e instalaciones de campanas que funcionaban con ruedas. Estaba fascinado por la transmisión de la fuerza mecánica a través de todo tipo de mecanismos y sistemas de poleas. Y sus notas y dibujos de válvulas y muelles, volantes, palancas y cojinetes, tornillos y llaves, clavijas y ejes estaban por todas partes. Aunque tenía a sus propios aprendices trabajando en sus máquinas y maquetas, no permitía que ningún criado de la casa de Verrocchio limpiara aquellas habitaciones por temor a que le robaran sus ideas.
Por encima de aquellas máquinas, maquetas, herramientas, libros y cuadernos de notas desperdigados, colgaba una nueva pero incompleta máquina voladora. Parecía tan ligera y frágil como si el fustán y la seda, y la lana y el cuero pudieran ser el material del que estaban hechos el amor y la felicidad.
—Leonardo, ven a la mesa —gritó Andrea del Verrochio impaciente desde el piso de abajo.
El sol estaba bajo en el cielo dorado, y el comedor improvisado, que normalmente funcionaba como taller, parecía emerger de un sueño bañado por los rayos de sol que se reflejaban en el polvo del aire. Habían cubierto con un mantel la larga mesa de trabajo, y habían colocado encima platos, cuchillos, copas y jarras estrechas que contenían vino con mucho cuerpo. El olor a carne asada, buñuelos y cuencos de confituras se mezclaba con el débil pero constante olor a trementina y el indefinible olor a cantera, incluso a pesar de que se habían llevado el trabajo de las blancas rocas de Volterra y Siena a otros talleres. Se sentía el ruido tanto como se oía.
—¿Tenéis tanta prisa por acabar vuestros encargos que vais a dejar a vuestros aprendices sin cenar para que sigan trabajando? —preguntó Leonardo cuando entró en la estancia. Tan solo Andrea y su séquito habitual de primos, sobrinas y sobrinos, Lorenzo di Credi, Niccolò, el capataz Francesco, Agnolo di Polo y Nanni Grosso se sentaban a la mesa aquella noche. Agnolo y Nanni eran aprendices veteranos y los favoritos de Andrea.
—He pensado que podíamos tener una cena familiar —dijo Andrea con aire incómodo—. Y sí, Leonardo, tenemos mucha prisa por terminar nuestros encargos... Especialmente el retablo para los buenos frailes de Vallombrosa.
Aquello provocó una risa nerviosa de Agnolo di Polo, que no quería bien a Leonardo. Aunque tenían un temperamento parecido, Leonardo tenía más talento y Agnolo no podía enmascarar sus celos.
—Pero ese proyecto va muy bien —dijo Lorenzo di Credi, que había estado pintando el panel San Donato y el recaudador de impuestos para Leonardo.
—Leonardo, ¿has estado trabajando en el retablo? —preguntó Andrea. Había cierto tono en su voz, como si estuviera enfadado con Leonardo... como si le estuviera provocando.
Leonardo se sonrojó.
—He terminado la predella de san Donato, excepto por la cabeza de Eustaquio. Nuestro querido Lorenzo di Credi ha sido tan amable de dedicar su considerable talento a este proyecto mientras yo estaba ocupado con mis... inventos.
—Tu obligación es hacia la predella —replicó Andrea, con una prepotencia poco característica en él.
—Mi obligación es hacia esta bottega y hacia vos —reaccionó Leonardo, y trató de darle la vuelta a la discusión.
—¿Qué?
—Mis inventos os hacen ganar una cantidad considerable de dinero, maestro. ¿Por qué queréis que pinte, si Lorenzo puede hacer el trabajo igual de bien?
—Porque no es el trabajo de Lorenzo —dijo Andrea—. Es el tuyo. Eres un aprendiz veterano.
—¿Y cómo has pasado el día de hoy si no ha sido pintando o esculpiendo? —preguntó Agnolo a Leonardo.
Pero Leonardo le contestó, y al parecer sin sarcasmo.
—He continuado mis estudios de anatomía en el hospital, signore Agnolo. ¿Sabíais que si un hombre permanece de pie con el brazo extendido, dicho brazo es más corto si la palma de la mano mira hacia abajo que si mira hacia arriba? He diseccionado un brazo y he contado treinta huesos, tres en el brazo y veintisiete en la mano. Hay dos huesos entre la mano y el codo. Cuando vuelves la palma de la mano hacia abajo de esta manera... —hizo el gesto con su mano izquierda—, los dos huesos se cruzan de tal manera que el que suele estar en el exterior del antebrazo cae oblicuamente sobre el hueso del interior. ¿Acaso no debería saber esto alguien que trabaja pintando o esculpiendo mármol?
Agnolo frunció el ceño y meneó la cabeza. Tenía el cabello negro, largo y grasiento, y una frente ancha.
—¿Para qué?
—Para pintar... o esculpir como es debido.
Agnolo se ruborizó y dijo:
—Yo creo que tu propósito es escapar de tener que pintar o esculpir.
Todos rieron ante ese comentario.
—He hablado con un anciano en el hospital —dijo Leonardo dirigiéndose a Andrea—. Su piel estaba tan dura como el pergamino y se quejaba de debilidad y de frío. Ha muerto pocas horas después de que habláramos, y cuando le he diseccionado, he descubierto la razón de su frío y de su debilidad, y por qué su voz era tan estridente y aguda. Se le habían encogido la tráquea, el colon y los intestinos, y tenía en la arteria de la yugular piedras tan grandes como nueces. Y una sustancia parecida a la escoria colgaba de sus venas.
—Tío Andrea, creo que si el maestro Leonardo sigue hablando de esas cosas me pondré enferma —dijo una de las sobrinas de Verrocchio, que solo tenía doce años.
—Bien, entonces será mejor que te llenes el plato y vayas a comértelo a la habitación de al lado —dijo Andrea con voz amable. Sonrió a su sobrina y luego indicó a Leonardo que continuara.
—Las arterias estaban colapsadas, algunas casi cerradas por completo —continuó Leonardo como si no hubiera habido interrupción.
—¿Sí? —dijo Andrea.
—Creo que la gente anciana siente frío y debilidad porque la sangre no puede circular libremente por los conductos bloqueados. Los médicos insisten en que es porque la sangre se espesa con la edad. Pero están equivocados. Creen que pueden saberlo todo leyendo De Medicina y De Utilita.
Andrea asintió, claramente interesado por el tema, pero dijo:
—Leonardo, sabes que yo siempre te apoyo en tus empresas, pero me temo que una vez más te has convertido en la comidilla de la ciudad.
—No soy el único artista de Florencia que estudia anatomía —replicó Leonardo.
—Pero es de ti de quien dicen que no temes a Dios.
—¿Quién dice esas cosas? —quiso saber Leonardo.
—Yo, por ejemplo —respondió Agnolo.
Leonardo se volvió hacia él, enfadado, pero Andrea intervino.
—Agnolo, deberías abandonar la mesa ahora.
—Pero...
—Ahora. —Cuando Agnolo se hubo marchado, Andrea dijo—: Cuando terminemos quiero hablar contigo, Leonardo. —Aquella era la señal para dar por terminada la cena; pero antes de que todos se levantaran, Andrea les indicó que permanecieran sentados—. Primero debo hacer un anuncio. Ya que todos sois parte de la familia... —Y miró a Leonardo y a su capataz, Francesco, mientras hablaba—... Quiero que seáis los primeros en oír estas noticias.
Francesco se inclinó hacia adelante, nervioso.
—Todo sabéis de mis problemas con los venecianos —continuó Andrea.
Se refería a la estatua ecuestre del condottiere veneciano Bartolommeo Colleoni. Verrocchio había obtenido el encargo y ya tenía lista la armadura para fundirla en bronce cuando los venecianos cambiaron de idea y pidieron a Vallano da Padova que se hiciera cargo de la figura del hombre. Verrocchio solo esculpiría el caballo. Cuando Andrea recibió esa noticia, rompió su modelo, redujo a pedazos la cabeza bellamente trabajada del caballo y se marchó de Venecia. Al enterarse de esto, los venecianos hicieron saber que si Verrocchio volvía alguna vez a la ciudad, le cortarían la cabeza.
—Bueno, al parecer los venecianos han decidido doblar mi salario si vuelvo a la ciudad para terminar la estatua —dijo Andrea con una gran sonrisa.
Todos los que estaban sentados a la mesa se sorprendieron, especialmente Francesco.
—¿Y cómo ha ocurrido eso? ¿No promulgaron contra vos una sentencia de muerte?
—Desde luego que sí, capataz —dijo Andrea—. Y yo respondí a sus amenazas. Les dije que me cuidaría mucho de volver a su apestosa ciudad, porque no me cabía duda de que una vez le cortaran la cabeza a un hombre, no tendrían la habilidad suficiente para ponérsela de nuevo, ¡sobre todo una cabeza tan excepcional y única como la mía!
Incluso Francesco sonrió al escuchar eso.
—Es más, les dije que había sido capaz de reemplazar la cabeza del caballo con una que era incluso más hermosa. —Andrea se encogió de hombros y añadió—: Al parecer mi respuesta no les ha contrariado mucho.
—¿Cuánto os marcháis? —preguntó su hermana, aparentemente destrozada.
—No hasta dentro de un mes, por lo menos —respondió Andrea.
—Entonces tenemos que aprovechar el tiempo para terminar todos vuestros encargos —dijo Francesco—. Tendremos que trabajar intensamente con Leonardo... que me imagino ocupará el lugar de maestro cuando os marchéis.
Andrea tenía aire preocupado, como antes.
—Pietro Perugino será el maestro.
La noticia cogió a todos por sorpresa. Se quedaron mudos.
Durante unos segundos no se dijo ninguna palabra, hasta que Francesco rompió el silencio.
—Creía que Pietro estaba en Perugia —dijo.
—Volverá este mes —respondió Andrea—. Y ahora, si nos excusáis a Leonardo y a mí. Tenemos que discutir algunos asuntos.
Todos se marcharon excepto Niccolò, que se quedó sentado al lado de Leonardo.
—Por favor, permitidme quedarme, maestro —pidió.
—Creo que es un asunto privado —dijo Andrea.
—Tan privado como un ahorcamiento —dijo Leonardo dando por fin rienda suelta a su frustración—. Dejad que el muchacho se quede.
—Como quieras. —Y tras un instante, continuó—: Leonardo, lo siento, pero no me has dejado otra opción.
—¿No os he dejado otra opción?
Andrea se reclinó en su silla y miró hacia el techo, como si estuviera elevando una plegaria.
—Quizá si no hubieras sido acusado de sodomía, si pintaras y esculpieras como es de esperar de tu rango y entrenamiento en vez de concebir inventos y máquinas que la gente cree que son sacrilegios, quizá si te hubieras mantenido alejado de los libreros de la Via dei Librai, entonces quizá sí hubiera tenido otra opción. Pero ni siquiera te molestas en cumplir con lo que dicta la Iglesia cristiana. Tienes dinero para comprar caballos, pero no puedes pagar la tarifa para entrar a formar parte de la cofradía de pintores o para contribuir con cinco soldi a la festividad de San Lucas. —La voz de Andrea fue elevándose según hablaba.
—¿Estáis diciendo que habéis elegido a Perugino porque yo no he dicho mis cinco paters y mis cinco aves todos los días?
—Le he elegido porque los frailes de Vallombrosa no querían seguir pagándonos si seguías siendo tú el que te encargaras del retablo. Incluso han solicitado que repintemos tu obra, para purificarla.
—¿Qué?
—Y hay otros mecenas que están disgustados contigo.
—Es Lorenzo el que está detrás de todo esto —dijo Leonardo convencido de que era la verdad.
—No importa.
—Decídmelo.
—Todos en Florencia saben que te odia —dijo Andrea—. ¿Qué le has hecho, Leonardo? Estabas en gracia con él.
Leonardo meneó la cabeza.
—Has estado demasiado ocupado con tus máquinas para darte cuenta de lo que estaba ocurriendo a tu alrededor —dijo Andrea.
—Mis máquinas se venden —insistió Leonardo—. Eso no sería posible si Lorenzo hubiera cerrado su puño... completamente.
—Sí, se venden. Pero, ¿quién las compra? ¿Los enemigos de los Medici? —Tras una pausa añadió—: Estás ciego, Leonardo.
Leonardo se miró las manos, que le parecieron las manos de aquel anciano que había diseccionado. Eran masas frías y muertas unidas a las muñecas. Apenas las sentía, tan solo un cosquilleo, como si su corazón hubiera dejado de bombear sangre a sus extremidades.
—¿Por qué me habéis humillado? —preguntó a Andrea.
—¿Qué quieres decir?
—Antes de anunciar que Perugino ocuparía mi puesto, ¿por qué me habéis humillado con todas esas tonterías de que yo no dedicaba tiempo a la preciosa predella de los frailes?
—Estaba enfadado. No quiero darle tu puesto a Perugino.
—Ah, tenía que haberme dado cuenta —dijo Leonardo sarcástico—. Ahora veo que todo tiene sentido.
—No estaba enfadado contigo, Leonardo. Estaba enfadado conmigo mismo. Pero he dirigido mi enfado hacia ti.
Leonardo no dijo nada.
—Porque soy un cobarde. Debí haber plantado cara a todos los que te calumniaban.
—¿A Il Magnifico? —preguntó Leonardo ablandándose un poco—. No, no sois un cobarde, maestro. Tenéis que tener en cuenta a vuestra familia y a todos los demás aprendices. Si yo estuviera en vuestro lugar, habría hecho lo mismo.
—Gracias —dijo Andrea—. Tú eres como un hijo para mí, y yo... yo soy tan malo como tu padre. —Se ruborizó—. Lo siento, perdóname. No quería decir eso. El señor Piero da Vinci es mi amigo. No puedo imaginar...
Pero sus miradas se encontraron, y los dos empezaron a reírse. Divertido, Niccolò sonrió.
—¿Qué harás ahora, Leonardo? —preguntó Andrea.
—Buscaré una casa.
—Quizá ya sea hora. Debes tener tu propia bottega.
—Un pintor a quien no ofrecen ningún encargo no necesita una bottega.
—Tu suerte cambiará. Eres un pintor demasiado bueno para que te ignoren durante mucho tiempo. Mientras tanto, sigue vendiendo tus ruidosas máquinas.
—¿A los simpatizantes de los Pazzi?
Andrea se encogió de hombros.
—Quizá pueda conseguir que los venecianos se interesen por tus talentos.
—Quizá —dijo Leonardo.
Hubo un silencio preñado de remordimientos.
—Leonardo, ¿qué pasa conmigo? —preguntó Niccolò nervioso por aquel extraño instante.
—¿Andrea? —preguntó Leonardo.
—La decisión la puede tomar únicamente el maestro Toscanelli —respondió Verrocchio.
Niccolò asintió y se quedó mirando el suelo fijamente como si quisiera perforar un agujero entre sus pies.