Capítulo 62
Había gente en mi despacho.
Cuando llegué al trabajo a la mañana siguiente, los vi desde lejos —dos hombres, uno joven, el otro más viejo— y quedé paralizado.
Eran las siete y media de la mañana, y por alguna razón Jocelyn no estaba en su escritorio. En un segundo mi mente repasó un menú de posibilidades, cada una peor que la anterior: los de Seguridad habían encontrado algo en mi despacho. O me habían despedido y estaban limpiando mi escritorio. O iban a detenerme.
Me acerqué al despacho y traté de disimular el pánico. Como si fueran amigos que hubieran pasado de visita, dije en tono jovial:
—¿Qué sucede?
El mayor tomaba notas sobre una carpeta con sujetapapeles, y el más joven se había inclinado sobre mi ordenador. El mayor (pelo gris, bigote de morsa, gafas sin montura) dijo:
—Seguridad, señor. Su secretaria, la señorita Chang, nos ha hecho pasar.
—¿Qué ocurre?
—Estamos inspeccionando todos los despachos del séptimo piso, señor. No sé si ha recibido la nota sobre la violación de la seguridad ocurrida en Recursos Humanos.
¿De eso se trataba? Me sentí aliviado. Pero sólo durante un par de segundos. ¿Y si encontraban algo en mi escritorio? ¿Habría dejado parte de mi equipo de espionaje en los cajones del escritorio o del archivador? Me había acostumbrado a no dejar nada allí, pero ¿y si me hubiera olvidado? Había estado tan nervioso en estos últimos días que hubiera podido fácilmente dejar algo por error.
—Genial —dije—. Me alegra que estéis aquí. No habéis encontrado nada, ¿o sí?
Hubo un momento de silencio. El joven levantó la cara pero no respondió. El mayor dijo:
—No, señor, todavía no.
—No es que me considere un blanco potencial —añadí—. No soy tan importante. Quiero decir, ¿no habéis encontrado nada en esta planta, en los despachos de los jefes?
—Se supone que no debemos comentarlo con nadie, pero no, no hemos encontrado nada. Lo cual no quiere decir que no vayamos a hacerlo.
—¿Y la revisión de mi ordenador? ¿Todo bien? —Me dirigía al joven.
—No han aparecido aparatos ni nada por el estilo —replicó—. Pero tendremos que realizar ciertos diagnósticos. ¿Puede conectarse, por favor?
—Vale —dije. No había enviado correos incriminatorios desde aquí, ¿o sí?
Pues sí que lo había hecho. Le había escrito a Meacham desde mi cuenta de Hotmail. Pero el contenido de ese mensaje no les diría nada. Estaba seguro de que no había dejado en el ordenador archivos que hubiera debido eliminar. Sí, de eso estaba seguro. Rodeé el escritorio y tecleé mi contraseña. Ambos guardias apartaron la mirada prudentemente hasta que pude entrar a la red.
—¿Quién tiene acceso a su despacho?
—Sólo yo. Y Jocelyn.
—Y el personal de limpieza —insistió.
—Supongo, pero nunca los veo.
—¿Nunca los ve? —repitió con escepticismo—. Pero usted trabaja hasta tarde, ¿no?
—Ellos trabajan más tarde todavía.
—¿Qué hay del correo interno? ¿Algún mensajero ha entrado alguna vez mientras usted no estaba?
Negué.
—Todo eso llega al escritorio de Jocelyn. Nunca me lo entregan a mí personalmente.
—¿Alguna vez ha venido alguien de TI para arreglar su ordenador o su teléfono?
—No que yo sepa.
El más joven preguntó:
—¿Ha recibido correos electrónicos extraños?
—¿Extraños?
—De gente que no conozca, con documentos adjuntos, etcétera.
—No que recuerde.
—Pero usa usted otros sistemas de correo, ¿verdad? Distintos del de Trion.
—Sí.
—¿Alguna vez los ha usado desde este ordenador?
—Sí, supongo que sí.
—¿Y ha recibido algo raro en cualquiera de esas cuentas?
—Bueno, recibo spam, como todo el mundo. Ya sabéis, Viagra o «Añada cinco centímetros» o los de las chicas campesinas —dije. Pero ninguno de los dos parecía dotado de sentido del humor—. Pero los borro, simplemente.
—Sólo tardaremos entre cinco y diez minutos, señor —dijo el joven, insertando un disco en mi CD-ROM—. Tal vez quiera usted ir a por una taza de café.
En realidad tenía una reunión, así que dejé a los de Seguridad en mi despacho, aunque no me quedé demasiado tranquilo, y me dirigí a Plymouth, una de las salas de conferencia más pequeñas.
No me gustaba el hecho de que hubieran preguntado acerca de las cuentas de correo externas. Eso no estaba bien. La verdad, era para cagarse de miedo. ¿Y si les daba por escarbar en todos mis mensajes? Ya había visto lo fácil que era eso. ¿Y si descubrían que había pedido copias de la correspondencia electrónica de Camilletti? ¿Podría convertirme en sospechoso sólo por eso?
Al pasar por el despacho de Goddard, vi que tanto él como Flo estaban ausentes. Jock —ya lo sabía— habría ido a la reunión. Luego me crucé con Jocelyn, que llevaba una taza de café en la mano. En la taza se leía: no estoy en mis cabales, pero volveré en cinco minutos.
—¿Siguen los matones de seguridad en mi escritorio? —preguntó.
—Ahora están en mi despacho —le dije y seguí caminando.
Ella se despidió con la mano.