16 Las conspiraciones del destino
«Los hombres caminan y no se arrastran, hablan con aquellos que no están presentes, y oyen a aquellos que no hablan.»—Leonardo da Vinci«Todos estamos en deuda con la muerte».—SimónidesFue un invierno extraordinariamente frío. El Arno se heló y se convirtió en cristal, y todas las noches se podían ver hogueras a lo largo de sus márgenes, como si se tratara de una carretera romana. También eran malos tiempos para Leonardo, porque Zoroastro no podía vender sus aparatos y no llegaban encargos nuevos. El poco dinero que recibía procedía de su buen amigo Domenico del Ghirlandaio, que estaba pintando la capilla de Santa Maria Novella. Leonardo se había visto obligado a ser su ayudante.
Il Magnifico era un enemigo implacable, y Leonardo también había descubierto que el marido de Ginevra, Nicolini, tenía más influencia de la que había creído.
Leonardo se las había ingeniado para convertirse en persona non grata tanto para los Pazzi como para los Medici. Tendría que haber aceptado la oferta del devatdar para marcharse de Florencia. Su corazón estaba muerto, o eso es lo que creía, sin embargo no se veía capaz de abandonar la cristiandad.
Pero el devatdar tenía planeado regresar, y entonces buscaría a Leonardo. Por lo menos, vendría a llevarse su obsequio. El devatdar había dejado a Leonardo un tutor para prepararlo para el mundo islámico y enseñarle árabe: su puta, A’isheh.
En una fría noche de febrero, cuando la lluvia helada formaba carámbanos de hielo en los árboles y convertía los bosques en vidrio, y cubría los campos de maíz de cristal; A’isheh permitió que un muchacho muy insistente entrara en las habitaciones de Leonardo.
Leonardo lo reconoció inmediatamente: era el criado de Simonetta.
—Tengo una carta para vos, maestro.
—¿Una carta de quién?
Pero el muchacho puso la carta en las manos de Leonardo y salió corriendo como un ladrón. A’isheh miró al muchacho, y luego a Leonardo, como si él debiera explicarle el contenido de aquella carta.
La carta llevaba una marca, pero no estaba sellada.
Querido Leonardo:Te escribo con la esperanza de que esta carta no sea interceptada. Por eso, he enviado a mi criado Luca para que te la entregue en mano. Ha acompañado a mi marido a Florencia en un viaje de negocios. Estoy segura de que le recordarás de las tardes que pasamos en el palazzo de madonna Simonetta cuando lo dos pintasteis mi retrato. Sí, Leonardo, sabía que ella era Gaddiano. También sabía que tú eras su amante, o, mejor dicho, que eras uno de sus muchos inamoratos. Ella me lo contó todo, pero ¿por qué tendría yo derecho a estar celosa? Sin embargo, la odié por decírmelo, que Dios permita descansar a su alma y me perdone por cuestionarla ahora que está en el descanso eterno.Ya no me preocupo más, he sido mucho más que generosa con mi autocompasión, pero me he visto obligada a tener que hacerlo, por temor por tu vida y por la de mi padre. Hay algo maligno en marcha, alguna conspiración en la que participa mi marido. Ten cuidado con el odio de los Pazzi hacia los Medici. He oído mencionar tu nombre y también el de Sandro.Deseo tanto volver a Florencia. Cuando pase un tiempo, te enviaré de nuevo a Luca. Espero que no me ignores. No puedo evitar haber dicho lo que dije ni haber hecho lo que hice. Mi marido chasquea el látigo cerca de la cabeza de mi padre. No estamos a su altura. Perdóname, fui una estúpida.Pero mi corazón siempre ha sido tuyo. Si pudiéramos estar juntos, no me importaría nada más. Pero ahora, mi dolor y mis lágrimas me han convertido en un río. Te amo y no puedo evitarlo.GinevraDestrozado por emociones contradictorias, Leonardo dobló la carta y la guardó en su túnica.
Deseaba poder ignorarla y nunca más pensar en ella. Pero no podía hacerlo. Ella le había enterrado, y ahora, quizá por un capricho, deseaba exhumarlo. Sin embargo, la ira vacía y mortal que había sentido se mezclaba ahora con una esperanza recién despertada. Si realmente ella lo amaba, y estaba tan desesperada como él, quizá todavía pudieran obligar al destino a plegarse a sus voluntades. Podrían escapar de Florencia, de hecho, a Leonardo no le quedaba nada en aquel lugar. Podrían ir a Milán, al palacio de Ludovico Sforza donde habían expresado su interés en el trabajo de Leonardo y sin duda les darían la bienvenida.
Leonardo se sentó en su cama, sintiendo ira, esperanza y humillación. Soñó despierto como hacen los niños cuando se les permite caminar solos tan lejos como deseen.
—Maestro, ¿vas a decirme qué te preocupa? —preguntó A’isheh en árabe. Ella estaba de pie delante de él, sin velo, con su largo cabello negro sujeto en una trenza. Sus ojos estaban pintados con kohl.
—Nada —dijo Leonardo en italiano. Le indicó a A’isheh que se acercara y ella se sentó a su lado en la cama. Leonardo le abrió el chaleco para exponer sus grandes pechos tatuados, y los acarició suavemente. Al principio ella se sorprendió, porque él no había mostrado reacción alguna a todos sus intentos de seducción, y él la había permitido dormir en su habitación tan solo para evitar avergonzarla.
Entonces ella sonrió, como si entendiera... como si hubiera leído la carta de Ginevra. Le susurró a Leonardo en árabe mientras él peleaba con ella, la besaba y la mordía con fuerza, como si estuviera enfadado. Ella peleó con él, arañándole, mordiéndole y sujetando con fuerza el miembro de Leonardo con sus manos pintadas de henna, ya que así le controlaba. Y él se entregó a ella. La miraba mientras A’isheh le quitaba la ropa, la observó cuando ella lo montó, como si él fuera la víctima, el perseguido. Y Leonardo miró sus ojos grandes y oscuros mientras ella se mantenía encima de él. Leonardo se movió en el interior de A’isheh hasta que ella gritó al llegar al orgasmo, y su cuerpo se sacudió de forma incontrolable. Después, Leonardo hizo que ella se tumbara y la montó, sujetando fuertemente sus brazos como si la hubiera guiado hasta una trampa. Leonardo se elevó y la agarró con violencia. No estaba dispuesto a cederle su posición, incluso aunque ella luchaba contra él; y de nuevo, A’isheh gritó. Ella se levantó ligeramente para encontrarse con él, y siguieron deslizándose y chocando el uno contra el otro, tirando y empujando, tensándose cada vez más hasta que Leonardo alcanzó el clímax. Y en aquel retorcido y fugaz instante, Leonardo vio a Ginevra.
Era la Impruneta, la Madonna. Ella sonrió y se lo perdonó todo.
—Maestro —dijo A’isheh suavemente.
—Sí...
—Me haces daño.
—¡Detente, me haces daño! —dijo Tista a Niccolò, que le había cogido del brazo y se lo estaba doblando en la espalda, como si quisiera rompérselo, porque Tista se había acercado a la nueva máquina voladora de Leonardo.
—¿Prometes que no volverás a acertarte a la máquina del maestro? —preguntó Niccolò.
—Sí, lo prometo.
Niccolò soltó al muchacho, que se alejó de él nerviosamente. Leonardo estaba a tan solo unos pasos, pero no se había dado cuenta de nada de lo ocurrido; estaba mirando fijamente la ladera de la montaña que bajaba hasta el valle. La niebla cubría sus pendientes verdes de hierba, como en un sueño; a lo lejos, Florencia aparecía rodeada de colinas verdes y grisáceas, con el Duomo y la alta torre del Palazzo Vecchio, dorada bajo la luz del sol de la mañana.
Leonardo había subido allí para probar su planeador, que descansaba en las cercanías con sus enormes alas arqueadas plegadas hacia el suelo. Había seguido el consejo de Niccolò. Esta máquina voladora tenía alas fijas que no se podían mover, y carecía de motor. Era un planeador. Su idea era dominar el arte del vuelo; y cuando desarrollara una fuente de energía apropiada para su aparato, entonces sabría cómo controlarlo. Aquella máquina tenía mucho más que ver con la idea de Leonardo de mantenerse fiel a la naturaleza; llevaría puestas las alas como si fuera un pájaro. Leonardo colgaría de las alas, con las piernas debajo, la cabeza y los hombros arriba; y las controlaría moviendo las piernas y recolocando su peso. Sería como un pájaro que vuela, que navega, que planea.
Pero tenía miedo. Había pospuesto el primer vuelo de su aparato los dos días que llevaban acampados allí. Aunque estaba seguro de que el diseño era correcto había perdido el valor. Podía sentir a Niccolò, a Tista y a A’isheh, mirando desde la tienda, observándolo.
Niccolò gritó. Sobresaltado, Leonardo se volvió justo a tiempo para ver como Tista cortaba la cuerda que mantenía el aparato anclado al suelo y se colocaba en la abertura entre las alas. Leonardo corrió hacia él, pero Tista se arrojó desde la cima antes de que Niccolò o él pudieran detenerlo.
El viento trajo el grito de Tista, era un grito de alegría mientras el muchacho planeaba en el cielo vacío. Rodeó la montaña, apoyándose en las columnas de aire caliente, y luego empezó a descender.
—Vuelve —gritó Leonardo con las manos haciendo de bocina, sin poder evitar sentir cierta alegría y emoción. ¡La máquina funcionaba! A’isheh estaba a su lado ahora, en silencio, observando, calculando.
—Maestro, he intentado detenerle.
Leonardo le ignoró, porque el tiempo cambió de pronto y el viento empezó a azotar la montaña.
—Aléjate de la ladera —gritó Leonardo. Pero no podía hacerse oír, y vio impotente como el planeador volvía a elevarse atrapado en una ráfaga de aire. De pronto se paró en aquel aire frío, y empezó a caer como la hoja de un árbol—. ¡Mueve las caderas hacia delante! —gritó Leonardo. El planeador podía controlarse. Si el muchacho hubiera sido entrenado, no le habría resultado muy difícil. Pero no le había entrenado, y el planeador escoró y chocó contra la montaña. Tista salió despedido del arnés. Y a pesar de intentar agarrarse a los matorrales y las rocas, cayó unos quince metros.
Para cuando Leonardo llegó a él, el muchacho estaba casi inconsciente. Yacía entre dos rocas dentadas, con la cabeza hacia atrás, la columna retorcida y las piernas y los brazos abiertos.
—¿Dónde sientes dolor? —preguntó Leonardo. Niccolò se arrodilló al lado de Tista; su rostro estaba pálido, como si le hubieran extraído toda la sangre.
—No siento dolor, maestro. Por favor, no te enfades conmigo. —Niccolò cogió su mano.
—No estoy enfadado, Tista. Pero, ¿por qué lo has hecho?
—Todas las noches sueño que estoy volando. En tu invento, Leonardo. En ese mismo. No he podido evitarlo. Tenía planeado cómo iba a hacerlo. —Sonrió débilmente—. Y lo he hecho.
—Desde luego que sí —susurró Leonardo.
Tista tembló.
—¿Niccolò...?
—Estoy aquí.
—No puedo ver muy bien. Veo el cielo, creo.
Niccolò miró a Leonardo, que desvió la mirada.
—¿Leonardo?
—Sí, Tista, estoy aquí.
—Cuando he empezado a caer, he sabido qué es lo que era.
—¿Qué has sabido? —Leonardo permitió que Niccolò intentara poner más cómodo a su amigo, pero no podía hacerse gran cosa. Tista tenía la columna partida y una costilla rota le había atravesado la piel.
—Lo vi en el espejo de tinta cuando el sheik me utilizó para ayudarlo con su truco. Me vi caer. Y te vi a ti. —Tista intentó sentarse, pero su rostro se contorsionó de dolor. Durante un instante, pareció sorprendido, pero después miró más allá de Leonardo, como si estuviera ciego, y dijo en apenas un susurro—: Vete de allí. Niccolò, llévatelo de allí. ¿Acaso tienes deseos de arder?
La inundación del Arno fue particularmente destructiva aquel año, algo que todos consideraron un mal presagio. Sin embargo, la puerta de la fortuna parecía estar abriéndose para Leonardo. Después de todo, allí estaba, en la gran catedral de Santa Maria dei Fiore, por invitación expresa de Giuliano, el hermano de Lorenzo de Medici, para hablar de los términos de un encargo referente a una estatua de bronce de la esposa de Il Magnifico, Clarise. Y llevaba con él una carta de Ginevra, que había regresado a Florencia.
Y, de hecho, ella lo amaba, a pesar de todo.
Si era verdad que la mala suerte llegaba de tres en tres, algo que Leonardo creía secretamente, entonces quizá la muerte del pobre Tista había cerrado un ciclo terrible.
Sandro Botticelli y él estaban cerca del altar, al lado de amigos y conocidos de los Medici. Era una cálida mañana de Pascua y estaba a punto de comenzar la misa mayor.
—Estate quieto —dijo Sandro.
—No me he dado cuenta de que me estaba moviendo —dijo Leonardo observando la multitud que abarrotaba la catedral—. Temo que Giuliano llegue tarde, o que no venga en absoluto. Me ha comentado que la espalda le estaba molestando de nuevo.
—No te preocupes, no estás aquí para ver a Giuliano. Has venido a ver a Lorenzo.
Leonardo asintió.
—Pero me siento más cómodo con Giuliano.
—Todo irá bien, lo sabes. El pasado, pasado; todo ha sido olvidado. Lorenzo no es capaz de guardar rencor durante mucho tiempo. ¿Te invitaría a la iglesia si no fuera sincero?
—¿Le has hablado de...?
—¿De tu carta? —preguntó Sandro—. Sí, pero no le dio importancia. Recibe informes como esos a todas horas.
—Entonces debe tener mucho cuidado.
—¿Quieres que se encierre en su propio palazzo como si fuera un prisionero?
El órgano resonaba con un rezo gregoriano y Lorenzo apareció acompañado del cardenal Raffaello. El cardenal había llegado de visita desde Roma. No era más que un muchacho, el sobrino nieto del papa.
El arzobispo de Florencia y sus canónigos salieron al encuentro de Lorenzo y del cardenal, y los acompañaron hasta el altar mayor. La catedral olía a incienso dulce. Todo el mundo susurraba y cotilleaba en voz baja, y hacían comentarios sarcásticos sobre el joven cardenal mientras esperaban a que comenzara la misa. Leonardo miró a su alrededor; nunca había visto a tanta gente en la catedral. La afluencia era exagerada, incluso para un Domingo de Resurrección.
—Por lo menos podría ir acompañado de guardias —dijo Leonardo.
—¿Qué? —preguntó Sandro.
—Lorenzo. ¿Dónde están sus guardias?
—Están aquí, puedes estar seguro de eso. Siento pena por tu muchacho, Niccolò. Tenías que haberle obligado a que viniera a misa contigo.
—No puedo hacer eso —dijo Leonardo mientras recordaba cómo Niccolò había llorado en el funeral de Tista—. Superará su dolor a su manera. Se cree responsable de lo sucedido. —Hizo una pausa—. Yo soy responsable.
—Ninguno de los dos es responsable —dijo Sandro—. Y ahí está Giuliano. ¿Quién es el que está a su lado? —Pero él mismo respondió a la pregunta—. Parece Francesco de Pazzi. —Meneó la cabeza—. Nunca entenderé la política.
Alguien detrás de Sandro les instó a que se callaran mientras el joven cardenal de rostro pecoso entonaba:
—In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.
Con su tocado alto, su pesada capa brocada y sus ropas ceremoniales, el cardenal no parecía tener más de doce años, aunque, de hecho, tenía diecisiete. Su voz era profunda y sonora.
—Introibo ad altare Dei...
Lorenzo se había acercado a sus amigos, entre los cuales se encontraban el joven y brillante filósofo Poliziano, Antonio Ridolfi, Sigismondo della Stufa y Francesco Nori, uno de sus favoritos. Todos habían sido preparados para la carrera política. Lorenzo estaba cerca de la antigua sacristía y del altar de san Cenobio, que no estaba muy lejos de Sandro y Leonardo. Lorenzo vio a Sandro y sonrió, luego saludó a Leonardo con un gesto de cabeza.
—Lo ves —dijo Sandro—. Te lo había dicho.
Las oraciones continuaron, hipnóticas y magníficas, como si cada nota cargara con el peso de la eternidad, y cada palabra sagrada llegara directamente de Dios. La antífona, la oración del paternoster, el sagrado sacramento. La congregación se arrodillaba.
Leonardo vio a Nicolini entre el gentío, con aspecto de hombre rico, de hombre de éxito y muy satisfecho de sí mismo. Estaba arrodillado al lado de varios emisarios del papa Sixto y algunos miembros de las familias Pazzi, Vespucci y Tornabuoni: todos enemigos de los Medici.
Ginevra no estaba con él. Pero ella le había dicho en una carta que no pensaba airear públicamente su humillación. Aquella noche Nicolini tenía planeado atender algunos negocios secretos y estaría fuera... Aquella noche, por fin, aquella misma noche Leonardo y Ginevra podrían reencontrarse.
—Agnus Dei, qui tollis peccáta mundi: miserére nobis.
Las campanas doblaron, indicando la ascensión del Señor.
Leonardo miró a su alrededor y se dio cuenta de que el arzobispo estaba intentando abrirse paso hacia la puerta con mucha prisa; Nicolini lo seguía.
—Tonelete, mira eso —susurró Leonardo a Sandro, pero su amigo estaba inmerso en la oración.
—Ite, missa est...
Entonces, Leonardo vio a Il Magnifico que agachaba la cabeza y se santiguaba. Dos sacerdotes se acercaban a él desde atrás. Uno de ellos sacó una daga de la manga de su sotana negra y se lanzó sobre el primer ciudadano, como si quisiera darle la vuelta para exponer su cuello y su pecho.
Hubo un griterío y cierta conmoción en el lado opuesto del coro. El griterío se convirtió en pánico, y el pánico en una estampida.
—La cúpula se cae —gritó alguien, pero la magnífica cúpula de Brunelleschi seguía en pie.
Leonardo corrió hacia Lorenzo, pero Lorenzo era muy rápido y un gran espadachín. Dio un paso atrás y en un solo movimiento desenfundó su espada y se enrolló la capa en el brazo izquierdo como protección. El cuchillo del sacerdote rozó el cuello de Lorenzo, y le abrió una pequeña herida. Lorenzo le clavó la espada al sacerdote directamente en el corazón; la sangre salpicó por todas partes. Lorenzo se dio la vuelta para echar a correr, pero el otro sacerdote le interceptó. Francesco Nori se interpuso entre Lorenzo y su atacante; recibió la cuchillada del sacerdote en el estómago, y fue entonces cuando Leonardo llegó hasta ellos.
Iracundo porque Lorenzo había escapado a su cuchillo, el sacerdote se lanzó a por Leonardo. Pero Leonardo se echó hacia atrás, esquivó el golpe, y clavó su cuchillo en el grueso cuello del sacerdote. Lorenzo observaba todo como si no creyera lo que estaba ocurriendo. Leonardo lo empujó a un lado y corrió a interceptar a un matón de los Pazzi que se acercaba a Lorenzo por la espalda, pero fue el propio Lorenzo el que lo mató. Las miradas de Lorenzo y Leonardo se encontraron; y en ese instante Leonardo supo que todo se había arreglado entre ellos.
La lucha siguió a su alrededor. Leonardo y los demás amigos de Lorenzo formaron un círculo alrededor del primer ciudadano para protegerlo de los matones a sueldo de los Pazzi y de los españoles del séquito del cardenal. Se retiraron hacia la sacristía del norte, y los demás cubrieron la retirada mientras luchaban contra los conspiradores que los seguían.
—Rápido —gritó Lorenzo a Ridolfi y a Sigismondo della Stufa, que atravesaron rápidamente la pesada puerta de bronce. Después, todos empujaron a la vez para cerrarla, acuchillando a los hombres de armas de los Pazzi que clamaban sangre. Consiguieron cerrar la puerta tiempo suficiente para que Poliziano pudiera echar el cierre. La hoja de la espada de un enemigo se partió al cerrarse la puerta; oyeron gritos de frustración al otro lado.
Lorenzo cayó al suelo. Por si la hoja del sacerdote hubiera estado impregnada de veneno, Ridolfi chupó la sangre de la herida del cuello de su señor.
—Giuliano... —dijo Lorenzo con un temblor en su voz—. ¿Giuliano está bien? Le he visto entrar en la catedral y...
—Chss —dijo Poliziano—. Seguro que está bien. Iban a por vos.
—No, tendrían que matarnos a los dos.
—He visto a Giuliano —dijo Leonardo.
—¿Sí?
—Parecía estar bien. —Leonardo intentó animar a Lorenzo; no podía soportar decirle a su amigo que su hermano había llegado en compañía de un Pazzi.
Lorenzo miró a Poliziano y dijo:
—Nori está muerto. Lo amaba. —Era como si se acabara dar cuenta de eso.
Poliziano asintió, con su largo y feo rostro lleno de dolor como el del propio Lorenzo. Entonces, de pronto, Lorenzo se puso en pie, empujó a Ridolfi a un lado, e intentó abrir la puerta. Sigismondo della Stufa lo detuvo.
—Tengo que saber... Tengo que ver a mi hermano... Tengo que estar seguro de que no está... —La voz de Lorenzo se apagó, como si no fuera capaz de decir la palabra: muerto.
La campana del Palazzo della Signoria empezó a sonar. Hacía tanto ruido que Leonardo podía sentir la vibración en las paredes que lo rodeaban.
Y después, el silencio.
Escucharon. Oyeron los lamentos y gemidos del cardenal:
—No lo sabía, os lo juro, yo no lo sabía...
Quizá ya estaban a salvo, quizá el cardenal estaba solo.
Leonardo se ofreció a trepar hasta el piso del órgano para ver quién tenía el control del edificio, si es que lo tenía alguien. La escalera crujió mientras subía, y el polvo se arremolinó en el aire diáfano mientras trepaba hacia la balconada de mármol.
Abajo tan solo quedaban unas pocas personas. El cardenal estaba de rodillas, solo, llorando y temblando de terror. Había vomitado al lado del altar. Giuliano yacía sobre el mosaico rosa y verde, rodeado de sacerdotes y canónigos de la catedral arrodillados, rezando y llorando. La sangre había formado un charco como una sombra oscura a su alrededor. Le habían aplastado el cráneo y tenía el cabello mojado y enmarañado, y los brazos abiertos de una forma extraña, como si hubiera intentado llegar a Dios. Leonardo se sintió mal nada más mirar abajo: quien fuera el que había asesinado a Giuliano de Medici lo odiaba de verdad, porque su pecho era una masa cubierta de cuchilladas. Su blusa blanca, hecha trizas, estaba completamente roja. Sintiéndose un poco culpable, Leonardo no pudo evitar pararse a admirar su color. Él era un artista más que un hombre. Y por eso, se dijo a sí mismo, estoy maldito.
Siguió mirando a Giuliano, como hipnotizado.
¿Y dónde está Sandro?, pensó. ¿Estará bien? ¿Dónde están los demás? ¿Qué ha ocurrido...?
—Leonardo, ¿qué es lo que ves? —gritó Lorenzo—. ¿Giuliano está a salvo?
Leonardo no pudo responder.
—¿Estás bien? —preguntó Sigismondo, que rápidamente subió las escaleras. Se arrodilló al lado de Leonardo y miró hacia abajo. Al ver los cuerpos destrozados, susurró:
—¡Dios mío, Giuliano...! Lorenzo no debe saberlo. Tenemos que sacarlo de aquí sin que vea a su hermano.
Leonardo asintió.
—¡Voy a subir! —gritó Lorenzo.
—No, ya bajamos nosotros —dijo Sigismondo—. Leonardo se ha mareado un poco, eso es todo.
—¿Y Giuliano?
—No le vemos desde aquí —respondió Sigismondo.
—Gracias a Dios.
—Amén —dijo Poliziano. Pero cuando Leonardo y Sigismondo llegaron hasta Lorenzo y los demás, Sigismondo miró a Poliziano y negó con la cabeza. Poliziano entendió enseguida y les dio la espalda; el joven filósofo había perdido a dos de sus mejores amigos en una hora. Y justo entonces Leonardo pensó en Sandro y se preguntó qué habría pasado con él... si estaría a salvo.
Abrieron de par en par las puertas de la sacristía y Lorenzo echó a correr por el suelo embaldosado del Duomo, mientras Leonardo y Sigismondo intentaban bloquear la visión del cuerpo ensangrentado de Giuliano. El cardenal intentó suplicar a Lorenzo, juraba que era inocente, pero Lorenzo miró más allá de él, como si no oyera los gritos del muchacho. Los sacerdotes y priores levantaron la mirada sorprendidos. Poliziano les hizo una señal para que siguieran callados y no se movieran de donde estaban.
Cuando llegaron a la puerta, Lorenzo se detuvo en seco, era como si hubiera sentido la muerte de su hermano, como si le hubiera llamado el espíritu angustiado de Giuliano. Se deshizo de Leonardo y Sigismondo, y cuando vio a su hermano, se tiró sobre el cadáver. Sus amigos tuvieron que reunir todas sus fuerzas para separarlo del cuerpo.
—Quien sea que haya hecho esto lo pagará, te lo prometo. Haré que muera hasta el último de ellos, te lo juro sobre tu alma, Giuliano —Y de pronto, Lorenzo parecía muy tranquilo, artificialmente tranquilo. Comenzó a caminar hacia la salida de la catedral, hacia la calle.
Había cuerpos por todas partes. Los mercenarios que lucían los colores de los Pazzi habían sido sometidos por los guardias florentinos y por la muchedumbre sedienta de sangre, formada por los ciudadanos. Niños cubiertos de harapos se afanaban en robar y destripar a los muertos. Les sacaban los ojos y les arrancaban los dientes como recuerdo. Y aún así, los ciudadanos pedían más sangre: sangre Pazzi. Cuando Lorenzo salió a la calle, se oyó un gritó, como surgido de entre los muertos. Algunos cayeron de rodillas, otros se santiguaron; y de pronto una ingente multitud empezó a gritar su nombre, corrían hacia él, intentando tocarle.
Lorenzo permaneció de pie, abrió los brazos y les ordenó que le prestaran atención.
—Amigos míos, me encomiendo a vuestras buenas acciones. Debemos dejar que la justicia siga su curso, pero también debemos controlar nuestros impulsos. No debemos dañar a los inocentes.
—Os vengaremos —gritó alguien desde la multitud.
—Mis heridas no son graves, por favor...
Pero nadie podía calmar a Florencia. Lorenzo había cumplido con su deber. Ahora estaba rodeado de sus guardias y amigos, que lo protegían de sus súbditos que lo idolatraban.
—Pico —gritó Lorenzo mientras abrazaba a su amigo Pico della Mirandola, que había corrido hacia él.
—Todo el mundo estaba enfermo de preocupación —dijo Pico—. No sabíamos si os habían asesinado, o habíais escapado, o...
—Nos hemos escondido en el Duomo —dijo Lorenzo.
—Tenemos que llevaros a un lugar seguro —dijo Pico—. Vuestra madre está en casa. Ha estado enviando mensajeros a todos los rincones de la ciudad para encontraros.
—¿Sabe lo de Giuliano?
—Hemos creído que era mejor no decírselo... por el momento —respondió Pico—. Están vengando a Giuliano en este preciso momento, amigo mío. Estamos aplastando a los traidores. Los ciudadanos de Florencia han apedreado al viejo Jacopo de Pazzi y a su ejército hasta que han decidido retirarse. Incluso ahora están colgando traidores en el palacio de la Signoria.
—¿Qué? —preguntó Lorenzo.
—El arzobispo ha intentado tomar por asalto la Signoria con sus cómplices, traidores y exiliados de Perugia.
—Yo he visto como el arzobispo abandonaba el Duomo muy pronto —intervino Leonardo, y recordó que Nicolini le había seguido.
—Debemos ir y ver lo que se puede hacer —dijo Lorenzo.
—Debéis ir a casa y aplacar los temores de vuestra madre —dijo Pico—. Florencia necesita que os pongáis a salvo.
—Florencia nunca ha necesitado que me ponga a salvo. —Lorenzo llamó a sus guardias y marcharon hacia la Signoria. Antes de llegar al Palazzo della Signoria, Leonardo preguntó a Pico si había visto a Sandro.
—Sí, está en el palacio Medici. Está herido y está recibiendo tratamiento. Pero estará bien, es una herida superficial.
—¿Cómo?
Pico sonrió.
—Dice que se la han hecho mientras te defendía de un atacante.
—No le he visto.
—Ni al atacante, supongo.
Para cuando llegaron a la Signoria, ya era demasiado tarde. La orgía de mutilación, asesinato y venganza estaba en pleno apogeo. La multitud vitoreó a Lorenzo a su llegada. No podían creer que estuviera vivo. Era un milagro. Gritaron dando gracias a la Virgen, pero fue imposible calmarlos y hacerlos callar. La voz de Lorenzo se vio ahogada por los gritos de «Abajo los traidores, palle, palle». Los palle formaban parte del escudo de armas de los Medici. Y Lorenzo no pudo hacer nada salvo ver cómo arrojaban por la ventana, desnudos, a los exiliados de Perugia que se habían visto atrapados en la Signoria. Después encontraron a Franceschino de Pazzi, y sin que dejara de gritar, patalear, ni sangrar, le desnudaron y le colgaron desde la ventana del palacio.
—Magnifico, se dice que él era uno de los asesinos —dijo Pico. Lorenzo miró fijamente al hombre que colgaba de la cuerda, sacudiéndose en los espasmos previos a la muerte, mientras la multitud gritaba y se reía por su erección. Cuando el arzobispo fue colgado al lado del Pazzi, Lorenzo no pudo controlarse y él también gritó de alegría.
Mientras el arzobispo caía, en un ataque de ira y frustración mordió a Franceschino de Pazzi en el cuello, y quedaron colgando juntos.
Se arrastraba por las calles a los culpables y a los inocentes. Por toda la plaza la gente sacaba los ojos de los cadáveres, les cortaban las orejas, ensartaban sus cabezas en picas. Y mientras sucedía todo aquello, empezaron a levantar un patíbulo a las puertas de la Signoria.
El orden del día indicaba violencia. Y probablemente seguiría siendo así los próximos días.
Después de que el arzobispo se hubiera quedado frío y hubiera empezado a ponerse morado, arrastraron a Nicolini hasta el alféizar. Mientras le arrancaban las ropas, él se mantuvo recto y sereno, y siguió con la mirada fija en el infinito incluso cuando le arrojaron por la ventana para colgarle al lado del arzobispo.
Leonardo observó paralizado. Si Nicolini había sido identificado como cómplice del arzobispo, entonces Ginevra también podía estar en peligro. Sintió miedo... y una alegría terrible y animal. Tenía que irse de allí, tenía que encontrar a Ginevra y asegurarse de ponerla a salvo.
—¿No era amigo tuyo? —preguntó Lorenzo a Leonardo refiriéndose a Nicolini.
Leonardo miró a Lorenzo muy sorprendido. Estaba seguro de que Lorenzo sabía que Nicolini era su enemigo mortal. Pero Lorenzo estaba fuera de sí. Las comisuras de sus labios estaban manchadas de espuma.
—No, Magnifico, lo odiaba.
—Ah —dijo Lorenzo, y después le dio la espalda a Leonardo, como distraído, porque la multitud clamaba su nombre insistentemente.
«Muerte a los traidores» se convirtió en un grito de guerra. Se podía oír desde el palacio Medici hasta el Ponte Vecchio. Leonardo corrió al palazzo de Nicolini. Se ciñó a las callejuelas y calles secundarias, lejos de las principales, para evitar a la muchedumbre. El olor a orina, sangre y humo impregnaba el aire. Ardían manzanas enteras. Los niños gritaban por las calles. Una madre que sostenía a su bebé en brazos saltó desde su casa de dos pisos, con la ropa en llamas.
—¿Eres basura Pazzi? —gritó un árabe bajo y fornido en medio de la calle. Claramente era el líder del pequeño grupo que lo rodeaba. Blandió su espada y Leonardo huyó por una calle que cruzaba. No había tiempo. Tenía que llegar hasta Ginevra.
Más cadáveres. Una mujer gritando en un callejón. Leonardo apenas pudo ver la imagen de su pecho desnudo. Habría más violaciones y más asesinatos; estaba a punto de llegar el atardecer. ¿Qué traería la noche? Las calles eran presas del frenesí, incluso aquellas que no estaban abarrotadas de gente. Era intoxicante. Pero a Leonardo tan solo le poseía su temor por Ginevra.
La gran puerta de roble del palazzo de Nicolini estaba destrozada.
Leonardo desenvainó la espada, que sostuvo con la mano izquierda. En la derecha empuñó su daga y sigilosamente se deslizó hasta el patio lleno de columnas. Un pavo real corrió por el suelo de piedra. Ante la puerta de la entrada principal, que estaba abierta de par en par, había un criado. A primera vista parecía que estaba apoyado en la puerta; pero de hecho, le habían destrozado la cara con una lanza que había atravesado incluso la propia puerta.
En silencio pero con rapidez, Leonardo caminó por la casa. En busca de Ginevra atravesó las grandes habitaciones y los salones decorados con cuadros y llenos de instrumentos musicales, mesas de juego y muebles. En la sala de contabilidad encontró a un criado a quien habían matado de una paliza. En la sala de estar encontró a dos hombres violando a una muchacha del servicio y a su hijo.
Oyó risas en el piso de arriba.
Con el corazón latiendo fuertemente, Leonardo corrió hacia los dormitorios.
Y encontró a Ginevra en la cama, su rostro herido e hinchado, el brazo roto y las ropas rasgadas. Un hombre la estaba violando. Otro hombre, a quien Leonardo reconoció como el aprendiz del orfebre Pasquino, estaba sentado en la cama, desnudo.
Leonardo se sintió como si lo rodeara una niebla de sangre. Sorprendido, el aprendiz de Pasquino miró a Leonardo, pero era demasiado tarde, porque Leonardo se lanzó sobre él y le clavó el cuchillo en el cuello. Después, dejó caer la daga y la espada, y tiró del hombre que se cernía sobre Ginevra. Leonardo lo reconoció también. Era el hermano de Jacopo Saltarelli, el joven que había acusado a Leonardo de sodomía, y a quien Nicolini había pagado para hacerlo. Pero aquella terrible ironía le pasó desapercibida a Leonardo. Con una fuerza sobrehumana, alimentada por una rabia cercana a la locura, arrojó al hombre bajo y robusto contra la pared y le aplastó el cráneo. El hombre cayó al suelo dejando un rastro de sangre en la pared. Luego, Leonardo, se volvió hacia Ginevra. Y vio que le habían cortado la garganta, sus pechos estaba cubiertos de arañazos y sangre, y la sangre también manaba por entre sus piernas.
Leonardo no podía hablar, no podía rezar, no podía rogar a Jesús o a María o a los santos en pleno para que intercedieran por él, para corregir la realidad, para transformarla, para deshacer lo que se había hecho. Tomó a Ginevra en sus brazos. Olía a heces y a esperma. La sangre de sus heridas había empapado su camisón, que se pegaba a su rostro, convertido en una máscara. Se quedó mirando una pluma de ganso que descansaba sobre el cubrecama rojizo de Ginevra, como si al concentrarse en aquel pequeño plumón, excluyendo todo lo demás, pudiera negar toda existencia y todos los recuerdos.
Y de pronto, la razón lo abandonó, y metódicamente, con mano experta, destripó los cadáveres de los asesinos de Ginevra. Y mientras cortaba, trituraba y desgarraba, recordó una época en la que había estado sentado a la mesa, en su estudio rodeado del olor a aceite de lámpara y a alcohol; y delante de él, en un cuenco de claras de huevo caliente, los ojos de las vacas sacrificadas en el matadero danzaban como huevos en agua hirviendo. Leonardo, en un frenesí de dolor y depresión, había cortado los ojos, aquellas esféricas ventanas del alma, trabajando, trabajando, diseccionado, lentamente, repetitivamente.
Y de esa misma manera Leonardo cortaba y desgarraba ahora; y daba la sensación de que apenas respiraba. Ginevra, pensó, pero aquel nombre ya no estaba relacionado con la mujer que amaba; de hecho, todo lo que tenía que ver con ella se había transformado en humo y fuego, humo que azotaba, que purificaba, que ahogaba, que se elevaba.
Y en efecto, el humo estaba colándose en la habitación de Ginevra. Entraba por las grietas de la puerta de madera destrozada. Los salvajes borrachos del piso de abajo habían incendiado el palacio de Nicolini, y ahora, la lana y la crin de caballo ardían y chisporroteaban. Pero, a pesar de todo, Leonardo seguía dentro de su sueño, un sueño afilado como el cuchillo con el que estaba destripando los cadáveres; y una voz que susurraba dentro de su cabeza habló cada vez más alto y más alto.
—Leonardo, Leonardo, ¿estás ahí?
Leonardo pensó que el concepto era divertido. Ahí. ¿Dónde era ahí? Destrozó lo que quedaba de los ojos azules de Giovanni Saltarelli aplastándolos contra el suelo; su sucia y lasciva alma estaba tan vacía como el cielo azul.
—¿Leonardo? ¡Leonardo!
Y Leonardo se encontró ante la ventana, súbitamente consciente, con las manos cubiertas de sangre y entrañas. Hacía mucho calor. Sus ropas eran como agujas contra su piel. No podía respirar. Debajo de él estaba... ¿Niccolò? ¿Sandro? ¿Y Tista? Imposible. Tista estaba muerto. Sin embargo el muchacho miró a Leonardo con ojos ciegos.
—Sal de ahí —gritó—. Niccolò, sácalo de ahí. ¿Acaso quieres arder?
—Sí —gritó Leonardo, pero ya estaba trepando por la ventana, la jamba de piedra caliente bajo sus manos y su rostro ensangrentados; y después cayó, casi tan lentamente como una hoja, planeando como Tista en su máquina voladora. Y el aire era frío y húmedo, y tan acogedor como la tierra alrededor de una tumba vacía.