20 Letanía del Nilo

«Se dice que en El Cairo hay doce mil aguadores que transportan el agua en camellos, y treinta mil personas que alquilan mulas y burros; y que en su Nilo hay treinta y seis mil barcos que pertenecen al sultán y a sus súbditos, y que navegan corriente arriba hacia el Alto Egipto, y corriente abajo hacia Alejandría y Damieta, cargados de mercancías y artículos de todo tipo.»—Ibn Battuta«Vinculado con cada uno de nosotros hay un océano que está entre nosotros en la tierra y en el cielo, en el mundo de los sentidos y en el mundo invisible; es el océano de esta vida y el océano de la vida eterna... Kaf-Ha-Ya-‘Ain-Sad.»—Atribuido a Al Shadhili«Por qué no describo mi método para permanecer debajo del agua durante tanto tiempo como puedo permanecer sin ingerir alimentos, os lo diré: no lo publico ni lo divulgo a causa de la maligna naturaleza del hombre, que practicaría el asesinato en el fondo de los mares...»—Leonardo da VinciEn medio de la noche, mucho después de que los esclavos de Leonardo y sus compañeros se hubieran ido a dormir (a Leonardo le habían facilitado tantos esclavos como había necesitado y una bottega en la que trabajar), Kuan llegó de visita, solo. Leonardo había ordenado a los herreros y a los sopladores de vidrio que hicieran grandes lámparas de agua diseñadas por él, y la enorme bottega, que se asemejaba a una mezquita, estaba inundada de una luz brillante y regular.

—Veo que has aprovechado muy bien el tiempo que se te ha concedido —dijo Kuan.

Era cierto que Leonardo había estado trabajando sin parar, y había materiales y herramientas desperdigadas por toda la estancia. En el centro de la habitación descansaban unos tubos largos que conectaban con una torreta con agujeros para permitir la entrada de aire; en el otro extremo llevaba atado un odre que el buceador debía colocarse en la boca. Al lado de aquel aparato había una mesa larga cubierta de dibujos, una jarra de vino vacía, algo de fruta ya marrón a medio comer y una máscara de cuero de la que sobresalían unos anteojos de cristal.

Kuan cogió la máscara.

—¿Y esto?

—Permite ver debajo del agua.

—Yo puedo hacerlo sin esto.

—Pero no puedes ver con claridad —dijo Leonardo. Habló en voz baja, porque Zoroastro dormía en un camastro en la misma habitación. A pesar de los aires que se daba, Zoroastro trabajaba duro y tenía mucho más talento que los demás compañeros de Leonardo. Tras una pausa, Leonardo preguntó:

—¿Deseas probarla?

Aquello cogió a Kuan por sorpresa, porque rió y dijo:

—¿En medio de la noche?

Leonardo se encogió de hombros, como retándole.

—Ya —dijo Kuan—. ¿Y qué es eso? —Señaló el aparato del suelo.

—Con eso podrás respirar debajo del agua —explicó Leonardo, y mostró a Kuan el funcionamiento de las válvulas de la boquilla, que iba conectada al tubo de inhalar aire y al de expulsarlo.

Mientras Leonardo recogía todo el equipo, incluyendo una lámpara, Kuan preguntó:

—Podemos llamar a los esclavos para que nos ayuden.

—No será necesario —dijo Leonardo mientras se enrollaba los tubos en un hombro. Una vez salieron de la habitación a los oscuros pasillos y Kuan hubo ordenado a los soldados mamelucos que vigilaban a Leonardo quedarse en la bottega, Leonardo sintió que volvía el dolor por la pérdida de Niccolò.

—Parece ser que llevas muy bien tu «encarcelamiento» —dijo Kuan, como si quisiera provocar a Leonardo.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Por lo que me han dicho trabajas noche y día.

—El califa me ha pedido lo imposible.

—Quizá —dijo Kuan—. Pero ese es tu horario normal, ¿me equivoco?

—No exactamente.

—Bien, al parecer estás en tu elemento, encerrado en la bottega, bajo vigilancia. Y no te has puesto nervioso hasta que hemos salido al exterior.

Leonardo no tenía argumentos para discutir. Kuan era fastidiosamente perspicaz. De hecho, era cierto que Leonardo podía perderse en su trabajo, aislarse de su catedral de la memoria, vivir en el presente más absoluto.

Y mientras pasaban por delante de la mezquita de Al Nasi Mohammed, que estaba cerca de su destino, Leonardo preguntó a Kuan:

—¿Dónde habéis estado estas pasadas semanas? —Era una noche fresca, iluminada por la luna creciente; las elegantes cúpulas y los minaretes de la fortaleza daban la sensación de no pesar nada, de ser insustanciales, como si el legendario Salah ad-Din hubiera modelado el recinto con la materia de la que están hechas las nubes. Sin embargo, escapar de aquel lugar era imposible.

—¿El devatdar ha rescatado a Niccolò y a A’isheh?

—¿En realidad estás preguntándome que por qué no te he visitado?

Leonardo asintió.

—Porque estaba con el devatdar en los Dominios Inexpugnables.

Turquía.

Leonardo se sorprendió.

—Pero el devatdar se marchó antes, y nosotros fuimos atacados...

—Tan solo piensas en línea recta, Leonardo —dijo Kuan burlándose de él—. ¿Acaso dos viajeros tienen que partir a la vez para llegar juntos al mismo destino?

—No, por supuesto que no. Pero dime lo que sepas, por favor.

—¿Lo que sé...? —dijo Kuan divertido.

—De A’isheh... y lo que le ocurrió a Niccolò. Debo saberlo.

—Yo iba con el devatdar y con uno de los embajadores. Intentamos pagar un rescate por A’isheh y por los demás que habían sido capturados.

—¿Sí?

—Pero sabían que A’isheh formaba parte de la familia del califa y querían enviar a sus embajadores aquí para negociar.

—¿Cómo sabían que ella y el califa eran familia...? ¿A no ser que ella se lo dijera? —preguntó Leonardo.

—Se llevaron su cassone como botín. Ella guarda allí su ropa, sus diarios; su vida pasada está en ese baúl, o eso me han dicho.

Leonardo sintió que se le abrían las glándulas y que su corazón se aceleraba. ¿Qué habría escrito A’isheh en sus diarios?

—No nos quedó más remedio que volver a El Cairo a bordo de barcos turcos. El emperador retiene nuestros barcos por los que también tendremos que pagar un rescate. —Habló lentamente, con cuidado, y su voz tembló—. Fue una humillación en toda regla. Y es un milagro que el califa no nos haya pasado a todos por la espada. Yo lo habría hecho...

—Eres demasiado duro contigo mismo —dijo Leonardo.

—No seas condescendiente conmigo —dijo Kuan con frialdad—. Los halagos son algo que espero de los esclavos.

Perplejo, Leonardo se quedó callado durante unos instantes. Después, preguntó de nuevo por Niccolò.

—¿Le viste?

—No vimos a nadie salvo a A’isheh —respondió Kuan.

—Entonces no estás completamente seguro de que Niccolò esté muerto, ¿verdad?

—No estás listo para dejarle ir, maestro —dijo Kuan—. ¿Recuerdas lo que te dije sobre la palabra del califa?

Leonardo ignoró la pregunta de Kuan y dijo:

—No se trata de que esté listo o no... —Pero se detuvo—. No, no estoy listo...

Llegaron a una torre en el lado sur de la mezquita. Al lado de la torre había un pozo, el pozo del Caracol, que había sido construido por los cruzados, prisioneros de Salah ad-Din. Una escalera de caracol bajaba vertiginosamente por el pozo hasta llegar al nivel del Nilo.

—Ya se me había ocurrido que me traerías aquí —dijo Kuan—. ¿Puedo confiar en que no intentarás asesinarme?

—Mira en tu catedral de la memoria. En tu ciudad de la memoria, como creo que la llamáis aquí. ¿Acaso no puedes ver ahí el «presente de las cosas futuras»?

Kuan no replicó, pero se quitó la ropa hasta quedarse tan solo con sus calzones de algodón, y empezó a bajar por el pozo.

—¿Y de qué van a servir tus anteojos cuando esté respirando debajo del agua? —preguntó—. Estará oscuro.

—Podrás ver la lámpara —respondió Leonardo—. Bastará con que mires hacia arriba. Sus voces sonaron apagadas y el eco rebotó en las paredes mientras Leonardo explicaba a Kuan cómo funcionaba el aparato exactamente: cómo la torreta con sus aberturas para el aire flotaría en la superficie del agua; y cómo debía ajustar la máscara y los anteojos, y respirar adecuadamente. Ayudado por el peso de varias piedras sujetas a su cinturón, Kuan se metió lentamente en la fría agua.

A Leonardo le resultó difícil verle una vez sumergido, porque la luz reflectaba en el agua. La torreta se balanceó en la superficie, que fue calmándose poco a poco. Tras unos instantes, Kuan reapareció, salpicando agua mientras subía por las escaleras. Parecía estar sin aliento.

—Funciona —dijo excitado—. He respirado debajo del agua y he visto como me observabas, aunque podía ver mis manos bajo el agua con más claridad que a ti. Era como mirar hacia... el cielo. No por ti, Leonardo, sino por la luz. —Temblaba—. Informaré al califa.

Aunque estaba satisfecho, Leonardo dijo:

—Quizá sea mejor esperar.

—El califa está empezando a cansarse de mimar a los turcos.

—¿Qué quieres decir?

Kuan habló en voz baja mientras los dos subían las escaleras del pozo.

—Tiene intención de declarar la guerra, maestro.

—¿Quieres decir que no pagará ningún rescate por A’isheh?

Kuan siguió hablando mientras seguía subiendo y vistiéndose.

—El príncipe de los turcos no aceptará dinero. ¿No has entendido la demanda presentada por su embajador ante el califa?

—Creía que se había ofrecido a reparar los conductos de agua en beneficio de los peregrinos.

—Desde luego, has oído bien. Pero ese es el privilegio del califa, porque él, y solo él, es el que controla y mantiene La Meca y Medina, los lugares más sagrados. Ka’it Bay es el gobernador de los mundos y protector de la fe. No Mehmed, por muy poderoso que se crea.

—Pero el califa todavía seguiría gobernando en sus territorios, ¿no? —preguntó Leonardo mientras caminaban de vuelta al taller.

—Sí, pero Mehmed se vería legitimado como protector del islam.

Leonardo meneó la cabeza.

—¿Acaso es diferente de lo que hace el papa cuando en su intento por controlar toda la tierra florentina amenaza con la excomunión a todos sus habitantes? —preguntó Kuan.

—Así que el califa sacrificará a A’isheh y a los demás.

—No será como crees, maestro.

—¿Qué quieres decir?

Al ver que Kuan no respondía, Leonardo añadió:

—¿Otra mirada en el presente del futuro?

Pero Kuan no picó el anzuelo. Dio las buenas noches a Leonardo y se marchó. Una vez solo, Leonardo echó de menos Florencia. Parecía que el aire mismo estuviera hecho de nostalgia y pesar. Deseó estar sentado a la mesa de Verrocchio con Niccolò a su lado. Deseó ver a Sandro y a Simonetta; Simonetta, rubia y frágil, que le había ayudado a reunirse de nuevo con Ginevra. Pero el recuerdo de Ginevra se vio invadido por las imágenes de su muerte.

Se sobresaltó, como si despertara de una pesadilla.

Los fantasmas que se materializaron ante él eran sus guardias. Habían estado buscándole. Cuando le vieron aparecer con el aparato de bucear, uno de ellos sonrió y dijo:

—Mun shan ayoon A’isheh.

Leonardo comprendió las palabras, pero no su sentido.

«Por los ojos de A’isheh».

Mañana investigaría su significado.

El califa ordenó que la destrucción de los barcos de los embajadores turcos tuviera lugar a plena luz del día, ya estuvieran anclados o con las velas desplegadas en plena navegación. Se ordenó a los embajadores que abandonaran la ciudadela y subieran a sus barcos antes del amanecer. Habían llegado a El Cairo en cinco modernas galeras de guerra, de líneas limpias, estrechas y erizadas con remos y cañones. Los barcos permanecían quietos en las tranquilas aguas rosadas del Nilo, tan quietos como las rocas del fondo del río en las profundas aguas estacionales.

Leonardo, Zoroastro y Kuan zarparon hacia los barcos turcos en una falúa de madera podrida y velas andrajosas. Tres familias habían vivido a bordo de aquel barco antes de que Kuan Yin-hsi se convirtiera en su comandante. Los marineros de Kuan iban vestidos con harapos y llevaban las armas escondidas. Anclaron la falúa a la vista de las galeras. El bote de Leonardo estaba rodeado de otras falúas, pues el Nilo era como una aldea. A lo largo de las orillas, campesinas fellaheen y sus hijos gritaban «Mun san ayoon A’isheh» y recibían las mismas palabras como respuesta desde las falúas. Pero sus palabras se veían ahogadas por el viento, las conversaciones y el canto de los pájaros: golondrinas rojas, ánades rabudos, cercetas, milanos, currucas y avefrías espoladas. Como si sus cantos llamaran al día, gorjeaban y graznaban desde las copas de los árboles, desde los mástiles y desde el aire.

Los artilugios submarinos de Leonardo estaban extendidos sobre cubierta y tapados con velas: tres boyas conectadas a los tubos para respirar y a unas barras largas; punzones y largos taladros diseñados por Leonardo que colgaban de las barras y se movían libremente montados en unos pivotes. Los herreros del califa habían terminado los taladros, los punzones y los tubos apenas una hora antes de emprender la misión, y Leonardo ni siquiera estaba seguro de que fueran a funcionar.

—Debería hacer esto solo —insistió Leonardo mientras retiraba las telas que cubrían los artilugios—. Ninguno de vosotros tiene experiencia.

—Tengo tanta como tú —dijo Zoroastro. Su rostro estaba ruborizado de excitación.

—Y yo tengo incluso más —dijo Kuan. Leonardo le miró desconcertado—. He matado a más hombres, maestro. Eso compensa cualquier experiencia técnica que puedas tener tú. Has matado solo en defensa propia. ¿Podrás soportar matar a inocentes?

—La orilla está cerca —dijo Leonardo, y mientras lo decía se preguntó por qué estaba defendiéndose a sí mismo.

—De cualquier manera, muchos se ahogarán —dijo Kuan— o serán devorados por los cocodrilos. Y aquellos que naden hasta la orilla morirán bajo las espadas... o se convertirán en esclavos.

—¿Qué? —preguntó Zoroastro—. ¿Hay cocodrilos en estas aguas?

—No tengas miedo, pequeño mago —dijo Kuan—. Te daré un ungüento y los cocodrilos no se te acercarán. Estarás más seguro bajo el agua, porque solo atacan en la superficie. —Se volvió hacia Leonardo—. ¿Todavía deseas acaparar toda la gloria?

—Tan solo deseo acabar cuanto antes —dijo Leonardo. Miró hacia los barcos turcos—. Lo haré solo.

—¿Por qué? —quiso saber Kuan.

—Porque es mi invento.

—Como el mecanismo para volar que mató a aquel muchacho.

—Exacto.

—Ah, así que lo haces para protegernos —dijo Kuan—. ¿Y cuántos barcos crees que podrás hundir antes de que den la alerta? ¿Crees que se quedarán anclados hasta que termines?

Leonardo ignoró el sarcasmo.

—Puedo moverme muy rápido de un barco a otro, antes de que se den cuenta de que algo no va bien. —Habló en voz baja, como si estuviera pensando en voz alta, planeando su estrategia. Se preguntó cuándo tendrían pensado zarpar los turcos, porque una vez en movimiento, resultaría más difícil arrancar las planchas y abrir agujeros para que entrara el agua.

Pero Leonardo no podía hundir aquellos barcos solo. Lo sabía.

¿Cómo había llamado el devatdar al califa? El Jinn Rojo, que transforma la muerte en fiesta.

Se volvió hacia Zoroastro.

—¿Recuerdas todo lo que te he explicado sobre el mecanismo?

—Sí, Leonardo.

—¿Y el taladro?

—Sí.

—¿Y recuerdas cómo usar el mecanismo para arrancar las planchas de madera?

—Sí, por supuesto que lo recuerdo —respondió Zoroastro fastidiado.

—Esto es importante —continuó Leonardo—. Debes recordar que tienes que hacer varios agujeros en el casco, pero tienes que tener cuidado, porque el agua entrará con una fuerza terrible. Y tienes que acordarte de conservar los tubos para respirar enteros y sin obstrucciones; es fácil que se enganchen... o que se rompan. —Se volvió hacia Kuan—. Y tú, ¿entiendes todo esto?

—Sí, maestro —dijo Kuan de buen humor, ligeramente condescendiente. Debía conmoverle que Leonardo estuviera más preocupado por sus amigos que por él mismo.

—Bien. Yo iré primero... Me ocuparé de las galeras que están más cerca de la isla de Gezira. —Miró a los barcos en la lejanía. Era una mañana perfecta y clara, y el color de las hojas, del cielo y del río era casi artificialmente luminoso—. Zoroastro y tú os encargaréis de los otros.

—Nos encargaremos —dijo Kuan entregando el mando de la operación a Leonardo—. Pero la galera grande, el buque insignia del embajador, no debe sufrir daño alguno. Dejemos que vuelva junto a su emperador, intacto y humillado. —Después le dio a Leonardo su ungüento para protegerlo de los cocodrilos.

Tras frotarse todo el cuerpo con aquella pomada de hedor insoportable, Leonardo se colocó la bolsa de respirar en la boca. Se puso los anteojos, comprobó los tubos, se ató el cinturón de piedras de lastre y sujetando el punzón que iba conectado a la boya, saltó al agua. Vio los árboles tocados por los rayos del sol en las orillas lejanas, una franja de vegetación, y de pronto, el golpe del frío. Jadeó, tomó aire, y lo expulsó; las válvulas que conectaban su boca con los tubos de respiración funcionaban. Le llegó a la boca el sabor áspero del cuero en contacto con sus labios. La visibilidad era muy pobre; apenas podía ver dos metros por delante de él. Sin embargo, al mirar hacia la superficie, un espejo líquido, brillante y lechoso, se sintió vivo y lleno de vitalidad. Su invento funcionaba. Podía controlar un poco la naturaleza, aunque no pudiera hacerse con su destino. Se dirigió hacia los barcos turcos. Era como nadar en una niebla luminiscente. La tierra se arremolinaba a sus pies como arena sacudida por el viento. Aferró el punzón y avanzó con mucho esfuerzo, impulsándose hacia delante. El mundo submarino parecía silencioso, pero solo durante un instante. A medida que se aclimataba empezó a oír los crujidos y los suspiros apagados: las voces del río. La boya que iba conectada a sus tubos respiratorios, avanzó por la superficie. Estaba pintada como un trampantojo para ser invisible en el agua.

No le resultó fácil encontrar las galeras por la abundancia de cascos de barcos; eran como sombras en la palidez de la superficie. Le preocupaba que se partieran sus tubos respiratorios. Los detritos flotaban en el agua, como si aquellos trozos de basura y heces hubieran encontrado su lugar y pudieran flotar allí para siempre, sin hundirse nunca. Al sentir que había perdido el rumbo, Leonardo se arriesgó a salir a la superficie para orientarse de nuevo. Las galeras no estaban muy lejos, pero tenía que cambiar de dirección.

Allí estaba el casco de una de las galeras, una pared de madera curvada cubierta de percebes incrustados. Empleando todas sus fuerzas se hundió todo lo que pudo, después acercó la punta del taladro al casco, y con ambos brazos inició un movimiento rotatorio para perforar entre las planchas de madera. Después, con la ayuda del punzón, hizo fuerza para soltar la plancha. Aquella madera no estaba podrida, pero se rindió ante la fuerza de las herramientas de Leonardo. Sacó una plancha tras otra y el agua entró como un torrente. Tuvo que anclarse a sí mismo para no ser aspirado al interior de la bodega. Nadó hasta la proa y repitió el procedimiento, agujereando y rompiendo las planchas con el punzón, hasta que el barco resonó y crujió y cayó de costado. Pronto empezaría a hundirse.

Nadó hasta el siguiente barco, otro acantilado cubierto de percebes. No dejaba de vigilar la superficie para evitar romper o atascar sus tubos. De nuevo, hizo un agujero entre las planchas con el taladro y las arrancó con el punzón. Y lo repitió una y otra vez hasta que el agua entró en el casco por los diversos agujeros. Podía sentir la fuerza de la succión, entonces oyó otro crujido de la madera, un poco distante: la otra galera se estaba hundiendo finalmente.

De pronto notó que no podía respirar. Sintió pánico, tiró de los tubos por si se habían atascado en algo, pero no sirvió para nada. Se habían partido, o desgarrado en alguna parte. Soltó el punzón y el taladro, nadó hacia la superficie y respiró profundamente. Algo le rozó, rugosa como la grava, una flecha entró en el agua a su lado. El agua tenía el color de la sangre y estaba llena de turcos, que eran un objetivo muy fácil para los hombres de las falúas que acechaban cuchillo en mano o disparando flechas. Obviamente, creyeron que él era un turco.

Los cocodrilos nadaban entre los barcos, tan largos como las propias falúas, desgarrando cuerpos en un banquete como el de los antiguos dioses egipcios ante un sacrificio; implacables. Y Leonardo oyó los gritos y algo que se asemejaba a un cántico.

Buceó, de vuelta al silencio, nadó con todas sus fuerzas en dirección a su falúa hasta que creyó que le iban a explotar los pulmones. ¿Y si estaba nadando en la dirección equivocada? Imaginó que por encima de él nadaban cocodrilos gigantescos, esperando a que subiera a la superficie. Era como si estuviera nadando en un paisaje soñado, nacido de sus propias pesadillas. Subió a la superficie, tomó aire, miró alrededor y oyó que gritaban su nombre. Nadó hacia la voz, hacia su falúa, y alguien tiró de él para subirlo a bordo. Había sido pura suerte que se hubiera dirigido hacia el barco, que ahora estaba en movimiento.

La voz era de Kuan.

—He creído que era mejor que intentar buscarte bajo el agua. He hundido mi barco y he vuelto, también Zoroastro.

Zoroastro abrazó a Leonardo y luego volvió a su tarea de observar el buque insignia de los turcos. Su tripulación estaba lanzando cabos a los hombres que habían caído al agua mientras intentaban salir de allí a pesar del escaso viento. Desde la orilla les llegaban las maldiciones y los gritos de alegría de la multitud. El gran río, la madre de El Cairo, estaba saciado de sangre.

Por todas partes había falúas de velas anchas y vivos colores abarrotadas de fellaheen bien armados; se estaban divirtiendo mucho matando turcos y cocodrilos. Cantaban y entonaban cánticos. Lo mismo que el gentío que se había reunido en las orillas: hombres con turbantes blancos, mujeres con velo vestidas completamente de negro, como si estuvieran de duelo; y niños con las voces tan agudas como un coro de castrati. Todos juntos formaban un coro lejano.

Mun shan ayoon A’isheh.

«Por los ojos de A’isheh.»

—¿Qué es lo que cantan? —preguntó Leonardo.

—Una gloriosa canción de guerra y romance —respondió Kuan. Sonrió, pero era una expresión de cinismo y tristeza, la sonrisa de un hombre que ya lo había visto todo—. El califa ha ordenado a sus trovadores que canten al pueblo. Y han cantado sobre A’isheh y el poder de la magia. No es más que una profecía, porque el califa les dijo que iba a hundir los barcos del enemigo por medio de la magia, como una señal. Y acabamos de hacer que se cumpla esa profecía. Hemos convertido a A’isheh en inmortal. Los fellaheen y los guerreros gritarán su nombre en la batalla y morirán por ella. Por la belleza. Por la perfección. Es todo muy platónico.

—Es una locura —dijo Leonardo.

—¿Una locura como la que atormentó a tu amigo Sandro? ¿No estuvo a punto de morir por la mujer de Lorenzo?

—No hables así de ella —replicó Leonardo.

Kuan hizo una breve reverencia.

—Mis disculpas, maestro.

—No entiendo qué le importa todo eso a esta gente. ¿Acaso conocían a A’isheh?

—Eso no importa —respondió Kuan—. Ellos la reinventarán. Se convertirá en una mártir viviente, y su leyenda aumentará cada vez que se cuente su historia. Los trovadores seguirán cantando y la llamarán Hormat Dima y Hormat Hamra.

Mujer de sangre. Mujer roja.

—Su nombre se convertirá en un grito de guerra —continuó Kuan pensativo—. Se identificará con el propio Egipto, y por ella se alzarán todos los hombres para destruir a los turcos. La sangre manará. Y los turcos nadarán en ella, como están haciendo ahora.

—Y ellos la matarán —dijo Leonardo.

—No, ella está salvo. Mucho más a salvo que tú ahora mismo. Si la devuelven, la guerra terminará. La utilizarán para negociar.

—¿Y si le hacen daño...?

—Entonces la gente de esta tierra se volverá loca de verdad. Se dejarán llevar por la sed de sangre. Los que vigilan su cautiverio tienen una gran responsabilidad. —Tras una pausa, añadió—: Lo que ha ocurrido aquí preocupará mucho a Mehmed. Es un hombre religioso... y supersticioso.

Leonardo miró a Kuan, pero no pudo detectar humor ni ironía en su tranquilo pero asustado rostro.

—Entonces quizá devuelvan a A’isheh.

—No lo creo —dijo Kuan—. Tanto Mehmed como nuestro califa deben probar la sangre. Ya lo verás, maestro.

—¿Y tú? —preguntó Leonardo, curioso—. ¿Qué sientes?

Kuan se encogió de hombros.

—Matar ni me complace ni me deja de complacer.

—Entonces... ¿Qué es lo que te complace?

—Te lo mostraré. Algún día. Pronto. —Y entonces Kuan dio la espalda a Leonardo. Los dos observaron la carnicería en silencio.

Y Leonardo creyó ver a Niccolò flotando muerto justo debajo de la superficie verde e iluminada por el sol.

Como si los rostros de todos los jóvenes muertos fueran los de Niccolò.