15 El espejo mágico
«Aquel que entienda la relación entre las partes del universo es realmente sabio; porque así podrá obtener beneficios de los seres elevados capturando, por medio del sonido (phonas), de la sustancia (hylas) y de las formas (schemata), la presencia de aquellos que están en el más allá.»—Sinesio, De Somniis«... Eso es “¿Acaso no ves la luz brillante que procede del sepulcro del Profeta?”»—Ludovico di Varthema, ViajesLeonardo se mudó a una casa estrecha, vieja y en malas condiciones que le encontró Zoroastro. Sus viejos ladrillos de piedra estaban gastados y se deshacían con facilidad, y probablemente habían salido de alguna torre en ruinas derribada «en nombre de la seguridad pública» cuando el pueblo tomó el control de la Signoria y del estado en el año 1250. Las antiguas y fortificadas torres privadas habían sido una vez el centro de los enfrentamientos mortales entre el partido güelfo y el gibelino.
El alquiler era extraordinariamente barato, cosa que no era de extrañar dado el estado de la casa. Pero como consuelo, los altos techos de las habitaciones favorecían la iluminación; y tenía una vista, limitada, del Arno. Aquella iba a ser la bottega da Vinci, el nuevo taller donde Leonardo iba a crear los milagros mecánicos de los que tanto había alardeado.
Casualmente, estaba localizado muy cerca del Ponte Vecchio.
El antiguo maestro de Leonardo sería su vecino.
Niccolò había estado visitando diariamente al maestro Paolo del Pozzo Toscanelli acompañado de Zoroastro, a quien le encantaba hacer contactos influyentes. De hecho, la bottega de Toscanelli era un salón visitado por artistas, viajeros, eminentes académicos, y por la nueva generación de intelectuales que se rebelaban contra los estudiosos de la vieja escuela.
—Han solicitado tu presencia —dijo Zoroastro nada más entrar sin llamar a la puerta en el estudio privado de tres pisos de Leonardo. Niccolò venía tras él, pero no entró más allá del umbral de la puerta. Leonardo estaba sentado delante de un lienzo y pintaba inmerso en sus pensamientos. Al verse cogido por sorpresa, se sobresaltó y su pincel resbaló haciéndole un borrón al rostro agonizante de san Jerónimo. Allí estaba, en carne y hueso, en forma de retrato. Leonardo había dibujado al santo con el cuerpo del anciano que había diseccionado en el hospital: el pecho hundido, los hombros musculosos, el cuello delgado y las mejillas sin carne. Un león rugiente yacía a los pies del santo sufriente. Todo era agonía e inmolación.
Era un autorretrato... Una manifestación de su dolor.
—Bien, veo que por fin has decidido tomar el pincel de nuevo —dijo Zoroastro mirando desdeñoso el cuadro—. Pero después de todas tus hermosas Madonnas, esto era lo último que me esperaba. ¿Es un encargo? —Zoroastro iba vestido como un pavo real con sedas multicolores.
Leonardo se ruborizó avergonzado al sentirse descubierto.
—¿Por qué has irrumpido en mi estudio sin ni siquiera llamar a la puerta? —preguntó fríamente—. ¿Y quién ha requerido mi presencia?
—Bueno, no es eso exactamente, Leonardo —dijo Niccolò—. Pero el maestro pagholo Medicho ha preguntado por ti. —Toscanelli solo permitía que su favoritos le llamaran por su título personal—. Después de todo, le has descuidado durante todas estas semanas.
—Es imposible descuidar al maestro —dijo Leonardo—. Tiene compañía a todas horas.
—De cualquier manera, quiere verte —dijo Zoroastro.
—Todavía no estoy listo para presentarme en sociedad. Si lo estuviera, no necesitaría de tus servicios para vender mis inventos. Y tú no me robarías como si yo fuera un pobre ciego y no lucirías esas ropas caras, pero sin gusto.
Zoroastro no se ofendió. Hizo una reverencia y dijo:
—Pero si no fuera por mis servicios, que menosprecias con tanta facilidad, no tendrías esta hermosa casa en la que trabajas, ni tendrías tus propios aprendices, ni dinero, ni siquiera una mujer que te haga la comida.
Leonardo sonrió y meneó la cabeza.
—¿Ves? —dijo Zoroastro—. Tengo razón. Así que por favor, quítate esa bata y vístete porque el maestro Toscanelli tiene invitados que desean conocerte. —Estaba claro que Zoroastro estaba excitado por algo.
—Nicco, por favor, encárgate de que reciban mis disculpas.
—Me ha pedido que te diga que el hombre que te prestó el libro sobre el secreto de la flor está aquí —dijo Niccolò—. Ese que se llama «Él lo ve todo».
—Ah, Kuan Yin-hsi —dijo Leonardo—. Así que ha vuelto.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Zoroastro—. No le hacemos ningún honor al maestro pagholo si llegamos tarde.
—Zoroastro, ¿a ti también te han invitado a la fiesta del maestro? —preguntó Leonardo.
—Todos estamos invitados —respondió Zoroastro impaciente.
Leonardo rió.
—Así que él no te dejará entrar si no voy yo, ¿es eso, Zoroastro? El maestro pagholo sería un tendero de primera.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Niccolò.
—Conoce a sus clientes. Sabe muy bien que nuestro amigo y socio hará lo imposible porque le admitan en el sanctasanctórum del maestro. Y no me dejará en paz hasta conseguirlo.
Zoroastro parecía emanar una ira fría mientras caminaba hasta la puerta.
—No te des tanta importancia, maestro Artista —dijo. Había un temblor en su voz, que no era más que un susurro—. No siempre te va a resultar tan fácil menospreciarme de esa manera, ni asumir la autoría de unos inventos que son tan míos como tuyos.
Sorprendido, Leonardo miró a Zoroastro. No podía ser que se tuviera a sí mismo en tan alta consideración.
—El maestro pagholo también me ha pedido que te diga que un sultán ha viajado a través de medio mundo para verte —dijo Niccolò a Leonardo.
—¿Eso te ha dicho? —intervino Zoroastro—. Si el maestro Toscanelli necesita confiar esas cosas a un niño, entonces bien puede pasarse sin mí. —Y dicho esto salió de la habitación.
Leonardo miró la figura agonizante de san Jerónimo en la oscuridad pintada que había ante él, como si Zoroastro y Niccolò no hubieran sido más que distracciones temporales; y le sonrió al cuadro como si se riera de algún chiste privado. En el fondo del cuadro había dibujado las rocas estratificadas de la cueva que había detrás de la casa de su madre en el valle del Bonchio. Durante un instante pudo incluso oler la humedad de la tierra mojada y la dulzura de las medicinas de mora y salvia, y tomillo y menta. De niño había sido muy feliz en aquel frío y húmedo refugio de piedra.
—Vamos, Niccolò —dijo finalmente retrayéndose de su ensoñación—. Estoy seguro de que ya hemos fastidiado bastante a Zoroastro.
—El maestro pagholo también ha pedido que llevemos a Tista —dijo Niccolò. Aunque Tista todavía no era más que un niño, Verrocchio le había dado permiso para irse con Leonardo para ser su aprendiz.
—¿Para qué?
Niccolò tan solo se encogió de hombros.
—¿Tienes algo que ver con eso?
—No, Leonardo. Te doy mi palabra.
Leonardo, Niccolò y Tista llegaron a la casa de Toscanelli apenas unos minutos antes de la hora acordada.
Todavía no se había hecho de noche, pero el toque de queda de Il Magnifico ya había entrado en vigor. Aunque no se hubieran desenfundado las espadas, ni disparado los cañones, Florencia estaba bajo sitio.
Era como si fortuna hubiera dado la espalda a la ciudad de la fortuna. Convencido de que Lorenzo estaba aliado con Carlo Fortebraccio, el condottiere que había atacado los territorios papales en Perugia, el papa Sixto IV conspiraba abiertamente contra Florencia. También circulaban rumores de que el rey Ferrante de Nápoles había dado su bendición a los exiliados florentinos en Ferrara para que asesinaran a Lorenzo. El mismo tipo de rumores llegaban de Milán, o al menos era lo que había informado el consejero de confianza de Lorenzo, Giovanni Tornabuoni. Y ahora que los Pazzi se habían aliado con el papa, las intrigas estaban a la orden del día.
—Venga, Leonardo, llegas tarde —dijo Amerigo Vespucci nervioso mientras abría la puerta delantera de la bottega de Toscanelli. En ese mismo instante doblaron la esquina tres compañeros de la noche, con sus túnicas negras.
—Alto ahí —gritó uno de los sacerdotes armados.
—Han sido llamados por el maestro Toscanelli en persona, venerables eminencias —dijo Amerigo a los sacerdotes soldados. El mayor de los soldados asintió y retiró la mano de la empuñadura de su espada. E inmediatamente todo el grupo de Leonardo entró en la casa. Estaban en un pequeño patio escasamente iluminado, aunque la regularidad de las ventanas con forma de arco y las delgadas columnas daban la sensación de que los techos eran muy altos.
Leonardo abrazó a Amerigo.
—¿Por qué has salido a esperarnos? —preguntó Leonardo—. Es el trabajo de un criado.
—No cuando resulta que decidís llegar después del toque de queda —dijo Amerigo.
—Ah, cualquiera de nosotros hubiera podido convencer a los compañeros —dijo Leonardo—. Incluso Zoroastro, aquí presente. —A pesar de la reticencia de Leonardo a salir de su bottega, ahora se sentía muy cómodo, incluso, osado. ¿Qué importaba? Quizá fuera una buena noche para emborracharse. Sufriría la resaca por la mañana y volvería al trabajo por la tarde. Se rió de sí mismo, y Niccolò, preocupado, frunció el ceño.
—Creo que ya me he cansado por hoy de ser el objetivo de las burlas de Leonardo —dijo Zoroastro a Amerigo, y les dio la espalda para aventurarse solo por las calles.
Leonardo agarró a Zoroastro por el brazo y le hizo volver. Se dio cuenta de que nunca tendría que haber ridiculizado a Zoroastro delante de Amerigo, un hombre a quien Zoroastro deseaba impresionar desesperadamente.
—Lo siento, Zoroastro —dijo Leonardo—. Me he portado mal contigo... Por favor, perdóname. Todo es culpa de mi mal humor. Vamos, entremos todos juntos. —Leonardo indicó a Amerigo que les mostrara el camino.
—Ayer por la anoche los compañeros arrestaron al sobrino de Sigismondo della Stufa y le dieron una paliza —dijo Amerigo, como si quisiera retrasar el momento de llegar a las escaleras—. Lo han encontrado esta mañana, inconsciente. Parece ser que ya nadie está seguro en las calles, ni siquiera los que están bajo protección de los Medici.
—Aquí estamos a salvo —dijo Leonardo—. Ahora, vamos, Amerigo, y preséntanos a los invitados del maestro pagholo.
—Id subiendo —dijo Amerigo—. Ahora voy yo.
—Así que sigues siendo el mismo tímido de siempre —dijo Leonardo—. Ven con nosotros, haznos compañía. Siempre has sido el más inteligente de los aprendices del maestro pagholo.
Amerigo sonrió ligeramente.
—Pero sigo sintiéndome incómodo ante mis superiores. —A pesar de todo, Amerigo les mostró el camino y Leonardo permitió que un enfadado Zoroastro caminara delante de él.
Cuando entraron en el salón del segundo piso, Toscanelli estaba de pie delante de todos sus invitados, entreteniéndolos. Le daba la espalda a Leonardo, que acababa de llegar al último escalón de la estrecha escalera. Toscanelli daba muestras de tener una energía que apenas se veía fuera de aquella bottega. Su público, embelesado, estaba sentado en sillas con cojines. Benedetto Dei y Pico della Mirandola sonrieron a Leonardo, y Kuan Yin-hsi, ataviado con suntuosas ropas y un gorro cilíndrico de estilo chino, le saludó con un gesto de cabeza. Benedetto y Pico fumaban en pipas de madera de metro y medio de largo, envueltas en seda e hilo de oro. Los criados, llevaban caftanes y turbantes, y se arrodillaban a su lado humedeciendo las pipas y preparándolas.
Sentado en un lugar de honor estaba un hombre a quien Simonetta había presentado una vez como el teniente del sagrado califa de Babilonia: el devatdar de Siria. Criados armados lo rodeaban, al igual que varias mujeres, tanto de piel clara como oscura, ataviadas con vestidos de color rosa, peinados de seda y velos ornamentados que acentuaban la belleza de sus ojos almendrados. El devatdar fijó en Leonardo su mirada penetrante, como si lo estuviera evaluando.
Había otras personas sentadas a su alrededor, italianos ricos de aspecto venerable, pero empalidecían al lado de la suntuosidad del devatdar y sus criados.
—Leonardo —dijo Toscanelli volviéndose hacia él—. Saludos. —Después se dispuso a presentarle al devatdar Dimurdash al-Kaiti, que inclinó la cabeza ligeramente y dijo:
—Así que vos sois Leonardo da Vinci. —Hablaba italiano muy bien, sin acento. Sonrió y enseñó sus hermosos dientes, y añadió—: Creo que he llegado a conoceros muy bien, maestro Leonardo. Sí, muy bien...
—Me temo que entonces tenéis ventaja sobre mí —dijo Leonardo.
—Desde luego que sí —dijo el devatdar levantándose como si tuviera intención de ceder su silla a Leonardo. Era un hombre formidable de ojos profundos, labios carnosos, mejillas afeitadas, y bigote y barba muy negros. El séquito del devatdar, los oficiales con turbante y las damas con velo, también se puso en pie, como si tuviera que ceder todas las sillas a Leonardo, Niccolò y Tista.
Toscanelli aprovechó aquel extraño momento para presentar a Leonardo y a Niccolò a los demás invitados. Estaba particularmente ansioso de que Leonardo conociera a su protegido genovés, Christoforo Columbus, y a Benedetto d’Abbaco, el ingeniero al que llamaban Aritmetico.
Cuando Leonardo, Toscanelli y el devatdar finalmente se sentaron, Toscanelli suspiró; era como si el despliegue del devatdar lo hubiera agotado. Se limpió su larga nariz y miró a Leonardo, una mirada amable en comparación con la de aquel.
—Leonardo, me he tomado la libertad de enseñar a su Excelencia algunos de tus inventos... y la carta que le escribiste a Il Magnifico.
—Me ha parecido de lo más interesante, maestro Leonardo —dijo el devatdar.
—¿De qué habláis, maestro pagholo? —preguntó Leonardo.
—Tus secretos para la guerra, tus carros armados y las flechas que explotan, tus máquinas voladoras que pueden dejar caer bombas sobre el enemigo, matando y provocando estupor —dijo el devatdar—. Ah, sí, maestro Leonardo. Era una carta muy interesante. Y sí de verdad pudierais construir todas esas cosas, sería mucho más interesante.
—¿Pero cómo ha llegado a vuestras manos? —preguntó Leonardo a Toscanelli, preocupado e ignorando el comentario del devatdar.
—Es culpa mía, Leonardo —dijo Pico della Mirandola. Arrastraba las palabras al hablar, y Leonardo se dio cuenta de que su rostro normalmente pálido estaba ruborizado—. Supe lo de tu carta y le hablé al maestro pagholo de ella. El maestro me pidió que la echara un vistazo.
—¿Y Lorenzo? —preguntó Leonardo.
—Piensa en ti como en un pintor, Leonardo. No puede imaginarte como ingeniero.
—Pero conoce mis inventos.
Pico rió.
—Es Lorenzo. Él elige lo que quiere ver y lo que quiere saber. Y desde la muerte de madonna Simonetta...
—Leonardo... Pico —intervino Toscanelli—. No estáis siendo muy educados con nuestro honorable invitado.
—No tiene importancia —dijo el devatdar—. Veo que el maestro Leonardo está disgustado, y pido disculpas por cualquier molestia que haya sido causada por mi culpa. ¡A’isheh!
Una mujer cubierta con un velo susurró algo al devatdar. Vestía un chaleco largo cortado de modo que dejaba sin cubrir su amplio busto. Tenía tres círculos tatuados en entre sus pechos, y sus dedos, largos y elegantes, estaban manchados de rojo por la henna. Lucía un tocado especial y sus ojos estaban pintados con kohl. Aunque resultaba imposible verle el rostro, tan solo sus oscuros y luminosos ojos, Leonardo imaginó que debía ser muy hermosa.
El devatdar habló con ella en árabe y luego señaló a Leonardo con un gesto de cabeza.
—El maestro Toscanelli ha sido tan amable como para permitirme entretenerle a él y a sus invitados —dijo el devatdar—. Siempre he insistido en que me permita devolverle el favor que nos otorga a mí y a mi séquito cada vez que visitamos vuestra hermosa ciudad. Así que debéis probar nuestro café de El-Ladikeeyeh condimentado con ámbar gris, y beber en el humo de nuestras pipas.
—Es intoxicante —dijo Pico. Leonardo se dio cuenta de que su amigo estaba borracho. El hombre que se sentaba al lado de Mirandola, el que le había sido presentado con el nombre de Christoforo Columbus, también parecía bebido; tenía las mejillas sonrosadas.
—Lo llamamos hachís —dijo el devatdar—. Cuando el humo llena mis pulmones muchas veces he visto jinns con el rabillo del ojo. ¿Podéis verlos?
—Todavía no —respondió Christoforo sin poder evitar cabecear ligeramente—. Pero acaba de anochecer. Quizá necesiten más oscuridad para aparecerse. —Aunque era genovés de nacimiento, Columbus hablaba italiano con acento español. Tenía la misma edad que Leonardo, y era un hombre bajo de fuerte constitución—. Y vos, maestro Leonardo, ¿alguna vez habéis visto un jinn?
Leonardo aceptó de mala gana la pipa y el café que le ofrecía la mujer A’isheh, que se interpuso entre él y Columbus. Le puso una ardiente taza de café en la mano y le entregó la boquilla de su pipa. Solo entonces se hizo a un lado.
Leonardo inhaló el humo resinoso que le hizo sentir arcadas. Por pura educación, tomó de nuevo la boquilla de la pipa, de ámbar y esmaltada en oro. No sintió ningún cambio en su percepción, pero de pronto sintió calor; y aquel punto de calor que se encontraba en su pecho empezó a crecer...
Como si se estuviera expandiendo.
—¿Y bien, maestro Leonardo? —insistió Christoforo.
—Si lo hubiera hecho, no lo sabría —dijo Leonardo—. Si me decís qué son.
—¿No habéis leído el Murooj al-Dhahah, maestro? —preguntó Christoforo.
—Se refiere a un libro que contiene mil y una historias, maestro Leonardo —dijo el devatdar—. Las historias son muy antiguas. Allí encontraréis una descripción de lo que es un jinn. Pero maese Christoforo debería haberos hablado del sagrado Kur-án. —Dijo aquella frase como si fuera un reproche dirigido a Columbus—. El Profeta nos enseña que los jinn nacen del fuego. Son una especie diferente, al igual que los hombres, los ángeles o los demonios. Pueden adoptar diferentes formas, incluso forma humana —y dicho esto miró a Christoforo como si el genovés fuera uno de ellos—, y pueden aparecer... y desaparecer.
—El maestro Toscanelli me había hecho creer que vuestro conocimiento no tiene límites —dijo Christoforo—. Me sorprendo de que seáis tan ignorante como para...
—¡Christoforo! —intervino Toscanelli—. Ahora eres tú el que no se está comportando. —Y luego le dijo a Leonardo—: Mi joven amigo está acostumbrado a las bromas de los hombres de mar. Acaba de regresar como un héroe. Su barco se incendió en una reñida batalla en el cabo San Vicente y tuvo que ponerse a salvo nadando hasta Portugal.
—¿Un héroe para quién? —preguntó Kaun Yin-hsi—. Luchó del lado de los portugueses contra su propio país, Génova.
—¿Y eso os molesta? —preguntó Christoforo a Kuan Yin-hsi. Pero Kuan se limitó a mirarle como si estuviera observando un fenómeno natural: interesante pero natural al fin y al cabo, como un eclipse de sol—. He sido elegido por Dios para una misión divina que transciende a los gobiernos y a la política.
—¿Y cuál es, si puede saberse? —preguntó Kuan.
—Descubrir los confines del mundo; y no lo hago ni por las matemáticas ni por los mapas.
—¿Entonces para qué? —preguntó Kuan genuinamente interesado.
—Una profecía —dijo Christoforo convencido de su verdad—. Si necesitáis pruebas de mi destino, podéis acudir a Isaías y al primer libro de Esdras.
Niccolò se inclinó hacia Leonardo y dijo:
—Este hombre está loco.
—Chss —dijo Leonardo.
—A’isheh —llamó Niccolò en voz baja a la mujer que había preparado la pipa de Leonardo. Ella se volvió hacia él y Niccolò le pidió una pipa.
—No, Niccolò, absolutamente no —dijo Leonardo.
—¿Por qué todavía me tratas como a un niño?
—No te trato como a un niño —dijo Leonardo—. Pero... —Se sentía hueco, como si le hubieran vaciado, pero sus pensamientos eran densos y resinosos. El hachís le estaba invadiendo, impregnando su pneuma y su sangre, haciendo que todo fuera más despacio, disolviéndolo en el humo.
A’isheh dijo algo al devatdar en árabe, y él, como respuesta, habló directamente con Niccolò.
—Sí, hijo, por supuesto que puedes fumar todo el humo y beber todo el café que quieras. Pero tu joven amigo Tista no debe probar nada salvo comida, porque tengo algo especial reservado para él.
Mientras la criada del devatdar preparaba la pipa de Niccolò, Leonardo miró al devatdar.
—Maestro pagholo —dijo Leonardo mientras se levantaba para hablar con Toscanelli.
Pero el devatdar se inclinó hacia él y le dijo:
—No os preocupéis por vuestro joven aprendiz, maestro. No inhalará otra cosa que tabaco fuerte.
Justo entonces Niccolò empezó a toser por el humo. Algunos de los hombres con turbante se rieron e hicieron comentarios en árabe. El rostro de Niccolò se sonrojó por la humillación. Se quedó mirando al suelo, y Leonardo se sentó a su lado y le dio unas palmadas en el hombro.
—A mí también me ha provocado arcadas —dijo en voz baja—. Es asqueroso, ¿verdad? —Leonardo sentía que se le movían las entrañas, aunque su visión parecía anormalmente aguda.
—¿Tu joven amigo está listo? —preguntó el devatdar.
—Niccolò, te está hablando a ti —dijo Leonardo.
Niccolò se volvió hacia Tista, que asintió.
—Sí. Pero, ¿para qué tiene que estar listo, sheik devatdar?
—Ajá, joven, eso es algo que descubriréis muy pronto. —Se levantó, al igual que hizo todo su séquito, y se llevó a Tista a la habitación contigua donde habían preparado un cuenco de metal colocado sobre un hornillo. El cuenco estaba lleno de carbón y sustancias aromáticas. El devatdar hizo una señal a A’isheh, que prendió el carbón. Mientras tanto, él escribió con un lápiz en una hoja de papel que luego hizo tiras.
En breves instantes la habitación se llenó de humo y de los aromas del incienso y la semilla de cilantro.
A Leonardo le estaba resultando muy difícil respirar, y se preguntó qué otras hierbas y pociones estaría inhalando. Se sintió atrapado. Parecía que todos sus sentidos se habían agudizado: podía escuchar cada susurro y cada respiración, oler el más leve rastro de perfume o sudor, y ver cómo la oscuridad asumía formas humanas.
Jinns...
Tista empezó a toser, porque estaba de pie al lado del hornillo. Cuando pasaron sus espasmos, el devatdar dijo:
—Mi querido amigo el maestro Toscanelli me ha informado de que algunos objetos valiosos han sido robados de su estudio, incluyendo un precioso astrolabio de bronce. Le he prometido ofrecerle una demostración de magia verdadera para descubrir la identidad del ladrón. Después de todo, es lo mínimo que puedo hacer por mi anfitrión. —Miró a Toscanelli, sonrió, e hizo una reverencia—. El maestro pagholo no es un creyente... todavía.
Leonardo miró a su alrededor. Los muchos sirvientes y aprendices estaban todos de pie.
—¿Y para qué necesitáis al aprendiz del maestro Andrea? —preguntó Pico della Mirandola.
—Soy aprendiz de Leonardo da Vinci —dijo Tista.
—Disculpa mi equivocación —dijo Pico haciendo una reverencia al muchacho.
—Para que el experimento tenga éxito —dijo el devatdar—, necesito un muchacho que no haya llegado a la pubertad, o una mujer virgen o que esté embarazada. ¿Hay alguna mujer virgen o embarazada aquí hoy? —preguntó—. No lo creo. El maestro Niccolò ha sido muy amable al traer a su joven amigo... ¡Tista! Ahora, si alguien tiene alguna objeción...
—Adelante —dijo Toscanelli—. Podremos expresar cualquier objeción una vez termines con tu experimento.
El devatdar le dijo a Tista que se sentara en la silla que habían dispuesto para él. Mientras A’isheh removía los trozos de carbón en el hornillo y añadía más incienso, el devatdar tomó la mano del muchacho y dibujó un cuadrado en la palma. En el centro del cuadrado vertió tinta suficiente como para formar un pequeño charco. Con la mano del muchacho bien sujeta, el devatdar preguntó:
—Tista, ¿puedes ver tu rostro reflejado en el espejo de tinta?
—Sí, magnificencia. —Tista temblaba.
—No debes levantar la cabeza, no debes toser, tienes que mirar el espejo. ¿Está claro?
—Sí...
Entonces el devatdar empezó a arrojar las tiras de papel que había preparado en el hornillo. Empezaron a arder y despidieron un olor desagradable. Murmuró un encantamiento una y otra vez. Leonardo tan solo pudo distinguir las palabras «Tarshun» y «Taryooshun». Cuando el devatdar hubo arrojado todas las tiras de papel al fuego, agitó el humo con una mano, acercándolo al rostro de Tista.
Leonardo sintió una arcada, ya que el humo llenó la estancia de nuevo. Respiró con cautela, muy despacio. El perfume del incienso había desaparecido. Ahora el olor era apestoso, nauseabundo y difícil de enmascarar. Se sentía como si estuviera soñando. En ese estado podía ver claramente que las sombras bailaban, cambiaban y se transformaban en espíritus puros e impuros.
—No os asustéis, Leonardo —susurró una voz detrás de él—. Pronto se os aclarará la cabeza. Ya he visto al devatdar hacer esta magia antes. Está pidiendo a su jinn que lo ayude. Él cree que son espíritus puros, pero también admite que a veces no lo son.
Leonardo se volvió y se encontró con Kuan Yin-hsi.
—¿Habéis leído el libro que os presté? —preguntó Kuan.
—Sí —respondió Leonardo.
—¿Y recordáis nuestra conversación sobre el presente de las cosas futuras y san Agustín?
—Sí...
—Entonces observad el truco del devatdar. Es una exhibición de memoria.
—¿Ves tu rostro en el espejo de tinta? —preguntó el devatdar.
—No —respondió Tista, temblando.
—Entonces, dinos qué ves.
—Veo luz. Muy brillante.
—¿Y de dónde procede?
—De una tumba —dijo Tista.
—¿Y dónde está esa tumba?
—En un edificio. Muy lejos.
—¿Es la tumba del Profeta? —preguntó el devatdar.
—Sí.
—¿De qué está hecha la tumba?
—No lo sé.
—¿Flota?
—No —dijo Tista, su cabeza asentía ligeramente mientras se miraba la palma de la mano. El devatdar se la sujetaba con firmeza.
—Está probando al chico —susurró Kuan a Leonardo—, porque muchos creen que el ataúd del Profeta está hecho de metal y que cuelga suspendido en el aire.
—¿Cómo...?
—Por el poder de los imanes.
—Está dirigiendo a Tista —dijo Leonardo.
—¿Qué más ves? —preguntó el devatdar a Tista.
—Veo un hombre, un hombre viejo. Viste como vos. De verde.
El devatdar lucía un chaleco de seda, caftán y un turbante verde, que significaba que era descendiente del Profeta, Mahoma.
—¿Es un hombre santo?
Tista asintió.
—¿Qué te dice?
Tista se agitó, pero el devatdar no soltó su mano.
—Ya es suficiente —dijo Leonardo.
—No hay peligro —dijo Kuan—. Dadle al sheik un poco más de tiempo.
Niccolò estaba al lado de Leonardo, y cogió su mano y la apretó con fuerza.
—Tista... contéstame —dijo el devatdar.
Tista empezó a murmurar una especie de letanía ululante, dijo:
—Lalalailalalla illala la la illala...
—¿Estás diciendo La ilah illa Allah?
El muchacho asintió.
—¿Sabes lo que estás diciendo?
—No, sheik.
El devatdar se dirigió a todos en la sala.
—El muchacho ha recitado el primer artículo de fe del Islam. La ilah illa Allah. No hay Dios excepto Dios.
Todos empezaron a hablar a la vez. El devatdar levantó una mano y toda la sala se calló.
—Ahora, Tista, siéntate delante del hombre santo —dijo el devatdar—. ¿Ya te has sentado?
Tista asintió. Aunque tenía la cabeza inclinada como si estuviera mirando el charco de tinta, tenía los ojos cerrados.
—Él sabe quién robó el astrolabio del maestro Toscanelli. También sabe qué más le fue robado al maestro. Pregúntale. —Tras una pausa, el devatdar preguntó—: ¿Y bien?
—Le han robado un florín y otras monedas... Fiorini de plata. No sé cuántas. También un cristal de aumento.
—Lo he estado buscando —dijo Toscanelli—. Creía que lo había perdido yo.
—Ahora dinos quién tiene esas cosas —dijo el devatdar.
De nuevo Tista no respondió. Caído en la silla, parecía que se hubiera quedado dormido.
—Tista, contéstame directamente.
—No lo sé.
—¿Todavía puedes ver al hombre santo?
—Sí.
—Pregúntale. Él te ayudará. —Tras una pausa, el devatdar preguntó—: ¿Y bien?
Vacilante, Tista dio una descripción general en la que podía haber encajado cualquiera de los aprendices de Toscanelli.
Leonardo negó con la cabeza, pero Kuan le tocó suavemente en el hombro y dijo:
—Paciencia, amigo mío. Aunque está vez quizá tengáis razón. La magia no siempre funciona.
—¿Qué más ves? —preguntó el devatdar.
—Solo veo al hombre. Os he dicho lo que sabe, eso es todo.
—Dile que no es suficiente. ¿Y bien, Tista? ¡Pregúntale!
—Dice que el muchacho tiene un diente negro. El muchacho lleva una jarra y una cuerda.
Entonces Tista abrió los ojos y el devatdar dijo:
—Sigue mirando el espejo. No muevas la cabeza todavía. —Y después le preguntó a Toscanelli—: ¿La descripción del muchacho encaja con alguno de vuestros aprendices?
—No —respondió Toscanelli—. Pero sé de quién se trata.
—¿Y bien? —preguntó el devatdar.
—No está en esta habitación. Es una aprendiz de Matteo Michiel, y muchas veces me trae herramientas e instrumentos.
—¿Cómo puedes saberlo con lo que te ha contado Tista? —preguntó Leonardo con cierto toque de enfado en su voz.
—Todos los fabricantes de jarras y cuerdas están bajo la jurisdicción de Matteo, y Tista ha dicho que el muchacho llevaba una jarra y una cuerda. —Toscanelli se encogió de hombros—. Y el muchacho tiene un diente negro. —Se volvió hacia uno de sus aprendices y preguntó—: Ugo, es amigo tuyo, ¿verdad?
—Sí, maestro —respondió el joven aprendiz.
—¿Y no sabías nada sobre esto?
—No, maestro... Excepto que ha huido de casa de su maestro. Es todo lo que sé, juro sobre la sangre de Cristo que es la verdad. —Su respiración se había vuelto agitada y estaba muy asustado—. No os robaría, maestro. Por favor, creedme.
—Sí, te creo —dijo Toscanelli—. No temas.
—¿Alguien desea tener noticias de cualquier persona, viva o muerta? —preguntó el devatdar.
Benedetto d’Abbaco preguntó sobre su padre. Tista describió con detalle a un hombre en una curiosa postura: las manos apretadas contra la cabeza; un pie levantado y el otro en el suelo, como si se estuviera levantándose de una silla.
—Sí —dijo Benedetto excitado—. Mi padre tiene dolores de cabeza y se lleva las manos a la cabeza exactamente de esa manera. Y tiene una rodilla mala. Se cayó de un caballo siendo niño.
El devatdar preguntó a Toscanelli si tenía alguna pregunta para Tista.
—Creo que el muchacho ya ha tenido suficiente —dijo Toscanelli.
—Sí, desde luego —dijo el devatdar—. Pero antes de que su visión se enturbie, quizá el maestro Leonardo tenga alguna pregunta para el muchacho. —Miró a Leonardo, como si lo retara.
Simonetta, pensó Leonardo.
—Señor, ¿me habéis oído? —preguntó el devatdar.
—No tengo preguntas para mi aprendiz, que parece estar dormido.
—Os puedo asegurar que no es el caso —dijo el devatdar—. Tista, ¿puedes oírme?
—Sí.
—Piensa en Leonardo, tu maestro. ¿Qué es lo que ves en el espejo?
Tista se agitó, los ojos abiertos de par en par mientras seguía mirando la palma de la mano que sujetaba firmemente el devatdar. Una vez más el muchacho parecía asustado.
—¿Qué ves? —preguntó el devatdar.
—Está turbio.
—Pronto se enturbiará, pero todavía no. ¿Qué es lo que ves?
—Fuego. Está a tu alrededor, Leonardo. —Gritaba—. Y hay alguien más. Hay alguien más ahí. —Entonces Tista consiguió deshacerse del devatdar, liberando su mano. Se levantó, con los ojos abiertos como platos, y dio un paso atrás—. ¡Me caigo! —gritó agitando los brazos—. ¡Ayudadme!
Leonardo corrió al lado del muchacho y lo abrazó hasta que se tranquilizó. Tras unos segundos, Tista miró a su alrededor, como si se acabara de despertar. Parecía perplejo.
—¿Qué has visto? —preguntó el devatdar—. ¿Por qué caías...? ¿De dónde...?
—Creo que ya es suficiente —dijo Leonardo enfadado mientras alejaba al muchacho del devatdar—. Nunca deberíais haber permitido esto maestro pagholo —dijo a Toscanelli.
El devatdar inclinó la cabeza a modo de disculpa, pero aún así presionó a Tista para que describiera lo que había visto.
—Estoy seguro de que recuerdas el espejo —dijo el devatdar—. Tienes que concentrarte. —Parecía profundamente preocupado.
Tista miró a Leonardo, aturdido.
—Leonardo, no sé de qué espejo me habla.
El devatdar esperó a Leonardo en las habitaciones privadas de Toscanelli, en el piso superior. Estaba sentado a una larga mesa cubierta de mapas y cartas.
—Por favor, aceptad mis más sinceras disculpas, maestro Leonardo —dijo tras dejar sobre la mesa un mapa decorado con extraños animales y monstruos—. No tenía intención de alterar a vuestro aprendiz. Pero nunca había visto a nadie reaccionar de esa manera al espejo. Aunque afirma que no lo recuerda, el muchacho vio algo. Si yo fuera vos le prestaría mucha atención, no querría que le sucediera nada...
Leonardo estaba de pie en el umbral, un poco incómodo.
—¿Qué creéis que ha visto?
El devatdar se encogió de hombros.
—El futuro, sin duda alguna.
Leonardo asintió respetuoso.
—Pero no es por eso que estamos hoy aquí —continuó el devatdar. Indicó a Leonardo que se sentara a su lado, y dijo—: Tengo una proposición para vos.
—¿Sí? —preguntó Leonardo.
—¿Podéis hacer todo eso que contáis en la carta enviada a Il Magnifico? ¿Podéis construir armas de guerra como esas? ¿O no era más que fanfarronería?
—Todo es cierto.
—Entonces quizá tenga trabajo para vos, si estáis dispuesto a viajar y tenéis estómago para la aventura. —Hizo una pausa, y añadió—: Necesito un ingeniero militar. El maestro Toscanelli me ha dicho que podríais estar interesado en el puesto.
—No —dijo Leonardo—. Está equivocado. Mi vida y mi trabajo están aquí. No puedo irme, ahora no.
El devatdar se encogió de hombros.
—Estamos en medio de una guerra contra un renegado que quiere invadir nuestras provincias de la frontera. Podemos pagaros bien... Y proveeros de todo el dinero, hombres y herramientas necesarias para construir vuestros bombarderos y vuestras máquinas voladoras.
—¿Y quién es el invasor? —preguntó Leonardo.
—Uno de los hijos del Gran Turco Mehmed, enemigo común de los cristianos y los árabes. Su hijo se llama Mustafà. Seguro que habéis oído hablar de él.
Leonardo negó con la cabeza, estaba seguro de que el devatdar se estaba burlando de él.
—¿Y dónde es esa guerra?
—En lo que vosotros llamáis Cilicia. Pero sería más adecuado llamarlo escaramuza. Lo podéis considerar como una especie de prueba.
—¿Y si la supero?
—Entonces os pondremos al mando de más hombres y tendréis más poder que vuestro propio príncipe Lorenzo —dijo el devatdar—. Pero primero debéis tomar una decisión. —Leonardo no picó el anzuelo y miró fijamente al devatdar—. Debéis abandonar este lugar donde no habéis soportado más que humillación...