Capítulo 25

En ese momento estaba trabajando como un desquiciado. Estaba hecho polvo. Además de mi jornada normal en Trion, pasaba largas horas, hasta muy tarde por la noche, investigando en Internet, o repasando los archivos de espionaje industrial que Meacham y Wyatt me enviaban, los que me hacían parecer tan inteligente. Un par de veces estuve a punto de quedarme dormido en mitad del largo y atascado trayecto entre la oficina y mi casa. Abría de repente los ojos, me despertaba con una sacudida, y lograba evitar en el último segundo que mi coche invadiera el sentido opuesto o se incrustara en el que había delante. Generalmente era después de comer cuando comenzaba a desvanecerme, y necesitaba infusiones masivas de cafeína para no cruzar los brazos y caer dormido sobre mi escritorio. Mi fantasía era irme temprano a casa y meterme bajo las sábanas en mi tugurio y quedarme profundamente dormido en mitad de la tarde. Me alimentaba a base de café y Coca-Cola Light y Red Bull. Tenía círculos oscuros debajo de los ojos. Los adictos al trabajo, al menos, de todo esto sacan una especie de placer enfermizo; yo me sentía simplemente apaleado, como el caballo azotado de cierta novela rusa.

Pero trabajar como un loco ni siquiera era mi peor problema. Lo grave era que comenzaba a perder la noción de lo que mi trabajo «verdadero» implicaba y lo que implicaba mi trabajo «tapadera». Estaba tan ocupado yendo de reunión en reunión, tratando de cumplir con mi trabajo para que Nora no oliera sangre y se echara sobre mí, que apenas si tenía tiempo de merodear para recoger información acerca de AURORA.

De vez en cuando me encontraba con Mordden, en las reuniones del Maestro o en el comedor de empleados, y él se detenía un instante para conversar conmigo. Pero nunca mencionó esa noche en que me vio (o no me vio) saliendo del despacho de Nora. Tal vez no me había visto. O tal vez sí, y por alguna razón había decidido no decir nada al respecto.

Además comencé a recibir cada dos noches un correo electrónico de «Arthur» preguntando cómo iba la investigación, cómo marchaban las cosas, por qué demonios estaba tardando tanto.

Me quedaba hasta altas horas casi todas las noches, y apenas paraba en casa. Seth dejó varios mensajes para mí en el contestador, y después de una semana se dio por vencido. La mayoría de mis otros amigos también me habían desahuciado. Yo trataba de sacar media hora aquí o allá para pasar por casa de mi padre y ver cómo estaba, pero cada vez que lo hacía, lo encontraba tan cabreado conmigo por el hecho de que lo evitara, que apenas si me miraba. Entre mi padre y Antwoine se había instalado una suerte de tregua, una especie de Guerra Fría. Al menos Antwoine no amenazaba con largarse. No todavía.

Una noche regresé a la oficina de Nora y quité el aparato de las pulsaciones, rápidamente y sin problemas. Mi amigo, el guardia de los Mustang, solía pasar de ronda entre las diez y las diez y veinte, así que lo hice antes de que se presentara. Me tomó menos de un minuto, y Noah Mordden no andaba por allí.

Aquel diminuto cable contenía ahora cientos de miles de pulsaciones hechas por Nora, incluyendo todas sus contraseñas. Sólo era cuestión de conectar el sistema a mi ordenador y bajar el texto. Pero no me atreví a hacerlo allí mismo, en mi cubículo. ¿Quién podía saber qué clase de programas de detección tendrían aquí en Trion? No era un riesgo que valiera la pena correr.

Preferí conectarme una noche, desde casa, al sitio web de la empresa. En la ventanilla de búsqueda tecleé AURORA, pero nada apareció. Qué sorpresa. Pero tenía algo más en mente, y escribí el nombre de Alana Jennings y encontré su página. No había foto —la mayoría tenía su foto colgada, aunque algunos no—, pero había cierta información básica, como su extensión telefónica, el nombre de su puesto (directora de Marketing, Unidad de Investigación de Tecnologías Disruptivas) y el número de su departamento, que era el mismo que el de su correo interno.

Este pequeño número era una información extremadamente útil. En Trion, igual que en Wyatt, a uno le daban el mismo número de departamento que tenían todos los que trabajaban en la misma parte de la compañía. No tenía más que introducir el número en la base de datos para sacar una lista de todos los que trabajaban directamente con Alana Jennings, es decir, que trabajaban en el proyecto AURORA.

Lo cual no significaba que fuera a conseguir la lista completa de empleados de AURORA, que podían formar parte de departamentos distintos dentro de la misma planta, pero al menos conseguí un buen número de nombres relacionados: cuarenta y siete, en total. Imprimí la página de cada persona, metí los papeles en una carpeta y la carpeta en mi maletín. Supuse que eso mantendría a los de Wyatt satisfechos durante un buen rato.

Cuando llegué a casa esa noche, a eso de las diez, pensando en sentarme frente al ordenador para bajar las pulsaciones, algo más me llamó la atención. En mitad de la mesa de la cocina —un chisme recubierto de formica que había comprado por cuarenta y cinco dólares en un almacén de muebles usados— había un sobre de papel manila sellado, grueso y bien lleno.

El sobre no estaba allí por la mañana. Una vez más, alguien de Wyatt se había introducido en mi piso, casi como si intentaran dejar claro que eran capaces de entrar a cualquier parte. Vale, lo habían logrado. Tal vez pensaban que era la forma más fácil de entregarme algo sin ser vistos. Pero a mí me parecía casi una amenaza.

El sobre contenía un grueso dossier sobre Alana Jennings, tal y como me lo había prometido Nick Wyatt. Lo abrí, vi cantidades de fotos de la mujer, y de repente perdí todo interés en las pulsaciones de Nora Sommers. Esta Alana Jennings, hablando claro, estaba buenísima.

Me senté en el sillón de lectura y empecé a revisar el informe.

Era evidente que se había invertido una buena cantidad de tiempo y dinero en él. Alana había sido espiada por detectives privados que habían tomado buena nota de sus idas y venidas, sus costumbres, los recados que hacía. Había fotos de ella entrando en el edificio de Trion, en un restaurante con un par de amigas, en una especie de club de tenis, haciendo ejercicios en uno de esos clubes de fitness sólo para mujeres, saliendo de su Mazda Miata azul. Tenía el pelo negro y lustroso y los ojos azules, un cuerpo esbelto (eso era bastante evidente a juzgar por sus trajes de lycra). Algunas veces usaba gafas de montura negra y gruesa, del estilo que usan algunas mujeres para dar a entender que son inteligentes y serias y, sin embargo, tan bellas que pueden usar gafas feas. Eso, en realidad, la hacía más sexy. Tal vez ésa era su intención.

Después de una hora leyendo el archivo, sabía más sobre ella que sobre cualquier novia que hubiera tenido. No sólo era bella, era rica: doble amenaza. Había crecido en Darien, Connecticut, asistido al Instituto Miss Porter de Farmington, y enseguida a Yale, donde estudió Filología Inglesa y se especializó en Literatura Norteamericana. También había tomado algunas clases de informática e ingeniería eléctrica. Según sus informes universitarios, había obtenido sobresalientes en todo, y en sus primeros años de carrera fue elegida por Phi Beta Kappa. Vale, así que además era inteligente: triple amenaza.

El equipo de Meacham había conseguido todo tipo de información financiera acerca de su familia. Tenía una renta de varios millones de dólares, pero su padre, director ejecutivo de una pequeña compañía manufacturera de Stamford, tenía un portafolio que valía mucho más que eso. Alana tenía dos hermanas menores: una de ellas todavía estaba en la universidad, en Wesleyan, la otra trabajaba en Sotheby's, en Manhattan.

Dado que llamaba a sus padres casi cada día, podía intuirse que tenía una buena relación con ellos. (En el informe se incluía un año entero de recibos telefónicos, pero por fortuna alguien ya los había digerido por mí, y había seleccionado las llamadas más frecuentes). Alana era soltera, no parecía estar saliendo con nadie actualmente, y era propietaria de su piso en un lugar de muy alto nivel, no muy lejos de los cuarteles generales de Trion.

Todos los domingos hacía la compra en un supermercado naturista; parecía ser vegetariana, porque nunca compraba carne, ni siquiera pollo o pescado. Comía como un pajarito, pero un pajarito de la selva tropical: muchas frutas —fresas, frambuesas, moras— y muchos cereales. No frecuentaba bares ni happy hours, pero sí recibía pedidos ocasionales de una tienda de licores del barrio, así que tenía por lo menos un vicio. Su vodka de todos los días parecía ser Grey Goose; su ginebra era Tanqueray Malacca. Salía a cenar una o dos veces por semana, y no precisamente a Denny's o Applebee's o Hooters; parecía gustarle lo fino, lugares gourmet con nombres como Chakra y Alto y Buzz y Om. También iba con frecuencia a restaurantes Thai.

Por lo menos una vez por semana iba al cine, y acostumbraba comprar las entradas con anticipación en Fandango; de vez en cuando veía la típica peli de chicas, pero la mayoría eran filmes extranjeros. Aparentemente, era una mujer que prefería ver El árbol de los zuecos que Porky's. Allá ella. Compraba muchos libros por Internet, en Amazon y Barnes and Noble, la mayoría ficción moderna de corte serio, cosas latinoamericanas y una buena cantidad de libros sobre cine. También, más recientemente, algunos libros sobre budismo y sabiduría oriental y mierda así. También había comprado películas en DVD, incluyendo toda la serie de El padrino y clásicos noir de los cuarenta como Perdición. De hecho, había comprado Perdición dos veces, una hace años, en vídeo, y otra, más recientemente, en DVD. Era obvio que había comprado su reproductor de DVD en los últimos dos años; y era obvio que aquella vieja peli de Fred McMurray y Barbara Stanwyck era una de sus favoritas. Parecía haber comprado todos y cada uno de los discos de Ani DiFranco y Alanis Morissette.

Guardé bien estos datos. Comenzaba a hacerme una idea de Alana Jennings. Y comenzaba también a diseñar un plan.